EL DIABLO OLVIDADO
-PROYECT ETERNITY-
El tic-tac marcaba el pulso de la sala, flotaba en la luz fría del reloj holográfico. Un azul espectral que iluminaba las paredes de metal plateado y pulido, reflejando la silueta de dos hombres en la oficina.
Detrás del escritorio negro y sin adornos, el Comisionado Uvoss observaba a Wéstern con una expresión pétrea, sus dos ojos ambarinos brillaban. Su piel roja, marcada con sutiles líneas de edad, contrastaba con el azul marino de su uniforme, una prenda de cuello alto, ajustada, con insignias de la Patrulla Especial de Acción y Control Espacial en el hombro izquierdo y una banda holográfica en la muñeca derecha.
Los implantes en sus sienes emitían pulsos mínimos, eran signos de procesamiento.
“¿Sabes cuál es tu problema, Wéstern?” La voz de Uvoss era grave, pulida, con la calma de alguien que ya tomó una decisión. “Crees que las reglas están ahí para que las sigas… cuando en realidad, están ahí para que las impongas.”
Wéstern no reaccionó. Había escuchado discursos similares antes, a oficiales recién reclutados, a veteranos al borde del colapso. Pero nunca dirigido hacia él.
“Hice mi trabajo.” Respondió, seco.
Uvoss exhaló lentamente.
“Lo hiciste. Fuiste bueno en ello.”
Wéstern parpadeó. Fuiste.
Un frío distinto al de la oficina se le metió en el pecho.
“Hablas en pasado.”
Una sonrisa breve, sin humor, cruzó el rostro del Comisionado.
“Por supuesto que lo notaste.”
Entonces se reclinó en su asiento.
“Estás despedido.”
Wéstern sintió que el tiempo se ralentizaba un instante, pero su rostro se mantuvo estoico.
“¿Por qué?”
Uvoss ladeó la cabeza, como si la pregunta le pareciera ingenua.
“No me hagas perder el tiempo, Lahven.”
El Comisionado deslizó un dedo por su muñeca y una serie de documentos holográficos se materializaron en el aire. No necesitaba leerlos. Wéstern tampoco.
“Tu hijo. Tu hija. Tu familia. Tu apellido.”
El silencio fue más pesado que cualquier palabra.
“El caso ya está cerrado. No hubo pruebas, nunca las hubo.”
“La reputación es la prueba, Wéstern. Tú mejor que nadie deberías saberlo.”
Su mandíbula se tensó.
“Un error infantil. Una mentira de una niña para ocultar su vida privada.”
“No me interesa si fue una mentira o no.” Uvoss cortó de inmediato, implacable. “La PEACE no puede permitirse oficiales con tu tipo de historial. Hemos tolerado muchas cosas, pero esto… esto es veneno. No importa si es verdad o no. Importa lo que todos creen.”
La voz del Comisionado seguía siendo neutral, casi con un deje de lástima. Pero Wéstern sabía que no la sentía.
“La gente te escupiría si te vieran patrullando sus calles. Así que dime, ¿por qué seguir gastando un uniforme en ti?”
Wéstern miró fijamente el escritorio. Su placa aún estaba ahí, brillando con el reflejo del holograma. Una insignia que significaba autoridad, orden, propósito. Algo que ya no tenía.
Se enderezó, miró a Uvoss a los ojos y habló con la voz firme de un hombre que acababa de perderlo todo.
“¿Algo más, Comisionado?”
Uvoss mantuvo su mirada por un segundo más, luego apagó el holograma con un gesto de la mano.
“Entrega tu equipo antes del final del turno. Luego… desaparece.”
Wéstern se giró y salió de la oficina sin decir una palabra. Afuera, el tic-tac del reloj holográfico siguió marcando el tiempo.
La puerta de la oficina se cerró detrás de él con un leve clic, y Wéstern sintió que ese sonido le sellaba algo dentro.
El pasillo era largo, estrecho, iluminado por paneles de luz blanca incrustados en el techo de acero. No había ventanas, nunca las hubo en las estaciones de la PEACE. Una fuerza policial no necesita ver el mundo exterior; el mundo exterior debe verla a ella.
Sus botas sonaban con cada paso sobre el suelo de polímero negro, mezclándose con el zumbido de los sistemas de ventilación y el eco de conversaciones en la distancia. Oficiales iban y venían, algunos en grupos, otros solos, todos con la misma expresión de cansancio endurecido. Nadie lo miraba.
Pero él sí los miró a ellos. A la gente que aún tenía un propósito.
En las paredes, posters motivacionales de la PEACE colgaban. Blanco, azul, negro. Colores de autoridad. "TU DEBER ES EL ORDEN. TU HONOR ES LA LEY." Bajo el texto, la silueta de un oficial con un fusil, imponente frente a un fondo de edificios en sombras.
"NO EXISTE PAZ SIN CONTROL."
"LA SOCIEDAD ES UN ORGANISMO. LA PEACE ES SU SISTEMA INMUNOLÓGICO."
Lemas que había visto cientos de veces, que alguna vez creyó, y que ahora le parecían… vacíos.
Siguió caminando. Un grupo de reclutas pasó a su lado, riendo entre ellos. Risas jóvenes. Vidas sin cicatrices. Uno de ellos, un muchacho de pelo corto y piel morena, se detuvo un instante al verlo y abrió la boca, como si fuera a decir algo. Tal vez un saludo. Tal vez una pregunta. Pero el instante pasó y solo bajó la mirada.
Bajó una escalera de metal hasta el nivel inferior, donde el aire olía a aceite de armas y sudor. Ahí estaba el Depósito de Equipo, una habitación reforzada con puertas gruesas de blindaje compuesto.
El oficial a cargo, un humano viejo de cabello gris y uniforme impecable, ni siquiera levantó la vista cuando Wéstern se acercó. Solo extendió la mano, esperando.
Wéstern deslizó su credencial de Registro de Identidad Universal sobre el panel de la mesa.
“Entrega final.” Dijo, con una voz que no reconoció como propia.
El sistema pitó en confirmación. La pantalla mostraba su perfil por última vez antes de que el nombre: “WÉSTERN LAHVENOVIK DE HOREVIA” desapareciera de los registros activos de la PEACE.
El viejo extendió una caja metálica con el logo de la fuerza policial y aguardó.
Wéstern comenzó a quitarse el equipo, cada pieza con un peso que no solo era físico:
“Chaleco blindado.” Lo colocó en la caja con un leve clang.
“Brazalete de identificación.” Lo deslizó sin cuidado.
“Interfaz táctica.” Se quitó el pequeño implante del brazo y sintió el cosquilleo de su desconexión.
Y finalmente, lo más difícil.
Se llevó la mano a la espalda, desenganchando su PNC-13, su compañera de años. Un fusil balístico, negro mate, con un diseño funcional y sin adornos.
Había confiado más en esa arma que en muchas personas. Había sostenido su peso en calles lluviosas, en operaciones nocturnas, en tiroteos donde su vida dependía de su fiabilidad.
La última vez que la sostendría.
Sus dedos recorrieron el cuerpo del fusil una última vez, sintiendo cada detalle del metal antes de colocarlo en la caja.
El viejo la cerró sin ceremonia, como si dentro no estuviera toda una historia.
“Firma.”
Wéstern deslizó su pulgar sobre el panel digital.
El sistema pitó.
Ya está hecho.
El viejo recogió la caja y se la llevó sin una palabra. Sin una mirada. Como si no hubiera importado.
Wéstern se quedó ahí un segundo más, con las manos vacías.
Luego se giró y salió del Depósito.
Un zumbido en su cabeza recorrió su interfaz neural.
"Ve a la bahía de transporte 12. Un Detector te espera para llevarte a tu residencia."
Wéstern suspiró y empezó a caminar.
La bahía 12 estaba a diez minutos de distancia. Diez minutos de pasillos monótonos, puertas automáticas, oficiales y técnicos que pasaban sin prestarle atención.
Por momentos, el pasillo parecía estrecharse, como si el propio edificio lo estuviera empujando hacia afuera, expulsándolo como un cuerpo extraño.
Cuando finalmente llegó a la bahía de transporte, el viento lo golpeó con fuerza.
El techo de la instalación estaba abierto al cielo. Un cielo negro. No había luna. No había estrellas. Solo la neblina contaminada de Horevia y el resplandor de luces artificiales en la distancia.
La Ciudad Infinita. La Ciudad de las Luces.
En la plataforma, el Detector aguardaba. Un vehículo compacto, alargado, diseñado para moverse entre los rascacielos y pasajes aéreos de la metrópolis. Azul oscuro, con el logo de la PEACE en cada puerta deslizante. Sus motores emitían un zumbido, vibrando, como un animal esperando la orden de moverse.
El piloto, un humano de mediana edad con el uniforme de transporte, lo vio acercarse y solo asintió con la cabeza antes de subir a la cabina.
Wéstern abrió la puerta lateral y entró en la zona de pasajeros. Se dejó caer en uno de los asientos acolchonados.
El Detector se elevó suavemente.
A través de la ventana blindada, vio cómo la estación de la PEACE quedaba atrás, encajonada entre torres de acero, vidrio y neón. La ciudad abajo era un mar de estructuras titilantes, caminos elevados, y tráfico aéreo de cientos de vehículos.
¿A qué altura estaba? ¿150 metros? ¿200? Nunca lo pensó demasiado. Solo sabía que estaba encima de Horevia, encima de la Ciudad Infinita, viendo su hogar desde una perspectiva que quizás nunca volvería a tener, un espectáculo hipnótico de hologramas, de estructuras infinitas superpuestas unas sobre otras.
Desde aquí, Horevia era hermosa.
Él observaba en silencio, recostado contra el respaldo del asiento, con el rostro iluminado por los reflejos de la ciudad. Una belleza decadente. Artificial. Pero belleza al fin y al cabo.
Los enormes hologramas dominaban el cielo sin estrellas, proyecciones sonrientes, anuncios de fármacos, promociones de neuroimplantes, invitaciones a experiencias virtuales y promesas de éxito financiero. Mensajes flotando en el aire, gigantescos, omnipresentes, penetrantes.
Debajo, los caminos elevados estaban saturados de tráfico. Filas interminables de vehículos, naves pequeñas, patrullas de la PEACE con luces azules y rojas parpadeando, y ambulancias de Dalline navegando por carriles prioritarios.
En el nivel más bajo, donde las sombras eran más densas y la luz no llegaba, estaban las calles. Las verdaderas calles.
Desde esta altura, todo parecía un mosaico de colores vibrantes, un tapiz de torres de metal y vidrio interconectadas por puentes suspendidos, pasillos flotantes, tuberías de desechos y conductos de ventilación. La ciudad se superponía sobre sí misma, eran capas y capas de urbanismo caótico, un monstruo en constante crecimiento, devorándose a sí mismo.
El cielo de Horevia era eterno, pero su gente vivía a oscuras.
Wéstern cerró los ojos por un momento.
Él sabía lo que había ahí abajo.
Había caminado por esos callejones húmedos llenos de grafitis, de escombros, de mendigos sin rostro ocultos en harapos.
Había entrado en habitaciones donde la muerte era un espectáculo normal… donde… el olor a sangre, sudor… y desesperación se impregnaba en la piel.
Había visto niños armados, mujeres con miradas vacías, cuerpos flotando en los canales de aguas residuales, hombres enloquecidos por los implantes en sus cráneos, familias destrozadas por una deuda, por una mala inversión, por una mala noche.
Él lo había visto todo. Lo peor de Horevia.
Y aun así… desde ahí arriba, la Ciudad Infinita era linda.
Como una mentira bien contada.
El Detector giró suavemente alrededor de un rascacielos colosal con ventanas tintadas y líneas verticales de luz roja corriendo por sus bordes. Un barrio corporativo, impoluto, diseñado para gente que nunca tocaría el suelo real de Horevia.
Bajó la vista.
Más abajo, en una avenida principal, un holograma de 50 metros de altura proyectaba la imagen de una mujer de piel plateada y sonrisa radiante.
Las calles brillaban con faros de neón azulado, señales interactivas, drones de vigilancia flotando como depredadores pacientes.
Había movimiento, había energía, había vida.
Pero Wéstern sabía lo que había más allá de la fachada.
Horevia no era una ciudad.
Era una máquina, inmensa y despiadada, triturando a los débiles, reciclando cuerpos y sueños en un ciclo eterno.
Y él… él ya no era parte de la máquina.
La pregunta era, ¿qué haría ahora?
El Detector descendió lentamente. El rugido de sus propulsores disipó la bruma mientras el vehículo se detenía a menos de medio metro del suelo, levitando.
Frente a él, la casa de Wéstern esperaba en la penumbra.
Una construcción funcional, sin adornos. Muros de concreto reforzado con placas metálicas, un techo plano, una única ventana de seguridad tintada, una puerta deslizante sin manija y un sensor de identificación neural en el marco.
Fría. Silenciosa. Como todo el maldito vecindario.
Aquí las calles no tenían luces de neón ni hologramas gigantes. Solo postes de iluminación intermitente, casas alineadas con exactitud y un aire helado, estático, carente de vida.
Bajó del Detector sin despedirse del piloto. El vehículo ascendió de inmediato y desapareció en el cielo.
Ya estaba en casa.
Caminó hacia la puerta bronceada, con la mirada vacía. No necesitaba tocar nada. Un solo pensamiento y su Interfaz Neural transmitió la señal al sistema de seguridad.
“Identificación confirmada. Bienvenido.”
