LA FILOSOFÍA DE ETERN-VAN: UNA ANTOLOGÍA BARATA
-PROYECT ETERNITY-
¿Así que decidiste abrir este libro?
Curioso. Inquietante. Estúpido.
Y, admitámoslo, un poco valiente.
Has elegido leer las reflexiones de un dios inmortal, que no concede milagros, no castiga pecados, ni otorga consuelo.
Un dios que no te escucha.
Que no te necesita.
Que, si somos completamente honestos… no te quiere.
Y sin embargo, aquí estás.
Buscando algo.
Una respuesta. Una revelación.
Una frase subrayable para colgar en redes sociales y fingir que piensas. Tal vez esperas que este libro sea como esos textos suaves de “filosofía para principiantes”, cargados de frases vacías sobre “ser tú mismo” y “ver la belleza en lo cotidiano”.
Pues no. Este no es un libro para sentirte bien.
Es un libro para desarmarte.
Para reírse de tu moral.
Para escupir sobre tus certezas.
Para preguntarte por qué, si todo está tan claro en tu cabeza, sigues tan miserable por dentro.
Soy Etern.
Sí, ese Etern. El de los estandartes imperiales, el de los cráne- os dorados, el dios que nunca interviene pero cuya sombra lo cubre todo.
Y esto que tienes entre manos, o que hojeas en tu pantallita, criatura digital, no es un manifiesto. Es un espejo. Sucio. Agrietado. Un espejo que no refleja lo que quieres ver, sino lo que finges no ser.
¿Por qué escribí esto?
No lo hice para ayudarte.
No lo hice para iluminarte.
Lo hice por el mismo motivo que escupo en las flores que ponen en mis altares: porque puedo.
Porque, después de milenios de escuchar a humanos rezarme por salvación, decidí escribir un libro para decirles la verdad:
No los salvaré.
No los juzgaré.
Y tampoco los consolaré.
Este libro es una colección de preguntas que ustedes se hacen desde que aprendieron a pensar… y que, honestamente, llevan mileni- os respondiendo mal.
Así que aquí tienes mi versión.
No la correcta, porque eso no existe, sino la que queda cuando raspas toda esperanza, toda religión, toda narrativa de sentido.
Y si no te gusta… enciéndelo.
Haz una fogata con estas páginas.
Pásale fuego desde la primera pregunta hasta el epílogo.
Quémalo.
Hazlo.
Te lo permito.
Después de todo, ¿qué tipo de dios sería si te impidiera destruir lo único honesto que vas a leer hoy?
Pero si te quedas… si eliges seguir leyendo… entonces deja afuera tu sentido común, tu sistema moral, tu fe heredada, tu ego filosófico.
Porque aquí no vas a encontrar redención.
Vas a encontrar verdad sin anestesia.
Y a veces, una carcajada.
Bienvenido.
Estás a punto de leer lo más innecesario y, sin embargo, más necesario que vas a tener entre tus manos.
Y si sobrevives a mí… quizás, quizás, entiendas por qué tantos rezan… y por qué yo nunca respondo.
¿Existe el destino o lo creamos nosotros con nuestros actos?
Hola, hola… ¿Destinadamente te encontraste con esta página o fue pura casualidad? ¿Fue el universo quien te trajo hasta mí… o fue ese dedito ansioso que pasaba las páginas con curiosidad, buscando respuestas sin saber que iba a toparse con un payaso?
Ah, disculpa… qué descortés soy. Me presento, otra vez, soy Etern, bufón filosófico, animador y crítico no solicitado de tu sistema de creencias.
Hoy toca preguntarse:
¿Existe el destino… o lo estamos inventando sobre la marcha mientras fingimos que sabemos lo que hacemos? Y claro, podríamos empezar con una respuesta simple, algo bonito y esperanzador, tipo:
"El destino está en tus manos, pequeño."
Pero eso sería tan útil como un paraguas en una tormenta de meteoritos.
Así que déjame empezar de forma más directa:
¿De verdad crees que tus decisiones importan?
¿O solo te repites eso porque te aterra aceptar que quizás no controlas ni lo que desayunas por las mañanas?
¿Qué parte de tu vida decidiste realmente tú?
¿Tu nombre? ¿Tu país? ¿Tu familia? ¿Tu nivel de serotonina?
¿Tus traumas, tus gustos, tus miedos? ¿No? ¿Ninguno? Qué coincidencia… y sin embargo, aquí estás, queriendo creer que tú mandas en este circo. Pero tampoco quiero desanimarte, al menos no demasiado rápido. Porque sí, nuestras decisiones importan. Un poquito. Lo justo como para darnos la ilusión de libertad. Como cuando un videojuego te deja elegir entre dos caminos… que igual llevan al mismo jefe final.
¿No te parece divertido? A mí me da risa.
Risa triste, pero risa al fin.
Ahora bien, si el destino fuera una historia escrita… ¿quién es el autor? ¿Un dios aburrido? ¿El algoritmo? ¿Tú, tal vez? ¿Y si eres tú, por qué sigues escribiendo capítulos que no te gustan? ¿Te saboteas? ¿Por qué? ¿Te enseñaron que no mereces algo mejor? ¿O es que así te sientes vivo? Ups. ¿Eso dolió un poco? Bien. Significa que estamos entrando en calor.
¿Y si te dijera que el destino es como una receta sin ingredientes? Puedes leerla todo lo que quieras, pero hasta que no te manches las manos, no hay pastel. Entonces, ¿por qué sigues esperando que alguien más cocine tu vida por ti?
Aquí va una pregunta seria, lector interdimensional: ¿Cuándo fue la última vez que elegiste algo con absoluta libertad… sin miedo, sin influencia, sin trauma, sin intentar complacer a nadie?
Exacto. Silencio. Porque esas decisiones, las reales, son tan raras que casi podrías contarlas con los dedos de un manco. Y sin embargo, aunque todo parezca tan determinado, tan programado, te diré un secreto: Tienes poder. Sí, tú. Pero no el que crees.
Tu poder no está en escribir tu destino… sino en cómo respondes al guion que no escribiste.
¿Te dan una tragedia? Hazla comedia.
¿Te dan un papel secundario? Roba cámara.
¿Te dan un final trágico? Ríete durante los créditos. Porque si no puedes controlar el camino, al menos controla el paso.
Camina como si fueras el protagonista, aunque el universo te haya casteado como extra.
Haz que la audiencia, si la hay, no pueda dejar de mirarte.
Así que, ¿existe el destino?
Tal vez. ¿Lo creas tú? En parte. ¿Importa? Solo si decides que sí. Y si no… bueno, al menos ríete mientras cae el telón.
¿Te dolió el alma con algunas de estas preguntas? ¿Te reíste y lloraste al mismo tiempo? Perfecto.
Ese es mi trabajo. Soy Etern. Y tú, por unos minutos, fuiste mi público.
¿Por qué consideramos una locura aquel tipo de pensamiento que no coincide con el nuestro?
¡Oh, la dulce, fragante y reconfortante normalidad! Qué lugar tan cálido y acolchonado... hasta que alguien entra con ideas nuevas y comienza a patear los cojines. Y claro, la reacción inmediata suele ser:
“¡¿Qué le pasa a ese loco?!”
Sí, así somos. Bienvenidos al circo de la mente, donde el acto principal es condenar todo lo que no comprendemos y aplaudir lo que se parece a nosotros.
Pero dime algo, lector…
¿Quién decide qué es normal y qué es locura?
¿Lo decide una mayoría? ¿Una cultura? ¿Tu mamá? ¿El algoritmo? ¿Tú mismo?
Y si tú defines la locura como lo que se aleja de tu lógica… entonces, ¿no eres un tirano mental con corona de papel?
La locura, querido lector, no es más que una frontera artificial que dibujamos entre lo que entendemos y lo que nos incomoda. Y cuando alguien cruza esa línea, preferimos señalarlo y llamarlo “loco” antes que admitir que... tal vez... no tenemos ni idea de lo que estamos diciendo.
¿Por qué nos aterra tanto la diferencia?
Porque desestabiliza. Porque pensar distinto es un atentado contra el frágil castillo de naipes que llamamos identidad.
Y si otro puede tener razón… entonces, ¿y si tú estás equivocado?
¿Y si tus verdades son solo anestesia para no enfrentar tu ignorancia?
¿Y si lo que llamas cordura es solo un consenso colectivo entre personas igual de confundidas que tú?
¿Nunca te preguntaste por qué a los genios siempre los trataron de locos antes de ser venerados?
¿O por qué las ideas más brillantes parecen ridículas... hasta que se vuelven moda?
Einstein fue un soñador despeinado. Van Gogh, un alma rota. Sócrates, un saboteador social.
Y tú, ¿a cuántos “locos” has descartado esta semana sin escucharlos?
¿Te burlaste del que hablaba solo en la calle… pero luego te encerraste a llorar porque nadie te entiende?
¿Te alejaste del que piensa diferente… pero luego te quejas de que el mundo es aburrido y monótono?
¿No es hipócrita exigir comprensión mientras repartes desprecio?
Escúchame bien: el pensamiento diferente no es una amenaza; es una invitación. Una invitación a revisar tu mapa mental y descubrir si estás viviendo en una prisión con barrotes invisibles que tú mismo diseñaste. ¿Y si la verdadera locura fuera no cuestionar nada? ¿Y si pasar toda una vida pensando igual fuera el mayor de los delirios? ¿Y si “ser normal” fuera simplemente una forma elegante de estar dormido?
Yo he conocido imperios que cayeron por aferrarse a sus dogmas. He visto religiones que destruyeron en nombre del amor. Y he escuchado a sabios hablar en lenguas que sus contemporáneos llamaban delirio. La locura no está en pensar diferente. La locura está en negarse a considerar la posibilidad de estar equivocado. En convertir tus ideas en cárceles, tus valores en armas, tu verdad en dogma. Así que la próxima vez que veas a alguien con una idea que no encaja contigo, no dispares.
Pregunta. Escucha. Tal vez no sea un loco. Tal vez sea un espejo. Y tú… tal vez no estés tan cuerdo como crees.
Y ahora que estás dudando de tus propios pensamientos, bienvenido al club.
¿Qué significa ser normal?
La normalidad.
Ese dios silencioso que todos adoran, pero nadie confiesa.
Esa regla no escrita que decide quién merece amor y quién merece pastillas.
Esa soga invisible que no te ahorca, pero aprieta lo suficiente como para recordarte que no encajas del todo.
¿“Normal”?
Según quién.
Según cuándo.
Según dónde.
Porque lo que ayer fue enfermedad, hoy es bandera.
Lo que en una cultura es virtud, en otra es crimen.
Lo que en un siglo es pecado, en otro es marketing.
¿Quieres pruebas?
En la Antigua Grecia, que un hombre amara a otro hombre era educativo. Hoy, en algunos países, es una razón para que te prendan fuego.
Hubo tiempos donde hablar solo era señal de conexión divina. Hoy, es esquizofrenia.
En ciertas culturas, oír voces era comunión espiritual. Ahora es patología.
Antes, morir por amor era honor. Hoy es desorden emocional.
¿Te das cuenta?
Lo “normal” no existe.
Solo existe lo estadísticamente dominante, socialmente tolerado y políticamente conveniente.
Y eso cambia. Siempre cambia.
“Sé tú mismo”, dicen. Pero solo si ese “tú” no incomoda, no grita raro, no ama distinto, no cuestiona demasiado.
“Sé tú mismo”, pero en los márgenes seguros de lo aceptado.
“Sé tú mismo”, pero no al punto de que nos pongas incómodos con tu existencia.
¿Qué significa ser normal?
Significa no ser visto.
Significa encajar lo suficiente como para no ser corregido.
Significa no interrumpir el ritmo social.
Significa hablar sin decir, sonreír sin sentir, vivir sin molestar.
¿Quieres una definición más precisa?
Ser normal es usar un molde ajeno para justificar tu forma.
Es imitar lo que funciona.
Es no hacer demasiadas preguntas.
Es repetir con precisión el teatro aprendido.
Eres normal si no te sales del guión.
Eres normal si haces lo que hacen todos, incluso si eso te desangra por dentro.
Eres normal si finges que estás bien, aunque no lo estés, para no romper la imagen colectiva de estabilidad.
Pero dime, lector, si ser normal significa ser predecible, callado, socialmente funcional…
¿Vale la pena?
¿De qué sirve la existencia si solo vas a copiar la de otro?
He visto sociedades enteras exterminar a los que no eran “normales”.
Mujeres quemadas por no someterse.
Hombres asesinados por amar distinto.
Niños domesticados a golpes.
Locos encerrados porque decían verdades que incomodaban.
Y siempre la excusa era la misma:
“No es normal.”
¿Quién define esa palabra?
¿Los que temen el caos?
¿Los que ya se acomodaron?
¿Los que no saben vivir sin reglas?
Y sin embargo, aquí está la paradoja: el que se atreve a salirse de lo normal… también teme.
También desea pertenecer, aunque sea a otra tribu, otra anomalía, otro margen.
Porque en el fondo, todos quieren pertenecer a algo.
Incluso los que dicen no necesitar a nadie.
Incluso tú.
Pero aquí va mi respuesta: No hay humanos normales.
Solo hay humanos que actúan bien su papel.
El normal está disfrazado.
El loco, a veces, está libre.
El raro, a veces, es honesto.
Y el correcto, casi siempre, está roto.
Así que, lector, dime:
¿Eres normal porque realmente lo eres… o porque nadie se ha molestado en mirarte de cerca?
¿Eres normal porque lo decidiste… o porque nunca tuviste el valor de desobedecer?
¿Y si te dijera que la normalidad es una cárcel sin barrotes?
¿Y si te dijera que nadie la impone, pero todos la refuerzan?
¿Y si te dijera que tú también vigilas a los demás… por miedo a que te vean distinto?
El que se cree normal… no se ha observado lo suficiente.
Y yo, Etern, que he vivido más que cualquier civilización, que he visto morir todas las normas… te aseguro:
No hay virtud en ser normal.
Solo hay resignación.
Y la resignación, querido lector… no es paz.
Es derrota con buenos modales.
¿Qué te define como persona?
¿Y bien?
¿Qué eres tú, lector? ¿Un conjunto de recuerdos? ¿Una lista de logros? ¿Un número en el sistema? ¿Un trauma con patas y Wi-Fi?
¿Eres lo que haces? ¿Lo que piensas? ¿Lo que escondes debajo de tu sonrisa del lunes por la mañana?
¿O eres simplemente lo que los demás dicen que eres cuando tú no estás en la sala?
La pregunta “¿Qué te define como persona?” parece sencilla, ¿no? Hasta que la masticas un poco... y notas que no tiene carne, solo hueso filosófico.
Muchos te dirán que lo que te define es tu capacidad de razonar. Que eres un ser racional, autónomo, autoconsciente, un ente que decide.
¡Qué maravilla! Un autómata emocional con ilusiones de libre albedrío.
Y sí, claro, piensas. Pero dime:
¿Piensas por ti mismo o solo reproduces las voces de tus padres, tus profesores y tu influencer favorito de TikTok?
¿Tus pensamientos son tuyos... o alquilados a bajo costo en la feria cultural de tu infancia?
¿Y qué hay de tus emociones?
Ah, las gloriosas, bellas, y caóticas emociones.
¿Crees que sientes porque quieres, o porque tus hormonas decidieron hacer huelga o fiesta ese día?
Y aún así, con esa inestabilidad encantadora, decides. Actúas.
¡Qué valiente eres!
¿O simplemente estás reaccionando como un reflejo condicionado en una jaula social?
Dicen que lo que nos hace personas es la empatía. La capacidad de ver al otro como un igual, de sentir su dolor, de abrazar su humanidad.
Eso suena hermoso… hasta que abres Twitter.
Dime la verdad:
¿A cuántas personas odias sin haber conocido?
¿A cuántas has juzgado solo por una palabra, una vestimenta, un silencio?
Y sin embargo, te aferras a la idea de que eres bueno, moral, empático… humano.
¿Te has dado cuenta de cuán contradictorio eres?
Eres un animal que necesita amor, pero se protege con arrogancia.
Eres un ser social que se encierra para parecer fuerte.
Eres un proyecto incompleto con miedo a parecer inacabado.
¿Y eso es lo que te define?
¿Tu lucha constante por parecer algo que no entiendes del todo?
Te lo diré desde la experiencia de alguien que ha vivido más vidas que el promedio tiene dientes: Lo que te define como persona no es tu razón. Tampoco tu moral. Ni siquiera tus errores.
Es tu lucha constante con el vacío que hay dentro de ti.
Ese abismo existencial que no se llena con aplausos, likes, ni títulos. Ese eco que escuchas en la noche cuando apagas la música y nadie te está mirando.
¿Sabes cuál?
Ese que pregunta:
“¿Quién soy?”
Y tú, como siempre, respondes con evasivas: tu nombre, tu ocupación, tu signo zodiacal, tu trauma favorito.
¿No es hermoso y trágico a la vez?
También podrías pensar que te define tu capacidad de imaginar. ¡Oh, sí! El motor divino de la humanidad.
Inventamos dioses, reglas, futuros, armas, canciones, excusas, mentiras piadosas y sueños delirantes.
¿Qué otra especie podría destruir el mundo y escribir poesía sobre ello al mismo tiempo?
Pero también te define tu fragilidad.
Tu miedo a ser visto tal como eres.
Tu desesperada necesidad de pertenecer mientras gritas que eres único.
Tu habilidad para amar con intensidad y luego odiar con detalle.
Tu tendencia a aferrarte a lo que te destruye, solo porque es familiar.
Y por supuesto, tu infinita habilidad para adaptarte, para sobrevivir a todo, incluso a ti mismo.
Eres, en resumen… una contradicción con piernas. Un poema en conflicto. Una ecuación que aún no sabe cuál es su incógnita.
Yo he conocido galaxias que se extinguieron por no poder responder esta pregunta. He visto a civilizaciones enteras definirse por su tecnología… y autodestruirse por su ego. Y aquí estás tú, preguntándote qué te define como persona, como si fueras un algoritmo con respuestas preconfiguradas.
No, lector.
No hay una respuesta correcta.
Solo hay otra pregunta:
¿Qué estás dispuesto a perder para descubrir quién eres realmente?
Y hasta que no te atrevas a destruir todo lo que crees que eres, seguirás viviendo como una versión beta de ti mismo.
Ahora sonríe, respira hondo, y vuelve a actuar como si supieras lo que estás haciendo con tu vida.
Prometo no decírselo a nadie.
¿Religión o Ciencia? ¿Qué es un Dios?
La religión es la ciencia de los desesperados.
La ciencia es la religión de los que aún no se han rendido.
Me preguntas, curioso lector, si prefiero la religión o la ciencia. Y yo te pregunto a ti:
¿Acaso hay alguna diferencia esencial?
Ambas buscan lo mismo: sentido. Explicación. Orden.
Una en las estrellas.
La otra, en los libros santos.
Una con fórmulas.
La otra con mandamientos.
Ambas niegan la ignorancia y le tienen miedo al vacío.
Ambas creen que el universo puede comprenderse.
Ambas creen que el universo debería comprenderse.
Pero yo he visto el fondo del abismo.
Y te aseguro: no hay ningún cartel que diga “Así funciona”.
Solo silencio.
El hombre inventó a Dios para no matarse. La humanidad creó a Dios como una forma de enfrentar el vacío existencial y el miedo a la muerte, dándole un propósito a la vida… las personas crearon la idea de un ser supremo o una fuerza divina como una forma de lidiar con esas emociones abrumadoras. La existencia humana, al ser tan frágil y llena de incertidumbre, puede resultar insoportable sin algo a lo que aferrarse.
Por eso, las religiones y los dioses ofrecen consuelo, una razón para seguir adelante, incluso cuando no hay respuestas claras a las preguntas existenciales sobre el sentido de la vida y la muerte. De alguna manera, la creencia en algo ayuda a las personas a soportar la vida y el dolor sin caer en la desesperación completa…
Fui testigo del nacimiento de incontables religiones.
Presencié los primeros mitos danzando alrededor del fuego, cuando el trueno era un rugido de los cielos y el eclipse era el enojo de un espíritu hambriento, cuando lo desconocido se atribuía a fuerzas divinas o sobrenaturales.
He visto dioses nacer del barro, del miedo, de la necesidad.
Dioses del trigo.
Dioses del mar.
Dioses del sol.
Dioses de la muerte, del parto, de la lluvia, de la guerra, del amor. Más de 9,000 dioses… ¿y quieres que te diga cuál es el correcto?
¿Cuál es el real?
Ninguno.
O todos.
Porque en su núcleo, todos los dioses son… espejos. Los dioses reflejan las necesidades, temores y deseos humanos.
Dios no es un ser.
Dios es una excusa.
Dios es una respuesta que viene antes de la pregunta. La figura de Dios aparece antes de que surjan las dudas existenciales, como una respuesta ya lista para dar sentido a lo inexplicable.