La puerta se deslizó, y entró.
Adentro, su esposa estaba en el sofá, con una bata roja, mirando un holograma televisivo.
El resplandor azulado iluminaba su rostro. Piel azul pálida, casi gris. Ojos grandes y completamente negros. Sin un solo cabello. Solo aquellas marcas horizontales oscuras sobre las cejas y los pómulos, distintivas de los Turvau.
No apartó la vista de la pantalla de inmediato.
Solo después de unos segundos giró el rostro hacia él.
“¿Cómo… estás?” Preguntó.
Su tono carecía de verdadero interés.
Era solo una pregunta automática. Una costumbre marchita.
Wéstern la miró un instante, luego se encogió de hombros.
“Me despidieron.”
Ella asintió lentamente. Ni sorpresa, ni ira, ni tristeza. Solo un leve parpadeo.
“Ajá.”
Volvió la vista a la pantalla, observando el programa sin verlo realmente.
Entonces se levantó.
“Voy a dormir.”
Wéstern asintió.
Ella salió de la sala sin decir nada más.
No la detuvo. No tenía sentido.
No era la primera vez que ocurría. Llevaba demasiado tiempo así como para no estar acostumbrado.
Él caminó hasta el refrigerador, lo abrió sin pensar y sacó una lata de soda.
El metal frío en su mano fue lo único que le hizo sentir algo…
Se dejó caer en el sofá, suspiró y, con un pensamiento, cambió el canal del holograma.
Una comedia comenzó a sonar en la sala vacía.
El sonido de risas enlatadas llenaba la sala.
Wéstern las escuchaba sin escuchar.
Aún sentía.
El frío de la lata en su mano.
Una sensación tan simple… pero importante.
Porque su piel no era piel.
Sus manos eran de aleación reforzada, con tendones sintéticos y retroalimentación háptica.
Implantes.
Como sus ojos.
Como sus pulmones.
Como muchas otras partes de su cuerpo.
Nada de eso le había parecido extraño en su momento. Era lo normal en su trabajo. Veintitrés años en servicio. Más de la mitad de su vida en la PEACE. Sangre, plomo y rutina.
La soda burbujeaba contra el aluminio frío.
Iba a darle el primer sorbo cuando…
Su brazo no se movió.
Frunció el ceño.
¿Qué…?
Intentó de nuevo, pero su mano no respondió.
Un latigazo de incomodidad le recorrió el pecho.
Entonces su puño se cerró con toda su fuerza.
CRUNCH.
La lata se deformó como papel, y la soda explotó en un estallido pegajoso que le empapó la camisa y el rostro.
“¡Joder!” Se incorporó de golpe, con el corazón latiéndole fuerte. Su mano metálica temblaba, aún con los restos de la lata aplastada entre los dedos.
No la había movido él.
“Mierda…”
Algo no iba bien.
Se quedó mirando su palma abierta, controlando su respiración, intentando no entrar en pánico.
Entonces, sin previo aviso, sus dedos volvieron a relajarse.
El control regresó.
Wéstern tragó saliva.
“Oh, mierda.”
Suspiró y se puso de pie.
Subió las escaleras.
El suelo de metal vibraba bajo sus botas con cada paso. Su casa era demasiado silenciosa. Ni un sonido. Solo el eco de su propia respiración.
Cuando entró a la habitación, su esposa ya dormía.
O al menos, parecía dormida.
Wéstern no la molestó.
Abrió su armario sin hacer ruido y sacó algo cómodo.
Nada especial: pantalones oscuros de tela, una camiseta gris y una chaqueta ligera. La ropa típica de alguien que solo va a sentarse en el sofá y ver lo que sea hasta quedarse dormido.
Se miró en el espejo antes de salir.
Cuarenta y seis años. Su cuerpo no era atlético, pero tampoco estaba blando. Tenía el tipo de físico que deja el desgaste de la vida, con músculos endurecidos por costumbre y cicatrices en la piel que aún conservaba.
Se pasó una mano por el rostro y suspiró.
Salió de la habitación sin hacer ruido.
Bajó las escaleras, volvió al sofá y se dejó caer con el mismo peso de siempre.
El holograma seguía reproduciendo el programa de comedia.
Las risas enlatadas llenaron la habitación.
Wéstern las escuchó sin escuchar…
CAPÍTULO DOS: CENTROPATÍA
Horas después, Wéstern salió en busca de ayuda médica. En un mundo ideal, habría ido a un hospital de Dalline, donde la atención era rápida, precisa y cara. Pero la realidad era otra.
No tenía dinero. No tenía membresía.
Así que en lugar de un hospital estéril y brillante, terminó en un agujero escondido en la ciudad, buscando a un Curacuerpos.
Un matasanos.
La clínica era un cuarto mugriento en un subsótano, con paredes de metal gris opaco y un fuerte olor a desinfectante mezclado con aceite quemado. Tubos de refrigeración vibraban en el techo bajo, goteando condensación en las esquinas.
Un holograma inestable parpadeaba en la pared, mostrando anuncios de refacciones cibernéticas pirateadas y medicamentos de origen dudoso.
Solo estaban él y el Curacuerpos.
El matasanos se llamaba Raegis.
Era un hombre alto, de piel marrón oscura, con un cráneo semirrapado cubierto de placas metálicas que brillaban bajo la luz parpadeante del techo. Sus ojos eran implantes esféricos de color ámbar, con una luz tenue latiendo en su centro.
Su mandíbula estaba reforzada con injertos biomecánicos, y cuando hablaba, su voz tenía un ligero eco metálico, como si una IA hablara con él al mismo tiempo.
Vestía una bata vieja y llena de quemaduras de ácido, y sus manos, llenas de microherramientas retráctiles, se movían con la precisión de un cirujano… o de un carnicero.
“Byte, te ves hecho lyka,” soltó, mirándolo de arriba abajo. “¿Cuánto tiempo sin un chequeo, chip?”
“Desde que me largaron de la PEACE,” gruñó Wéstern, sentándose en la camilla de metal.
Raegis silbó.
“Dime que al menos te soltaron con lumos.”
“Si los tuviera, estaría en Dalline, ¿no crees?”
El Curacuerpos se rió, mostrando dientes de cerámica.
“Bien pensado, data. A ver, ¿qué te trae al cuchillo?”
Wéstern le explicó lo sucedido.
El brazo que no respondió. La lata de soda aplastada sin control. El momento de pánico cuando no pudo mover su propia mano.
Raegis lo escuchó en silencio, con las manos en los bolsillos de su bata llena de mugre y quemaduras.
Cuando Wéstern terminó, el Curacuerpos no dijo nada. Solo encendió un cigarro y soltó una bocanada mientras lo observaba.
“Oh, data. Tienes un neg bien jodido.”
“¿Qué?”
Raegis chasqueó la lengua y encendió un proyector con un toque en su muñeca. El holograma apareció inestable, lleno de distorsiones y líneas de interferencia.
Apareció la imagen de un cerebro Turvau con conexiones cibernéticas en la corteza frontal.
“Mira, data, ¿cuánto implante llevas?”
“Mucho.”
“Ahí está la raíz del glitch.”
Raegis amplió la imagen, mostrando una serie de pequeños destellos eléctricos entre el cerebro y los implantes conectados.
“Tu chip neural y tus injertos están en un tira y afloja con tu sistema nervioso. Se están peleando.”
Wéstern frunció el ceño.
“Explícate.”
El Curacuerpos giró el holograma y señaló los puntos de conexión.
“Los implantes tienen sus propias IA para manejarse. Se supone que siguen las órdenes del cerebro, ¿cierto? Pero a veces, el flujo de datos entre la carne y el circ se desajusta.”
“¿Y eso qué significa?”
Raegis lo miró con algo parecido a compasión.
“Significa que te estás volviendo un Ciberchiflado.”
Silencio.
Wéstern sintió que la habitación se hacía más fría.
“Centropatía…” Murmuró.
Sabía lo básico. Que los Ciberchiflados eran dementes. Individuos que perdían el control de sus cuerpos y sus mentes por culpa de sus implantes. Que terminaban como animales rabiosos, atacando a cualquiera sin razón.
“Sí, byte. Estás centrazo. Y en la tercera etapa.”
Wéstern apretó la mandíbula.
“No puede ser.”
Raegis se encogió de hombros.
“Tu brazo no te respondió. Tu mano hizo lo que le dio la gana. ¿Cuánto tiempo hasta que algo más lo haga? ¿Un ojo? ¿Una pierna? ¿Tu propio corazón?”
Wéstern se quedó callado.
El Curacuerpos dio otra calada a su cigarro de vapor, expulsando humo sintético.
“Tienes dos opciones. Puedes pagarle a un glitcher para que reprograme tus implantes, pero eso te va a costar lumos. Muchos lumos.”
“No tengo muchos Créditos.”
“Entonces, la otra opción.”
Raegis sacó un bisturí de precisión de su muñeca y lo hizo girar entre los dedos.
“Empieza a pensar qué partes quieres sacarte antes de que se vuelvan contra ti.”
Silencio.
Wéstern se frotó la cara con ambas manos.
Centropatía.
Ciberchiflado.
La PEACE lo llenó de implantes… hasta convertirlo en un arma, y ahora su propio cuerpo estaba fallando.
Se quedó sentado, mirando el holograma inestable, pensando en lo jodido que estaba.
Raegis apagó el holograma con un gesto de la mano y dejó escapar un suspiro pesado.
“Sabes qué, data… olvida lo del glitcher.”
Wéstern entrecerró los ojos.
“¿Por qué? Hace cinco minutos… sonaba como… una buena idea.”
El Curacuerpos se encogió de hombros, apoyándose contra la mesa llena de herramientas quirúrgicas.
“Un glitcher puede reconfigurar tus implantes, pero no puede curarte. Para eso necesitas equipo pesado, cosas que solo tienen las corpos grandes.”
“Dalline.”
“O la DCIN, si te quieres jugar la vida.” Raegis se rió entre dientes, pero sin verdadero humor. “Y de esas dos, solo una te da cita sin meterte una bala en la cabeza después.”
Wéstern no dijo nada. No había que decirlo.
Raegis tomó su cigarro y le dio una calada larga, mirando a su amigo con una ceja levantada.
“Oye, byte… sin ánimo de ofender, pero ¿cómo carajo sigues cuerdo?”
“¿Perdón?”
“Tu cuerpo es más metal que carne… ¿Cómo no… estás loco?
Raegis soltó una risa baja y se dio un golpecito en la sien con un dedo metálico.
“Neon, ¿eh? Es la preguntita del millón.”
Wéstern esperó.
El Curacuerpos tomó aire y lo soltó en una nube de vapor antes de hablar.
“Verás, byte, no es solo la cantidad de implantes. Es cómo el cerebro los maneja. No todos desarrollan Centropatía. Algunos cuerpos pueden soportarlo mejor, algunos cerebros son más adaptables.”
“¿Así que eres especial?”
“Pulse que sí.” Raegis le guiñó un ojo y se rió.
“¿Y la verdad?”
Raegis exhaló de nuevo, esta vez más lento.
“La verdad es que sí tengo mis glitches, byte. No soy inmune.”
Wéstern arqueó una ceja.
“¿Cómo cuáles?”
Raegis mostró su mano derecha. La movió ligeramente… y entonces sus dedos se crispaban de forma sutil pero constante, como si intentaran hacer algo por sí mismos.
“Pequeños tic nerviosos. A veces me tiemblan las manos en medio de una cirugía.”
“Eso es jodidamente peligroso.”
“Zap, por eso uso estabilizadores. Pero cuando se acaban los lumos… bueno, entonces lo hago con más cuidado.”
“Y la gente confía en ti.”
Raegis sonrió, mostrando sus dorados dientes cerámicos.
“La gente no tiene muchas opciones.”
Silencio… Wéstern se pasó una mano por la cara, masajeando su sien.
“En resumen, estoy jodido.”
Raegis soltó una carcajada.
“¿Desde cuándo no has estado jodido?”
Wéstern se rió también, fue una risa baja y gutural. Por un momento, el tema pesado se disipó.
Dos viejos amigos. Dos hombres con más historia de la que querían recordar.
Raegis se sirvió un trago de algo fuerte en un vaso de vidrio viejo y se dejó caer en la silla junto a Wéstern.
“Bueno, data, basta de hablar de la tumba. ¿Qué hay de tu vida?”
Wéstern resopló.
“¿Cuál vida? Me despidieron de la PEACE, mi esposa no me habla y ahora tengo un reloj en la cabeza esperando a que me vuelva un loco.”
Raegis silbó.
“Byte, qué depresión.”
“Así es la vida de un señor de 46 años.”
“Nah, nah, yo tengo 44 y sigo neón. Eres tú el que se volvió un anciano antes de tiempo.”
“Quizás porque mi trabajo no era estar sacando balas de matones en un sótano lleno de lyka.”
“¡Oh, este cree que yo la tengo fácil!” Raegis se echó hacia atrás, llevándose una mano al pecho. ¡Por todos cielos! ¡Que alguien le dé un premio a este mártir!”
Wéstern se rió entre dientes y negó con la cabeza.
“De verdad, dime, ¿qué has estado haciendo estos tiempos?”
Raegis se encogió de hombros y bebió un trago antes de responder.
“Lo de siempre. Curando gente, vendiendo equipo a los glitchers, tratando de no quedar finado.”
“¿Y cómo te va con eso?”
“Mejor que a ti.”
Wéstern lo fulminó con la mirada, pero Raegis solo sonrió y le pasó el vaso con el trago.
“A la salud de no terminar como un loquito.”
Wéstern lo tomó y bebió sin decir nada.
La conversación fluyó por cosas más simples.
Raegis le habló de un paciente con un tronco incrustado en la pierna que le insistía que no dolía tanto.
Wéstern le contó de un viejo compañero de la PEACE que una vez arrestó a un pez gordo por error y tuvo que fingir que era parte de una operación encubierta.
Hablaban de amigos que hacía años que no veían, de parejas pasadas, de trabajos locos y de estupideces de la ciudad.
La charla de señores.
Wéstern no tenía muchas de estas últimamente.
Y, en cierto modo, le hizo bien.
La conversación siguió su curso natural, flotando entre risas ásperas y anécdotas que solo dos tipos jodidos podrían encontrar divertidas.
Raegis sacó una caja metálica abollada de debajo de la mesa, la abrió con un chasquido de presión y sacó un cigarro de vapor negro con punta dorada.
“Byte, esto no es de los baratos,” dijo, encendiéndolo con un chispazo de su pulgar mecánico. “Directo de Osepool, hecho con hojas sintéticas y esencia de óxido de hierro.”
“¿Óxido?” Wéstern levantó una ceja mientras Raegis exhalaba una bocanada blanca y densa.
“Le da carácter.”
Wéstern tomó el cigarro cuando Raegis se lo pasó y le dio una calada profunda. El golpe fue fuerte, seco, con un dejo de electricidad en la lengua.
“Mierda… esto raspa más que las paredes de mi casa.”
“Nah, tu casa es puro cemento frío y tristeza. Esto, en cambio, es lujo.”
Wéstern negó con la cabeza y soltó el humo despacio.
“Entonces dime, doctor, ¿qué novedades tienes en la vida?”
Raegis sonrió con una expresión que Wéstern conocía demasiado bien.
“Byte, ¿quieres saber cuántas personas me he cogido en los últimos meses o qué?”
Wéstern se rió.
“Joder, ya empezamos.”
Raegis se inclinó hacia adelante, con el cigarro en una mano y el vaso en la otra.
“Pues mira, data, para empezar, me llevé a la cama a una trans de Katze con la piel como obsidiana, más suave que la mentira de un político. Puro neon.”
“Nada mal.”
“Luego, una Eevarla con más patas de las que podía manejar.”
Wéstern casi escupió el trago.
“Por el CIRU, dime que al menos eran patas bien cuidadas.”
“¡Obvio! No soy un degenerado, byte. Tenía las placas brillantes, las antenas alineadas… y un hoyo que hacía un vacío que ni los motores de un Detector.”
El Curacuerpos se carcajeó golpeando la mesa con la palma abierta.
“Vamos, byte, toda criatura viva, con un hoyo y respiración, es una posibilidad. Yo no discrimino.”
Wéstern negó con la cabeza, riéndose.
“Joder, data. Un día te va a salir una abominación de la galaxia y vas a preguntarte ‘¿Y si esta también’”
“Si es cálida y aprieta, zap.”
Ambos soltaron una risa grave, el tipo de risa de hombres que habían visto demasiado de la vida para sorprenderse ya de nada.
Raegis se limpió una lágrima imaginaria del ojo y tomó otro trago.
“¿Y tú, data? ¿Has metido tronco en algo últimamente o sigues viviendo como un finado con pulso?”
Wéstern sonrió de lado.
“Yo cogí con la justicia, pero ella me dejó sin lumos.”
Raegis soltó una carcajada, chocando su vaso con el de Wéstern.
“Me encanta.”
Tomaron un trago más.
El tema cambió naturalmente a los casos más jodidos que había visto Wéstern en la PEACE.
“Había un tipo en los Distritos Bajos que se implantó cuchillas en todos los dedos. Decía que era la evolución final del combate urbano.”
“¿Y qué pasó con él?”
“Intentó sacar un cigarro con su mano izquierda y se rebanó la cara.”
Raegis golpeó la mesa con ambas manos, soltando otra carcajada fuerte.
“Sí, los médicos lo intentaron coser de vuelta, pero… bueno, su nueva cara parecía un glitch visual.”
Raegis se secó los ojos, aún riéndose.
“Byte, ¿por qué la gente es tan idiota?”
“Porque Horevia no premia la inteligencia, solo la supervivencia.”
El Curacuerpos asintió.
“Cierto. Y a veces, los finados son la mejor advertencia para los que siguen vivos.”
Bebieron otro trago, y la conversación siguió fluyendo por cosas más banales. Charlas de señores, hablando de la ciudad, del clima, de la comida que cada vez sabía más sintética, de un hacker que conocían que terminó trabajando para un magnate y ahora vestía de traje caro, como si nunca hubiera vivido en la basura.
Raegis le pasó otro cigarro a Wéstern, quien lo tomó con un gesto automático. Encendió la punta con un roce de sus dedos metálicos y le dio una calada profunda.
El Curacuerpos se acomodó en su silla, estirando las piernas sobre la mesa con total confianza.
“Bueno, data, ahora que ya sabes que estás jodido, ¿por qué no te relajas un poco?”
Wéstern soltó el humo lentamente.
“¿Qué sugieres, Raegis? Que me eche en mi sillón a ver más comedias malas mientras espero a que me dé un glitch y me ahogue a mí mismo?”
Raegis se rió.
“Nada de eso, byte. Yo digo que te des un gusto antes de que tu cabeza empiece a hacer cortocircuito. A una Zona de Luz Roja.”
Wéstern soltó una carcajada baja.
“¿Y qué voy a pagarles, con buenos modales?”
Raegis chasqueó la lengua.
“Siempre puedes hacer trueque, data. A la mayoría de las Luminarias les encanta un tipo con manos biónicas.”
“Cállate, cabrón.”
“No, en serio, byte. Un par de créditos aquí y allá, y te consigues algo bien pulse.”
“No tengo créditos.”
El Curacuerpos rodó los ojos.
“Eso se arregla. O haz lo que todo el mundo hace: di que eres un viejo soldado buscando un poco de consuelo en su último año de vida.”
Wéstern soltó el humo con una risa seca.
“Eso suena deprimente hasta para mí.”
Raegis le dio un golpecito en el brazo con el dorso de la mano.
“Byte, si quieres algo lindo, pídelo Exótico.”
“¿Exótico?”
“Zap. Así te sacan a las Rayvtie, o a las Tiaty.”
Wéstern lo miró con una ceja arqueada.
“¿Y eso qué?”
“Las Tiaty son esas chicas de piel albaricoque intenso que parecen llamas. O los o las Rayvtie, si te da igual. Hoyo es hoyo, data.”
Wéstern negó con la cabeza.
“Algún día tu curiosidad te va a llevar a un error fatal.”
Raegis se carcajeó.
“Byte, yo tengo implantes en sitios que harían llorar a la PEACE. Yo soy el error fatal.”
Wéstern se rió…
“Una vez tuve que perseguir a un tipo que se implantó un propulsor en la espalda y decidió que podía escapar de la PEACE volando.”
Raegis alzó una ceja, interesado.
“¿Funcionó?”
“Sí. Durante 30 segundos. Luego se quedó sin combustible y se estrelló contra una valla de seguridad.”
El Curacuerpos soltó una carcajada fuerte, golpeando la mesa.
“¡Joder, que pendejo!”
Wéstern sonrió.
“¿Y tú?”
Raegis suspiró y se pasó una mano por la cara.
“Tuve que coserle el intestino a un cabrón que se puso un implante de presión en el estómago para tragar más comida y vomitar menos.”
“¿Qué carajo?”
“Zap. Dijo que así podía ir a los buffets todo lo que quisiera sin desperdiciar lumos…”
Horas después, Wéstern se puso de pie.
Raegis lo miró con una ceja levantada.
“¿Ya vapor, byte?”
“Ya es tarde.”
“Zap, zap…” Raegis suspiró, apagando el cigarro. “Bueno, no mueras sin avisarme, ¿clao?”
Wéstern le estrechó la mano con fuerza, un apretón firme.
“Nos vemos.”
“Cubras, byte.”
Salió del subsótano y subió las escaleras con el peso del cigarro aún en la lengua y el alcohol adormeciendo sus pensamientos.
El callejón era un pasillo angosto, gris, apretado entre dos edificios de metal ennegrecido por el tiempo y la contaminación.
La lluvia golpeaba el asfalto con un ritmo constante, gotas gruesas y sucias que caían desde el cielo sin luna de Horevia.
Suspiró.
“Puta madre.”
Miró hacia arriba. Las luces de la ciudad se reflejaban en las gotas, creando un resplandor difuso de neón y hologramas deformados.
“Mierda, Raegis…” Murmuró, dándose la vuelta.
Bajó de nuevo las escaleras, golpeando la puerta metálica con los nudillos.
“¡Byte, ¿qué ahora?!” Gritó Raegis desde dentro.
“Dame un paraguas.”
Un breve silencio. Luego, la puerta se abrió y Raegis lo miró con una sonrisa burlona.
“¿Desde cuándo un agente de la PEACE le teme al agua?”
Wéstern lo fulminó con la mirada.
“Dame el maldito paraguas.”
Raegis rodó los ojos y fue a buscar uno. Regresó con un modelo barato y viejo, negro con las puntas dobladas. Se lo arrojó sin ceremonia.
“Aquí tienes, chip. Un regalo de la casa.”
Wéstern lo atrapó en el aire.
“Agradecido.”
Raegis se cruzó de brazos y lo miró de arriba abajo.
“Antes pásate por una farmacia.”
Wéstern entrecerró los ojos.
“¿Para qué?”
“Nexusol y NeuroStab. Te va a ayudar con los glitches en los implantes.”
“¿Eso funciona?”
Raegis resopló.
“No es una cura, pero te va a dar más tiempo antes de que termines sacándote los ojos con tus propias manos.”
Wéstern suspiró, pero asintió.
“Está bien.”
Raegis sonrió.
“Ahora sí, data. Cubras.”
“Cubras.”
Y esta vez, Wéstern se fue de verdad.
El agua golpeaba el paraguas con un golpeteo irregular, y la ciudad brillaba en la distancia, con hologramas gigantes parpadeando en la neblina artificial.
Wéstern usó su Interfaz Neural para abrir un pequeño mapa en su visión, marcando la farmacia más cercana.
A tres cuadras.
Empezó a caminar.
Las calles eran estrechas y resbaladizas, llenas de charcos de agua aceitosa reflejando luces de neón. A su alrededor, la ciudad seguía latiendo.
Autos aerodeslizantes zumbaban sobre las avenidas elevadas, con sus faros reflejándose en los cristales oscuros de los rascacielos. Los drones de vigilancia flotaban en las esquinas, escaneando a los transeúntes con luces rojas intermitentes.
Las sombras se movían en los callejones. Gente sin rumbo, buscando refugio, buscando problemas, o simplemente tratando de sobrevivir en la Ciudad Infinita.
Siguió avanzando, evadiendo miradas, pasando por debajo de un cartel holográfico que promovía neuroimplantes con frases como:
"TU CUERPO. TU ELECCIÓN. ACTUALIZA TU POTENCIAL."
Pensó en Raegis.
Pensó en lo que acababan de hablar.
Pensó en que su cuerpo ya no era suyo.
Siguió caminando.
Y entonces, su rodilla se quedó rígida.
Un tirón seco en la articulación, como si un engranaje se hubiera atascado.
Su pierna derecha no respondió.
“Oh, mierda”
Y su peso se inclinó hacia adelante.
Intentó dar el siguiente paso, pero la pierna no se movió.
Su cuerpo cayó.
“¡Mierda!”
El paraguas resbaló de sus dedos mientras su bota tocó un charco profundo, y el agua sucia le salpicó hasta la cintura.
Se sostuvo de un poste para no estrellarse contra el suelo.
Tardó tres segundos en recuperar el control. Luego, su rodilla volvió a la normalidad.
Respiró hondo.
Las luces de un auto pasaron a su lado, iluminándolo por un segundo. Se quedó ahí, empapado, con las manos apretadas en puños.
El tic-tac seguía en su cabeza.
Siguió caminando, ahora con más cuidado, sintiendo la tensión en su rodilla cada vez que apoyaba el pie derecho. No confiaba en ella.
Las luces de los hologramas iluminaban la lluvia en ángulos extraños, distorsionando los reflejos en los charcos.
No se detuvo.
Llegó a la farmacia y la puerta deslizante se abrió con un leve zumbido.
Era un lugar barato, con estantes de metal y luz artificial demasiado blanca. El suelo estaba limpio, pero el aire tenía un ligero aroma químico, un buen recordatorio de que aquí se vendían drogas legales… y algunas que solo eran legales porque nadie había encontrado cómo prohibirlas todavía.
El farmacéutico era un hombre Raytra delgado, con piel pálida y cabello negro peinado hacia atrás. Ojeroso. Aburrido.
Levantó la vista del mostrador cuando Wéstern entró.
“Bienvenido. ¿Qué necesita?”
“NeuroStab y Nexusol.”
El farmacéutico asintió.
“¿Para usted?”
“Sí.”
“¿Dosis estándar o reforzada?”
“Reforzada.”
El hombre tecleó algo en el panel del mostrador y miró la pantalla holográfica.
“¿Toma otras drogas que puedan interferir?”
“No.”
“¿Historial de alergias?”
“No.”
El farmacéutico asintió, sin interés, y desapareció en la trastienda. Wéstern esperó, apoyando un codo en el mostrador.