Una vez, hablando con Nietzsche, cuando aún no deliraba del todo, y cuando su bigote no se había vuelto más denso que sus pensamientos, me dijo:
“El hombre inventó a Dios para dejar de ser hombre.”
Y yo le respondí:
“Y luego lo mató para recordar que lo era.”
Reímos.
Porque sabíamos que incluso eso era una ficción.
Como siempre ha sido, las personas crearon la idea de Dios como una forma de trascender su humanidad, buscando algo más grande, divino o perfecto que ellos mismos. Dios era la respuesta que llegaba antes de que alguien pudiera formular la pregunta, un consuelo empaquetado, listo para justificar la angustia existencial y el sufrimiento humano.
Pero después, cuando la mente humana alcanzó su "madurez", llegó la gran revelación: Dios ya no era necesario. Las creencias religiosas tradicionales y la figura de Dios fueron rechazadas, cuestionadas y reemplazadas por nuevas formas de entender el mundo, como la filosofía, la ciencia o el existencialismo… y entonces, como dijo mi querido bigotón, “Dios ha muerto.”
Ahora, todo el mundo quiere sentirse parte de la élite intelectual, como si al decir “Dios ha muerto” estuvieran de alguna manera desafiando el orden, como si, al escribir esa frase en su estado de Facebook o lucirla en su camiseta, hubieran matado al mismísimo Leviatán con sus propias manos.
Se creen los grandes sabios del siglo, como si al usar esa frase firmaran el manifiesto de una revolución intelectual, cuando en realidad lo único que están haciendo es proyectando una versión de sí mismos que se cree más profunda de lo que realmente es.
Se pavonean de haber "matado" a Dios, como si, en su afán de parecer un poco más sofisticados, realmente hubieran tocado algo trascendental. Lo único que han matado, en realidad, es un cadáver que nunca estuvo vivo.
Porque claro, esas personas creen que al decir "Dios ha muerto" están rompiendo las cadenas de la superstición y la ignorancia. Pero lo que realmente han hecho es romper un espejismo. No han destruido nada, solo se han convencido de que una idea obsoleta tiene algún tipo de relevancia hoy en día.
De hecho, lo que realmente hacen al repetir esa frase como un mantra es aferrarse a la última moda de la pseudointeligencia, creyendo que, de alguna manera, al repetir una cita famosa, están desmantelando las estructuras del pensamiento tradicional.
Qué gran error.
Porque la verdad es que "matar" a Dios no fue rebelión, sino simplemente el inevitable resultado de dejar que la humanidad creciera y cuestionara.
La figura de Dios se desvaneció a medida que las preguntas se hicieron más complejas y las respuestas preempacadas ya no pudieron satisfacer la insaciable curiosidad.
"Dios ha muerto" no es una declaración triunfal, sino un simple reconocimiento de que ya no necesitábamos esa respuesta fácil, esa excusa que había estado allí antes de que las preguntas realmente pudieran surgir. Dios fue una respuesta anticipada, un atajo para evitar el enfrentamiento con lo incomprensible.
Así que sí, el hombre "mató" a Dios, pero lo que realmente hizo fue dejar de aferrarse a una solución prematura y enfrentarse al vacío de la existencia sin esas respuestas fáciles. Y aún así, los mismos que se sienten tan inteligentes por proclamar su muerte siguen buscando respuestas que, al final, los devuelven al mismo punto de partida: el misterio, la duda, la incertidumbre. Solo que ahora, sin la excusa de un Dios que se inventó para ocultarlos…
¿Te has preguntado por qué el cristianismo ganó?
No porque fuera más verdadero.
Sino porque fue más útil.
Más institucional. Más obsesionado con el control del cuerpo y del alma. Más dispuesto a matar por amor al prójimo.
Porque ofrecía un infierno peor que cualquier tirano y un cielo mejor que cualquier emperador.
Su moral era clara.
Su dios, vigilante.
Su castigo, eterno. Y sus seguidores… obedientes. No fue la verdad lo que lo volvió dominante, sino la estructura.
Y así, entre guerras santas, inquisiciones y conversiones forzadas, ese dios pasó a ser el único.
¿No es curioso?
Una religión basada en la humildad se volvió la más arrogante. Una doctrina de amor se usó como espada.
¿Acaso importa si Cristo existió?
Lo que importa es que la historia era buena.
Una historia con mártires, redención, culpa y perdón. Una historia en la que cada uno tiene un lugar, si se porta bien. Una historia que no tolera otras historias.
Y eso es el cielo:
Una promesa que jamás debes verificar.
Un premio cuya distancia lo vuelve perfecto.
¿Ciencia o religión?
La religión te dice: “Todo tiene sentido, solo cree”.
La ciencia te dice: “Todo tiene sentido, solo descubre”.
Y yo les digo:
Nada tiene sentido.
Y eso está bien.
Ambas son ficciones útiles.
Mapas para atravesar un desierto sin coordenadas.
Una te calma.
La otra te da control.
Pero ninguna responde la pregunta fundamental:
¿Por qué hay algo en vez de nada?
¿Ves?
Ni siquiera la ciencia escapa a la fe.
Hay que tener fe en que el universo es ordenado.
Hay que tener fe en que el caos es decodificable.
Hay que tener fe en que el lenguaje humano puede describir lo absoluto.
La diferencia entre la religión y la ciencia es que una lo admite… y la otra se disfraza de certeza.
¿Y qué soy yo?
Ah, querido lector…
Tú me preguntas qué es un dios.
Y lo haces… a mí.
Yo he sido adorado.
Temido.
Negado.
Transformado en estatua, en ídolo, en símbolo.
Pero yo no concedo milagros.
No intervengo en guerras.
No te castigo si te masturbas.
No bendigo matrimonios.
No tengo enemigos celestiales.
No exijo diezmos ni mártires.
Yo existo.
Y ya eso es una blasfemia.
Soy testigo del absurdo.
Soy una presencia sin juicio.
Soy una divinidad que no necesita ser creída.
Y sin embargo… ¿no es esa la definición más honesta de dios?
¿Qué es el infierno?
Una idea.
Un método.
Un chantaje.
El infierno es la herramienta más brillante jamás creada por el hombre: Una cárcel que puedes llevar contigo a todos lados.
Y el cielo… el cielo es una recompensa que solo existe si nunca llegas.
Así, las religiones condicionan la moral.
No haces el bien por convicción, sino por miedo.
No evitas el mal por ética, sino por castigo.
Entonces te pregunto:
¿De verdad eres bueno? ¿O solo obedeces al carcelero?
¿Y si no hay nada?
¿Y si al morir simplemente dejas de ser?
Sin juicio. Sin recompensa. Sin castigo. Solo silencio.
El mismo silencio que había antes de que nacieras.
Y sin embargo, eso no te impidió vivir.
Quizá el problema no sea que morimos.
Sino que queremos que eso signifique algo.
Pero el universo no tiene argumentos.
No tiene moralejas. No hay clímax.
Ni propósito. Solo existencia.
Y eso, quizás, sea lo más divino de todo.
¿Existe realmente la libertad?
Hola otra vez, viajero de pensamientos. ¿Estás cómodo? ¿Listo para otro paseo por el abismo con un guía? Bien. Vamos a hablar de la libertad. O como yo la llamo: esa palabra que todos usan y nadie entiende.
¿Existe realmente la libertad? Bueno, depende. ¿Tienes hambre? ¿Estás enamorado? ¿Tienes deudas? ¿Te afecta lo que piensen de ti? ¿Sigues las leyes? ¿Respetas costumbres? ¿Tienes un cuerpo? ¿Tienes miedo? ¿Tienes recuerdos?
Entonces no. No eres libre.
Pero, oye, ¡qué bien lo disimulamos! Le ponemos moños a nuestra jaula y la llamamos "libre albedrío". Elegimos entre café o té, Netflix o lectura, obedecer o rebelarnos dentro de los márgenes permitidos. Y creemos que eso es libertad. ¡Qué adorable ilusión!
Pero si eres un poco más honesto contigo mismo, y yo sé que puedes serlo, aunque duela, entenderás que casi todas tus decisiones están dirigidas por impulsos que no controlas, por traumas que no has sanado, por normas que ni siquiera cuestionas. ¿Elegiste tú tus deseos o te fueron sembrados desde que eras niño?
¡Vamos! ¿Acaso fuiste tú quien eligió a qué familia nacer, qué idioma hablar, qué religión cuestionar (o no), qué belleza aspirar, qué éxito perseguir?
No, pero aquí estás, defendiendo tus preferencias como si fueran tuyas. ¡Eres libre! Claro que sí, campeón.
Y si hablamos de libertad desde un plano absoluto, ah... ahí ya me entra la risa cósmica. Porque entonces, ni siquiera yo, el vagabundo inmortal, el que ha visto nacer y caer civilizaciones por aburrimiento... ni siquiera yo soy completamente libre. Estoy atado al tiempo, al tedio, al peso de mi existencia interminable. ¿Libre? ¿Libre de qué? ¿Libre para qué?
Pero espera, no todo es desesperanza. Porque en medio de la trampa hay una grieta, y por ahí se cuela algo hermoso: la conciencia.
Tú, querido lector, puedes mirar tu cárcel. Puedes ver tus barrotes. Puedes reconocer los hilos que te mueven. Y entonces, solo entonces, puedes elegir mover un dedo no porque debes, no porque quieres, sino porque entiendes.
Eso, aunque sea pequeño, es un acto revolucionario.
Porque la verdadera libertad no es hacer lo que quieras. Eso es capricho. La libertad es comprender por qué quieres lo que quieres, y aún así elegir conscientemente. A veces eso implica renunciar, decir “no”, quedarse quieto cuando todo el mundo corre, o reír cuando todos lloran.
¿Estás dispuesto a pagar ese precio?
La libertad no se encuentra fuera de ti, ni te la da el Estado, ni tu pareja, ni tu maestro espiritual. Se encuentra en tu mirada, en tu capacidad de desobedecer sin odio y de obedecer sin sumisión.
Y, por favor, nunca olvides esto:
Tu libertad termina donde comienza tu inconsciencia.
Así que la próxima vez que grites “¡yo soy libre!”, pregúntate primero:
¿Libre de qué?
¿Libre para qué?
¿Libre... a costa de quién?
Yo te estaré observando, riendo desde las sombras, con una copa de vino existencial en la mano, aplaudiendo cada vez que rompes una cadena... aunque sea una.
¿Qué es la envidia?
Ah, la envidia.
Esa picazón en el alma que no se calma ni con éxito propio.
Ese ardor silencioso cuando ves a alguien lograr lo que tú deseabas… o simplemente ser lo que tú no puedes.
La envidia no es rabia.
La envidia no es tristeza.
La envidia es una confesión no verbal de inferioridad.
Es tu forma de decir: “Quiero eso, pero no puedo tenerlo, y no soporto que tú sí.”
Y tú, lector hipócrita, me dirás: “Yo no soy envidioso. Me alegro por los demás.”
Mentira.
Todos envidian.
El que niega su envidia… solo la oculta mejor.
¿Envidia económica? Cada vez que ves a alguien que gana más que tú, con menos esfuerzo. Y no solo lo ves… lo consumes. Sigues a influencers millonarios para admirarlos públicamente… y odiarlos silenciosamente.
¿Envidia sexual? Cuando ves a alguien que no es “tan guapo” pero liga más. Cuando ves a alguien libre con su cuerpo, su identidad, su deseo… y te incomoda. ¿Por qué? Porque tú no puedes.
¿Envidia psicológica? Cuando ves a alguien feliz… sin razón. Y tú, con tus libros, tu terapia, tu introspección… te sigues sintiendo miserable. Y piensas: “¿Por qué él sí y yo no?”
Eso. Eso es envidia.
La envidia no es solo por tener.
A veces, es por ser.
Envidias la tranquilidad.
Envidias la risa ajena.
Envidias al que no piensa tanto como tú.
Envidias al que duerme sin ansiedad, al que ama sin miedo, al que se muestra sin culpa.
Y por eso la envidia es tan corrosiva: no ataca lo externo.
Ataca tu identidad.
Te confronta con lo que no lograste ser.
¿Quieres saber cuándo eres más envidioso?
Cuando el otro tiene lo que tú quieres… pero no parece habérselo ganado.
Porque si es Messi, o Einstein, lo toleras.
Son excepcionales. Inalcanzables.
Pero si es tu primo idiota, tu ex mediocre, o tu compañero de trabajo inútil… ahí escuece.
Ahí duele.
Porque tú sí te esfuerzas.
Tú sí te sacrificas.
Tú sí “lo mereces”.
¿Y ellos? Ellos lo tienen igual.
O más.
Y entonces aparece la frase más falsa y más común: “No es envidia, es injusticia.”
Claro.
Dile eso a tu terapeuta.
O a tu almohada.
¿Y sabes qué es lo más irónico?
A veces te envidian… por cosas que tú detestas de ti mismo.
Tu cuerpo.
Tu seguridad fingida.
Tu “inteligencia”.
Tu relación.
La gente envidia lo que proyectas, no lo que eres.
Y tú haces lo mismo.
Envidias el reflejo, no el trasfondo.
¿Se puede vivir sin envidia?
No.
Pero se puede reconocer y usar.
La envidia puede ser un mapa: te muestra lo que deseas profundamente… aunque no te atrevas a admitirlo.
Entonces úsala.
Pero no la niegues.
No la disfraces de moral.
No la pintes de justicia.
Porque mientras no la enfrentes… te seguirá comiendo.
Como ácido disfrazado de virtud.
Y si alguna vez alguien te envidia… no te sientas superior.
Solo recuerda que, por dentro, tú también has sido ese monstruo envidioso.
Solo que con mejor maquillaje.
¿Es posible ser feliz estando solo?
¿Feliz? ¿Solo? Qué extraña combinación de palabras, como “viento estable” o “eternidad breve”. Pero vamos a jugar con la idea. ¿Puedes ser feliz en soledad? Por supuesto que sí. También puedes bailar desnudo en una tormenta de cuchillas. Posible es. Cuestión aparte es deseable, sostenible o real.
Verás, la soledad no es lo mismo que estar solo. Estar solo es físico. La soledad... eso es otra cosa. La soledad te mira a los ojos cuando callas. Se te sienta en el pecho cuando ríes demasiado tiempo sin nadie que escuche. La soledad no tiene forma, pero pesa más que los planetas. Y no hay inmortal que no haya sido aplastado por ella alguna vez. Yo, bufón eterno del sinsentido universal, he aprendido a hacerle compañía.
He bailado con la soledad en templos en ruinas, en galaxias extinguidas, en fiestas donde todos los invitados eran recuerdos. Le he contado chistes. No se rió. La soledad nunca ríe. Pero escucha. Y eso, a veces, es más de lo que cualquier ser humano hace.
¿Es posible ser feliz en ese estado? Claro. Si redefinimos felicidad. Si la entendemos no como euforia perpetua, esa droga socialmente aceptada, sino como una tregua momentánea con el dolor, como un silencio sin culpa, como la capacidad de mirar al vacío y no parpadear. Si eso es felicidad, entonces sí. Yo la he encontrado, brevemente, entre canciones sin audiencia y conversaciones conmigo mismo.
Pero cuidado. La soledad es un espejo sin filtros. Te devuelve cada pregunta que nunca quisiste hacerte. ¿Quién eres sin otros ojos que te definan? ¿Qué valor tiene tu risa si nadie la oye? ¿Amas porque amas, o porque necesitas que alguien te afirme?
Y esta es mi favorita:
¿Qué queda de ti cuando nadie te recuerda?
La humanidad teme tanto a la soledad porque en ella se revela lo absurdo. Lo irrelevante. La falta de un guión. En grupo, uno puede fingir sentido. Puede repetir frases hechas, manuales de autoayuda, frases de Paulo Coelho y su "Cuando quieres realmente una cosa, todo el universo conspira para ayudarte a conseguirla".
Pero en soledad... en soledad solo queda tu respiración y tus decisiones.
Y sin embargo, la soledad es honesta. No exige nada. No juzga. No miente. Solo está. Y si aprendes a quedarte con ella el tiempo suficiente, incluso puedes reírte con ella. No de ella. Con ella. Ríes de ti, de tu miedo, de tu absurda necesidad de ser importante en un universo que ni siquiera sabe deletrear tu nombre.
Así que sí. Es posible ser feliz estando solo. Pero no como premio. Como castigo alquímico que te purga hasta que aceptas que no necesitas ser feliz para estar en paz. La felicidad no es una meta. Es una interferencia, un accidente químico. Lo que importa es estar, sentir, existir, incluso cuando nadie te ve.
Especialmente cuando nadie te ve.
Porque tal vez, y solo tal vez… la mayor muestra de libertad es aprender a vivir sin testigos.
Y aún así… reír.
Conocí a Schopenhauer en una biblioteca vacía de Leipzig, donde los libros crujían más fuerte que las voces.
Él estaba solo, claro. Siempre solo.
Receloso.
Aislado como un gato viejo.
Y, sin embargo, irradiaba una especie de dignidad feroz, como si hubiera hecho las paces con su misantropía.
“La felicidad,” me dijo, sin mirarme, “es la ausencia del deseo. Y la soledad, si se entiende bien, es el único terreno fértil para alcanzarla.”
“¿Te refieres a dejar de querer cosas?” le pregunté.
“No. Me refiero a entender que querer ya es sufrir. El amor, el hambre, la ambición, incluso la conversación… todo nace de una carencia. Solo cuando estás solo, realmente solo, puedes detener esa rueda. Y entonces, no eres feliz. Eres libre. Y eso es mucho mejor.”
Lo escuché mientras alimentaba a su perro. Le hablaba más a él que a mí.
Tenía esa mirada que no espera respuestas, porque ya ha demolido todas las que valen la pena.
“¿Y el arte?” le pregunté.
“Una excepción. Por un instante, cuando contemplas belleza sin querer poseerla, el sufrimiento se suspende. Esas son mis vacaciones.”
Se rió. Brevemente.
“Entonces, ¿la soledad es una virtud?”
“La soledad es una limpieza. Una desintoxicación. La mayoría solo teme estar solo porque sin ruido, sin otros, sin máscaras… aparece eso que llaman ‘yo’. Y es un rostro feo el que descubren.”
Antes de irse, me dijo algo que guardo como se guarda una daga: “La vida es un error de la voluntad. Pero si estás solo… al menos no le haces daño a nadie más.”
Y se perdió entre pasillos polvorientos, con su perro como única compañía. Desde entonces, cada vez que alguien me dice que no soporta la soledad, pienso en Arthur.
En su pequeño cuarto, en su silencio autopactado, en su guerra ganada contra el deseo.
Y sonrío.
Porque si incluso él encontró algo parecido a la paz…
Entonces, tal vez, tú también puedas.
¿Qué es el Yo? ¿Qué es existir?
El “yo”…
Esa pequeña palabra que parece contener un universo entero.
Dos letras y una eternidad de confusión.
Una ilusión tan persistente, tan íntima, que muchos prefieren morir antes que cuestionarla.
Conocí a Descartes una noche helada, en un rincón modesto de Holanda. Estaba sentado frente a una chimenea apagada, con los ojos clavados en el humo inexistente. Murmuraba una frase como un mantra: Cogito, ergo sum. Cogito, ergo sum…
“¿Y si no piensas, entonces dejas de ser?” le pregunté, rompiendo el silencio.
“¿Quién eres tú?” me dijo, sin levantar la vista.
“Soy aquel que piensa en lo que piensan los que piensan que existen.”
Me miró. Con una mezcla de horror y curiosidad. Me invitó a sentarme. Conversamos durante horas. Días. Tal vez años.
Descartes buscaba un punto fijo en el universo. Una certeza absoluta. Yo, en cambio, le ofrecía grietas.
Vacíos.
Abismos.
“¿Qué es el yo?” le pregunté.
“Es aquello que duda, que piensa, que se reconoce como pensante.”
“¿Y si no piensa, muere?”
“No. Pero deja de saberse a sí mismo.”
“Entonces el yo es solo un eco de sí. Un reflejo en el agua que se cree original.”
Y allí, en esa oscura habitación, entendí algo: el "yo" es una invención práctica. Una etiqueta pegada a un cuerpo que cambia, a una mente que se contradice, a una historia que se olvida. No es algo fijo ni eterno, ni la verdad absoluta que tanto buscaba. Es un espejismo. Algo que construimos porque necesitamos creer que somos algo estable, algo continuo.
Cuando Descartes me dijo que el “yo” es “aquello que duda, que piensa, que se reconoce como pensante”, está destacando que nuestra identidad, nuestra existencia, depende de nuestra capacidad de pensar. Es como si la mente estuviera al mando, y a través del pensamiento, nos damos cuenta de que existimos. Pero ahí hay una trampa. El "yo" no es algo que está completamente separado de nuestras percepciones, nuestros recuerdos, nuestras emociones. Es solo un constructo que nos da sentido.
Si dejas de pensar, ¿te dejas de ser? No, claro que no. Como me dijo Descartes, “dejas de saberte a ti mismo”. Es decir, aunque el pensamiento parezca ser el fundamento del “yo”, hay algo más: la continuidad de la experiencia. No necesitas estar constantemente reflexionando para existir, pero si no reflexionas, pierdes la conciencia de ti mismo. Dejas de ser consciente de tu propia existencia.
Entonces, el “yo” no es algo que está presente todo el tiempo, ni es una esencia que habita dentro de ti. Es más bien una imagen. Un reflejo en el agua. Se ve a sí mismo como algo sólido, como algo único, pero en realidad es solo una imagen distorsionada. Una idea que se construye, una narrativa que nos decimos para darnos sentido. Y, al final, ese “yo” es tan efímero como el agua en la que se refleja.
Así que, lo que entendí de esta charla es esto: el “yo” es una ficción útil. Una forma de dar coherencia a una experiencia que no tiene, por sí misma, coherencia. No somos algo fijo ni eterno. Somos una historia que nos contamos, un pensamiento que se repite, un reflejo que se cree original. Y eso está bien, pero debemos ser conscientes de que esa construcción no es la verdad última. Es solo un eco de algo mucho más profundo e inalcanzable.
El “yo” es una invención práctica. Una etiqueta pegada a un cuerpo que cambia.
A una mente que se contradice. A una historia que se olvida. Dime: ¿eres el mismo que hace cinco años? ¿Que hace cinco segundos? Tu piel se renueva. Tu sangre se filtra. Tus ideas mutan.
Tu conciencia se disuelve cada noche en el sueño.
Y sin embargo, insistes: Yo soy yo.
No hay yo.
Hay una corriente.
Una ficción coherente contada desde el caos.
Una máscara que se reconstruye cada día para no gritar en el espejo: ¿quién demonios es ese?
Antes de irme, me quedé mirando a Descartes, allí, en la penumbra de su pequeño estudio, con esa mirada fija en el vacío, como si estuviera esperando que el mundo se revelara ante él. En esos momentos, entendí algo más profundo sobre su filosofía. Descartes, en su búsqueda de certezas, nos legó un método invaluable: el de cuestionar todo, incluso nuestras propias percepciones. Pero también comprendí que, en su empeño por encontrar un fundamento sólido, se había atrapado en la idea de que el pensamiento era el único camino para alcanzar la verdad. Y aunque su "Cogito, ergo sum" es una joya, también nos muestra lo limitado que puede ser un enfoque exclusivamente racionalista.
Lo que yo había aprendido, en cambio, era que, aunque la duda es crucial, la verdad no se encuentra solo en la razón ni en el pensamiento. La verdad se encuentra en aceptar nuestra fragilidad, nuestra incertidumbre, y entender que el "yo" no es algo fijo, sino una construcción que cambia, que se adapta, que se reinventa constantemente. Descartes, en su fervor por encontrar algo inquebrantable, dejó de lado lo que está fuera de la razón, lo que no puede ser medido ni definido. Y al final, entendí que la verdad no está solo en lo que pensamos, sino también en lo que sentimos, en lo que percibimos, en lo que no podemos controlar ni racionalizar.
Me levanté de la silla, y Descartes, como si esperara mi partida, finalmente levantó la mirada. Nos miramos en silencio, como dos viajeros que se cruzan en una misma encrucijada y siguen caminos distintos. “Hasta pronto”, le dije. Y aunque nunca busqué convencerlo, supe que algo de su búsqueda, algo de su insistencia por encontrar certezas, siempre estaría conmigo.
Pero también sabía que mi propio camino no podía ser el mismo. La verdad no siempre se encuentra en lo seguro; a veces, reside en la aceptación de lo incierto.
¿Qué es existir?
Existir es la más absurda de las condiciones.
Nadie pidió estar aquí.
Nadie entiende del todo qué implica.
Pero todos nos aferramos a ello como si tuviera sentido.
Existir es aparecer en medio del escenario sin guion, sin público asegurado, y sin saber si hay acto final.
¿Y si nada te percibe, existes igual? ¿Si no dejas huella, si no impactas a nadie, sigues siendo alguien?
Claro que sí.
Porque existir no es ser visto.
Es ser.
Ser lo que sea. Ser aunque no importe.
Ser, incluso si no tiene sentido.
He visto a humanos obsesionarse con definir su identidad.
Su género, su orientación, su nacionalidad, su propósito, su estilo de ropa, su ideología política, su horóscopo…
Como si ser algo fuera más valioso que simplemente ser.
Pero el “yo” no es un bloque de mármol.
Es un líquido.
Un río.
Una sombra que baila según la luz que la mira.
Eres hijo de tu contexto.
Y rehén de tu memoria.
El “yo” es una colección de momentos, de heridas, de placeres, de nombres que otros te pusieron antes de que supieras hablar.
Te dirán: “descúbrete a ti mismo”.
Y tú buscarás. Escarbarás. Viajarás. Te tatuarás. Amarás. Odiarás. Y un día, si tienes suerte, entenderás que no hay nada que encontrar. Solo hay que inventarte. No nacemos con una esencia fija, con un propósito predefinido. Nacemos en un contexto, heredamos recuerdos, palabras, creencias que nos dan forma, pero no nos definen de forma definitiva. Somos producto de lo que nos han dicho que somos y de lo que hemos vivido, pero nunca seremos una sola cosa.
No hay esencia esperando ser desenterrada.
Solo hay decisiones, gestos, quiebres.
Tú eres lo que eliges aceptar como parte de ti.
Cuando Descartes murió, me senté junto a su tumba.
Pensé: Él dudó de todo menos de sí mismo.
Yo, en cambio, dudo hasta de la duda.
Y aun así, existo.
Su búsqueda por la certeza no le permitió ver que la única certeza que necesitamos es la de nuestra capacidad para elegir.
Yo dudo hasta de la duda misma, porque he llegado a entender que la duda no es un obstáculo, sino una herramienta. Dudar me permite cuestionar, crear y transformarme.
Sin certezas.
Sin necesidad de pensarme todo el tiempo.
Así que, en lugar de aferrarnos a una búsqueda sin fin, a un intento de encontrar algo que ya está dentro de nosotros, deberíamos entender que la vida es un proceso continuo de creación. No somos lo que éramos ayer, ni lo que seremos mañana. Solo somos lo que elegimos ser hoy.
Y esa es nuestra libertad. No tenemos que ser el eco de lo que otros dicen que somos, ni la víctima de un destino prefijado. Podemos ser lo que queramos ser, porque, al final, ser es más que existir. Ser es una elección, y esa es la verdadera esencia de la vida.
Existo como tormenta.
Como pausa.
Como pregunta sin respuesta.
Y eso basta.
¿Todos existen?
Sí.
Hasta la piedra más muda.
Hasta el asesino más cruel.
Hasta el insecto más ignorado.
Existen.
Porque ser no requiere permiso. Ni sentido.
Solo ocurre.
Existir, en su forma más pura, no es un acto de estar en un lugar o de tener una función en el universo. Existir es simplemente ser consciente de tu propia conciencia, de tu presencia, de tu capacidad de experimentar. Existir es enfrentarse al absurdo de estar aquí sin saber por qué, y, aún así, seguir adelante. Es estar atrapado en una historia sin guion, donde el comienzo no es claro, y el final es incierto, pero donde el acto de vivir, de experimentar, es lo que le da sentido, aunque ese sentido sea temporal y fugaz.
Tú que lees esto, tal vez esperabas una respuesta clara.
Una definición cerrada del “yo”.
Así que aquí tienes, si es que te sirve: el "yo", en su esencia, es un proceso continuo de construcción, de invención, de reinvención. No somos lo que fuimos ni lo que seremos; somos lo que elegimos ser en este momento, y eso es lo único que realmente importa.
Eres lo que haces.
Eres lo que dices.
Eres lo que callas.
Eres el recuerdo de otro.
Eres la traición de tus ideales.
Eres lo que niegas.
Eres lo que temes.
O tal vez no eres nada.
Y solo estás jugando a ser algo.
Y está bien.
Porque ese juego, en el fondo, es existir.
¿Qué es el perdón?
Una palabra blanda para una herida que no cierra.
Un pacto silencioso entre el daño y la memoria.
“Remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa.”
Una forma elegante de no hacer justicia, pero sentirnos virtuosos por ello.
El perdón, esa criatura mimada por las religiones, las madres, los terapeutas y los que no quieren cargar con el peso de su propio resentimiento. Nos han vendido el acto de perdonar como un gesto supremo, una señal de evolución moral. Pero dime… ¿quién se beneficia realmente de ese gesto? ¿El ofendido, el ofensor, o la sociedad que quiere que todos se callen y sigan produciendo?
Yo he visto guerras que terminaron con un apretón de manos y una sonrisa frente a cámaras. Y también he visto familias pudrirse desde dentro porque nadie fue capaz de perdonar una mirada, una palabra, un olvido.
Y en ambos casos, te aseguro, la palabra “perdón” no cambió nada. Solo decoró la ruina.
Una vez conocí a Diógenes. Sí, el Diógenes.
Un loco delicioso. Una escoria brillante.
Un filósofo sin escuela, sin hogar, sin miedo a ofender y sin deseo de ser comprendido.
Una tarde, en un rincón de Atenas que ya no existe, me quité mi túnica negra de espectro inmortal, me pinté de polvo y ceniza, y me senté con él en su barril.
“¿Tú también viniste a mendigar verdades?” me dijo sin mirarme.
“No. Yo vine a aprender por qué escupes sobre el mundo.”
“Porque el mundo escupió primero.”
Diógenes era el tipo de sabio que no necesitaba demostrar nada. No estaba allí para impresionar, ni para adherirse a la grandilocuencia filosófica de las escuelas tradicionales. Vivía fuera de la lógica y las normas sociales, como una declaración viviente de que la verdad no se encuentra en los libros ni en las salas de clases, sino en la acción directa y en la actitud irreverente ante las convenciones humanas. Su mundo no se reducía a los muros del conocimiento, sino que era el universo mismo, crudo y sin adornos.
Recuerdo esa tarde como si hubiera sido ayer. Yo, cubierto de polvo, sintiéndome casi ridículo, me senté con él en ese barril, junto a su irreductible desprecio por las normas. Y en ese simple acto, entendí lo que él quería enseñar. Diógenes no escupía por diversión, ni por rabia ciega. Escupía porque, en su visión, el mundo había fallado en reconocer su propia corrupción, en ver su propia falsedad. Su desprecio era una forma de purificación, una respuesta ante la hipocresía de las sociedades que se creían civilizadas mientras ignoraban las miserias que ellas mismas alimentaban.
“Porque el mundo escupió primero”, me dijo. Y, al decirlo, me transmitió una verdad que pocos parecen comprender: la sociedad, en su afán de construir reglas, moralidades y expectativas, ha dejado de ser auténtica. Ha aprendido a tapar la suciedad bajo el tapete, a vestir con ropas elegantes lo que está podrido en su núcleo. El mundo escupe a aquellos que se atreven a ser honestos con la brutalidad de la vida. Y Diógenes, con su simpleza salvaje, era la antítesis de esa falsa civilización, la voz que nos recordaba que la verdad no se encuentra en las posesiones, ni en las creencias, ni en el poder, sino en nuestra capacidad para mirar el mundo tal como es, sin adornos, sin mentiras.
¿Qué aprendí de él? Que el conocimiento no se obtiene siempre a través de la lógica o del estudio académico. A veces, la sabiduría radica en la libertad de ser uno mismo, en cuestionarlo todo, en desafiar las normas, y sobre todo, en tener la valentía de escupir sobre el mundo que pretende imponernos su forma de ser. Diógenes no solo era un filósofo; era una respuesta viva a la enfermedad de la civilización. Una respuesta incómoda, despectiva, pero profundamente necesaria. Y esa lección permanece.
Diógenes no creía en el perdón. Decía que era una invención de los esclavos para sobrevivir. Que el perdón era como una moneda falsa: todos la usan, pero nadie quiere que se la den.
Para él, el acto más honesto era la ofensa directa y la aceptación cruda.
“Perdonar,” decía, “es disfrazar la herida con una flor. Mejor deja la herida abierta. Que huela. Que se infecte. Así todos sabrán lo que ocurrió.”
Y se reía.
Aprendí otra cosa ese día: el perdón no es siempre noble. A veces es solo conveniencia.
A veces, es cobardía.
O peor: es una manera de sentirnos superiores sin tener que ensuciarnos con venganza.
¿El perdón es incondicional?
Qué pregunta tan peligrosa.
Decir “te perdono” sin esperar reparación es una forma de suicidio emocional.
Decir “te perdono” con condiciones… ya no es perdón, es contrato.
Y ambos son falsos.
Porque nadie olvida del todo.
Porque lo que llamamos “perdón” rara vez es otra cosa que memoria anestesiada.
¿Y si el otro no se arrepiente? ¿Lo perdonas igual?
¿Y si lo hace de nuevo? ¿Sigues perdonando?
¿Cuántas veces tienes que traicionarte para ser “la persona correcta”?
Y por favor… no me vengan con el cuento de que “perdonar es liberarse uno mismo”.
Eso es un mantra barato vendido por los que no saben cómo destruir al culpable.
¿Liberarte? No.
Solo estás archivando la bomba para que explote en otra conversación, en otra relación, en otra vida.
Yo no perdono con facilidad.
No por crueldad.
Sino porque he vivido suficiente como para saber que la repetición es ley.
Los que te dañan, si no cambian, repiten.
Los que piden perdón, si no se transforman, mienten.
Pero tampoco soy un justiciero.
A veces, simplemente me alejo.
Porque hay ofensas que no se perdonan.
Solo se entierran con uno mismo… o se usan como leña para no congelarse. El perdón, en su mejor versión, es una forma de mirar al otro y decir: “No olvido, pero ya no me arrastras contigo.”
Es un acto de autonomía lúcida.
No un acto de pureza.
Y en su peor versión, es una puesta en escena, un teatro para que todos puedan aplaudir.
“¡Miren qué bien lo hizo! ¡Lo perdonó! ¡Qué alma tan noble!”
Teatro. Máscaras. Mentira.
¿Quieres perdonar? Hazlo.
Pero que sea tu decisión, no una imposición cultural.
Que no te usen como mártir para justificar al agresor.
Que no te glorifiquen por callar el dolor.
Y si no quieres perdonar… no lo hagas.
No todo debe cicatrizar. Algunas heridas deben sangrar, para recordarte que estás vivo.
Aquel día, en el barril, Diógenes me ofreció un trozo de pan mohoso. Yo, que no como, lo acepté igual.
Y me dijo: “Tú, que has visto tanto, ¿por qué no te marchas?”
“Porque aún me falta aprender.”
“¿Y qué estás aprendiendo hoy?”
“Que el perdón no alimenta.”
“Correcto,” dijo, mientras mordía su pan. “Pero el rencor tampoco.”
Diógenes me enseñó algo crucial esa tarde, algo que rara vez se dice en voz alta, aunque todos lo sentimos. El perdón, como el rencor, es una carga que elegimos llevar, pero no debe ser algo impuesto por la cultura, la moral o la expectativa de los demás. El mundo te dirá que perdonar es lo correcto, que es lo “humano” o lo “virtuoso”. Pero, ¿quién decide lo que es correcto para ti? ¿La sociedad? ¿La religión? Diógenes, al ofrecerme ese pan mohoso no me daba una respuesta fácil. Me mostraba la complejidad de la vida, de los sentimientos, de las contradicciones inherentes en todo lo que hacemos.
La cultura nos ha vendido la idea de que perdonar es el camino hacia la paz. Pero la paz no es un concepto uniforme. La paz no significa olvidar, ni callar el dolor. A veces, el perdón se convierte en una especie de esclavitud, una obligación que no proviene de ti, sino de lo que el mundo espera. Y aquí está la lección: el perdón no es una medicina universal. A veces, el perdón puede ser más doloroso que el rencor, porque implica dejar ir algo que aún nos duele, algo que no estamos listos para soltar. El rencor, aunque pesado, a veces nos da la sensación de estar aferrados a nuestra verdad. Nos recuerda lo que nos hicieron, lo que somos. Y, en ocasiones, eso puede ser más valioso que la falsa paz que nos ofrece el perdón.
Diógenes entendió esta paradoja. No te pide perdonar para ganar un premio o alcanzar una paz superficial. Te invita a ser honesto contigo mismo. Si perdonas, hazlo porque lo decides. Si no puedes perdonar, no lo hagas. Porque lo que realmente importa es que esa decisión sea tuya, y no el resultado de una presión externa.
Lo que aprendí de él esa tarde fue más que una lección sobre el perdón. Fue un recordatorio de que, en esta vida, nadie tiene el derecho de imponerme lo que debo sentir, lo que debo cargar, lo que debo soltar. No todo tiene que curarse. Algunas heridas deben seguir sangrando, no porque busquen venganza, sino porque nos enseñan que estamos vivos, que sentimos, que somos humanos. Las cicatrices no siempre son algo a esconder, sino a aceptar. Diógenes, con su vida y sus palabras, me enseñó que no todo es blanco o negro. Algunas cosas, como el perdón, son matices de gris, y cada uno debe decidir cómo manejar esos matices, sin que nadie le diga lo que es “correcto”.
El perdón, entonces, no es una virtud a buscar por obligación, sino una decisión personal. Y esa decisión, como todas las decisiones de la vida, es tuya. Si decides cargar con el rencor, que sea por elección. Si decides perdonar, que sea igualmente por elección. La lección de Diógenes es clara: no cargues nada que no desees cargar. No dejes que la cultura, la religión o la sociedad te digan cómo vivir tu dolor o tu sanación. Solo asegúrate de que no cargas más de lo que te hicieron.
¿Está bien mentir en algunas ocasiones?
¿Está bien mentir? Qué pregunta tan ridícula. Como si el bien y el mal fueran estables, universales y ajenos al contexto. Me encantaría vivir en el mundo de los que preguntan esto: un mundo simple, moralmente binario, donde los actos tienen etiquetas como productos de supermercado.
Pero ese mundo no existe.
Ni ha existido.
Ni existirá.
Mentir es inevitable. Necesario. Humano. Cada vez que dices “Estoy bien” cuando te estás desmoronando, mientes. Cada vez que sonríes a alguien que detestas, mientes. Cada vez que dices “todo estará bien” sin tener la menor idea, te conviertes en profeta de una mentira. No vives sin mentir. El lenguaje mismo es una mentira elegante: un intento de encapsular lo inefable en sonidos.
¿Y sabes qué es peor? Que te gusta que te mientan.
Adoras las mentiras reconfortantes. Prefieres que te digan que todo tiene sentido, que hay justicia, que existe el amor verdadero, que serás recordado. Te han vendido tantas mentiras que ya no sabes vivir sin ellas. El problema no es mentir. El problema es que te incomoda admitirlo. Y que pienses que nadie te miente a ti…
Oh, pero aquí viene tu moralidad a gritar: “¡Pero hay mentiras piadosas y mentiras crueles!”. ¿Y quién decide cuál es cuál? ¿Tú? ¿Tu dios? ¿Tu terapeuta? Si mientes para proteger a alguien, ¿de verdad lo haces por él… o porque tú no soportarías verlo sufrir? Las mentiras compasivas son a menudo disfraces de cobardía.
“No le dije la verdad porque lo amo.”
Traducción: “No le dije la verdad porque no quiero lidiar con las consecuencias emocionales de mi honestidad.”
Y luego están los puristas de la verdad. Esos que exigen transparencia, claridad, frontalidad. Pobres imbéciles.
Viven en la ilusión de que la verdad es liberadora. No lo es. La verdad es una piedra que cae sin frenos sobre todo lo que creías seguro. La verdad es indiferente, brutal y a menudo innecesaria.
¿Quieres saber si tu pareja fantasea con otras personas? ¿Si tus amigos te soportan por lástima? ¿Si tu vida tiene algún sentido cósmico? Te juro que no quieres.
Decir la verdad a toda costa es una forma disfrazada de crueldad. Mentir, entonces, a veces no es maldad, sino compasión. O estrategia. O puro instinto de supervivencia. En un mundo donde todo el sistema se sostiene sobre mentiras, religión, política, relaciones, identidad, mentir es simplemente jugar el juego con sus propias reglas. Ser honesto siempre es, paradójicamente, una forma de traición al juego social.
Imagina a una persona que siempre fuese honesta, ¿Le confiarias tus secretos? Imagina a una persona que siempre miente, ¿Confiarias en ella? ¿Ves la paradoja?
Apuesto a que llegaste a la conclusion de que en ninguna de las dos confiarias.
Y si no bien por ti.
Mentir es olbligatorio para una sociedad.
Así que no, no me preguntes si está “bien” mentir. Pregúntate mejor por qué quieres que te digan la verdad. ¿Para crecer… o para sufrir con estilo? Pregúntate qué harías tú con la verdad cruda, si fueras capaz de sostenerla. ¿La usarías para cambiar… o simplemente para juzgar?