El lugar estaba vacío.
Un holograma publicitario giraba en la esquina, mostrando la imagen de una mujer Raytra sonriendo con un frasco de Nexusol en la mano.
"Nexusol. Mantente en control. Mantente tú."
Hipócritas.
El farmacéutico regresó con dos cajas en la mano y las puso sobre el mostrador.
“Aquí tiene.”
Wéstern las inspeccionó.
El NeuroStab venía en un estuche metálico negro, con el logo de la farmacéutica estampado en la tapa. Dentro, seis pequeñas cápsulas de vidrio llenas de líquido azul brillante, cada una iba sellada herméticamente.
El Nexusol venía en un blíster de plástico gris, con pastillas blancas de borde redondeado, alineadas en dos filas de cinco.
“¿Cuánto?”
El farmacéutico miró la pantalla.
“19.20 lumos.”
Wéstern resopló.
“Carísimo para ser basura de bajo costo.”
“Los márgenes de ganancia están en el infierno.”
Wéstern no discutió. Solo abrió su Interfaz Neural y transfirió los créditos.
El terminal del mostrador pitó en confirmación.
El farmacéutico deslizó los medicamentos hacia él.
“Listo.”
Wéstern los tomó y los guardó en los bolsillos internos de su chaqueta.
“Cubras.”
“Cubras.”
Salió de la farmacia.
La lluvia seguía cayendo.
Lo primero que hizo fue sacar una pastilla de Nexusol. La sostuvo entre sus dedos metálicos por un momento, mirando la pequeña pastilla blanca.
Seis Créditos por diez de estas.
La metió en la boca y la tragó en seco.
Efecto inmediato.
No era un golpe fuerte, pero el dolor de su rodilla, la tensión en los músculos, la incomodidad en su cabeza, todo empezó a desvanecerse. Como un sistema reiniciándose.
Exhaló, ajustó el paraguas sobre su hombro y comenzó a caminar.
Desearía tener de vuelta su camioneta. El pensamiento le pesó más de lo que esperaba.
Abrió su Interfaz Neural.
Se desplazó por los comandos mentales, entrando a su bandeja de mensajes
Seleccionó un contacto:
"Vex – Glitcher de motores y Dios de la Chatarra."
Iniciar llamada.
El tono sonó dos veces antes de que una voz grave y distorsionada por interferencias contestara.
“¡Joder, Lahven, justo en medio de un corte de flujo!”
A través del canal de audio, se escuchaban ruidos metálicos, y herramientas golpeando, junto al silbido de un soplete térmico.
Wéstern sonrió levemente.
“Pésimo momento, ¿eh?”
“Cuando llamas, siempre lo es.”
“Sí, pero contestas.”
“Porque sé que si no lo hago, vienes y me pateas la puerta.”
“Eficiencia, Vex.”
El mecánico soltó una risa áspera.
“¿Qué necesitas, viejo glitch?”
“Mi bebé.”
Vex chasqueó la lengua.
“Sabía que preguntarías por ella.”
“¿Cómo está?”
“Bueno… tu Agrisus no ha explotado todavía.”
Wéstern suspiró.
“No me jodas, Vex.”
“Estoy arreglando el maldito regulador de flujo. Pero el sistema está tan jodido que parece que alguien le metió un puñado de clavos y pegamento térmico.”
“Alguien no, tú.”
“Que te jodan, Lahven.”
Wéstern sonrió.
Vex era un glitcher de motores, uno de los mejores de la ciudad en vehículos viejos y destrozados.
Y la camioneta de Wéstern, su MaxMotors C-15 TrailMaster, no era solo vieja y destrozada. Era suya.
Un vehículo grande, de chasis reforzado, con una estética más cercana a un camión de carga que a un auto moderno.
Y con cada día, más difícil de mantener con vida.
“Voy a ser honesto, Lahven.” Vex suspiró, y se escuchó el sonido de un panel metálico deslizándose. “Tu niña está en coma.”
“¿Malas noticias?”
“Necesito reemplazar todo el sistema de conducción auxiliar.”
“¿Cuánto me va a costar?”
“Si quieres que te lo diga sin que te duela…”
Wéstern se frotó la sien.
“Dame el número.”
El mecánico hizo una pausa.
“Cuatro mil.”
Silencio.
Wéstern siguió caminando, mojándose las botas en charcos de agua aceitosa.
“Maldita sea.”
“¿Qué quieres que te diga, Lahven? La transmisión de energía está tan rota que si enciendo esta mierda ahora, te explotaría en la cara. Y eso solo es para que camine. Si quieres que vuelva a soportar persecuciones y balaceras sin dejarte tirado en media calle, son seis mil.”
“Vex, no estoy pidiendo que haga piruetas.”
“Bien, porque ni en su mejor día podría hacerlo.”
Wéstern resopló.
“¿Cuánto tiempo te va a tomar?”
“Si me transfieres unos lumos ahora, empiezo con la pieza más jodida y en dos días la tienes.”
“¿Y sin transferencia?”
“Una semana.”
“Te odio.”
“Yo también te quiero, viejo glitch.”
Pensó por un momento. Su camioneta era su pierna extra. Pero seis mil lumos. Raegis tenía razón. Nada en Horevia era barato.
“Voy a ver cómo consigo algo.”
“Te doy precio amigo, ¿eh?”
“Si ese es tu precio de amigo, no quiero saber el de enemigo.”
Vex rió.
“Zap, bueno, dime algo. ¿Tienes trabajo?”
Wéstern apretó la mandíbula.
“Estoy en ello.”
“Vapor. Consigue algo rápido. Si quieres tu bebé lista, necesitas lumos.”
Wéstern miró el suelo mojado mientras avanzaba.
“Nos vemos, Vex.”
“Cubras, Lahven.”
La llamada se cortó.
Wéstern siguió caminando bajo la lluvia.
El viento soplaba con fuerza entre los edificios, arrastrando la lluvia en ráfagas frías y agitadas. La noche estaba viva con el aullido del aire entre las calles estrechas y el golpeteo del agua en el asfalto resquebrajado.
Wéstern no tenía prisa.
No tenía ganas de volver a casa.
Así que siguió caminando.
El negro paraguas bloqueaba lo peor de la tormenta, pero el viento lograba colarse por los bordes, empapando los bajos de su gabardina. Un abrigo largo, negro también, con el cuello alto y costuras reforzadas.
Y en su cabeza, su sombrero.
Negro. Ala corta, copa redonda.
Un viejo sombrero que había tenido por años, desde mucho antes de dejar la PEACE. No era reglamentario, pero a él nunca le importó. Era suyo.
Lo había comprado en un mercado callejero de los Distritos Bajos, pagando en efectivo solo porque el vendedor le cayó bien. Y desde entonces, había sobrevivido a tormentas, persecuciones, peleas y noches largas en bares baratos.
Era parte de él.
El viento lo sacudió un poco, haciéndole presionar el ala con una mano para que no saliera volando.
Siguió caminando.
La ciudad, a esta hora, estaba en ese punto intermedio entre la actividad y el abandono. No eran las calles congestionadas del centro, llenas de autos deslizantes y transeúntes apurados. Pero tampoco era un barrio muerto.
Aquí había movimiento.
Sombras cruzaban la calle apresuradas, evitando charcos, evitando problemas.
Negocios de comida callejera aún abiertos soltando vapor grasiento, mientras trabajadores cansados tomaban su última comida antes de volver a casa.
Algunos autos pasaban, ruidosos, con motores viejos que rugían por encima del sonido de la lluvia.
Y entre todo eso, las miradas.
No de repulsión.
No de desprecio.
De cautela.
La gente evitaba cruzarse en su camino.
Quizás era su forma de caminar, sin prisa pero sin dudas, como alguien que no teme a lo que pueda aparecer en la siguiente esquina.
Quizás era su postura, recta, segura, sin el encorvamiento típico de los que habían sido fuertemente aplastados por la ciudad.
O quizás eran sus ojos.
En la oscurida sus pupilas no eran más que dos puntos rojos. Una sombra negra con sombrero y ojos rojos, avanzando bajo la lluvia con un paraguas.
Los peatones cambiaban de acera. Los grupos de charla en las esquinas bajaban la voz cuando pasaba. Nadie quería tentar el destino con alguien que caminaba como si no tuviera miedo a morir.
Siguió adelante.
El sonido del tráfico distante se mezclaba con el viento, con el repiqueteo del agua en las superficies metálicas, con el murmullo lejano de la ciudad que nunca dormía.
Pero aquí, en este tramo de calle oscura, el único sonido real eran sus pasos.
Y sin apurarse, disfrutó el paseo.
Se detuvo un momento en la entrada de un callejón.
Miró adentro.
Un grupo de tipos con abrigos largos estaban intercambiando algo bajo la tenue luz de un farol parpadeante. Cargos. Drogas. Credenciales falsas. Quién sabe.
Uno de ellos levantó la vista y lo vio.
Solo un instante.
Una sombra negra con un sombrero de ala corta y ojos rojos.
El tipo desvió la mirada de inmediato, como si hubiese visto algo que no quería reconocer. Wéstern no dijo nada. Solo siguió caminando.
¿Miedo? ¿Respeto? ¿Superstición?
Daba igual. Funcionaba.
Pasó frente a un pequeño puesto de comida, donde un viejo humano cocinero con la cara llena de cicatrices estaba preparando un caldo grasiento con fideos flotando en una olla metálica.
El vapor olía a especias baratas y carne sintética.
Wéstern se detuvo un instante.
El viejo lo vio y asintió con la cabeza.
Wéstern devolvió el gesto, sin palabras.
No necesitaba comer. El Nexusol le había aplacado cualquier sensación de hambre.
Siguió caminando.
Bajo la ropa, en el costado de su pantalón, su pistola B-88 descansaba. Cargador de 15 balas. Silenciador instalado.
Lista.
Siempre lista.
Porque aunque disfrutara la caminata, aunque quisiera algo de paz en esta noche lluviosa, sabía en qué planeta vivía.
Sabía que la paz en Horevia era una mentira.
Pero qué más daba.
La mentira era bonita.
Era la calma momentánea de la lluvia cubriendo los sonidos de la ciudad.
Era el paraguas protegiéndolo del aguacero, aunque sus botas chapotearan en charcos oscuros.
Era la sensación de control.
Porque aunque no tuviera poder sobre la Centropatía en su cabeza, sobre el tic-tac, aquí, en este instante, sí podía decidir.
Podía decidir disfrutar del viento, de la ciudad mojada, de los reflejos distorsionados en los ventanales de los negocios cerrados.
Podía decidir mantener el paso firme, confiado, alguien que no le teme a la noche, sino que la reclama como suya.
Podía decidir que, al menos por un rato, Horevia no era su enemigo.
Era solo un espectáculo para un espectador paciente.
Cerró los ojos un momento, respiró hondo. Siguió caminando, pero ahora la lluvia le pesaba más. No porque hubiera cambiado de intensidad. Sino porque, de repente, sintió el vacío. Su casa no lo esperaba. Su esposa no le hablaría. No tenía trabajo. No tenía familia.
Solo un tic-tac en su cabeza diciéndole que tarde o temprano, iba a perder el control.
Un susurro en el fondo de su mente, recordándole que todo lo que alguna vez fue suyo ya no existía.
Solo quedaba él, el viento, la ciudad mojada… y el reloj.
Caminó un rato más, sin rumbo real.
Y entonces, tomó una decisión.
Abrió su Interfaz Neural y fue de nuevo a su lista de contactos.
"Vex – Glitcher de motores y Dios de la Chatarra."
Iniciar llamada.
Sonó una vez.
Dos veces.
“Dime que no necesitas otro maldito favor, Lahven.”
Wéstern sonrió levemente.
“Solo información, Vex.”
“¿Ahora qué?”
“Dime dónde hay una Luz Roja.”
Hubo un breve silencio. Luego, Vex se rió entre dientes.
“¿Tan mal va la cosa con Marizya?”
“Vex, solo dame la dirección.”
“Mierda, Lahven.” El mecánico sonaba un poco curioso. “No sabía que eras de los que pagaban por…”
Wéstern resopló.
“No es personal. Es liberador.”
“Zap, zap…” Vex hizo un sonido pensativo. “¿Y por qué crees que yo sé dónde hay una?”
Wéstern no dudó.
“Porque sé lo que hiciste con la hermana de Trel cuando tenía 17, y sé lo que te metieron en la boca para que no hablaras.”
Silencio.
Largo.
Luego, Vex se rió fuerte.
“¡Joder, Lahven! ¡Eso fue hace más de 20 años!”
“Y aún te duele cuando masticas del lado derecho.”
Vex se quedó sin palabras por un momento.
Luego resopló, con una mezcla de incredulidad y diversión.
“Eres un cabrón.”
“No lo olvides.”
El mecánico chistó la lengua y exhaló un suspiro dramático.
“Está bien, data. Te mando la ubicación.”
Wéstern vio el punto rojo aparecer en su mapa neural.
Un sector oscuro, sin registros oficiales.
Era justo lo que buscaba.
“No te metas en problemas, Lahven.”
“Solo en los que valgan la pena.”
“Zap.”
La llamada se cortó.
Wéstern miró el mapa un instante.
Ajustó el paraguas.
Y comenzó a caminar.
Treinta minutos de lluvia golpeando el paraguas, de viento helado empujando su abrigo, de calles vacías o llenas de sombras que evitaban mirarlo.
Las luces de la ciudad seguían ahí, parpadeando sobre la neblina, pero la zona a la que iba se hacía más oscura con cada cuadra.