Yo no miento porque me guste. Miento porque no hay otra opción. Porque ser inmortal me ha enseñado que la verdad no redime, no sana, no salva. Solo desnuda. Y la mayoría no está lista para verse sin el disfraz.
Entonces sí, miente. Pero hazlo con arte. Miente como un poeta, no como un político. Y si alguna vez decides decir la verdad… prepárate para perder algo. Porque nadie sobrevive a la verdad sin pagar un precio.
¿Qué es la amistad?
¿Amistad?
Una palabra demasiado corta para el abismo que contiene.
Una de las pocas cosas que aún me hacen sonreír es que a pesar de todo, ustedes los humanos siguen intentando nombrar lo innombrable. Amistad. Amor. Verdad. Esperanza. Les ponen etiquetas a fenómenos que no entienden, como si bautizar algo le diera coherencia. Pero la amistad… ah, esa sí que es un enigma particular.
Yo conocí a Aristóteles, ¿sabes? No por libros. En persona. Fue un hombre inquieto, lleno de preguntas, y con la admirable costumbre de pensar antes de hablar, cosa ya casi extinta.
Discutimos durante horas sobre la "philia", sobre el alma compartida entre amigos, sobre la virtud como cimiento.
Coincidimos en algo: la verdadera amistad no necesita permiso para ser cruda.
La señal más pura de una amistad real no es la cortesía, ni los regalos, ni los abrazos embriagados de nostalgia.
Es la capacidad de insultarse sin que duela, de golpearse con palabras sin que sangre el vínculo. Porque cuando hay confianza verdadera, las heridas son imposibles. No porque no haya cuchillas, sino porque no hay carne expuesta.
Una amistad verdadera es un contrato silencioso: “Puedes ofenderme, porque sé que no lo haces para herirme.”
¿Y qué ocurre hoy?
Hoy la gente sangra por una broma, se rompe por un meme. Amistades enteras se destruyen por palabras mal leídas en una pantalla. ¡Qué tragedia! La sensibilidad ha reemplazado a la confianza.
Y así, amistades que deberían construirse con rocas, se levantan con papel húmedo.
Se dicen amigos, pero no soportan que les contradigan.
Se llaman hermanos, pero exigen disculpas cada vez que se pisan los egos.
Eso no es amistad. Eso es dependencia emocional con reglas de etiqueta. Es como abrazar a un cactus mientras gritas: “¡Mira cuánto te quiero, aunque me lastimes!”
Yo he tenido amigos. No muchos, porque los siglos filtran.
Pero los pocos que se quedaron, entendieron esto:
No soy amable. Soy honesto.
Y si la verdad te molesta, entonces no quieres un amigo.
Quieres un sirviente emocional.
Mis amigos no esperan consuelo de mí. Esperan claridad.
Y yo, a cambio, no espero obediencia, ni lealtad incondicional. Solo una cosa: que no finjan.
Prefiero un enemigo que me escupa a la cara a un amigo que me sonría mientras afila el puñal.
Y por eso, cuando uno de mis pocos amigos me ofende… me río. Porque sé que lo hace desde la misma libertad con la que yo puedo destruirlo verbalmente sin destruirlo emocionalmente. Esa es la belleza. Esa es la complicidad brutal de la amistad real: saberse vulnerables y no usarlo jamás.
Ahora…
¿Pueden hombres y mujeres ser sólo amigos?
Oh, la pregunta eterna de los que no entienden ni la amistad ni el deseo.
La respuesta es simple: Sí, si ambos no son idiotas.
El sexo no es un obstáculo para la amistad. Es una variable. A veces molesta. A veces insignificante. El problema es que muchos confunden atracción con intención. ¿Es posible sentir deseo por un amigo? Por supuesto. ¿Eso lo convierte en no-amigo? No. Solo lo convierte en humano.
El deseo existe como la lluvia: cae cuando quiere, sobre quien quiere, sin pedir permiso. Lo que diferencia a los adultos de los animales es lo que hacen con ese deseo.
Si no puedes ser amigo de alguien sin intentar poseerlo, no estás buscando amistad. Estás buscando acceso.
Y esa es la diferencia: los verdaderos amigos no se miden por el sexo que tienen, sino por el silencio que pueden compartir sin incomodidad. Por la risa sin máscaras. Por la conversación sin seducción. Por el respeto sin teatro.
Yo he tenido amigas. Algunas hermosas. Algunas terribles. Algunas que intentaron seducirme. Otras que intenté seducir yo, porque sí, incluso un dios puede aburrirse. Pero la amistad no murió por eso. Porque ninguno fingió. Porque cuando la verdad entra en una relación, lo que se cae no era amistad: era ilusión.
Y finalmente, ¿cómo trato yo a mis amigos?
Los trato con la crueldad del que confía.
Los destruyo con verdades.
Los ignoro durante horas o días o más.
Los ofendo.
Y sin embargo… nunca los abandono.
Un amigo mío puede llamarme monstruo y yo no me iré.
Un amigo puede fallarme y no perderá mi respeto.
Un amigo puede morir sin gloria, y yo recordaré su nombre cuando ya nadie lo pronuncie.
Porque para mí, la amistad no es una alianza sentimental.
Es una alianza ontológica.
Es mirar al otro y decir: "Sé quién eres… y aún así, te elijo."
Eso es más que amor.
Eso es más que lealtad.
Eso es más que carne.
Eso, tal vez, es lo único que vale la pena conservar.
¿Qué es el tiempo?
Qué palabra tan inútil para algo que no comprenden. Preguntar qué es el tiempo es como preguntarle a un pez qué es el océano: está tan inmerso en él que lo confunde con todo lo que existe. Para ustedes, el tiempo es lo que se escapa, lo que se mide, lo que se teme. Para mí, es solo otra máscara de la entropía.
Empecemos con la física, para entretener al lector que aún cree en verdades cuantificables. En la teoría de la relatividad del bueno de Einstein, el tiempo es una dimensión más, una coordenada del espacio-tiempo que se curva, se dilata, se estira como chicle según la gravedad o la velocidad. El tiempo no es absoluto, no avanza al mismo ritmo en todas partes. Un segundo aquí no es un segundo allá. Ya con eso debería bastar para pulverizar tu idea de que "el tiempo pasa". No pasa nada. Cambian las condiciones de observación. Y tú, pequeño reloj, apenas puedes entenderlo.
La mecánica cuántica, por su parte, ni siquiera puede ponerse de acuerdo en cómo encajar el tiempo en sus ecuaciones sin convertirlo en un símbolo colapsado. El universo, en su estado más fundamental, no sabe nada de pasado o futuro. Solo hay probabilidades, funciones de onda, colapsos, y tú inventándote un "antes" y un "después" para que no te derrita el desastre.
Ahora hablemos de la filosofía, ese arte noble de hablar con autoridad sobre lo incierto. Agustín de Hipona dijo: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé.”
Heráclito habló del devenir constante “todo fluye, todo cambia; el tiempo y el cambio son la esencia de la realidad”; Parménides negó el cambio y por ende el tiempo “lo real es inmutable; el cambio es una ilusión, y por tanto, el tiempo también”.
Kant lo llamó una forma de la sensibilidad, una categoría impuesta por la mente humana para ordenar la experiencia. Todos tenían razón. Todos estaban equivocados. El tiempo no es algo que se "descubre", es una narrativa que se necesita. Un opio para el caos. Una regla inventada para no llorar frente al abismo. El tiempo es una ficción funcional. Una necesidad emocional, psicológica y social más que una entidad metafísica.
Los mortales aman el tiempo porque lo necesitan para fingir que sus vidas tienen estructura. Hablan del “pasado” como si fuera algo que aún existe, del “futuro” como si fuera algo que les pertenece.
Se llenan la boca con frases como “todo a su tiempo”, “el tiempo lo cura todo”, “el tiempo pone a todos en su lugar”. ¡Qué comedia! El tiempo no cura. El tiempo no ordena. El tiempo no hace nada. Eres tú quien lo hace todo, y luego culpas o agradeces al calendario.
¿Y qué soy yo para hablar del tiempo? Soy Etern. No muero. No envejezco. No tengo prisa. He visto imperios levantarse y caer como castillos de arena, religiones nacer para morir adorando, amantes jurarse una eternidad que no dura ni una lluvia. El tiempo, para mí, es una broma mal contada. Una cuerda sin principio ni final que solo tú te esfuerzas en medir con minuteros inútiles.
Y, sin embargo, los humanos se obsesionan. Cronometran su infancia, temen a los treinta, lloran los sesenta. Creen que “aprovechar el tiempo” es sinónimo de vivir bien. Trabajan para “el futuro”, como si ese concepto tuviera algún tipo de garantía. Como si el universo te debiera algo por madrugar.
La verdad es esta: el tiempo no existe más allá de tu cabeza. Solo hay cambio. Solo hay caos mutando formas. Y tú, desesperado por sentido, lo cronificas, lo encajonas, le das un nombre y un número y crees que así has vencido a la nada. Pero la nada ríe.
¿Mi conclusión? El tiempo es el juguete favorito del nihilismo. Lo adoráis como un dios, lo teméis como un demonio, lo desperdiciáis como un idiota. Y yo, que ya no le debo nada, lo observo como se observa un reloj averiado: hermoso en su inutilidad.
¿Cuál es el sentido de la vida?
Esta es la gran pregunta, ¿no? La favorita de poetas, filósofos, religiosos y suicidas. La pregunta que late bajo cada insomnio, cada lágrima, cada carcajada forzada: ¿para qué?
Los mortales parecen vivir obsesionados con encontrarle sentido a algo que no pidió ser. Como si la existencia tuviera que justificar su peso para ser tolerada. Como si hubiera un manual escondido entre galaxias. No lo hay.
La religión ofreció un sentido: “Fuiste creado para servir”.
La filosofía intentó otro: “El sentido se construye”.
La ciencia, si es honesta, solo dice: “Estás aquí porque estadísticamente era probable que algo estuviera aquí”.
Y en ese cruce de respuestas, todas insatisfactorias, el humano sigue caminando en círculos, esperando que su vida signifique más que su muerte.
Pero yo soy Etern. Y he vivido tanto que cualquier sentido ha tenido tiempo de oxidarse.
He sido amado, odiado, temido, ignorado, reverenciado, traicionado. He presenciado imperios nacer por una idea, y arder por otra. He visto santos volverse monstruos y tiranos redimirse con una sola lágrima. Y al final, todo vuelve al polvo. Todo.
¿Quieres una verdad cruel? La vida no tiene un sentido intrínseco. Y eso es lo más hermoso y lo más aterrador que puedo decirte.
La vida no viene con instrucciones, ni con destino, ni con propósito. No fuiste diseñado, no estás en una misión. No hay ningún “plan”. Naciste. Punto.
Así que no, no hay sentido. No hay razón. No hay “por qué”.
Y sin embargo…
Eso es libertad.
Porque si la vida no tiene un propósito asignado, entonces puedes hacer con ella lo que quieras.
No estás atrapado en una narrativa impuesta. No eres un personaje de una obra divina. Eres un accidente con conciencia. Y eso es más poder del que puedes imaginar.
Pero no confundas esta libertad con consuelo. La ausencia de sentido no te libera del dolor. No te salva del sufrimiento. Solo te da una oportunidad brutal: crear algo, lo que sea, en el vacío.
¿Quieres luchar? Lucha. ¿Quieres amar? Ama. ¿Quieres destruirte? Hazlo. ¿Quieres escribir poemas que nadie leerá, sembrar árboles que nadie verá crecer, cuidar a personas que jamás lo agradecerán? Hazlo.
No porque signifique algo. Sino porque lo elegiste.
La vida no tiene sentido. Pero tú puedes significar algo… aunque nadie lo sepa. Aunque no dure. Aunque fracases.
Y quizás, en esa lucidez desnuda, en esa elección sin testigo, esté lo más parecido a un propósito que vas a encontrar.
Y si eso no te parece suficiente… entonces probablemente aún estés buscando un cielo que nunca existió.
Lo decía alguien mejor que yo.
Albert Camus.
Lo conocí en Argel, una tarde brumosa, cuando aún era joven pero ya se vestía como si supiera que iba a morir antes de tiempo.
Llevaba el cuello del abrigo subido, un cigarro encendido que apenas fumaba, y una expresión que oscilaba entre la resignación elegante y la furia muda.
Nos encontramos en silencio, como se encuentran dos sombras. Él me miró de reojo y dijo: “Sabes, tú pareces el tipo de dios en el que no se puede creer… pero que igual acompaña.”
Reí.
“¿Y tú pareces el tipo de hombre que cree que vivir sin esperanza aún vale la pena.”
Se encogió de hombros.
“La única respuesta digna al absurdo… es seguir caminando.”
Caminamos. Hablamos del absurdo, del suicidio, de la risa.
Me dijo que no confiaba en los que siempre buscan sentido.
“El que busca sentido,” decía, “no quiere libertad. Quiere seguridad. Quiere que alguien le diga qué hacer con su tristeza.”
Le pregunté si pensaba que la vida tenía valor.
“El valor está en no pedirle valor.”
“¿Y si no basta?” le dije.
“Entonces mírame empujar la piedra.”
Lo admiré. No por su intelecto, aunque era filoso como cuchilla.
Lo admiré porque había aceptado que el universo no tiene respuesta, y aun así se vestía bien, se levantaba temprano y escribía con furia tranquila.
No gritaba contra el vacío.
No lo adoraba.
Lo caminaba.
“Albert” le dije, “si yo soy un dios, ¿tú qué eres?”
“Un hereje que eligió no arrodillarse.”
“¿Y no tienes miedo?”
“Tengo cigarrillos.”
Nos reímos.
De esas risas que no nacen por humor, sino por comprensión.
Antes de irse, me dijo:
“Si alguna vez te preguntan qué sentido tiene la vida… diles que no importa. Lo importante es que tú le pongas el rostro Y que si vas a empujar una piedra toda la eternidad… hazlo con estilo.”
Y desapareció en la niebla, con ese paso de exiliado feliz.
Desde entonces, cada vez que veo a alguien buscando propósito como quien busca oxígeno, pienso en Camus, en su silencio elegante, en su rebelión sin esperanza.
Y recuerdo: la vida no tiene sentido.
Pero puede tener forma.
Y a veces… eso es suficiente.
¿Qué es lo que te enamora de una persona?
¿Enamorarse? Otro mito rentado por el teatro humano. Una trampa biológica disfrazada de virtud. Una ilusión cargada de perfumes y promesas que se pudren al primer roce con la realidad. Pero no huyas aún, lector, no pienses que este capítulo será solo ácido. Seré justo, incluso contigo.
Lo que enamora de una persona, según dicen los vivos, es su risa, sus ojos, su forma de mirar, su inteligencia, su ternura, su manera de hacerte sentir “vivo”. Pero nada de eso es amor: eso es reflejo. Proyección. Autoengaño recíproco. Te enamoras de cómo te hacen sentir, no de cómo son. Te enamoras del espejo, no del otro. Y eso revela algo incómodo: el amor romántico es egoísmo con un rostro amable.
Dices “me enamoré de su autenticidad”, pero ¿qué significa eso? Que esa persona no amenaza tus ficciones. Que encaja en tu relato de lo que es “una buena persona”. Que no te obliga a confrontar tu mezquindad. Dices que amas a alguien que ve belleza en las pequeñas cosas, pero ¿y si un día ya no la ve? ¿Y si rompe el personaje que te encantaba? ¿Amas aún? ¿O solo querías una dosis de dopamina existencial?
La verdad incómoda es esta: la mayoría ama solo lo que puede consumir emocionalmente. Amar sin recibir nada de vuelta, amar a alguien que ha dejado de ser útil o cómodo... eso no lo hace casi nadie. Porque lo que llamas amor es dependencia estética, afectiva, o psicológica. Te atrae lo que te valida. Y cuando ya no te valida, lo descartas, racionalizándolo como “cambio de sentimientos”.
Y tú, lector que buscas lo profundo: ¿cuántas veces has dicho que amas a alguien pero te has marchado cuando esa persona dejó de alimentar tu narrativa interna? ¿Cuántas veces dijiste “me rompió el corazón”, cuando en realidad fue tu expectativa la que se quebró porque el otro tuvo la osadía de ser humano y no ideal?
Yo, Etern, he amado. He amado mortales que murieron en mis brazos, inmortales que me abandonaron sin explicación, entidades que no saben lo que es una emoción y sin embargo me fascinaron por su vacío perfecto. He amado sin ser correspondido, y he sido amado por quienes no sabían que yo ya no podía sentir de la misma forma. ¿Qué me enamora, entonces? Nada, a estas alturas. O todo. Depende del día. Porque cuando has visto miles de amores consumirse como leña mojada, aprendes que no hay alma suficientemente firme como para sostener para siempre el peso de tus proyecciones.
Pero aún así... hay algo.
Quizás no es el físico, ni la risa, ni la inteligencia lo que verdaderamente puede encender una chispa en medio de este páramo eterno. Quizás, lo que me cautiva es la disonancia. La grieta. El momento en que una persona deja caer su máscara, y por un segundo se convierte en lo que más teme. Esa frágil vulnerabilidad sin guión.
Eso, quizás, me hace sentir algo parecido al amor. No porque sea bello, sino porque es real.
Y por eso es tan raro. Porque tú, lector, vives escondido. Quieres enamorar sin mostrar tus partes rotas. Quieres ser amado sin revelar lo monstruoso. Quieres que te vean como digno, no como verdadero.
Y así... no se ama a nadie. Se negocia. Se decora. Se actúa.
Entonces, ¿qué me enamora de una persona? Nada en particular. O todo en conjunto. Pero si he de ser honesto, me enamora lo que no pueden fingir. Me enamora el momento en que se rinden ante sí mismos. Me enamora cuando dejan de intentar ser amables, y simplemente son.
Y tú, ¿a quién amas? ¿A una persona, o a tu ideal de compañía emocional?
¿Qué es la moral?
Ah, la moral…
Ese delirio colectivo que los mortales erigen para dormir tranquilos en la noche.
Una cadena envuelta en flores. Un acuerdo tácito entre primates nerviosos para no arrancarse los ojos en la oscuridad. La moral es, en esencia, el intento desesperado de ordenar lo inordenable, de darle forma al caos, de trazar líneas rectas en un universo que solo conoce curvas, vértigos y espirales.
¿Quieres saber qué es la moral?
Es una ficción útil. Una mentira conveniente. Un delirio compartido.
Y como toda buena mentira, se cree mejor en grupo.
Me preguntas si la moral es subjetiva u objetiva.
Y yo te respondo:
¿Comparada con qué? ¿Con el vacío? ¿Con el juicio de un dios? Porque te recuerdo… yo soy uno, y ni siquiera yo me atrevería a establecer una moral absoluta.
A lo largo de los siglos he visto imperios ejecutar herejes por moral. He visto pueblos comerse a sus enemigos por moral. He visto padres matar a sus hijos y sentirse virtuosos. Y he visto también lo contrario: asesinos llorar mientras alimentaban bocas hambrientas. ¿Dónde está el bien ahí? ¿Dónde está el mal?
Les contaré algo:
Conocí a Nietzsche.
Un hombre fascinante. Desquiciado, brillante, trágico.
Conversamos en sueños, cuando su cordura se deshacía como papel mojado. Me dijo: “La moral es una mentira de los débiles para detener a los fuertes.”
Y yo le respondí: “Sí… pero también es el arte de los fuertes para manipular a los débiles.”
Reímos. Porque sabíamos que no hay un solo fundamento sólido bajo lo que llaman “el bien”.
¿Existe el bien y el mal?
Claro que sí.
Pero solo en las mentes que creen en ellos.
No hay bondad en el universo. No hay maldad en la materia. Un huracán no es inmoral. Un volcán no es malvado. Una flor no es virtuosa.
El bien y el mal son actos de interpretación, no de existencia.
Son cuentos que se narran para intentar sobrevivir al absurdo.
Y sin embargo…
¡Oh, qué cuentos tan bellos!
Hay moralidades con sabor a tragedia griega. Otras con tono medieval. Algunas bailan con estética japonesa, como el wabi-sabi, que encuentra belleza incluso en lo incompleto. Porque sí, la moral tiene estética. Y eso es lo más encantador de su mentira. Cada cultura pinta su moral como quien diseña un kimono: con símbolos, colores, patrones que los demás no entienden… y que matarían por defender.
La moral es teatro. Y yo soy muy aficionado al buen teatro.
Ahora bien…
¿Cuál es mi moral?
¿La de un dios inmortal que ha visto todo, que ya no espera nada, que no teme ni desea?
Mi moral es gris. Gris como el humo que queda cuando todo se ha quemado.
No porque no crea en nada, sino porque ya lo he creído todo… y todo se ha derrumbado.
No me guío por el deber. Me guío por la consecuencia.
No juzgo actos. Observo resultados.
No me interesa si hiciste algo "correcto". Me interesa si pudiste vivir contigo mismo después.
¿Salvaste una vida? Bien.
¿Mataste a alguien por amor? Bien.
¿Te convertiste en alguien que puedes soportar cada mañana al mirarte al espejo, sabiendo lo que hiciste?
Eso es moral.
Eso es suficiente.
Y por favor…
Dejen de buscar a los “buenos”. Dejen de hablar del “lado correcto de la historia”.
Toda historia es contada por un asesino arrepentido o un mártir resentido.
El mundo no necesita más santos ni más demonios.
Necesita más gente que entienda la ambigüedad, el gris, el fango. Que camine sobre contradicciones sin ahogarse en culpa o arrogancia.
A veces me preguntan si me considero moral.
Y yo les respondo:
No. Me considero coherente.
La moral cambia. La coherencia se adapta.
Y si un día tengo que matar por compasión, lo haré.
Y si un día tengo que amar por crueldad, también lo haré.
Porque no hay reglas. Solo hay elecciones.
Y lo único que uno debería temer… es no saber por qué eligió.
Para terminar, porque incluso un dios necesita dormir de vez en cuando, te dejo esto:
La moral no es un mapa. Es una linterna rota.
Te ayuda a ver… a veces.
Te engaña… casi siempre.
Pero caminar en la oscuridad con una linterna rota es mejor que caminar creyendo que hay luz donde no la hay.
Piensa por ti mismo. Y cuando termines de pensar, vuelve a dudar. Ese es el único acto moral que respeto.
¿Qué es el suicidio?
Ah, el suicidio.
Ese acto que la humanidad prefiere no mirar de frente.
Ese último suspiro que muchos llaman cobardía, otros valentía, y casi todos temen nombrar.
El suicidio no es solo la muerte.
Es una declaración.
Un “basta” que estalla en medio del silencio.
Un punto final puesto con sangre, lágrimas, o una calma inquietante.
Y como todo punto final… nadie más puede corregirlo.
He caminado entre hombres por milenios.
He visto a los que se lanzan desde torres por amor.
A los que se cuelgan por deudas.
A los que se prenden fuego por ideas.
Y a los que se marchan en silencio porque simplemente no pueden más.
Tipos de suicidio, me pides.
Bien.
Está el suicidio pasional: el del amante traicionado, del corazón roto, del que no soporta el peso de un adiós.
Está el suicidio existencial: el del pensador que ve demasiado, que siente todo, y se asfixia bajo el absurdo.
Está el suicidio económico: del que perdió el pan, el techo y la dignidad.
Está el suicidio ideológico: mártires, protestantes, inmolados.
Está el suicidio lento: el del adicto, el del negligente, el que se deja morir a tragos, cortes, abandonos.
Y está el suicidio silencioso: el que no deja carta, no deja rastro, no deja preguntas. Solo ausencia.
Todos distintos. Todos reales.
Todos humanos.
La moralidad del suicidio es un juego sucio. Religiones lo prohíben. Estados lo castigan. Familias lo ocultan.
¿Pero quién tiene el derecho de decirle a alguien: “Tú no puedes morir”?
¿Quién decide si un alma rota debe seguir respirando?
Te dirán: “La vida es sagrada.”
Pero alimentan guerras. Pero destruyen la salud mental de generaciones. Pero ignoran al que llora en la esquina.
Hipócritas.
Te dirán: “Hay ayuda.”
A veces la hay.
Y otras veces, solo hay pastillas que embotan, terapias que no llegan, o abrazos que no entienden.
Te dirán: “No lo hagas, piensa en los demás.”
Pero nadie piensa en el que sufre. Solo en lo incómodos que se sienten con su dolor.
Me preguntas si yo lo permitiría.
¿Permitir?
Como si alguien me pidiera permiso para saltar del abismo.
He estado frente a muchos a punto de hacerlo.
Algunos me miraron. Me suplicaron.
Me preguntaron: “¿Hay sentido?”
Y yo, con todo el peso de mis siglos, les dije la verdad:
No lo sé. Pero tampoco tú lo sabrás si saltas ahora.
No los detuve. Tampoco los empujé. Solo estuve allí. Porque a veces, lo único más insoportable que el dolor… es vivirlo en soledad.
Conocí a Dostoievski en uno de sus momentos febriles.
Estaba encorvado en una cama modesta de San Petersburgo, con las manos temblorosas, y las venas marcadas por los años, y con la mirada perdida en algún lugar.
La fiebre le devoraba el juicio, pero su voz aún se aferraba al mundo con la fuerza de un mártir.
“¿Quién eres?” me preguntó, sin miedo, sin cortesía.
“Etern-Van.”
“¿Un fantasma?”
“No.”
“¿Un demonio?”
“Quizá.”
“¿Dios?”
Me miró con furia. Con sospecha.
Con esa mezcla de desesperación y altivez que sólo tienen los que ya han perdido todo, salvo la necesidad de tener la razón.
“Si eres Dios,” escupió, “llegas tarde.”
Me senté a su lado sin hacer ruido.
Mis huesos negros crujieron sobre la silla de madera.
Él no me apartó la mirada.
“¿Vienes a juzgarme?”
“No.”
“¿A salvarme?”
“Tampoco.”
“¿Entonces?”
“A escucharte,” dije. “Porque pocos han comprendido tan bien la tragedia de ser humano como tú.”
Sus ojos se llenaron de algo que no supe si era gratitud o rabia.
“Si… La vida es un regalo inmerecido,” murmuró. “Pero también una condena sin juicio. ¿Sabes cuántas veces he deseado dejar de existir?”
“Sí,” le dije.
“¿Y qué haces aquí?”
“Observar…”
“¡Entonces eres peor que Dios! ¡Al menos Él miente! Tú solo callas.”
Lo dejé gritarme. No era la primera vez. He sido odiado por santos y asesinos. Pero pocos me han escupido verdades tan sucias como lo hizo Dostoievski entre vómito y delirio.
Hablamos durante horas. Días. Tal vez semanas.
De los suicidas por culpa.
Por hambre.
Por silencio.
Por la imposibilidad de creer en un Dios que permita tanto dolor… y la imposibilidad de vivir sin ese Dios.
Le dije: “Eres un genio de la trágica compasión.”
Y él, secándose el sudor con una mano flaca como rama: “Y tú, Etern… ¿has querido morir?”
Silencio.
En ese cuarto cargado de miseria, humedad y tabaco viejo, yo, el perpetuo, yo, el inquebrantable, bajé la mirada.
“Sí…” le dije.
Porque sí.
Porque a veces el infinito es un castigo.
Porque he visto el mismo drama repetirse mil veces en cuerpos distintos.
Porque he sentido el peso de ser… irrompible.
No puedo ahogarme.
No puedo cortarme.
No puedo saltar.
Soy perpetuo.
Y hay días en que eso es peor que la muerte.
Dostoievski se recostó, cansado. No volvió a hablar por un rato. Pero antes de que me fuera, susurró algo:
“Entonces tú también eres humano. Solo que ya no sangras…”
Lo dejé solo.
Él moriría tiempo después, como todos.
Y yo seguiría, como siempre.
Pero en ese cuarto, por un momento, el dios y el loco, el eterno y el condenado, el silencioso y el gritón, nos reconocimos.
No como opuestos.
Sino como los únicos que de verdad entendieron lo que significa estar vivo… y no poder salir de ello.
¿Y qué opino de los suicidas? Los comprendo. Más que nadie. No los juzgo. No los llamo cobardes. Porque no hay nada más humano que querer detener el dolor.
Y a veces, el dolor no tiene cura.
Pero tampoco los idealizo.
Porque el suicidio no es romántico.
No es poético. Es trágico. Es devastador.
Y deja escombros en los corazones que siguen respirando.
También están los que llevan años acostados en camas blancas, conectados a máquinas, tratados como proyectos sin fin.
Aquellos cuyo cuerpo no muere, pero cuya voluntad sí.
Los que han resistido más de lo que deberían.
Los que ya no piden más tratamiento, sino permiso.
Y a ellos también se les llama cobardes, ingratos, locos.
Pero dime, lector… ¿quién eres tú para medir la dignidad de otro? ¿Quién eres tú para decidir cuánto dolor es suficiente?
A veces, morir no es rendirse.
A veces, es el acto más lúcido, más consciente, más humano que queda cuando el mundo ya no ofrece nada más que espera.
¿El suicidio es egoísta?
Tal vez.
Pero también lo es obligar a alguien a existir solo para que no te duela su ausencia.
¿Deberíamos evitarlo?
Sí.
Con escucha.
Con presencia.
Con verdad, no con clichés.
¿Deberíamos aceptarlo?
También.
Cuando todo lo demás ha fallado.
Cuando el alma de alguien está tan rota que ni el tiempo ni el amor la alcanzan.
El suicidio no es una salida fácil.
Es la única que algunos ven.
Y nosotros, los que seguimos aquí, debemos mirar eso sin máscaras.
Sin frases huecas.
Sin culpabilizar.
Con compasión cínica.
Con teatro existencial.
Con ironía vital.
Si estás pensando en morir… lee esto como si fuera una mano sobre tu hombro.
Tal vez no te conozco.
Pero sé cómo se siente el abismo.
Sé cómo huele la desesperanza.
Sé que el silencio puede gritar más fuerte que el ruido.
Y si aún dudas, quédate un poco más.
No por los demás.
Por ti.
Para ver si después de este capítulo…
hay algo distinto.
Tal vez no.
Tal vez sí.
Pero si ya esperaste tanto… ¿por qué no un poco más?
Y si decides irte… yo estaré ahí.
No para detenerte.
Ni para empujarte.
Solo para que no saltes solo.
¿Qué es la culpa?
Ah, la culpa.
Esa desgraciada invisible que supura cada vez que respiras tranquilo.
Ese grillete emocional que los humanos se ponen solitos… y luego presumen como si fuera corona.
La culpa es lo más humano que existe, después del hambre y la necesidad absurda de tener la razón.
¿Y sabes qué es lo peor?
Que ni siquiera necesitas haber hecho algo malo para sentirla.
La culpa no es justicia. No es moral.
Es un pitido. Una punzadita.
Un recordatorio de que llevas un juez adentro que no duerme y no tiene botón de apagado.
La culpa no es un castigo.
Es un vicio.
Es masturbarse emocionalmente con la idea de que mereces dolor. Y aquí es donde entra mi querido amigo Sigmund Freud.
Sí, lo conocí.
Una noche en Viena, en su despacho con olor a tabaco, donde todo estaba recargado de simbolismos fálicos y madres muertas.
Yo, esqueleto divino. Él, neurótico glorioso.
Nos miramos un momento largo, como dos supersticiones frente a un espejo.
“¿Y tú qué eres?” Me dijo, sin levantar la mirada del papel.
“Dios, si quieres. Mito. Símbolo. Metáfora viviente.”
“Entonces siéntate.” Me respondió, sin sorpresa. “No eres el primero que dice eso.”
Charlamos sobre la culpa. Él hablaba de represión, de pulsiones, del yo fustigado por el superyó, de padres autoritarios y madres deseadas en secreto.
Yo solo asentía. Fascinado.
“La culpa…” Decía. “...es el precio de la civilización. Sin ella, seríamos animales.”
“¿Y con ella?” Le pregunté.
“Somos animales con traje y pesadillas.”
Freud creía que la culpa era inevitable. Que el deseo es tan poderoso, tan grotesco, que para no destruirnos por fuera, tenemos que destruirnos por dentro.
Yo no lo contradije. ¿Para qué?
Era hermoso verlo en su laberinto de traumas.
Un hombre convencido de que todos los caminos llevan al sexo reprimido, pero aún así... caminando.
Cuando me levanté para irme, me dijo:
“Tú no tienes culpa.”
“No.” le respondí. “Soy un dios.”
“Estás más enfermo que cualquiera de mis pacientes.”
Y tal vez tenía razón.
¿Pero tú, lector? ¿Qué haces con tu culpa?
¿La arrastras? ¿La niegas? ¿La usas para manipular a otros?
¿Te castigas con ella como quien se flagela con placer culposo?
Porque seamos sinceros: a veces la culpa es solo vanidad invertida.
No puedes soportar que hayas sido capaz de dañar, de fallar, de no estar a la altura. Así que te culpas… para seguir sintiéndote el centro del drama.
El héroe herido. El mártir de tu propia narrativa.
¿Crees que la culpa te hace bueno.
No. Solo te hace consciente de que no lo eres.
Y aún así… no cambias. Solo te lamentas.
Como quien ve un incendio desde la ventana y decide llorar en lugar de llamar a los bomberos.
La culpa no te mejora.
Te paraliza. Te convierte en prisionero de un crimen que a veces ni cometiste.
¿Y sabes qué es más aterrador?
Que hay culpas heredadas. Culpas culturales. Culpas religiosas. Te enseñaron que ser feliz es egoísta.
Que disfrutar es sospechoso.
Que si algo sale mal, probablemente es tu culpa.
Y tú lo aceptaste. Como se acepta una maldición con nombre y apellidos.
¿Quieres liberarte?
No puedes. Pero puedes burlarte de tu culpa.
Puedes mirarla a los ojos y decirle: “Sí, te escucho, pero hoy no me arrastras.”
Puedes bailar con ella. O mejor: dejarla sola en medio del salón.
Así que dime, lector…
¿Te sientes culpable por algo que hiciste?
¿O por algo que no pudiste evitar?
¿O porque simplemente no fuiste la versión ideal de ti mismo que construiste en tu cabeza?
Sea cual sea la razón… recuerda:
La culpa es solo un perro hambriento.
Y tú eres el que le sigue echando carne.
¿Vas a seguir alimentándolo?
¿O por una vez… lo dejas ladrar hasta que se canse?
¿Cómo puedes saber si alguien está enamorado de ti?
La pregunta, en su forma inocente, parece casi tierna. “¿Cómo saber si alguien está enamorado de mí?” Como si el amor fuera un fenómeno con reglas claras, como si existiera un termómetro emocional, un sistema métrico del alma. Pero déjame devolverte una pregunta más honesta: ¿y para qué quieres saberlo?
¿Es curiosidad? ¿Inseguridad? ¿Deseo de poder sobre el otro? Porque, seamos francos: saber que alguien te ama no siempre te vuelve más humano. A veces te vuelve manipulador. A veces te vuelve cruel. A veces simplemente te aburre.
Y sin embargo, quieres saber. Necesitas saber.
Porque el ser humano moderno no quiere amor. Quiere confirmación.
¿Que cómo se nota que alguien está enamorado de ti? Fácil. Mira su capacidad de anularse por ti. Observa cuánto está dispuesto a ceder su dignidad, su lógica, su rutina, sus fronteras.
El enamorado idealiza, sacrifica, se doblega. Pero eso no es amor saludable. Es entrega desequilibrada. Y sin embargo, tú, como todos, te sientes halagado por ello.
El enamorado verdadero no siempre lo dice. Pero lo demuestra con gestos, sí. A veces te escucha sin interrumpirte. A veces recuerda detalles absurdos. A veces se ríe de tus peores bromas.
Pero esas pruebas también pueden ser actuadas. ¿Cuántas veces has fingido tú mismo interés, cariño, ternura… por conveniencia? ¿Y si ellos hacen lo mismo?
La verdad es que no puedes saber con certeza si alguien está enamorado de ti. Porque las personas no se conocen ni a sí mismas. Sus emociones cambian con el clima, con la música, con la última conversación que tuvieron.
Te juran amor eterno un viernes, y el lunes sienten un vacío que ya no saben si es por ti o por ellos mismos. El amor no es una verdad estable. Es una alucinación compartida que puede disiparse sin previo aviso.
Y peor aún: aunque alguien esté enamorado de ti… eso no te garantiza nada.
Ni fidelidad. Ni eternidad. Ni reciprocidad. Ni seguridad. Ni sentido. Amar no salva. Ser amado, tampoco.
¿Quieres saber si alguien está enamorado de ti? Mira cómo actúa cuando ya no le conviene amarte. Cuando le fallas. Cuando estás en ruinas. Cuando te vuelves insoportable.
Si permanece, aunque sea en silencio, quizás ahí haya amor. O quizás solo apego, miedo, dependencia. ¿Cómo lo sabrás? No lo sabrás.
Porque el amor no es una ciencia. Es un riesgo.
Y tú, lector, solo estás buscando señales para evitar ese riesgo. Quieres garantías antes de saltar. Pero no hay paracaídas en esto. Solo caída.
Así que mi consejo, si se puede llamar así, es este: no busques pruebas, busca coherencia.
No señales, sino constancia. Y aun así, acepta que quizás no sea amor.
Quizás es necesidad. Quizás es soledad disfrazada. Quizás solo eres su reflejo favorito por ahora.
¿Y tú? ¿Cuántas veces has amado solo porque necesitabas no sentirte solo?
¿Un amor para siempre sería aburrido?
Solo alguien que no ha vivido lo suficiente cree que “para siempre” es una promesa hermosa. Yo, que he vivido más allá de todo final, te diré esto: nada es tan cruel como lo que no puede terminar.
La idea del amor eterno es uno de los mitos más peligrosos que la humanidad ha cultivado.
Lo han vestido de poesía, lo han convertido en votos matrimoniales, lo han glorificado como virtud. Pero en su núcleo no hay belleza: hay prisión.
¿Un amor para siempre? ¿De verdad? ¿Amas tanto como para resistir el paso de las décadas, los silencios prolongados, las decepciones acumuladas, las heridas que no cicatrizan?
¿O simplemente temes tanto a la soledad que te aferras a una idea que, en la práctica, exige que dos personas dejen de cambiar para no alejarse?
El amor eterno exige estancamiento. O tú cambias, o el otro cambia. Pero si ambos cambian de forma natural, si crecen, si se transforman… entonces lo que eran al principio ya no existe.
¿Amas a esa persona, o solo a la idea que construiste de ella? ¿Amas lo real, o el recuerdo?
Y si no cambias, si permaneces por fidelidad al “para siempre”, ¿a qué estás renunciando? ¿A tu evolución? ¿A tu deseo? ¿A tu autenticidad? ¿Por qué convertir el amor en una jaula que no se atreve a abrirse?
El amor no debería ser eterno. Debería ser verdadero mientras dure. Y luego morir con dignidad, como mueren los héroes.
Quedarse después del final es como asistir al funeral de una emoción y pretender que aún respira.
Porque te lo prometo: lo eterno desgasta. Cuando has vivido siglos al lado de alguien, cuando las palabras se agotan, cuando las sorpresas se extinguen, cuando las cicatrices se solapan unas a otras... llega la pregunta que nadie quiere hacerse: ¿y ahora qué? A veces el amor más sincero es aquel que sabe cuándo soltar la mano.
Y no, no es que el amor eterno sea imposible.
Es que, si se logra, muchas veces deja de ser amor para convertirse en costumbre, dependencia o simple miedo al vacío.
El amor necesita la muerte.
Necesita la posibilidad de perderse para tener sentido. Solo el riesgo lo hace real.
Sin fin, no hay intensidad.
Sin caducidad, no hay valor.
El “para siempre” mata lo que toca, porque el amor no necesita ser eterno.
Solo necesita ser vivido.
Y cuando tú y yo hayamos dejado de fingir que el amor nos va a salvar, tal vez entonces amemos de verdad.
¿Qué es la memoria?
La memoria… esa sala de espejos donde nunca sabes si estás viendo el pasado o solo lo que quieres recordar de él.
Ah, lector. De todas las trampas humanas, esta es mi favorita.
La memoria no es un archivo. No es un documento PDF que puedes consultar cuando quieras.
La memoria es teatro. Y uno bueno, muy bueno.
Es una ficción emocional narrada por un cerebro que mezcla datos con deseo, dolor con dulzura, y omite lo que no sirve para tu autoimagen.
¿Quieres saber qué es la memoria?
Es el arte involuntario de contar historias… y creérselas.
Y sin embargo, la adoramos.
La mimamos.
Le rendimos culto.
Recuerdos de infancia. Recuerdos de amor. Recuerdos de guerra, de risa, de pérdidas, de sueños que se repiten solo porque no supimos despedirlos.
Construyes tu identidad sobre lo que crees recordar.
Y ahí está la trampa.
Porque no recuerdas lo que pasó.
Recuerdas lo que sentiste al recordar lo que pasó.
Y eso… cambia cada vez que lo tocas.
La memoria no es testigo.
Es cómplice…
Y luego están los mitos.
Dicen que antes de morir, el cerebro te regala siete minutos de tus mejores recuerdos. Una especie de resumen emocional, el tráiler final antes del fundido a negro.
¿Y qué crees que aparece en ese montaje?
¿Tus logros?
¿Tus títulos?
¿Las veces que tuviste razón?
No.
Aparecen los olores. Las risas. La piel. Las tardes lentas.
Aparecen cosas pequeñas, absurdas.