Menos tráfico.
Menos “seguridad”.
Más silencio.
El tipo de silencio que Horevia sólo tenía en los lugares donde nadie debía estar.
Llegó al lugar.
Un edificio en ruinas, abandonado a simple vista.
El concreto estaba agrietado y con manchas de humedad.
Las paredes grafiteadas con símbolos de bandas, frases sin sentido, insultos al CIRU, a la PEACE, al sistema entero…
“Con autoridad no se educa, se adiestra”
Bajo el techo de la entrada, vagabundos se encogían en la sombra, escondiéndose de la lluvia y del mundo. Figuras envueltas en mantas sucias, ojos hundidos, piel grisácea por la mala alimentación.
Pero cuando vieron a Wéstern acercarse se alejaron.
Como Rylas huyendo de la luz.
Algunos se levantaron sin hacer ruido, perdiéndose entre los callejones. Otros solo bajaron la cabeza, fingiendo no existir.
No porque lo reconocieran.
No porque supieran quién era.
Sino porque alguien como él no venía a estos lugares sin un motivo. Y ese motivo nunca era bueno para ellos.
Los ignoró.
Se enfocó en la única cosa en el edificio que no parecía vieja, podrida o muerta.
Una puerta metálica.
Grande. Visible.
Demasiado visible. El tipo de puerta que decía: "Aquí hay algo. Y no es para todos." Se detuvo frente a ella y tocó tres veces con los nudillos. Un sonido mecánico se activó al instante.
Y la puerta se deslizó con un chirrido.
Oscuridad. Un pasillo estrecho, con luces rojas intermitentes parpadeando en la penumbra.
Y un hombre esperándolo dentro.
"Hombre" no era suficiente para describirlo.
Era un muro de carne y músculo, con un cuello tan grueso que su cabeza parecía incrustada en su torso.
Piel marcada de cicatrices.
Ojo izquierdo completamente blanco, muerto.
Llevaba un chaleco de kevlar sobre una camiseta ajustada, mostrando brazos gruesos como vigas de acero.
Wéstern no se inmutó.
No tenía motivos para temerle.
Mantuvo el paraguas en una mano, pero la otra… La otra descansó sobre su cadera. No de forma agresiva. Pero sí preparado.
El tipo lo miró con una expresión dura.
“¿Quién mierda eres?”
Wéstern mantuvo la compostura.
“Un cliente.”
El hombre frunció el ceño.
“¿De dónde sacaste la ubicación?”
“De un amigo.”
Se quedó en silencio un momento, observándolo con su único ojo funcional.
“¿Eres agente?”
Wéstern resopló.
“No.”
“Tienes pinta de agente.”
“No lo soy.”
El matón apretó la mandíbula.
“¿PEACE?”
“Ex.”
El hombre lo miró por unos segundos más, calibrando algo en su cabeza. Finalmente, el matón resopló y se cruzó de brazos.
“Bien. Pero si veo una placa, te abro la cabeza.”
“No tengo placa.”
“Mejor para ti.”
Hubo un pequeño silencio.
El matón miró el paraguas de Wéstern.
“¿Siempre entras armado a un burdel?”
“Siempre entro armado a todas partes.
El tipo sonrió levemente.
“Listo para cualquier inconveniente, ¿eh?”
Wéstern solo levantó una ceja. Luego, levantó el abrigo solo un poco. Lo suficiente para que el matón viera la B-88 en su funda.
El hombre la miró un momento.
Luego silbó, impresionado.
“Bonita pieza.”
Wéstern cubrió la pistola de nuevo.
“Lo sé.”
El matón rió entre dientes y asintió, haciéndose a un lado.
“Pásale.”
Y Wéstern entró.
CAPÍTULO TRES: LUCES ROJAS
El mundo cambió al bajar las escaleras.
El sonido fue lo primero.
Música pesada, con graves profundos que hacían vibrar las paredes. Luego, las voces. Risas, murmullos ahogados por el bullicio. Conversaciones rápidas, promesas susurradas, ofertas de placer envueltas en humo y mentira.
Y luego, el olor.
Perfume barato. Alcohol fuerte.
Y el inconfundible y asqueroso hedor del sexo reciente.
El lugar hacía honor a su nombre.
Solo luces rojas.
Brillaban sobre una barra de vidrio negro, donde clientes bien vestidos bebían tragos en vasos opacos, inclinándose sobre la superficie reflectante.
El suelo amplificaba el efecto, convirtiendo la luz en un océano carmesí que latía con cada cambio de ritmo de la música. Camareras con atuendos ajustados llevaban bandejas, serpenteando entre mesas con sofás de cuero rojo donde hombres y mujeres conversaban en tonos bajos.
Wéstern no miró demasiado.
Se movió directo a la barra.
El barman estaba secando un vaso con un trapo gris oscuro, apoyado con un codo sobre el vidrio negro.
Joven. Raytra. Veintitantos.
Piel morena como de costumbre en esa raza, cabello rizado recogido en una cola alta.
Ojos agudos, despiertos, observadores.
Llevaba un chaleco de cuero negro sin mangas, revelando un brazo derecho completamente mecánico, con una serie de microtubos de enfriamiento corriendo por la superficie metálica.
Levantó la vista cuando Wéstern se sentó.
“No pareces el tipo que viene a divertirse.”
Wéstern apoyó los antebrazos en la barra.
“¿Y qué tipo de cabrón parezco?”
El barman lo miró un momento, luego sonrió con un solo lado de la boca.
“El tipo que viene a beber.”
Wéstern asintió.
“Ruina Roja.”
El barman soltó una leve risa.
“Joder. No viniste por placer, viniste a castigar tu hígado.”
Sacó una botella oscura y ancha con una etiqueta roja descolorida. Ruina Roja. Cerveza barata. Un toque de amargor metálico. Graduación alta.
Para gente que no busca delicadezas. El barman destapó la botella con un pequeño mecanismo en su brazo, la deslizó sobre la barra y apoyó un vaso opaco al lado.
“Salud, cabrón.”
Wéstern tomó la botella y sirvió un poco en el vaso.
El líquido cayó con una espuma espesa y amarillenta, sin burbujas bonitas ni aroma refinado. Era fuerte y rudo, como todo en este planeta.
Le dio un trago.
Sabía a metal, a ceniza fría, a recuerdos malos.
Perfecto.
El barman se apoyó de nuevo en la barra, cruzando los brazos.
“¿Y entonces? ¿Qué te trae a las luces rojas?”
Wéstern bajó el vaso.
“Nada personal. Solo liberar tensión.”
El barman rió entre dientes.
“Qué línea más triste, data.”
“Es sincera.”
“Y por eso es triste.”
Wéstern lo miró.
“¿Siempre filosofas con los clientes?”
El barman se encogió de hombros.
“Solo con los interesantes.”
Wéstern no respondió. Solo bebió otro trago.
El barman lo observó un momento más, luego cambió el tema.
“¿Siempre bebes Ruina Roja?”
“Desde hace años.”
“Debes tener el hígado blindado.”
Wéstern sonrió con un solo lado de la boca.
“Casi todo en mí está blindado.”
El barman levantó una ceja.
“¿Implantes?”
“Muchos.”
“Eso explica la cara que tienes.”
Wéstern se rió, ronco.
“Tú tampoco pareces el tipo que solo sirve tragos.”
El barman sonrió, girando la muñeca de su brazo mecánico.
“Tengo mis historias.”
“Apuesto a que la mayoría terminan con alguien sangrando.”
“Más de las que me gustaría contar.”
Se quedaron en silencio por un momento.
El sonido de la música, el bullicio del local, la luz roja reflejándose en el vidrio. Wéstern terminó su vaso y lo dejó sobre la barra. El barman tomó la botella y volvió a llenarlo.
“Va por la casa.”
Wéstern lo miró.
El barman solo sonrió.
“Tienes una vibra rara, viejo glitch. No sé si me agrada o me da miedo.”
“Si tengo suerte, ambas.”
El barman se rió, negando con la cabeza.
“Disfruta tu Ruina Roja.”
Wéstern levantó el vaso en un gesto de brindis.
“Salud, cabrón.”
Y bebió.
El vaso golpeó la barra con un clic sordo cuando Wéstern lo dejó caer después de otro trago.
El barman, sin pausa, le sirvió más de la botella, sin preguntar si quería otra ronda. Ya sabía la respuesta.
Wéstern lo miró de reojo.
“Eres bueno en esto.”
“No es tan difícil cuando todos beben por la misma razón.” El barman sonrió de lado, girando la muñeca de su brazo mecánico.
“¿Y cuál es esa razón?”
“Porque todo se les fue a la mierda.”
Wéstern exhaló lentamente, bajando la vista a su vaso.
“Parece que tienes razón.”
El barman lo observó con atención.
“¿Qué tan mal?”
Wéstern dio un trago antes de responder.
“Todo.”
El barman apoyó un codo en la barra.
“¿Trabajo?”
“Perdido.”
“¿Familia?”
“También”
“¿Dinero?”
“Suficiente para un trago y un polvo, no mucho más.”
El barman chasqueó la lengua y tomó un vaso limpio, secándolo con un trapo.
“¿Y qué mierda hiciste para joderte tanto?”
Wéstern sonrió de lado, sin humor.
“Nacer en Horevia.”
El barman soltó una risa baja.
“Mal punto de guardado, data.”
“Zap.”
El sonido de la música pesada vibraba en el suelo, acompañando el murmullo de conversaciones a su alrededor. Wéstern bebió otro trago, sintiendo el calor del alcohol extenderse por su pecho. No ayudaba. Pero tampoco empeoraba las cosas.
Dejó el vaso y miró al barman con la mandíbula tensa.
“Dime algo.”
“Dime tú.”
“¿Qué recomiendas para liberar tensión?”
El barman levantó la vista, sonriendo.
“Depende de cuánto traigas.”
Wéstern se inclinó un poco hacia adelante.
“Poco.”
El barman silbó.
“Entonces nada de lujo.”
Se quedó un momento pensativo, pasando un dedo por el borde de un vaso limpio.
“Dime algo. ¿Eres meticuloso o le das a todo?”
Wéstern sonrió con una mueca.
“Como dijo un amigo mío: mientras tenga temperatura corporal y no me intente morder la cara, me da igual.”
El barman se carcajeó, golpeando la barra con la palma de su mano mecánica.
El barman le sirvió otro trago sin preguntar.
“Pide un Rayvtie.”
“Rayvtie, ¿eh?”
“Zap. Algo… diferente, pero dentro del presupuesto.”
Wéstern bebió otro trago, dejando la Ruina Roja bajar como un trago de acero derretido. El barman asintió, inclinándose un poco hacia adelante.
“Diles que buscas algo con ‘Pulso Nocturno’.”
“¿Qué carajo significa eso?”
“Garantía de calidad.”
Wéstern lo miró por un segundo.
Luego asintió.
“Agradecido, data.”
El barman le dio un golpecito en la barra con los nudillos.
“No te hagas adicto.”
“Lo dudo.”
Ambos se quedaron un momento en silencio, con el ruido del club vibrando alrededor.
Wéstern tomó otro trago.
El barman limpió otro vaso.
“Dime algo.”
“Dime tú.”
“¿Siempre fuiste tan jodido?”
Wéstern sonrió con una frialdad absoluta.
“No. Pero Horevia me enseñó rápido.”
El barman se rió, negando con la cabeza.
“Sí, Horevia es buena enseñando mierda.”
Wéstern bebió. El tiempo se diluyó en alcohol y luces rojas. No tenía prisa, y la Ruina Roja seguía fluyendo como si la barra no tuviera fondo.
Otra.
Otras dos.
Otras tres botellas.
El sabor metálico y áspero dejó de sentirse tan agresivo después del sexto o séptimo vaso. El calor del alcohol se asentó en su pecho, lento y pesado, como una presión en la piel.
La música seguía vibrando en las paredes, en el suelo, en su cráneo. La percepción de la realidad se volvió más suave, más distante, como si el mundo estuviera recubierto por una película de neón borroso.
Seguía en control.
Pero su mente iba un segundo más lento que su cuerpo.
Lo notó cuando se levantó.
El peso en sus piernas.
La sensación de que el suelo se movía medio milímetro más de lo que debería.
Nada grave. Nada nuevo.
Se apoyó levemente en la barra, solo un instante. No se tambaleó. El barman lo miró de reojo mientras limpiaba otro vaso.
“¿Buscando la salida?”
Wéstern negó con la cabeza.
“Buscando las Luminarias.”
El barman sonrió con un gesto conocedor.
“Puerta derecha. Pasillo al fondo. Ahí está la recepción.”
“Cubras, data.”
“Disfruta.”
Wéstern tomó su paraguas y lo usó como bastón.
No lo necesitaba.
Pero le daba ritmo a sus pasos.
Avanzó entre las mesas y sofás, caminando con calma, sin apurarse, sin tambalearse. Bebido, pero no vencido.
Púrpura. Azul. Rojo.
Sobre las paredes, carteles llamativos anunciaban servicios con imágenes explícitas. Pasó junto a un hombre apoyado en un sofá de cuero rojo, con una chica sentada en su regazo, susurrándole algo al oído.
Siguió adelante.
El letrero de la puerta decía "Recepción".
Entró.
La recepción era más elegante de lo que esperaba.
El espacio estaba iluminado con luces suaves, lejos de la saturación roja del club. Un mostrador curvo de vidrio opaco. Paredes cubiertas de paneles oscuros con patrones de luz pulsante, como un latido lento.