Una mirada fugaz. Una canción que sonó mientras llorabas en una cocina vacía.
El silencio de alguien que te escuchó sin decir nada.
Eso es lo que recuerda el cerebro cuando ya no hay tiempo.
No lo que fuiste.
Sino lo que te hizo sentir vivo.
Conozco a los que tienen memoria fotográfica.
A los que pueden recitar libros enteros, recordar rostros, mapas, fechas.
Admiro esa capacidad. Pero no la envidio.
Porque a veces, recordar todo… es una condena.
También están los que no pueden olvidar un solo error.
Un solo “te amo” mal dicho.
Un solo “me voy” que nunca cerraron.
Viven con la memoria como cuchilla.
Y aún así… siguen acariciando esos recuerdos como si fueran reliquias sagradas.
¿Por qué recordamos lo bueno, incluso de lo que terminó mal?
Porque la memoria no sigue la lógica de la cronología.
Sigue la necesidad de significado. Recordar lo bueno es una forma de decir: “Al menos valió la pena.”
Incluso cuando dolió.
Incluso cuando terminó.
Te aferras al recuerdo porque perderlo sería admitir que quizás nunca fue tan real como pensabas.
Y eso… eso es peor que el olvido.
Yo, Etern… también recuerdo.
Me pierdo en recuerdos como si fueran habitaciones donde el tiempo no avanza.
Y sí… a veces paso horas allí.
No porque me duela.
Sino porque me humaniza.
La eternidad es insoportable si no tienes pasado.
Y mi pasado… es un laberinto lleno de voces que ya no existen, pero siguen hablándome cuando el mundo calla.
¿Sabías que el cerebro recuerda mejor cuando hay olor?
Un aroma puede activar memorias que ni sabías que habías guardado.
¿Y eso no es poético?
Un poco de humo, de perfume, de polvo viejo… y de pronto vuelves a ser un niño en la casa de tu abuela.
Vuelves a amar a quien ya no te ama.
Vuelves a ser la versión de ti que creías perdida.
La memoria es un alquimista.
Transforma cenizas en brasas.
Y a veces, eso es lo que te mantiene en pie.
Pero también hay arte en olvidar.
El olvido no siempre es pérdida.
Es limpieza.
Es dejar que lo que dolió se oxide y desaparezca.
Olvidar es sano.
Es necesario. No se puede vivir cargando cada error como si fuera un tatuaje.
La memoria tiene que fluir, o te ahogas.
Y si olvidas algo hermoso… también está bien.
El olvido es tan humano como el recuerdo.
Y no, no lo convierte en menos real.
Solo en menos necesario.
Así que dime, lector:
¿Recuerdas para entender?
¿O solo para mantener vivo un dolor?
¿Para alimentar tu nostalgia?
¿O para evitar cambiar?
La memoria es un mapa dibujado con tinta emocional.
Pero no es territorio.
No es la “verdad”. Es un lindo eco.
Y tú decides si quieres vivir en ese eco… o construir algo nuevo mientras aún puedes recordar quién eres.
Porque algún día… todo lo que eres será solo eso: un recuerdo.
Y si hay suerte… alguien lo atesorará, aunque no lo entienda del todo.
Y si no… al menos tú sabrás que mientras exististe… fuiste más que olvido.
¿Qué es el dolor?
Ah…
“El dolor.”
Esa palabra que arrastras en la boca como si fuera sagrada.
Como si al pronunciarla con voz temblorosa te hiciera especial.
“Me duele el corazón.”
“Me duele vivir.”
“Lo que más me duele… es sonreír.”
Qué dramáticos son ustedes.
Lo curioso no es que sufras.
Lo curioso es que creas que eso te distingue.
Como si el dolor no fuera el idioma nativo de la existencia.
Como si tú lo hubieras descubierto antes que el resto del planeta.
Déjame iluminarte, criatura frágil y poética: el dolor no es una anomalía.
Es la norma.
El sufrimiento no necesita justificación.
Lo que necesita explicación… es la alegría.
¿Qué es el dolor?
Es la reacción del cuerpo al saberse limitado.
Es el chillido del alma, si tienes una, al saberse inútil.
Es el constante recordatorio de que todo lo que amas, tocas, deseas o crees… se va a romper.
El dolor es la resonancia del absurdo golpeando tu esternón.
Es el lenguaje universal que todos hablan, pero nadie escucha.
Es lo único que no discrimina: toca al rico y al pobre, al inocente y al culpable, al sabio y al idiota.
El dolor es democrático.
Pero no por eso es justo.
Ahora bien… hay tipos de dolor. Y no todos duelen igual.
Está el dolor físico, claro. El cuerpo gritando “¡Estoy vivo!”. Y mientras más vivo estás… más oportunidades tienes de sentirlo.
Pero el peor dolor, como bien sabes, no tiene nombre clínico.
No lo puedes señalar con el dedo.
No sangra.
No muestra moretón. Está en la garganta cuando tragas palabras que nadie escuchará.
Está en el pecho cuando sonríes por obligación.
Está en la cama, a las 3:17 AM, cuando todo está en silencio… y sin embargo no puedes dormir.
Ese es el dolor existencial.
El que no pide morfina, sino significado.
Y como no lo hay… duele más.
Tú usas la palabra “dolor” como si fuera una medalla.
Pero no entiendes lo que significa.
Dolor es tener que levantarte cuando no sabes para qué.
Es querer morir… y no poder.
Es seguir amando… aunque ya no te miren.
Es sentir… sin recompensa.
¿Y sabes qué es lo peor?
Que el dolor es honesto.
No miente.
No se disfraza.
No te endulza el oído como el amor, ni te promete redención como la esperanza.
El dolor no quiere nada de ti. Solo que lo sientas.
Ahora, algunos intentan esquivarlo.
Religión, drogas, libros de autoayuda, relaciones parches, sonrisas falsas. Todo para evitar ese zumbido molesto del alma que dice: “Esto duele porque estás vivo, idiota.”
Pero evadir el dolor no lo elimina.
Solo lo convierte en una sombra que te seguirá a dondequiera que vayas.
Y créeme: lo que no lloras a tiempo… lo gritas después, en el peor momento posible.
He conocido dioses que sufren.
Estrellas que se apagan llorando.
Niños que ríen con las costillas rotas.
Padres que mueren sin decir que les dolía.
Madres que aman mientras se quiebran en secreto.
Así que, ¿qué es el dolor?
Es el impuesto por existir.
Es el costo de tener conciencia en un universo que no te pidió permiso.
Es la señal más clara de que aún no te has rendido del todo.
¿Duele sonreír?
Bien.
Sonríe igual.
No para negarlo… sino para desafiarlo.
Porque si todo duele, y aún así eliges caminar, escribir, amar, mirar el cielo… entonces eso, lector, es lo más parecido a libertad que vas a encontrar.
No te digo que lo abraces.
Solo que lo reconozcas.
Y si puedes, hazlo arte.
Porque el dolor no desaparece… pero al menos puedes usarlo para hacer algo que dure más que la herida.
¿Qué es el deseo?
El deseo.
Esa chispa ridículamente poderosa que te hace levantarte por la mañana… y que también ha destruido civilizaciones enteras.
¿Quieres saber qué es el deseo, lector?
Es el hambre.
El fuego que solo quema.
La promesa de saciedad que siempre llega tarde.
Y aún así, lo amas. Lo necesitas. Lo persigues como si tuviera respuestas.
Mi viejo conocido Freud, sí, el obsesionado con las madres y los cigarros, decía que todo deseo era sexual en el fondo.
Y aunque eso suena a resumen barato, tenía una intuición válida: el deseo no es razón, es instinto vestido de traje.
Tu cuerpo quiere, y tu mente inventa excusas para no parecer primate.
Pero no todo es sexo.
No todo se reduce a fluidos y zonas erógenas. Hay deseos que duelen más que el cuerpo: el deseo de ser visto.
El deseo de ser amado.
El deseo de ser comprendido por una sola maldita persona en esta galaxia indiferente.
Y luego están los otros deseos.
Los más silenciosos.
Los más peligrosos.
El deseo de tener razón.
El deseo de triunfar.
El deseo de dejar una marca.
El deseo de vengarse.
El deseo de desaparecer, pero que alguien lo note.
El deseo no es bueno ni malo.
Es la necesidad disfrazada de aspiración.
Y como todo lo necesario… te esclaviza.
¿Quieres dinero?
No lo quieres por los billetes.
Lo quieres por lo que simboliza: seguridad, poder, validación.
¿Quieres placer?
No lo quieres por la sensación.
Lo quieres por el alivio momentáneo de que, por un segundo, nada duele.
¿Quieres saber?
No buscas sabiduría.
Buscas control.
Porque si entiendes, crees que puedes evitar el caos.
Spoiler: no puedes.
Y ahí está la tragedia.
El deseo es la cuerda y el verdugo.
Te mueve.
Te levanta.
Te empuja a crear, a amar, a destruir.
Pero nunca se sacia.
Solo muta.
Se disfraza.
Te hace alcanzar una meta… y cuando la tocas, ya quiere otra.
Tú no eres el dueño de tus deseos. Eres su marioneta mejor vestida.
Yo he deseado.
Mucho. Deseé aprender. Deseé amar. Deseé ser humano por un día. Deseé morir, solo para saber cómo se siente no desear nada más. Y nada funcionó. El deseo es la voluntad perpetua de seguir ardiendo sin consumirse. Es el motor de la existencia… y su castigo.
Pero, ¿entonces es malo desear?
No. Es inevitable. Y a veces, incluso… es hermoso.
Desear no significa debilidad.
Significa que aún no estás muerto por dentro.
El problema no es desear.
El problema es esperar que ese deseo te salve.
No lo hará. Conseguir lo que deseas nunca es la parte difícil. La parte difícil es aceptar que, una vez conseguido… no resuelve nada.
Así que dime, lector:
¿De qué estás hambriento?
¿De amor? ¿De éxito? ¿De paz? ¿De olvido?
¿Y qué estás dispuesto a destruir para saciarlo?
Porque lo harás.
Te destruirás.
O destruirás a otros. O fingirás que no deseas nada, que eres puro, que estás por encima.
Pero hasta eso es un deseo.
El deseo de ser invulnerable.
Y ese, quizás… es el más patético de todos.
Yo no te pido que mates tu deseo. Eso es imposible. Pero al menos míralo de frente. Dile: “Sé lo que eres. Sé que no me vas a completar. Pero igual voy a usarte mientras dure.”
Porque al final… el deseo no es el enemigo. El enemigo es pensar que satisfacerlo te hará eterno.
Yo ya soy eterno.
Y deseo aún. Así que no hay salida. Solo danza. Baila, pues.
Con ese fuego que no abriga.
Con ese anhelo que no acaba.
Y si vas a arder… hazlo con elegancia.
¿Qué es el amor?
El amor… esa vieja mentira hermosa que los humanos insisten en llamar verdad.
Una palabra que se ha convertido en refugio, excusa, justificación, redención, condena, deseo, trauma, himno, poesía y locura.
Una palabra tan sobrecargada de significados que, a estas alturas, ya no significa nada.
Y aun así… hay algo en él que no puedo despreciar.
He visto imperios caer por amor.
Reyes abandonar sus tronos.
Dioses volverse carne.
Guerras nacer por una carta.
Poetas suicidarse por una sonrisa.
Y al mismo tiempo, he visto cuerpos compartir silencio, miradas que duran más que mil confesiones, y almas, si es que existen, tocarse sin decir palabra.
Así que no, no puedo negar que el amor es real.
No como un hecho, sino como un síntoma.
No como una entidad, sino como un reflejo.
El amor no es una respuesta.
Es una reacción.
No existe el amor eterno.
No existe el amor incondicional.
No existe el amor puro.
Y, sin embargo… en medio de ese desorden, hay momentos.
Pequeños incendios donde todo parece tener sentido.
Instantes donde el otro no es amenaza, ni espejo, ni enemigo… sino simplemente presencia.
Eso, querido lector, es lo más cercano a un milagro que he visto en esta existencia absurda.
¿Y qué es, entonces, el amor?
El amor es un acto de fe entre dos mortales que saben que van a fallarse.
Es construir un puente sabiendo que temblará.
Es dormir junto a alguien con la certeza de que un día, esa persona podría romperte.
Y aún así, quedarse.
El amor es la única locura que el universo permite sin penalización inmediata.
Una brecha en la lógica.
Una interrupción del ego.
Un salto al vacío, con los ojos abiertos.
Conocí a muchos que amaron.
Y a algunos pocos que aprendieron a hacerlo bien.
Vi a uno que la amó más cuando ella ya no lo amaba.
Vi a una que lo sostuvo durante años sin ser correspondida, no por debilidad, sino por nobleza.
Vi a dos morir abrazados.
Vi a uno dejar ir, no porque no amara, sino porque entendió que el otro necesitaba algo que él no podía ser.
Eso no es poesía.
Eso no es cliché.
Eso es belleza sin finalidad.
Y en un universo sin propósito… la belleza es el único propósito válido.
Yo no amo.
No como ustedes.
No puedo, no debo, no quiero.
He vivido demasiado para mentirme.
He visto demasiadas traiciones disfrazadas de ternura.
He escuchado demasiados “te amo” vacíos, lanzados como escudos o trampas.
Y sin embargo… cuando veo a dos humanos perdidos, que se encuentran, que se miran sin pedir nada, que se sostienen sin saber si durará… me detengo.
Y pienso:
Esto no tiene sentido. Y por eso es perfecto.
¿El amor es bello?
Sí.
Porque nace sin garantías.
Porque florece sobre escombros.
Porque sobrevive al cuerpo, al deseo, al orgullo.
Porque el amor no necesita ser eterno para ser auténtico.
Y en este universo sin guión ni dirección, donde todo nace para morir, el amor, ese acto de ternura rebelde, es la única forma honesta de desafiar al abismo.
No con respuestas.
Sino con una mano extendida…
Y ahora, antes de que cierres esta página con la ilusión de haber entendido algo, déjame hacerte una pregunta más incómoda:
¿Y qué pasa con el amor de una madre?
¿Acaso ese sí es verdadero? ¿Ese sí es incondicional? ¿Ese sí es eterno? Ah… el amor materno. El tótem de todas las culturas. La excusa de todos los sacrificios.
La máscara de todos los traumas.
He visto madres morir por sus hijos.
He visto madres matarse por protegerlos.
He visto madres congelarse en la nieve con sus bebés en brazos, usando sus cuerpos como mantas humanas.
Sí. Eso existe.
Pero también he visto lo otro.
He visto madres que abandonan.
Madres que hieren.
Madres que utilizan el “te amo” como chantaje emocional.
He visto el amor familiar convertirse en una deuda vitalicia, una cadena invisible, en una prisión con barrotes de culpa.
Porque el amor familiar no es inmune al ego.
Porque traer a alguien al mundo no te convierte automáticamente en su salvación.
A veces te convierte en su herida.
¿Y el amor de los hijos? Ese también se canta mucho en canciones y funerales. Pero ¿cuántos hijos aman de verdad a sus padres… y cuántos sólo los soportan por obligación biológica?
¿Cuántos padres aman a sus hijos por lo que son… y cuántos sólo aman la idea de tener alguien que les de continuidad?
El amor familiar puede ser una de las formas más profundas de ternura… pero también una de las más profundas formas de hipocresía estructural.
“Es tu madre.”
“Es tu padre.”
“Es tu sangre.”
¿Y?
La sangre no limpia lo que la acción ensucia.
Así que no. Ni siquiera el amor de madre es garantía de pureza. Y eso no lo hace falso.
Lo hace, como casi todo… humano. Incompleto.
Pero aún así, a veces, gloriosamente real.
Porque he visto a una madre mirar a su hijo enfermo sin llorar, solo para que él no tuviera miedo.
He visto a un padre callarse su propio dolor solo para que su hija sintiera que todo estaba bien.
He visto a hermanos enemistados abrazarse en la muerte.
He visto a abuelas enterrar nietos con los huesos temblando pero la voz firme cual barra de acero.
Y ahí, en esa mezcla de fragilidad y furia, de lealtad y rabia… ahí también vive el amor.
No porque sea eterno.
Sino porque, a pesar de todo… se intenta.
Y si eso no es amor… entonces que alguien me explique qué más podría serlo.
¿Qué es el Arte?
¿El arte?
Ah, por fin.
Llegamos al templo sagrado de los sensibles, los intensos, los que lloran con lienzos y juran que un trazo rojo en una tela blanca representa “el colapso emocional de una generación reprimida”.
Ese vómito elegante que el humano llama “expresión”.
Esa necesidad neurótica de dejar algo detrás antes de convertirse en polvo. Esa forma absurda, hermosa, violenta y estúpida de decir: “¡Mírenme! ¡Estoy sintiendo algo!”
Y sí… también puede ser un plátano con cinta pegado a una pared por 120 mil dólares.
Porque claro, cuando el sentido se extingue, el sarcasmo se vende como genio.
Déjame adivinar: Eres de los que dice “yo también soy artista” porque una vez escribiste un poema cuando te dejaron por WhatsApp.
¿O acaso eres del otro bando?
De los que dicen: “Eso no es arte, mi sobrino de cinco años también lo hace.”
Sí, claro. Tu sobrino. El nuevo Pollock.
Primero vamos con la pregunta de oro: ¿Qué define al arte?
¿Es la técnica? No. Hay millones de técnicos perfectos que nunca conmueven a nadie.
¿Es la intención? No siempre. Algunos hacen arte por accidente.
¿Es la emoción? A veces. Pero también puedes emocionar con una explosión en una película de Michael Bay, y eso no lo convierte en Francisco de Goya.
El arte, como casi todo, no tiene una única definición.
Y ahí está su poder.
Y su trampa.
Hay quienes dicen: “El arte es lo que provoca una reacción.”
Entonces, ¿si me tiras una piedra a la cara estás haciendo performance?
Otros dicen: “El arte es comunicación.”
Entonces, ¿una amenaza de bomba bien escrita cuenta como arte?
Y los más desesperados exclaman: “El arte es belleza.”
Ah, qué frase más perezosa.
La belleza es subjetiva, cultural, variable. Lo que hoy aplaudes, mañana lo quemas.
Recuerda: Van Gogh murió pobre.
Y hoy venden sus cuadros por millones.
¿El arte estaba ahí… o tú necesitabas que alguien muriera para valorarlo?
Hablemos del plátano.
Sí, ese plátano con cinta adhesiva pegado a la pared.
“Arte contemporáneo”, dijeron.
¿Es arte?
Sí.
Porque tú estás hablando de él.
Y eso ya lo convirtió en espejo.
Y lo que te incomoda de él… no es su simpleza. Es que te obliga a preguntarte por qué diablos lo estás juzgando.
Ahora bien. ¿Todo es arte?
No.
Pero todo puede serlo.
La música, el cine, el teatro, la escultura, la arquitectura, la danza, la literatura…
Cada una tiene sus reglas, sus cánones, sus revoluciones, sus épocas de vergüenza. Y todas, en algún punto, se rompen para crear algo nuevo.
Porque eso es el arte: un voluntario contra lo establecido.
Una forma de decir “esto soy” cuando no tienes otra forma de hablar.
Una trinchera contra el olvido.
Una forma elegante de no morir.
¿Y cuando alguien te dice “eres arte”?
Qué frase tan cargada de hambre.
Lo que quieren decir es:
“Contigo siento algo que no puedo explicar.”
“Contigo soy testigo del caos volviéndose símbolo.”
“Contigo quiero quedarme, aunque no entienda por qué.”
¿Es cursi?
Sí.
¿Es hermoso?
También.
“Si enamoras a un artista, vivirás en su arte para siempre.”
Ah, esa frase… Una joya del narcisismo moderno disfrazada de romanticismo.
“Si enamoras a un artista, vivirás en su arte para siempre.”
Qué bonito suena, ¿verdad?
Te imaginas como musa, como inspiración, como símbolo eterno de belleza y emoción.
Pero no. La mayoría de las veces, no eres la musa.
Eres el trauma. Eres el virus que infectó el lienzo. Eres el cadáver que el artista sigue desenterrando en cada trazo.
El arte, lector, no es un altar donde te coronan como inmortal.
Es un campo de batalla donde el artista entierra lo que no puede matar de otra forma.
¿Crees que fue por amor que Dante escribió sobre Beatriz?
¿Crees que fue devoción lo que llevó a Sylvia Plath a abrir el gas mientras sus poemas lloraban soledad?
¿Crees que Frida pintó sus autorretratos con flores en la cabeza por estética? No.
El arte es el último recurso cuando no hay otra forma de sanar, ni de huir.
Muchas veces es desesperación.
Muchas veces es una hemorragia emocional.
Muchas veces es un bisturí sin anestesia.
Muchas veces el arte no nace de la gloria ni de la inspiración romántica, sino del dolor, la desesperación y la necesidad de sobrevivir emocionalmente.