Y detrás del mostrador…
Una Éndevol.
Cuatro brazos. Cuatro ojos grandes y negros, con un brillo sutil en el iris. Piel lisa, color metálico, con pequeñas marcas doradas en la frente y los pómulos.
Vestía un corsé negro con detalles en oro, ajustado sobre un vestido translúcido que caía hasta el suelo. Su voz era grave, suave.
“Bienvenido, amor. ¿Primera vez en nuestra casa?”
Wéstern apoyó las dos manos en el mostrador, dejando que el paraguas descansara contra la barra.
“Zap.”
La Éndevol sonrió de lado.
“Entonces dejemos las cosas claras.”
Tomó un pequeño panel táctil y lo giró hacia él.
Una lista apareció en el holograma.
“Aquí tienes la oferta. Humanas, híbridas, Rayvie, Tiaty, Rayvtie, Modelos Sintéticos… Omniroides…”
Wéstern miró la pantalla sin demasiado interés.
“Quiero un Rayvtie.”
La Éndevol ladeó la cabeza, mirándolo con ojos atentos.
“¿Ah, sí? Un gusto exótico.”
“Zap.”
Ella apoyó un codo en el mostrador, inclinándose un poco.
“¿Algo específico que busques en tu Rayvtie, amor?”
Wéstern sostuvo su mirada un segundo.
Luego, dijo la clave.
“Quiero algo con Pulso Nocturno…”
La Éndevol levantó ambas cejas imperceptibles.
Por un momento, sus cuatro ojos brillaron un poco más.
“Oh… ya veo.”
Puso el panel de nuevo en su lugar y tecleó algo rápido.
“¿Qué presupuesto manejas, amor?”
“Bajo.”
“Mmm…” Su voz tuvo un tono pensativo, pero aún juguetón. “Bajo presupuesto, pero Pulso Nocturno… qué triste.”
Volvió a teclear, revisando algo en el panel.
“Esto es lo que puedes y no puedes hacer con tu Luminaria: Puedes: Contacto físico sin restricciones, siempre que él o ella lo acepte. Hablar, o no hablar. Tener hasta dos horas sin recargo. Y No puedes: Violencia. Daño estructural.”
“¿Algún problema con eso?”
Wéstern negó con la cabeza.
“Alguna vestimenta especial?”
“Siempre tuve curiosidad por el famoso traje de conejita de los humanos…”
La Éndevol asintió.
“Perfecto. 350 Créditos.”
Wéstern abrió su Interfaz Neural y transfirió los créditos sin dudar. El sistema pitó en confirmación.
La Éndevol tomó un pequeño chip metálico y se lo entregó.
“Habitación 8. Sube las escaleras, pasillo derecho. Disfruta.”
Wéstern tomó el chip y lo guardó en su bolsillo.
Le dedicó una última mirada a la Éndevol, quien le sonrió, abriendo sus cuatro mándibulas
“Disfruta la noche, cariño.”
Wéstern tomó su paraguas y se alejó.
Habitación 8.
Las luces rojas marcaban el camino.
Gemidos.
Risas entrecortadas.
El sonido rítmico de cuerpos chocando, algunos con violencia, otros con lentitud. Sombras tras puertas semiabiertas, piernas entrelazadas, figuras fusionadas.
Los carteles seguían decorando los muros, más explícitos que los del bar.
"SÓLO DIME CÓMO TE GUSTA" Mostrando a una Luminaria Raytra con los labios entreabiertos y los ojos azulados brillando.
"EL PLACER NO ES UN PECADO AQUÍ" Un Tiaty y un humano enredados en seda traslúcida.
Los olores también cambiaron.
No había mentira en este sitio.
No pretendía ser más de lo que era.
Era un negocio de carne y deseo.
Un refugio para quienes querían escapar de la realidad, aunque solo fuera por una noche. Caminó con el paraguas apoyado en su hombro, manteniendo el ritmo pausado y firme.
Hasta que llegó a la puerta número 8.
Se detuvo.
Una ranura metálica estaba en el panel lateral.
Metió la mano en su bolsillo y sacó el pequeño chip metálico.
Lo deslizó dentro.
Un punto azul apareció sobre la superficie y la puerta se desbloqueó. Wéstern la empujó y entró.
La Habitación 8
La luz era suave, con tonos cálidos.
Rojo tenue.
Azul oscuro en los bordes de la pared.
Las sombras se movían sutilmente, creadas por proyectores ocultos que simulaban un ambiente onírico.
No era un lugar de lujo.
Tampoco un agujero barato.
Era justo lo que esperaba.
Funcional. Intacto. Listo.
La cama en el centro tenía sábanas de tela sintética, color borgoña. El suelo era de un material reflectante, no vidrio, pero tampoco metal. En una esquina, un extraño sofá verde semicircular, demasiado moderno para ser cómodo, pero lo suficientemente grande para que alguien como él se sentara sin problemas.
Wéstern caminó hacia él y se dejó caer con un suspiro.
Apoyó los codos en las rodillas y miró en silencio.
Esperando.
Pensando.
Solo tenía un reloj en la cabeza contando los segundos hasta que su propia carne y metal se volvieran en su contra.
Apoyó la cabeza en una mano y cerró los ojos un momento.
La Centropatía lo iba a consumir tarde o temprano.
Tal vez este era el mejor momento para actuar como si nada importara.
Porque, al final del día…
¿Realmente importaba?
Abrió los ojos y miró su reflejo en la superficie del suelo.
Vio a un hombre con un sombrero negro, con la chaqueta ligeramente mojada, con los ojos fríos y la boca tensa.
Vio a un hombre que ya había aceptado su sentencia.
Y, aún así, estaba aquí.
Esperando.
Por algo.
Por alguien.
El tic-tac continuaba.
El aire en la habitación cambió cuando la puerta se deslizó hacia un lado.
Giró la cabeza, sin prisa, sin expectativas.
Pero cuando vio al Rayvtie en el umbral, su mente hizo un leve clic de reconocimiento y otra cosa más profunda, más sucia, se removió dentro de él.
Era justo lo que había pedido.
Pero no exactamente lo que esperaba.
El Rayvtie tenía la piel blanca pura, inconfundible signo del Sternismo. No era normal. Los Rayvtie naturales tenían una piel con tonos cálidos, entre el durazno y el bronce claro, con aquellas marcas geométricas romboidales doradas que recorrían su cuerpo.
Este no.
Este tenía la piel blanca como porcelana y las marcas en rombos eran amarillos.
Un amarillo saturado.
Sus ojos eran amarillos, enfermizos.
El cabello, de un rosa pálido, decolorado, estaba desvaído.
No había brillo.
No había el fulgor que se suponía que debían tener los Rayvtie sanos. Piel pálida, cabello descolorido, ojos opacos, voz rota, debilidad progresiva.
No terminal, pero jodida.
Y, aún así…
Era lindo.
No en un sentido vibrante o saludable.
No como aquellos Rayvtie que desbordaban sensualidad con cada palabra, con cada movimiento.
Este tenía algo distinto.
Algo quebrado, algo delicado.
Y, joder…
Llevaba justo el maldito traje que Wéstern había querido ver en persona toda su vida.
Negro.
Orejas largas y bien formadas, caídas hacia los lados.
Un corsé ajustado que resaltaba la cintura, contrastando con el cuello de moño blanco. Las piernas cubiertas con medias negras de red, bien ajustadas sobre la piel blanquísima. Y la larga cola de plumas rosadas, esponjosa, moviéndose apenas con cada paso.
Wéstern parpadeó lentamente.
Había algo innegablemente atractivo en lo que veía, pero no de la manera que había anticipado.
No había provocación obvia.
No había seducción descarada.
Solo presencia.
Una belleza melancólica, de alguien que estaba acostumbrado a ser deseado, pero no necesariamente a desear nada en retorno.
Y esos ojos medio muertos…
No, no completamente muertos.
Había algo allí.
Algo detrás de esa mirada pesada, algo latente.
“Hola.” La voz de Wéstern salió más grave de lo que esperaba.
El Rayvtie levantó la mano en un saludo mudo, con una leve inclinación de cabeza.
"Claro. El Sternismo les jode el habla…” Pensó.
Por alguna razón, sintió un vago remordimiento. Nada demasiado fuerte, pero lo suficiente para hacerle desviar la mirada por un segundo. El silencio entre ambos se hizo incómodo.
Los segundos pasaron, pesados.
Pero luego, el Rayvtie se movió.
Con pasos suaves, lentos, pero seguros, caminó hasta el sofá y se sentó al lado de Wéstern.
Sin decir nada.
Solo se acomodó en paralelo a él.
Y luego…
Con una naturalidad aterradora, levantó las piernas y las puso sobre las de Wéstern.
No de manera abrupta.
No con intención de invadir.
Simplemente como si fuera lo más normal del mundo. Su postura era relajada, profesionalmente relajada… Las manos descansaban sobre su propio estómago, sus dedos apenas se movían de vez en cuando.
No hizo nada más.
No dijo nada más.
Solo estaba allí.
Esperando.
Wéstern no reaccionó de inmediato.
Nunca había tratado con un prostituto.
Nunca había estado en una situación así.
Por lo que simplemente lo dejó hacer.
Porque, al final del día…
Ellos saben qué hacer, ¿no?
El Rayvtie se movió con una fluidez pausada, como si la prisa fuera un concepto ajeno a él.
No había torpeza.
No había duda.
Sus piernas, aún sobre las de Wéstern, se deslizaron apenas, ajustando el peso, acomodándose sobre su regazo con una naturalidad practicada hasta la perfección.
Wéstern tenía las piernas abiertas, relajadas, su cuerpo aún se sentía pesado por la bebida, por la fatiga, por el innegable calor del ambiente.
El Rayvtie lo sintió.
Lo leyó.
Y, sin apartar la mirada, se impulsó sutilmente con las piernas, desplazando su peso, hasta quedar sentado sobre el muslo izquierdo de Wéstern.
Suave, sin brusquedad.
Sin provocación vulgar, pero con un propósito claro.
El calor de su cuerpo, filtrado a través de las medias de red, se extendió por la pierna de Wéstern como un cosquilleo eléctrico.
Y entonces…
Lentamente, con gestos calculados, levantó ambas manos hacia el sombrero de Wéstern.
No con violencia. Ni con urgencia.
Solo con la ligereza de quien desmonta una pieza de armadura, sabiendo que no hay razón para la coraza en un lugar como este. Los dedos, pálidos y largos, tomaron el ala del sombrero y lo deslizaron hacia arriba con la misma facilidad con la que un susurro se disuelve en el aire.
Y luego…
La caricia.
La yema de los dedos, fríos en contraste con la calidez de la piel desnuda, recorrió el cráneo de Wéstern con una suavidad casi reverencial.
No había burla. No había lástima.
Solo un contacto casi curioso, como si estuviera explorando la textura con la simple fascinación de lo nuevo.
Y Wéstern, a pesar de todo, no lo detuvo. Los dedos continuaron su recorrido, deslizándose con lentitud sobre la piel, bajando por la nuca, dejando tras de sí una estela de frío y calor.
Entonces, el Rayvtie tomó sus manos.
No de golpe.
Ni con brusquedad.
Solo con firmeza.
Y, sin despegar la mirada, las guió.
Colocó los dedos de Wéstern sobre su propia cintura, sobre el corsé ajustado, haciéndole sentir la curva de su cuerpo bajo la tela negra.
No dijo nada. No hacía falta. El mensaje estaba claro.
Y Wéstern…
No apartó las manos.
El silencio entre ambos se cargó de algo espeso, eléctrico.
No era vergüenza. No tenía duda.
Era una pausa, un instante suspendido donde la piel aprendía a reconocer al otro antes de hundirse en el contacto.
Los dedos de Wéstern descansaban sobre la cintura del Rayvtie, sintiendo la textura del corsé, sintiendo la firmeza en el ajuste de la tela. Era delgado, pero no frágil. Tenía carne, tenía forma, un equilibrio perfecto entre belleza y desgaste.
Y sin soltarle las manos, el Rayvtie continuó. Fue un movimiento, un balanceo, deslizándose un poco más sobre la pierna, dejándose caer apenas un poco, permitiendo que la distancia se redujera sin apresurar el momento.
Sus caderas se movieron sutilmente, no fue un roce vulgar ni desesperado, sino una insinuación, un tanteo.
Probando. Midiendo la reacción.
Y este, por su parte, seguía dejando que las cosas ocurrieran.
No porque estuviera paralizado.
Sino porque quería ver hasta dónde lo llevaría el otro, qué tanto estaba dispuesto a hacer.
La presión de las manos del Rayvtie se intensificó ligeramente, guiando las de Wéstern hacia arriba, deslizándolas por sus costados, haciéndole recorrer las curvas atrapadas en la tela del corsé.
Era un gesto ensayado, sin duda.
Pero se sentía real.
Cercano. Intencionado.
Y en medio de ese lento juego de contacto y respuesta, sus manos se separaron por fin.
El Rayvtie llevó las suyas de vuelta al cráneo de Wéstern, acariciando la piel desnuda con la misma suavidad de antes, las yemas de los dedos, de la nuca a la frente, antes de bajar hasta sus sienes, donde sus pulgares trazaron un círculo lento y ligero.
Wéstern sintió un escalofrío en la espalda, una descarga pequeña, pero innegable.
Y el Rayvtie lo notó.
Seguía leyéndolo.
Seguía calibrando cada microgesto de su cuerpo.
La forma en que respiraba. Cómo sus músculos se tensaban o relajaban bajo el contacto. La manera en que aún no lo tocaba por iniciativa propia.
Así que, sin perder el hilo, bajó una de sus manos y tomó la muñeca de Wéstern de nuevo.
Esta vez, no la dirigió a su cintura.
La deslizó hacia la curva de su muslo, justo donde la tela del corsé terminaba y comenzaban las medias de red. Ahí, justo en esa frontera de piel descubierta, presionó la mano de Wéstern sobre su muslo, como si quisiera anclarlo allí, hacerle sentir la diferencia de texturas, de temperatura.
Y luego…
Se inclinó.
Simplemente se acercó, reduciendo la distancia entre sus rostros, lo suficiente para que su aliento se mezclara con el de Wéstern, para que el calor de su piel se hiciera más presente.
Se quedó ahí, flotando en ese punto donde la decisión podría inclinarse hacia cualquier lado.
Un desafío, silencioso.
Una pregunta sin palabras.
Y Wéstern, por primera vez en toda la noche…
Respondió.
Sus dedos, los que estaban sobre el muslo del Rayvtie, se curvaron, apretando la carne bajo la red de las medias.
No era un agarre fuerte.
No era posesivo.
Pero era suficiente.
La distancia entre sus rostros era mínima. Un respiro más fuerte y se habrían tocado. Pero el Rayvtie no avanzó más.
No todavía.
Solo se quedó ahí, sosteniendo la mirada de Wéstern con esos ojos dorados que parecían encendidos desde adentro.
Esperando. Probándolo.
Sus piernas se apretaron ligeramente alrededor de la de Wéstern. No necesitaba hablar para que entendiera qué estaba esperando.
¿Vas a seguir dejándome guiarte, o vas a tomar el control?
O algo así, pensaba Wéstern.
La pregunta estaba en sus ojos, en su postura, en la forma en que su cuerpo se inclinaba, ofreciendo algo sin entregarse del todo.
Wéstern inhaló lento, hondo.
Con una sola mano, afirmó la presión sobre su muslo. Los dedos tantearon la textura de la media de red, sintiendo la malla contra su piel, hasta deslizarse más arriba, hacia donde la tela se encontraba con la piel desnuda.
Y Wéstern lo vio de cerca, realmente de cerca.
La palidez de su piel, el matiz dorado de sus marcas romboides, el brillo vidrioso en sus ojos de enfermo.
En esa forma delicada pero resistente, en esa sonrisa pequeña pero traviesa, en la forma en que su cuerpo parecía diseñado para provocar.
Los dedos de Wéstern se deslizaron hacia su espalda, la parte baja del corsé.
Y entonces…
Lo sujetó.
La palma de su mano cubrió la curva del trasero del Rayvtie, sintiendo la suavidad de la tela del corsé contra su piel. La otra mano subió, tomándole de la cintura, asegurándose de que no pudiera apartarse.
Y el Rayvtie... sonrió.
Un brillo en los ojos.
Un pequeño, apenas perceptible estremecimiento. Pero en vez de resistirse, en vez de retroceder…
El Rayvtie dejó que sus labios rozaran los de Wéstern.
No un beso. No todavía.
Solo un roce, un aviso, una provocación perfecta.
Y Wéstern…
Se permitió desear algo… El calor del cuerpo del Rayvtie era real.
Su peso sobre él, su piel suave bajo sus manos, el aroma tenue de algún perfume barato mezclado con la humedad de la habitación.
Todo era real.
Y, sin embargo…
Algo no encajaba.
Fue un detalle mínimo.
Un sonido.
Un respiro ahogado, forzado.
No de placer.
De esfuerzo.
Y Wéstern lo sintió, en la forma en que el cuerpo del Rayvtie no se movía con libertad.
No estaba entregándose.
No estaba disfrutando.
Estaba ejecutando un trabajo.
Y ahí, en esa pequeña fisura, se coló la verdad.
La mentira de la escena.
El corsé negro, las medias de red, las orejitas de conejo, todo diseñado para excitarlo…
Pero de repente, no le causaba nada.
Wéstern lo vio, realmente lo vio.
La piel blanca demasiado pálida. Las marcas doradas demasiado vibrantes sobre un rostro sin vida. Los ojos amarillos, vidriosos, pero no de lujuria.
De agotamiento. De un enfermo haciendo lo que fuera necesario para sobrevivir.
Dejó de respirar por un segundo.
El tic-tac en su cabeza se detuvo en seco. Un golpe sordo en su pecho, como si le hubieran partido algo adentro.
No era la primera vez que lo veía, que veía la jodida miseria en toda su crudeza. Pero esta vez, estaba participando en ella. Esta vez, era él quien había pagado por esto. Él era quien había convertido su desesperación en una transacción.
Su boca se secó.
Su estómago se hundió.
Y de pronto…
El cuerpo cálido sobre él se volvió insoportable.
Demasiado real.
Demasiado equivocado.
Soltó al Rayvtie. No fue con brusquedad, sino con decisión.
El Rayvtie parpadeó, con esos ojos febriles y confundidos. No preguntó nada.
Solo se movió en silencio, deslizándose fuera de su regazo. Se alejó, acomodando su corsé.
Y se dejó caer de vuelta en el sofá.
No se tapó. No se cruzó de brazos. No mostró ni una sola señal de incomodidad o vergüenza.
Solo esperó.
Porque eso era lo que hacía.
Esperar a que el cliente decidiera.
Esperar a que alguien más tomara el control.
Wéstern se llevó una mano al rostro, apretando los ojos. Su corazón latía fuerte, pero no por deseo. Por algo más profundo. Más podrido.
¿En qué momento había caído tan bajo? Pero no se movió.
No podía.
Porque ahora todo le cayó encima como una avalancha.
Su hijo.
Lo vio.
Con el uniforme verde neón mugroso de la prisión. Con los moretones en el rostro después de que los guardias de la misma PEACE le dieran "una lección". Con el miedo tragado en seco cuando le prometió a su padre que aguantaría, que saldría de ahí.
Y Wéstern no hizo nada.
No pudo.
Porque su palabra no valía una mierda en ese momento, ya sabía que en pocos días o semanas lo iban a despedir. Porque su reputación estaba podrida, porque ya no era más que un trapo sucio pisoteado por aquellos que decidieron que él debía caer.
Y cayó.
Cayó hasta la miseria.
“Mi hijo murió en prisión,” soltó, sin pensar en quién lo escuchaba. Su voz sonó rasposa, como si las palabras le arrancaran la garganta desde adentro, o tal vez era el alcohol pasando. “Por algo que no hizo.”
Apretó los dientes. Un escalofrío le recorrió la espalda.
“Mi hija se largó.”
Sus nudillos crujieron al cerrarse en puños.
“Mi esposa…” Hizo una pausa. Un puñal invisible se hundió en su estómago. “Ni siquiera habla ya. No sé si es por vergüenza o porque está muerta por dentro. Y todo porque me jodieron.”
El Rayvtie inclinó la cabeza, su expresión era vacía, como si entendiera.
“Mi vida se fue a la mierda.” Wéstern rió, pero sonó más a un escupitajo amargo. “Y yo creí que podía ignorarlo.”
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, sosteniéndose la cabeza con las manos.
“Vine aquí a comprar un poco de cariño.” Soltó una carcajada hueca. “¿Te das cuenta de lo patético que es eso?”
El Rayvtie no dijo nada.
Wéstern se pasó una mano por el rostro otra vez, arrastrando el sudor y la culpa. El tic-tac dentro de su cabeza retumbaba, cada vez más fuerte. No tenía dinero para pagar el tratamiento. Ni siquiera podía imaginarlo. Al final, nada importaba.
Unos segundos de silencio.
Y luego sintió algo.
Un toque, ligero.
Su hombro.
Levantó la vista.
El Rayvtie estaba ahí, sentado junto a él, con una mano sobre su hombro. No era un gesto seductor, no era parte del "servicio". Solo… un contacto orgánico.
Algo en su pecho se apretó.
Por primera vez en años, Wéstern sintió que alguien lo veía. No como ex-oficial, no como escoria, no como basura.
Solo como un hombre cansado.
Y eso le dolió más que todo lo demás.
El silencio en la habitación se extendió como una sombra, pero no incómoda. El peso en el pecho seguía ahí, pero ahora era diferente. Menos sofocante, menos corrosivo.
Entonces, la voz del Rayvtie rompió la quietud. Andrógina como se esperaba.
“No eres… patético.”
Wéstern parpadeó, ladeando la cabeza hacia él.
El Rayvtie lo miraba, con esos ojos febriles y amarillos, pero había algo más ahí. Algo real. No la vacía sumisión que se esperaba de un trabajador de este lugar, sino una sinceridad cruda.
Wéstern resopló una risa baja, cansada.
“Vaya, al final sí podías hablar…”
El luminaria desvió la mirada, con un leve encogimiento de hombros. Su larga cola de plumas rosadas se agitó un poco sobre el sofá.
“No mucho…”
Wéstern se enderezó un poco, girando el rostro hacia él.
“¿Por qué dices que no soy patético?”
El luminaria tardó en responder, como si tuviera que pensar cada palabra con cuidado antes de soltarla.
“Porque… sigues aquí.”
Wéstern frunció el ceño.
“¿Eso qué se supone que significa?”
El Rayvtie tragó saliva. Se abrazó a sí mismo, con sus delgados brazos rodeando su propio torso.
“Los que… pierden todo… se van.”
Wéstern sintió una punzada en el pecho. Sabía a qué se refería. No hacía falta que terminara la frase.
El Rayvtie bajó la vista a sus propias manos.
“No me fui… tampoco.”
Un silencio denso se instaló entre ellos. El Rayvtie se removió en el sofá, jugando con los dobladillos de las mangas de su atuendo. Parecía dudar si continuar o no, pero al final lo hizo.
“Padres… no me querían.”
Wéstern sintió una punzada de reconocimiento.
El Rayvtie se abrazó un poco más a sí mismo, como si el recuerdo le calara en los huesos.
“Les dije… lo que era. Temas de amor...”
Hizo una pausa, su respiración se tornó temblorosa por escasos segundos.
“Me dijeron que… estaba enfermo.”
Los labios de Wéstern se apretaron en una fina línea.
El Rayvtie chasqueó la lengua, con una mueca de amargura.
“Corrí… a la ciudad.”
Su mirada se perdió en algún punto de la habitación, en el reflejo distorsionado de las luces rojas sobre el suelo vidrioso.
“Pensé que… sobreviviría.”
Wéstern negó con la cabeza.
“Gran error.” Su voz sonó más grave de lo normal. “Este mundo no es para todos.”
El luminaria soltó un leve resoplido, una risa sin humor.
“Lo sé.”
Acomodó sus piernas en el sofá, hundiéndose un poco más en él.
“Dormí en la calle. En la basura.”
Se mordió el labio, exhalando lento.
“Comí… lo que encontré.”
Wéstern lo escuchaba en silencio. No lo interrumpió, no intentó decirle que "al menos seguía vivo" o alguna de esas mierdas reconfortantes.
El acompañante lo notó.
Y por eso siguió.
“Tuve… un ‘amigo’.”
Esa palabra sonó con un dejo de nostalgia y rabia.
“Me dio… un techo.”
Cerró los ojos un segundo.
“Me vendió.”
Wéstern sintió su mandíbula tensarse.
“Bastardo.”
“Sí.” Esbozó una sonrisa.
Sus dedos se apretaron en el sofá, jugando con la tela.
“Dijo que… era lo mejor. Que aquí… al menos no moriría.”
Wéstern resopló con desdén.
“Como si eso fuera consuelo.”
El silencio regresó.
Wéstern soltó un suspiro pesado y, sin pensar demasiado, alzó una mano y le revolvió el cabello rosado.
El Rayvtie parpadeó, sorprendido, pero no se alejó.
“Supongo que la ciudad nos escupió a los dos… qué novedad…”
Se recostó en el sofá, hundiendo la cabeza contra el respaldo.
“Nos jodió de por vida.”
El otro bajó la mirada, enredando sus propios dedos.
Se quedaron así.
Dos extraños, bajo luces rojas, compartiendo cicatrices en voz baja.
El aire entre ellos era distinto ahora. No era del todo cómodo, pero tampoco hostil. Un punto intermedio, como dos sobrevivientes compartiendo un cigarro después de un tiroteo.
Wéstern ladeó la cabeza, observando al Rayvtie.
“¿Cómo te llamas?”
El otro tardó en responder, como si la pregunta lo tomara por sorpresa.
“Jude.”
Wéstern asintió lentamente.
“Bonito nombre.”
Jude bajó la mirada.
Wéstern se estiró en el sofá, moviendo un poco el cuello hasta que tronó.
“Dime, Jude… ¿ustedes al menos saben el nombre del tipo que se los va a tirar, o ni para eso les da el salario?”
Jude parpadeó, y después, contra todo pronóstico, soltó una risa corta y casi muda.
“Algunos… preguntan. Otros… no.”
“¿Y tú?”
Jude ladeó la cabeza.
“Me gusta saber.”
“¿Y no lo has preguntado todavía?”
Jude entrecerró los ojos, como si estuviera pensando si responder o no.
“Tú… dime.”
Wéstern sonrió de lado.
“Wéstern.”
Jude asintió, como si estuviera guardando el nombre en su mente.
Volvieron al silencio por un momento. Wéstern se permitió observarlo con más detalle.