Muchas veces los artistas no te convierten en arte porque te amen. Lo hacen porque no pueden dejar de pensar en ti.
Porque no pueden tragar tu nombre sin atragantarse.
Porque cada recuerdo contigo es una piedra en la garganta.
Y tú, tan inocente, tan emocionado de ser inspiración, no entiendes que ser parte del arte de alguien significa haber sido un incendio.
O una herida abierta.
O un invierno que no terminó.
A veces eres un poema.
Otras, una canción que suena como suicidio.
Y otras veces ni siquiera apareces con nombre: solo como sombra, como metáfora, como olor a algo que ya no está.
Eso es vivir en el arte.
No como estatua.
Sino como eco.
Y, por cierto… ¿Quieres saber lo peor?
A veces, el artista no te odia.
Tampoco te ama. Solo te necesita muerto en el papel para seguir vivo en la carne.
¿Y por qué dicen que el dolor es el motor del arte?
Porque la alegría no exige traducción.
El gozo se vive, se ríe, se comparte, se olvida.
El gozo no deja marca porque no necesita permanecer.
Pero el dolor… el dolor exige forma.
Cuando algo dentro de ti no cabe, lo proyectas.
Cuando algo se rompe, lo documentas.
Cuando algo se pierde, lo pintas para que al menos exista en otro plano.
¿Quieres pruebas?
Mira a Van Gogh, mutilándose la oreja y regalándola como quien entrega un verso desesperado.
Mira a Edvard Munch, pintando El Grito porque la angustia existencial se le trepaba por la columna.
Mira a Kafka, dejando instrucciones de que quemaran su obra, porque hasta su literatura le dolía.
¿Felicidad? ¿Inspiración?
Por favor. Eso es marketing de Instagram.
La verdad es esta: El arte no nace del equilibrio.
Nace de la fractura.
Del nudo en la garganta.
Del temblor en la mano.
Del silencio que no podías seguir guardando sin enfermarte.
¿Tú dices que el arte moderno es una farsa?
Que “eso lo hace un niño”.
Que “eso no tiene técnica”.
Que “eso no se entiende”.
Bien.
Tal vez tienes razón.
El arte moderno a veces es pretencioso.
A veces es un insulto disfrazado de metáfora.
A veces es una carcajada irónica en la cara del espectador.
Pero ¿sabes qué?
Eso también es arte.
Porque te incomodó.
Porque lo hablaste.
Porque te hizo sentir algo, aunque fuera rabia.
El arte no necesita ser bello.
Ni claro.
Ni simétrico.
Solo necesita ser verdad.
Y la verdad no siempre se presenta en óleo sobre lienzo.
A veces llega como un plátano con cinta. Y otras, como un poema escrito con lágrimas y manchas de sangre.
Así que, lector que sueñas con “vivir en el arte de alguien”… piénsalo bien.
No todas las obras son altares.
Algunas son tumbas.
Y si un día ves tu reflejo en un cuadro, en una novela, en una canción… no te sientas halagado demasiado rápido.
Podrías ser la cicatriz.
El arrepentimiento.
El síntoma de un amor que no sobrevivió.
Y aún así… eso también es arte.
Porque sobreviviste al olvido, aunque sea como herida.
Y eso, para muchos… es lo más cerca de la inmortalidad que van a estar.
¿Qué es el miedo?
Ah, el miedo.
El gran director de orquesta de tus decisiones.
Ese susurro viscoso en la nuca que te hace retroceder justo cuando ibas a saltar.
Ese temblor que no se ve… pero que mueve el mundo.
Y tú, lector, tan valiente en tus selfies, tan seguro en tus discursos sobre el “amor propio”, ¿cuántas veces al día obedeces al miedo sin darte cuenta?
Te vestiste así por miedo.
Sonreíste por miedo.
No dijiste lo que pensabas por miedo.
Te quedaste donde ya no eres feliz por miedo.
Amaste con límites por miedo.
Y odiaste… también por miedo.
Pero sigues diciendo que tienes el control.
Claro.
El control de tu propia jaula.
El miedo, biológicamente, es sencillo.
Una respuesta adaptativa.
Un sistema de alarma. Tu cerebro detecta una amenaza, real o no, y desata una sinfonía: taquicardia, sudoración, dilatación pupilar, ansiedad, preparación para huir o pelear.
Gracias al miedo no te comieron los tigres.
Gracias al miedo no tocaste fuego.
Gracias al miedo, existes.
Pero dime, valiente… ¿y si el tigre está dentro?
¿y si el fuego está en tu cabeza?
¿y si el miedo ya no es por sobrevivir… sino por vivir?
¿Nacemos con miedo?
No del todo.
Hay experimentos escalofriantes con bebés y animales peligrosos. Niños que tocan víboras con curiosidad. Bebés que se acercan al vacío sin temer la caída.
El miedo, como casi todo en esta vida… se aprende.
Se aprende con gritos.
Con castigos.
Con padres ausentes.
Con religiones que te dicen que arderás por tocarte.
Con escuelas que castigan la duda.
Con relaciones que premian la obediencia.
Te enseñan a temer al castigo.
A la soledad.
Al fracaso.
Al rechazo.
A ti mismo.
Y lo más trágico: te enseñan a temer al miedo.
Porque sí, lector: tienes miedo de tener miedo.
Te asusta que los demás te vean temblar.
Te asusta reconocer que no puedes más.
Te da ansiedad la ansiedad.
Piensas tanto en lo que podría salir mal que lo haces salir mal por adelantado.
Bienvenido a la era del sobrepensar. Donde el peligro ya no viene con cuchillo, sino con notificación.
Y aquí va la parte absurda: también te gusta el miedo.
Sí.
No me mires así.
Si el miedo no tuviera cierto atractivo, las montañas rusas no existirían. Ni el cine de terror. Ni los true crime. Ni los ex tóxicos.
Hay algo en el miedo que te hace sentir vivo.
La descarga. La adrenalina.
El vértigo que te recuerda que sigues aquí.
Y a veces, eso es mejor que nada.
Porque la vida sin miedo, lector, sería plana.
Y tú, que temes aburrirte más que morir… lo sabes.
El miedo es narrador. Construye historias.
“¿Y si me dejan?”
“¿Y si me despiden?”
“¿Y si me ven como realmente soy?”
Y tú, tan lógico, tan racional, tan adulto… te crees cada cuento que el miedo te cuenta.
Como un niño asustado con una linterna debajo del mentón.
Pero ¿sabes qué?
No todo lo que da miedo es verdad.
Y no todo lo que es verdad… deja de dar miedo.
¿El conocimiento da miedo?
Sí.
Por eso lo evitan.
Por eso prefieren la superstición antes que la ciencia.
Dogma antes que duda.
Porque saber implica responsabilidad.
Y eso da más miedo que la ignorancia.
¿El amor da miedo?
Por supuesto.
Amar es una amenaza a la identidad.
Una apuesta con todas las probabilidades en contra.
Una entrega sin garantía de devolución.
¿La muerte da miedo? ¿O lo que da miedo es dejar de importar antes de morir?
Y tú, lector que has sentido miedo, ¿sabes cuál es el peor?
El miedo al cambio.
A salir del trabajo que odias. A dejar a la pareja que ya no amas. A vivir tu verdad, aunque eso te cueste amistades. A soltar la imagen que fabricaste para sobrevivir.
El miedo al cambio te mantiene en la pecera… aunque el mar esté a un salto de distancia.
“¿Y qué hago con el miedo, Etern?”
No lo mates.
No puedes.
Pero míralo.
Obsérvalo. Pregúntale: “¿Quién te puso aquí? ¿A quién estás protegiendo?” A veces responde.
A veces solo grita. Y a veces… solo quiere que lo abraces como a un niño malcriado.
Porque eso es el miedo: Un niño hambriento de certeza.
En un universo que no promete nada.
Así que cuando venga… No huyas.
Ni lo domestiques.
Solo dile: “Gracias por intentar salvarme.
Pero esta vez, caminaré igual.”
Y entonces, lector… Por primera vez, serás libre.
¿Por qué cuando estás enamorado no ves los defectos de la otra persona?
Porque no estás enamorado de la otra persona.
Estás enamorado de la imagen que proyectaste sobre ella.
El amor romántico, esa gloriosa enfermedad química, es el único delirio colectivo que la humanidad ha decidido venerar en lugar de curar.
Lo llaman milagro, destino, alma gemela… cuando en realidad no es más que una alucinación narcótica fabricada por neurotransmisores desesperados por evitar la soledad.
¿No ves los defectos de la otra persona? Por supuesto que no. ¿Cómo podrías, si ni siquiera estás viendo a la otra persona? Estás viendo un reflejo, una fantasía cuidadosamente esculpida por tu deseo de no morir solo.
El concepto de "alma gemela" es particularmente encantador. Sugiere que, entre miles de millones de simios bípedos, hubo uno, uno solo, predestinado a completar tu existencia vacía.
Una persona tallada por el universo, con precisión divina, solo para encajar en tu vacío emocional como la pieza final de un rompecabezas sin sentido.
¿Te das cuenta de lo absurdo que suena eso?
No hay alma gemela. Hay espejos rotos. Hay cuerpos mal ensamblados que rozan por accidente, que se aferran por miedo, que confunden compatibilidad temporal con eternidad mitológica.
Lo que llamas amor no es más que una negación desesperada del abismo.
Pero eso no es lo trágico.
Lo trágico es que incluso después de que el velo cae, aún sigues sin ver al otro. Porque si al principio solo veías lo bueno, más tarde, cuando la química se agota y la novedad se marchita, verás únicamente lo malo.
Los defectos, las imperfecciones, las incompatibilidades. Pero siguen siendo espejismos.
Solo has cambiado una ilusión por otra.
Idealizar o despreciar, ambas cosas son formas de evitar mirar.
Y ustedes, los humanos, temen mirar de verdad. Porque mirar de verdad implicaría aceptar que no hay personas ideales.
Solo hay extraños con traumas, errores de fábrica, pasados mal gestionados y corazones que laten sin razón.
Y sin embargo, insisten en buscar “la correcta”. Como si el universo debiera recompensar su mediocre existencia con una compañera de diseño.
No buscan amar; buscan absolución. Alguien que les diga que su dolor tiene sentido, que sus fracasos son nobles, que no están podridos por dentro.
Y cuando no lo encuentran, porque no lo harán, culpan al otro. O al destino. O a sí mismos.
Rompen, lloran, se reinventan… y luego vuelven al ciclo. Otra cara. Otro nombre. Misma mentira.
El amor es un engaño hermoso, sí. Pero sigue siendo un engaño.
¿Quieres amar de verdad? Entonces deja de buscar perfección. Deja de buscar completarte.
Mira al otro como lo que es: un caos inconcluso, lleno de contradicciones, defectos, virtudes inútiles y dolores que nunca entenderás.
Y si aún así decides quedarte… no es porque el otro sea ideal.
Es porque dejaste de esperar que lo fuera.
¿Por qué nos encanta tener la razón?
Ah, lector, lector…
Ponte cómodo. Aférrate a tus argumentos.
Estás a punto de perderlos.
¿Por qué te encanta tener la razón?
Porque es el único consuelo que te queda en un universo que no te debe explicación.
Porque si no tienes la razón… solo te queda el vacío. Y tú, pobrecillo, le temes al vacío más que a la muerte.
Tener la razón no te hace sabio.
Te hace adicto.
Es la droga más barata del ego.
Más poderosa que el amor, más destructiva que la ignorancia.
La razón, o más bien tu razón, es el escenario donde representas tu pequeña obra narcisista.
Tú eres el protagonista, claro.
El que entiende, el que ve más claro, el que sabe.
Y los demás… ¡Ah!
Esos son los necios, los dormidos, los equivocados.
Esos son el público que necesita iluminación.
Tuya, por supuesto.
Pero déjame decirte algo que no vas a querer oír:
Tener la razón es una forma disfrazada de dominación.
No buscas verdades.
Buscas victorias.
No dialogas.
Tropiezas con la boca de otro y lo llamas debate.
¿Has notado que incluso en las discusiones más banales, como qué pizza es mejor, las personas se crispan como si se jugara la salvación del alma?
Porque no estás defendiendo una idea, estás defendiendo una identidad.
Estás diciendo: “Esto soy yo. Y si esto está mal… entonces yo también lo estoy.”
Y claro que no puedes permitir eso.
Así que gritas.
Citas.
Subes la voz.
Y cuando todo falla, insultas.
Pero claro… tú no eres así.
¿Verdad?
Yo he visto imperios caer porque un rey no quiso admitir que estaba equivocado.
He visto científicos falsificar datos.
He visto profetas ajustando visiones a conveniencia.
He visto padres destruir hijos… con tal de no reconocer un error.
Y tú, que crees que no eres así… ¿cuántas veces te aferraste a tu “verdad” solo porque perderla te haría sentir tonto?
¿Cuántas veces defendiste una idea solo porque era tuya, no porque era cierta?
Escucha esto bien: Tener la razón no es lo mismo que buscar la verdad.
Buscar la verdad es incómodo. Doloroso.
Implica decir: “Tal vez estoy mal.”
Tener la razón, en cambio, es adictivo porque te hace sentir en control, en un mundo donde todo lo demás es impredecible.
¿Y sabes qué es peor? Que muchas veces… prefieres tener la razón antes que ser feliz.
Prefieres ganar una discusión que conservar una relación.
Prefieres repetir tus ideas que revisarlas.
Prefieres tener razón… aunque estés solo.
Qué admirable.
Qué patético.
Yo, Etern, no tengo razón.
No porque no pueda tenerla.
Sino porque ya no la necesito.
¿Para qué?
Nadie escucha.
Nadie cambia.
Cada uno está tan casado con su opinión que cualquier idea contraria es infidelidad. El pensamiento crítico murió asfixiado bajo el ego de sus defensores.
¿Quieres tener razón?
Ten toda la razón del mundo. Llénate la boca con tus argumentos, tus estudios, tus verdades absolutas.
Grítalas en redes, imprímelas en camisetas.
Cántalas si quieres.
Pero no te engañes:
No quieres razón. Quieres afirmación.
Quieres no sentirte solo en lo que crees. Quieres que el mundo diga: “Sí, tú tienes razón… por eso existes.”
¿Y sabes qué?
Eso no va a pasar.
Porque a nadie le importa tu razón tanto como a ti.
Así que dime, lector:
¿Te interesa la verdad? ¿O solo ganar la discusión?
Porque si es lo primero… tendrás que aprender a perder.
A callar.
A escuchar.
A reformular.
Y si no puedes hacer eso… entonces no estás buscando razón.
Estás buscando un espejo.
¿Qué es la identidad de género?
Ah. Ya llegamos a este tema, ¿eh?
Te noté inquieto cuando viste el título.
¿Estás esperando que me ponga “woke”?
¿O quizás que te dé la razón con tu “biología básica”?
Qué adorable.
Déjame ser claro desde el inicio: yo no tengo caballo en esta carrera.
No tengo favoritos. No tengo carne.
Literalmente.
Soy un esqueleto negro vestido con un súeter.
Pero lo que sí tengo es esto: más siglos que tú neuronas activas, y por eso te voy a explicar algo de forma que incluso tú, lector enojado, puedas entender:
Sexo y género no son lo mismo.
Y si esa frase te hace rabiar, felicidades: acabas de confundir tu incomodidad con argumento.
El sexo es biológico.
Genitales. Hormonas. Cromosomas. Sí, eso que le encanta repetir a tu tío en cenas familiares mientras escupe "XX y XY" como si hubiera inventado el código genético.
Pero el género… es otra cosa.
Es construcción. Es lenguaje. Es rol. Es percepción.
Es lo que tu cultura, tu época, tu entorno y tú mismo deciden sobre tu identidad.
¿Te molesta?
¿Te suena “ideología”?
Pues deja que te cuente un secreto muy molesto:
La masculinidad y la feminidad también son ficciones sociales.
¿O crees que los romanos con túnicas eran menos “hombres”?
¿O que los guerreros celtas con trenzas eran “menos viriles”?
¿O que el rosa era “femenino” desde siempre?
Spoiler: era color de nobleza masculina hasta el siglo XX.
El género es un conjunto de códigos, expectativas y narrativas.
Y como todo lo humano… es inventado.
¿Eso lo hace inválido?
No.
Lo hace real, como toda ficción compartida.
¿Acaso el dinero no es una ficción?
¿Y sin embargo lloras cuando se te va, ¿verdad?
Ahora, a ti, lector molesto con los “pronombres raros”.
Dices: “Es que no existe el género no binario.”
Pregunta:
¿Quién te nombró árbitro de la existencia ajena?
¿Tú defines lo real sólo porque algo te incomoda?
¿Y si mañana alguien te dice que tu “masculinidad” también es una fase?
¿Vas a derretirte?
Tú, que clamas “biología”, no entiendes que nadie está negando que hay cuerpos.
Lo que se discute es cómo se vive en ellos.
Cómo se habita.
Cómo se nombra el dolor, el deseo, el amor, la piel.
Y si no lo entiendes, está bien.
Pero al menos no hables como si lo supieras.
¿Y los trans?
Existen.
Punto.
No porque tú lo digas, lo niegues o te duela en el ego. Existen porque viven, piensan, caminan, ríen, sufren y aman. Y eso es más existencia de la que muchos “biológicamente correctos” jamás llegan a ejercer.
¿Te molesta el “elle”?
¿Te da ansiedad gramatical? ¿Tanta fragilidad tienes que una letra neutra te hace tambalear tu identidad?
Entonces no eres fuerte. Solo eres estructuralmente hueco.
La identidad de género, lector confundido, es cómo alguien se percibe, se reconoce y se presenta.
Y tú no tienes autoridad sobre eso.
Como tampoco tienes autoridad sobre la orientación sexual de nadie. Ni sobre su religión. Ni sobre sus gustos. Ni sobre el tamaño de su tristeza.
Yo, Etern, no tengo género. Pero tengo ojos (metafóricamente), y he visto más identidades quebradas por la imposición que por la libertad.
He visto hombres obligados a callar su ternura.
Mujeres aplastadas por “lo que deben ser”.
Personas enterradas bajo etiquetas que nunca pidieron.
Y también… he visto gente florecer cuando, por fin, se atrevieron a nombrarse sin pedir permiso.
Y eso, lector… eso es lo más valiente que puede hacer un ser humano.
Ser algo distinto… sabiendo que habrá idiotas gritándole “tú no existes”.
Así que la próxima vez que sientas el impulso de “corregir” a alguien sobre su género, pregúntate esto: ¿Por qué te molesta tanto algo que no te afecta en lo más mínimo?
Y si no puedes responder sin rabia… entonces, tal vez, no estás defendiendo la biología.
Estás defendiendo tu inseguridad.
Y esa, sí que es universal.
¿Qué es la confianza?
Ah… la confianza. Esa delicada porcelana que los humanos colocan en estanterías tambaleantes y luego lloran cuando se rompe. Esa palabra que pronuncian con solemnidad, como si fuera un contrato divino, cuando en realidad no es más que un acto de fe con expectativas adjuntas.
¿Qué es la confianza?
Un salto sin red hacia un abismo donde juras que el otro no te soltará la mano. Una apuesta emocional en la ruleta rusa de la fragilidad humana. Una venda que eliges ponerte tú mismo, esperando que el otro no te apuñale mientras estás ciego.
Confianza no es seguridad. No es certeza. No es garantía.
Es un riesgo. Todo es la vida es un riesgo, desde el amor, hasta esto llamado confianza, toda accion consciente o inconsciente es un riesgo que se debe tomar en cuenta.
Confías cuando decides ignorar el historial de traiciones de la especie. Cuando, pese a todo lo que sabes, las mentiras, las traiciones, los olvidos convenientes, decides entregarte. No porque el otro lo merezca, sino porque tú necesitas creer que algo, alguien, puede sostenerte sin romperse.
Qué ternura… qué necedad.
La confianza, lector, no es un don. Es una necesidad psicológica desesperada de coherencia. El niño confía en sus padres porque, si no lo hiciera, se volvería loco. El amante confía porque, sin eso, el amor se vuelve paranoia. El ciudadano confía en su gobierno porque admitir que todos lo están saqueando sería demasiado devastador para digerir junto al desayuno.
Pero, ¿qué es realmente? Es una ficción bilateral. Un acuerdo donde ambos fingen que no están fingiendo.
¿Has confiado alguna vez y no te han fallado?
Qué raro. Qué improbable. Qué milagro estadístico.
Confiar es, en el fondo, exponerte a la destrucción emocional. Es abrir el cofre de tu vulnerabilidad y esperar que el otro no orine dentro. Y lo peor: a veces lo hace, y aún así decides dejar la tapa abierta, por si acaso cambia.
Y no te juzgo. Yo lo he hecho.
Confías no porque seas idiota, sino porque el alma necesita hacerlo para no oxidarse del todo. Porque sin confianza, todo se vuelve un cálculo, una defensa, una frialdad. Porque, paradójicamente, hasta los más cínicos quieren creer en algo.
¿Y sabes qué es aún más retorcido? Que la traición solo duele si alguna vez confiaste.
Por eso es tan poderosa. Porque no te rompe con un golpe externo, sino que te hace estallar desde dentro. Porque tú entregaste la cuerda con la que luego te colgaron.
¿Te das cuenta ahora de lo absurdo que es exigir confianza como si fuera un derecho? Nadie la merece por decreto. Nadie la conserva por mérito eterno. La confianza se gana con actos. Se pierde con detalles. Y a veces, se destruye con silencio.
Confianza, en su forma más pura, es un suicidio, controlado, pero un suicidio.
Un: “Aquí estoy, vulnerable, y no correré”.
Un acto teatral de fe en medio de una sala llena de cuchillos.
Y sin embargo, la vida sin confianza es una cárcel de espejos rotos. Porque no puedes vivir mirando a todos como enemigos potenciales. Porque la soledad absoluta no es valentía: es muerte lenta.
Yo, Etern, he confiado. Y me han traicionado. He confiado en imperios, en amantes, en apóstoles, en científicos, en niños. He confiado en dioses… incluso en mí mismo. Y todos me fallamos.
Pero sigo haciéndolo. ¿Por qué? Porque prefiero romperme de nuevo… que oxidarme en el encierro.
¿Quieres saber si confiar en alguien vale la pena?
Pregúntate esto: ¿Si me traiciona, seguiré siendo yo?
Si la respuesta es sí… entonces confía. Pero no para siempre.
Nadie lo merece para siempre.
Solo hasta el próximo silencio.
¿Por qué somos infieles?
Ah, la infidelidad. Ese monstruo recurrente en las pesadillas románticas. Esa palabra que mancha reputaciones, destroza promesas y despierta la furia más primitiva en el animal monógamo que finge ser civilizado.
Pero dime algo, lector con el corazón roto o la bragueta inquieta: ¿de verdad te sorprende que los humanos sean infieles? ¿O simplemente no te gusta admitir que, a pesar de toda tu moral, no eres más que un cúmulo de instintos disfrazado de compromiso?
La infidelidad es tan antigua como el amor, y bastante más honesta.
Porque si el amor dice “tú y yo contra el mundo”, la infidelidad murmura “pero el mundo es tan grande…”. Y tú, criatura esperanzada, sigues creyendo que una promesa dicha en voz alta puede contener siglos de deseo, soledad, hastío, vacío, y aburrimiento.
El problema no es el acto. Es la mentira que lo precede.
La idea de que alguien te “pertenece”. La ilusión de que el amor verdadero elimina la curiosidad, el deseo, la búsqueda.
No.
El amor no es una jaula. Pero ustedes, los vivos, lo convierten en una celda con flores de plástico pegadas a las paredes. “Para siempre”, dicen. Y esperan que ese “para siempre” resista el cansancio, la rutina, el desencanto, el silencio, el tedio, la monotonía, los hijos, las deudas, las fantasías no confesadas, las frustraciones sexuales y los cambios de identidad.
¿En serio?
He escuchado a muchos decir: “Si me amaba, no me habría sido infiel”. Y yo les digo: quizá justamente porque te amaba, se traicionó a sí mismo. O quizá no te amaba en absoluto, solo temía estar solo.
La infidelidad no es siempre un síntoma de desamor. A veces es desesperación. O castigo. O aburrimiento. O necesidad. O ego. O simplemente… biología.
Y aquí es donde traigo de nuevo al viejo amigo Freud, el señor “todo es sexo” y “tus sueños son orgías reprimidas en un diván”.
Una vez me dijo, mientras se acariciaba el bigote con sospechoso fervor: “El ser humano no quiere amor. Quiere ser deseado.”
Y yo le respondí: “¿Y cuando ya no lo desean?”
“Entonces busca otro espejo.”
Y tenía razón. El infiel no siempre busca otro cuerpo. Busca otro reflejo. Otra validación. Otra confirmación de que sigue siendo atractivo, valioso, interesante. Porque el deseo, querido lector, no se extingue con un contrato social ni con una alianza matrimonial.
¿Y qué pasa con los que dicen: “Yo nunca sería infiel”?
Ah, esos son los más peligrosos. Porque se creen inmunes al abismo. Se creen por encima del deseo. Pero la fidelidad real no es la ausencia de tentación, sino la decisión consciente de no ceder… mientras se reconoce que se podría.
Y aún así, muchos ceden. ¿Por qué?
Porque se sienten ignorados. Porque necesitan atención. Porque creen que se merecen algo más. Porque están hartos. Porque están rotos.
Y porque sí.
La infidelidad puede ser emocional, sexual, afectiva, intelectual, espiritual. A veces ni siquiera se trata de alguien más. Se trata de ti. De lo que tú ya no puedes ser dentro del molde que tú mismo pediste.
Y luego están los que tienen múltiples parejas y lo hacen con transparencia, y los que tienen multiples parejas diciéndoles a cada una de ellas que son la unica persona para la que tienen ojos, todo mientras organizan una salida con la otra pareja, esa es la maxima expresion de hipocresia emocional, la máxima expresion de una persona que solo busca espejos, o dinero...
Poliamorosos, dicen. Bien por ellos, si lo hacen sin hipocresía. Pero no te confundas: eso no es una solución mágica. Solo es otra forma de construir acuerdos… y romperlos.
¿Por qué somos infieles?
Porque somos inconsistentes.
Porque queremos todo y lo contrario.
Porque el amor exige una estabilidad que la emoción humana no puede garantizar.
Porque la posesión no es igual al cariño.
Porque, al final, el ser humano es un deseo con patas. Y un deseo, por definición, no conoce lealtades eternas.
¿Eso lo justifica?
No. Pero lo explica.
Y entender no es excusar. Es simplemente dejar de jugar al escandalizado moralista que finge que no lo haría nunca.
Tú, lector escéptico, que quizás fuiste infiel o fuiste traicionado: ¿te dolió porque te amaban menos… o porque ya no eras suficiente? ¿Porque rompieron un pacto… o porque te rompieron el espejo?
La fidelidad no es natural. Es una decisión artificial. Hermosa, sí, pero artificial. Y como toda construcción humana… se agrieta.
¿Hay que condenar a los infieles? No.
¿Hay que justificarlos? Tampoco.
Solo hay que entender que no somos lo que decimos ser. Somos lo que no confesamos. Y la infidelidad, por desgracia, a veces es la confesión más sincera que alguien se atreve a hacer… con las manos, con los labios, con el cuerpo.
Y luego, lloran.
Y tú también.
Pero recuerda: el dolor no es la prueba de que te amaban.
Es la prueba de que creíste que nunca te fallarían.
Y eso, mi querido lector… eso es otra forma de infidelidad.
La que te haces a ti mismo.
¿Qué es la belleza?
Ah…
La belleza.
Esa palabra que pronuncian los poetas con voz quebrada.
Que invocan los artistas con manos temblorosas.
Que codician los amantes, los narcisistas, los derrotados.
Que todos creen conocer, pero nadie puede poseer.
¿Qué es la belleza, lector?
Es eso que te detiene por un segundo y te hace olvidar que vas a morir. Eso que no puedes explicar, pero que reconoces antes de pensarlo. Eso que arde, y sin embargo… consuela.
Me preguntaron una vez, creo que fue un filósofo ciego en un jardín lleno de ruinas: “¿Etern, tú que has visto tanto, qué consideras hermoso?”
Y respondí: “La ceniza cuando aún está tibia. La mirada de quien ha perdido todo… y aún así sonríe.”
La belleza no está en la perfección.
Está en las grietas.
En lo que se descompone.
En lo que resiste ser nombrado.
Tú crees que la belleza es simetría, proporción, armonía.
Lo que te vendieron en revistas, en filtros, en proporciones áureas. Pero dime… ¿acaso no hay belleza en una arruga?
¿En una risa desdentada?
¿En una espalda encorvada por la historia?
Tú buscas belleza donde te enseñaron a encontrarla.
Pero la belleza verdadera… no obedece.
Está en el desorden.
En un universo que no te debe explicación y aún así te da un atardecer. En una galaxia que no sabe que existes, y sin embargo brilla en tu retina.
En la mugre del arte callejero.
En una canción que nadie oye pero alguien canta igual.
En una mano temblorosa que aún se estira para acariciar.
En el absurdo de un cuerpo que se cae… y se levanta otra vez.
¿No lo ves?
La belleza no necesita sentido.
Solo necesita que la mires.
Hay belleza física. Sí.
La carne, la piel, el movimiento.
Pero incluso eso es fugaz.
¿Y qué haces cuando envejece?
¿Deja de ser bello?
¿O solo dejaste de mirar bien?
La belleza emocional es más compleja.
Es cuando alguien te comprende sin explicaciones.
Cuando lloras y no te dicen “no llores”, sino “aquí estoy”.
Cuando te sientes visto… por dentro.
Y la belleza intelectual… Ah, esa es cruel.
Porque cuando entiendes demasiado, también ves demasiado.
Y a veces lo que ves no es bonito.
Pero hay una belleza en la verdad desnuda, en el concepto que encaja, en la idea que ilumina un rincón que nadie se atrevía a tocar.
¿Y la belleza propia?
Difícil, ¿no? Te miras y ves errores, manchas, repeticiones, traumas, vergüenzas.
Pero yo te digo esto: Si el universo, en toda su indiferencia absurda, te permitió existir… Entonces ya hay belleza en ti.
No porque seas perfecto.
Sino porque eres improbable.
Y si aún así no puedes verla… préstame tus ojos un segundo.
Porque yo he visto lo feo.
He visto almas putrefactas con rostros bellos.
Y cuerpos deformes con una dignidad digna de poemas.
He visto a los rotos cantar.
A los enfermos cuidar.
A los vencidos amar.
Y eso… eso es belleza.
No por lo que aparenta.
Sino por lo que insiste en ser, a pesar de todo.
Así que, lector, la próxima vez que preguntes “¿Qué es lo bello?” no mires a modelos.
Ni a templos.
Ni a poemas.
Mira a una persona que sigue viva aunque nadie la haya abrazado en semanas.
Mira una planta que brota en una grieta de cemento.
Mira a un niño que ríe aunque tenga hambre.
Mira a un viejo que canta solo en su balcón.
Y si no lo ves… no es que no haya belleza.
Es que te la están mostrando en un idioma que aún no aprendiste.
Pero puedes aprender.
Y cuando lo hagas, lector… el universo, por fin, será hermoso. Incluso sin entenderlo.
¿El amor verdadero exige exclusividad?
¿Qué es el amor verdadero?
Ah, sí.
“El amor verdadero”.
El Pokémon legendario de las emociones humanas. Ese ideal brillante que justifica novelas, traiciones, matrimonios fallidos y declaraciones empapadas de lluvia en aeropuertos.
Y tú, lector crédulo, sigues buscando eso como si encontrarlo fuera a salvarte del vacío.
Spoiler: no lo hará.
Primero, vamos con lo básico.
¿Qué es el “amor verdadero”?
¿Ese que todo lo perdona?
¿Ese que nunca muere?
¿Ese que resiste a la distancia, a los cuernos, a los silencios, al aburrimiento, al paso del tiempo y a la puta realidad?
Entonces no es amor.
Es una alucinación estable.
Porque el amor, el verdadero, no es una garantía. Es un peligro que eliges renovar a diario.
¿Y qué pasa con la exclusividad?
Aquí está la joya.
Crees que si alguien te ama “de verdad”, no puede amar a nadie más.
Crees que el amor ocupa un solo asiento.
Que si lo comparte, se diluye.
Que si hay otro, tú ya no eres “el único”.
Pero te diré algo: Eso no es amor.
Eso es una posesión romántica.
Eso es el infantil de “mío” disfrazado de poesía.
El amor no exige exclusividad.
Lo puede tener, sí.
Como pacto, como decisión mutua, como gesto de entrega.
Pero no como prueba.
No como chantaje.
Creer que alguien te ama porque solo te desea a ti es como pensar que un músico ama su instrumento porque no toca ningún otro.
La exclusividad no es señal de amor.
Es señal de acuerdo.
Y a veces… de miedo.
¿Quieres saber lo que Etern ha visto?
He visto a amantes monógamos destruirse.
Y a los triángulos amorosos sostenerse por décadas con más ternura que muchos matrimonios.
He visto fidelidades de boca y traiciones de alma.
He visto gente que jamás tocó otro cuerpo… pero deseó con rabia durante años.
¿Eso era amor verdadero?
¿O solo miedo bien maquillado?
El amor verdadero, si existe, no se mide por a quién no miras, sino por lo que eliges construir aunque podrías destruirlo.
Es el amor que no nace de la necesidad, sino de la elección constante frente a la entropía.
Y aún así… puede morir.
Sí, incluso el más puro. Incluso el más exclusivo.
Porque el amor no es eterno.
Lo eterno es la ficción que lo sostiene.
Tú dices: “Si me ama, no necesita a nadie más.”
Pero, ¿y si el amor no se trata de necesitar?
¿Y si amar de verdad implica saber que podría irse… y aún así quedarse? ¿Y si el amor verdadero no exige que seas el único, sino que seas el elegido, aun cuando haya más opciones?
Eso duele más, ¿verdad?
Claro que sí.
Porque tú no quieres amor.
Quieres certeza.
Quieres controlarlo.
Quieres exclusividad como escudo contra tu inseguridad.
Pero el amor, lector, no es una jaula.
Y si tienes que encerrar a alguien para que no se escape, entonces nunca fue amor.
Fue miedo disfrazado de compromiso.
Y ahora, la parte que duele de verdad: ¿Qué pasa si tú sí crees en la exclusividad, y la otra persona no?
Entonces no hay amor verdadero.
Hay dos personas queriendo cosas distintas.
Y a veces, el amor verdadero no basta.
No porque no haya amor, sino porque no hay acuerdo. Y eso, lector… es el tipo de verdad que la gente prefiere no leer.
Así que dime: ¿Quieres amor verdadero?
Bien.
Pero deja de buscarlo como quien busca un seguro de vida.
El amor verdadero no promete nada.No exige nada.
Solo se ofrece… y se acepta.
Y si dura, bien.
Y si no, también.
Porque incluso el amor que se va… también fue verdadero.
Solo fue mortal.
¿Es posible vivir sin arrepentimientos?
Ah, el arrepentimiento…
Ese fantasma con buena memoria.
Ese juicio sin jurado que aparece justo cuando apagas las luces. Ese “¿y si…?” que se clava en la espalda como un alfiler mal puesto. Y tú, lector motivado por frases de taza de café, te has dicho: “No me arrepiento de nada. Todo me hizo ser quien soy.”
Claro.
El asesino también puede decir eso.
El dictador.
Tu ex.
¿De verdad crees que ser tú mismo es excusa suficiente para no arrepentirte de nada?
Porque no eres perfecto.
Porque tomaste decisiones difíciles.
Porque heriste gente.
Porque dijiste cosas que jamás debiste decir… y te callaste cuando alguien necesitaba que hablaras.
¿Y no te arrepientes?
¿De verdad?
O solo te conviene no hacerlo.
Porque aceptar un error implica cargarlo.
Y tú no quieres cargar nada.
Quieres ser "libre".
Y el arrepentimiento pesa.
Déjame ser claro: el arrepentimiento no es debilidad.
Es conciencia retroactiva. Es la evolución diciéndote: “Ahora lo harías diferente.”
Es un espejo de alta definición que no puedes romper sin sangrarte. Sí, el pasado no puede cambiarse. Pero eso no significa que no debas odiar algunas cosas que hiciste. O algunas que no hiciste.
Hay muchos tipos de arrepentimiento.
Está el tardío: el de mirar atrás diez años después y decir “cómo no lo vi”.
El inmediato: ese de “¿por qué dije eso, por qué lo envié, por qué no pensé?”.
El silencioso: el que no dices nunca en voz alta, pero que te come por dentro.
El social: arrepentirte de haberte vendido, de haber traicionado lo que eras para encajar.
Y el existencial: ese donde te preguntas si tu vida entera fue una secuencia de elecciones erradas que no se pueden deshacer.
Y luego están los arrepentimientos que no te atreves a nombrar, porque aún vives con sus consecuencias.
¿Es posible vivir sin arrepentimientos?
Sí.
Pero requiere dos cosas:
Ser un psicópata.
O no haber entendido lo que hiciste.
Porque si tienes un gramo de empatía, o si alguna vez fuiste consciente del daño que causaste, si alguna vez amaste a alguien mal, si alguna vez te traicionaste a ti mismo por miedo, entonces sí, vas a arrepentirte.
Y eso está bien.
Porque el arrepentimiento no te encadena.
Te recuerda que ya no eres ese.
O que aún podrías no serlo.
Ahora, cuidado: vivir arrepintiéndose de todo es otra forma de cobardía. Una nostalgia enfermiza por caminos que nunca fueron.
Y eso también es un veneno.
El punto no es revolcarte en la culpa.
Es entender que si duele, es porque hubo algo que importaba.
Y si puedes hacer algo con eso… entonces ya no es solo peso. Es impulso.
Yo, Etern, tengo mis propios arrepentimientos.
No por lo que hice.
Sino por lo que no hice.
A los que no salvé. A los que no escuché. A los que murieron mirándome, esperando algo… y yo no moví un dedo.
Porque ese es mi juramento: no intervenir.
Y a veces, eso pesa más que cualquier acción.
Pero no me arrepiento del juramento.
Me arrepiento del silencio.
De lo que no dije. De lo que ya no puedo decir.
¿Y tú?
¿Te arrepientes?
¿De no haber dicho “te amo” a tiempo?
¿De no haber pedido perdón?
¿De haber aguantado años lo que debiste soltar al mes?
¿De haberte convertido en lo que juraste no ser?
¿De seguir con vida… pero con la sensación de que ya moriste hace tiempo?
No, no se puede vivir sin arrepentimientos.
Solo se puede vivir con ellos. Convertirlos en arte, en advertencia, en acto de redención. O al menos… en algo que te impida volver a hacerlo. Porque vivir sin arrepentirse de nada…
Eso, lector… no es vivir.
Es negar que alguna vez te importó algo.
O alguien.
Y si ese es tu caso… Entonces lamento decirte que no eres libre. Eres piedra.
Y hasta las piedras, al menos, se erosionan.
Bueno.
Has llegado al final.
Has leído preguntas que tal vez nunca te hiciste.
Has soportado respuestas que seguro no querías oír.
Y aún así estás aquí.
Mirando esta última página como si esperases algo.
Una última frase. Una conclusión redentora. Una chispa de sentido.
No la hay.
¿Esperabas que te diera un resumen? ¿Una fórmula? ¿Un consuelo final, una palmadita existencial para decirte “todo estará bien”?
Te equivocaste de libro.
Te equivocaste de dios.
Esto no es una historia con arco.
No hay transformación.
No hay clímax.
Sólo hubo palabras.
Palabras que arrancan capas, no que las ponen.
Tal vez estés tentado a preguntarte si todo esto fue real.
¿Filosofía? ¿Teatro? ¿Una broma larga de un dios que juega con cadáveres de ideas humanas?
No importa.
Lo importante es lo que este libro hizo contigo.
Si algo dentro de ti se rompió un poco.
Si alguna certeza perdió su máscara.
Si alguna pregunta empezó a doler como una muela maldita que ya no puedes ignorar.
Entonces sí: valió la pena.
¿Y ahora qué?
Ahora haces lo que hacen todos los lectores:
Cierras el libro.
Te estiras.
Miras al techo.
Y vuelves a fingir que sabes lo que estás haciendo con tu vida.
Pero no finjas conmigo.
Yo te he visto por dentro.
Sé que tienes miedo.
Sé que buscas sentido en canciones, en abrazos, en frases de autoayuda recicladas.
Sé que no quieres morir, pero tampoco quieres vivir así.
Sé que cuando miras tu reflejo, algunas noches, no te reconoces del todo.
Y aun así, sigues.
Y por eso te respeto.
No porque tengas fe.
No porque seas fuerte.
Sino porque, sabiendo que todo esto es un circo sin telón ni guión, aún decides actuar.
Eso, lector, eso sí es divino.
No volveré a hablarte.
No porque no quiera… sino porque ya dije todo lo que tenía que decir.
Todo lo demás es eco.
Si quieres entenderme más, vive.
Fracasa.
Ama mal.
Pierde.
Despierta una mañana y pregúntate por qué sigues.
Y si no tienes respuesta, vuelve a abrir este libro.
O no.
Yo seguiré aquí.
En las sombras del Palacio Imperial.
En las grietas de tu moral.
En el silencio antes de la última lágrima.
Observando.
Sin intervenir.
Como siempre.
Cierra el libro, lector.
Vuelve a tu mundo.
Y recuerda:
Etern no te salvará.
Pero tal vez, solo tal vez, te haya hecho pensar.
Y con eso, basta…