No era su hijo. Pero por un segundo, en la penumbra de esa habitación, con el leve reflejo rojo de las luces en su piel enferma, lo sintió cercano.
Jude apartó la mirada y comenzó a hablar.
“Aquí… se vive por días.”
“¿Por días?’ Wéstern realmente no le entendió.
Jude hizo un leve gesto con los hombros.
“Lo que cueste… apagarlo.”
“¿Apagar qué?”
Jude se señaló la cabeza con un dedo delgado.
“Todo.”
“¿Cómo lo apagan?”
“Lo que haya. Droga… alcohol. Lo que sirva.”
Wéstern entrecerró los ojos.
“¿Y tú?”
Jude no respondió de inmediato.
“Yo… también con eso…”
Su voz se apagó un segundo, y luego, terminó la frase:
“Sólo espero que… no dure.”
Wéstern levantó una mano y le revolvió el cabello otra vez, en un gesto pesado, torpe, pero sincero.
Jude parpadeó, sorprendido, pero no se alejó.
Wéstern dejó caer la cabeza hacia atrás.
“Puta mierda de ciudad.”
Jude se removió en el asiento, acomodándose mejor.
Hablar con Raegis no era lo mismo. Raegis entendía la guerra, la calle, la violencia. Pero Jude…
Jude entendía el otro lado de Horevia. El que pisoteaba lento, sin balas, sin cuchillos, pero con la misma crueldad.
Y de algún modo, hablar con él se sentía como compartir un cigarro en el frío.
Algo pequeño.
Pero suficiente.
Wéstern ladeó la cabeza, recorriendo con la mirada el traje de conejita que Jude todavía llevaba puesto.
“Voy a preguntarlo porque no me deja en paz la duda… ¿qué tan incómodo es esa mierda?”
Jude lo miró, algo sorprendido.
“¿El traje?”
“No, el concepto de la existencia,” dijo Wéstern con una mueca. “Claro que el traje, baboso.”
Jude bajó la mirada hacia su propio cuerpo, estirando levemente la tela negra ajustada.
“Es… apretado.”
“No jodas, no lo había notado.” Dijo sarcásticamente.
Jude frunció levemente el ceño.
“No es… tan malo.”
“¿Ah, no? Vamos, dime la verdad.”
Jude suspiró suavemente.
“Se pega… a la piel. Pero… es peor en calor.”
“Hombre, me imagino. Debe ser un infierno con calor.”
Jude asintió.
“Y los tacones… duelen.”
“¿Y por qué no los mandas al carajo?”
Jude lo miró de reojo. Luego se quitó ambas zapatillas y las dejó en el suelo con delicadez.
Wéstern hizo una mueca.
Jude pasó los dedos por la malla de las medias, como si estuviera sintiendo la textura sin pensar mucho en ello.
“Lo peor… son las orejas.”
Wéstern levantó una ceja.
“¿Las orejas?”
Jude asintió lentamente, levantando una mano y tocando la diadema con las largas orejas negras.
—Son… incómodas. Se mueven… y golpean la cabeza.
Wéstern soltó una risa.
—Bueno, eso sí que no me lo esperaba. Pensé que eran de lo más inofensivo.
Jude negó levemente con la cabeza.
Wéstern lo miró un momento y luego entrecerró los ojos con una expresión exagerada. Jude suspiró, pero no de frustración, sino de una resignación tranquila. Wéstern chasqueó la lengua y lo miró de arriba abajo.
“Déjame adivinar. También pican.”
Jude hizo una pausa y luego asintió levemente.
“Un poco.”
Wéstern soltó un resoplido.
“La peor parte es que ni siquiera es un buen disfraz.”
Jude inclinó la cabeza.
“¿No… te gusta?”
Wéstern lo miró con incredulidad. Jude apartó la mirada, pero Wéstern notó un leve gesto en sus labios.
“Me gusta cómo te queda. Pero la cosa es que podrías estar con un saco de basura encima y seguirías viéndote bien.”
Jude pareció no saber cómo reaccionar.
“Eso… ¿fue un cumplido?”
Wéstern sonrió. “Depende. ¿Quieres que lo sea?”
“No sé.”
“Tienes que aprender a reconocer un cumplido cuando lo escuchas.”
Jude lo observó en silencio.
“No… recibo muchos. Al menos no… genuinos.”
“Seh, ya me imagino.”
Wéstern se detuvo un momento, observándolo de nuevo con otros ojos. Se inclinó ligeramente y le revolvió el cabello otra vez, enredando los mechones rosados pálidos entre sus dedos.
Jude se quedó quieto, con una expresión de sorpresa suave, como si el gesto fuera algo que no esperaba, pero que tampoco le molestaba.
“Pues ve acostumbrándote.”
El Rayvtie bajó la mirada. No sonreía. Pero Wéstern vio algo diferente en su rostro.
No sabía qué.
Pero no le pareció malo.
Y tampoco se sintió tan solo.
El silencio entre ambos era cómodo. Wéstern se inclinó un poco en el sofá, moviendo los dedos sobre la tela desgastada del apoyabrazos.
“Entonces… ¿Cuánto tiempo llevas aquí?”
“Unos… dos años.”
“¿Y antes?”
Jude dudó.
“Vivía… en la calle.”
Wéstern chasqueó la lengua.
“No me digas. Jamás lo habría adivinado.”
Jude no se rió. No parecía molesto, solo lo miró con esos ojos tranquilos, gastados, demasiado viejos para su edad.
“Fue… duro.”
Wéstern apoyó la cabeza en su mano.
“Hombre, claro que fue duro. Es bien sabido que Horevia no es para todos.”
Jude desvió la mirada.
“Pensé… que sí lo era.”
Wéstern suspiró.
“Sí, bueno… eso lo creímos todos alguna vez.”
Jude se quedó en silencio un momento, como si estuviera juntando piezas en su cabeza. Luego habló en su tono bajo y titubeante:
“¿Tú… pensaste eso?”
Wéstern esbozó una sonrisa cansada.
“Sí. Fui un idiota, como tú.”
Jude inclinó la cabeza, no ofendido, sino curioso.
“¿Y qué pasó?”
Wéstern resopló.
“Pasó la vida. Pasó Horevia. Me escupió en la cara y me mandó directo al drenaje. Igual que a ti.”
Jude lo observó, y por primera vez en toda la conversación, no bajó la mirada.
“Pero… sigues aquí.”
Wéstern lo miró de reojo.
“Supongo.”
Jude bajó un poco la cabeza.
“No sé… cómo.”
Wéstern se frotó la cara y dejó escapar un suspiro.
“Te diré algo. Controlar tus emociones no es lo mismo que ignorarlas. Siente, entiende tu mierda... pero no te ahogues en ella.”
Jude alzó la vista otra vez.
“¿Y si… ya me ahogué?”
Wéstern negó con la cabeza.
“Si sigues respirando, no estás muerto. Así que todavía puedes nadar.”
Jude parpadeó, como si estuviera procesando la frase, como si le costara decidir si creerle o no. Wéstern le revolvió el cabello otra vez, sin pensar mucho en ello.
“Vamos, no pongas esa cara de jarnhito golpeado. No me gusta dar discursos de motivación.”
Jude no sonrió, pero se inclinó un poco hacia él, casi imperceptiblemente.
Wéstern se enderezó, su expresión staba endurecida por una decisión tomada en apenas unos segundos dentro de su mente. No había duda en su mirada, ni vacilación en su postura. Solo determinación.
“Es hora de largarnos de aquí.”
Jude parpadeó, confundido.
“¿Qué?”
Su voz, normalmente apenas un susurro, se elevó ligeramente por la sorpresa.
“Levántate. Nos vamos.”
Jude no se movió.
“No… no puedes.”
“Mírame.”
Wéstern lo jaló del brazo sin esfuerzo, obligándolo a ponerse de pie. Jude tropezó un poco, sus pies descalzos se encontraron con el suelo frío. El traje negro de conejita se veía aún más ridículo ahora que estaba despojado de las zapatillas con tacón.
Pero Wéstern no le prestó atención a eso.
Salieron de la habitación, con Wéstern arrastrando a Jude tras él, como un hombre que ya había decidido el destino de ambos y no estaba dispuesto a debatirlo.
La recepcionista los miró con fastidio antes de forzar una sonrisa profesional.
“¿Terminaste tan rápido?”
Wéstern le devolvió una sonrisa lobuna.
“No exactamente. Quiero llevármelo un rato.”
La mujer frunció el ceño.
“No funciona así.”
“Vamos, ¿cuánto cuesta rentarlo? Solo un rato.”
La recepcionista cruzó los brazos.
“No puedes.”
Wéstern arqueó una ceja.
“¿No puedo porque no quieres, o porque hay un precio que aún no he escuchado?”
La mujer suspiró.
“No tienes la membresía.”
“Ah, la membresía,” repitió Wéstern con burla. “¿Y qué se necesita para conseguirla?”
“Más lumos de los que tienes, viejo.”
Jude tragó saliva, mirando la interacción con nerviosismo y desconcierto.
“Déjate de mamadas,” dijo Wéstern, perdiendo la paciencia. “Solo dime cuánto.”
La recepcionista endureció la expresión.
“No está en venta. Nadie aquí lo está. Puedes pagar por su tiempo en este lugar, pero no puedes sacarlo. Es la política.”
Wéstern se inclinó un poco sobre el mostrador, bajando su voz a un tono más oscuro.
“¿Política? ¿Aquí?”
La recepcionista lo miró fijamente.
“Puedes irte o puedo llamar a seguridad. Tú decides.”
Wéstern sonrió de lado.
“Última advertencia,” dijo, moviendo lentamente una mano debajo de la mesa, probablemente hacia un botón de pánico.
Pero Wéstern ya se estaba moviendo. Su pistola con silenciador apareció en su mano en un solo movimiento fluido.
El disparo fue sordo, un pequeño estallido ahogado que se perdió entre la música del lugar. La bala entró justo debajo de la mandíbula, cuya cabeza fue sacudiéndose bruscamente hacia atrás. La mujer cayó sobre la silla, pero no antes de que su dedo alcanzara el botón de pánico.
Wéstern se giró hacia Jude, quien lo miraba con los ojos muy abiertos, y la piel más pálida que nunca.
“¿P-por qué?” Susurró Jude con voz tan temblorosa como su cuerppo.
Wéstern revisó la pistola.
“Porque odio que me digan qué puedo y qué no puedo hacer.”
Y entonces, sonaron las alarmas..
“Escóndete detrás del escritorio.”
El joven no se movió de inmediato, aún estaba procesando el cuerpo inerte de la recepcionista, viendo la sangre escurriendo sobre el metal del mostrador.
“¡Muévete!” Gruñó Wéstern.
Jude se estremeció y reaccionó, gateando torpemente hasta el otro lado del escritorio. El cadáver era un obstáculo incómodo, aún tibio, y tuvo que empujarlo un poco para hacerse espacio. El olor metálico de la sangre llenó su nariz cuando se acurrucó junto a él.
Con una mueca de disgusto, se aflojó el corsé ajustado, respirando mejor por primera vez en horas. Luego se quitó la diadema de orejas de conejo y la dejó caer a un lado, como si con ese gesto pudiera despojarse del lugar en el que había estado atrapado.
Mientras tanto, Wéstern se tomó un momento para arremangarse la camisa con calma. Un ajuste rápido al sombrero y un crujido de nudillos después, ya estaba listo.
La puerta a su lado se abrió con brusqueda para luego el cierrapuertas hacer su trabajo.
El guardia que entró parecía tan jodido como el lugar al que pertenecía. Su uniforme barato apenas se ajustaba a su barriga, y el chaleco táctico era más un adorno que una verdadera protección. En las manos llevaba una pistola, un modelo viejo, con más años que el mismo burdel.
“¡Manos arriba, cabrón!”
Wéstern sonrió.
“Claro.”
Y en lugar de levantar las manos, disparó.
La bala atravesó la frente del guardia como si su cráneo estuviera hecho de papel. El hombre cayó hacia atrás sin hacer un solo ruido, desplomándose como un saco de carne.
Wéstern se relamió los labios.
Como si lo hubiera invocado, la puerta se abrió con más fuerza, casi rompiendo el cierrapuertas.
El segundo guardia entró con más energía que el primero, pero no con más inteligencia. No llevaba un arma de fuego, solo una macana electrificada. Se lanzó hacia Wéstern, levantando el arma con la intención de partirle la cabeza.
Wéstern se hizo a un lado en el último momento, pero el golpe aún le rozó el hombro, enviando una descarga que recorrió su brazo izquierdo como una mordida ardiente.
El guardia aprovechó la apertura y golpeó de nuevo, esta vez directo al antebrazo de Wéstern. El dolor se extendió en espiral por su sistema nervioso. Su pistola cayó de su mano y patinó por el suelo, alejándose de su alcance.
“Ah, jódete.” Gruñó, usando su brazo bueno para bloquear el siguiente ataque.
El guardia intentó rematar con un golpe lateral, pero Wéstern se agachó, dejándolo golpear el aire. Acto seguido, se impulsó con la pierna derecha y le lanzó un puñetazo en la boca del estómago, el guardia soltó la macana.
El guardia tropezó hacia atrás, tosiendo, y Wéstern aprovechó.
Con un paso rápido se colocó detrás de él, envolvió su brazo alrededor del cuello del hombre y apretó.
El guardia forcejeó, pataleó, intentó alcanzar su macana, pero Wéstern apretó más fuerte. Sus implantes musculares le dieron la ventaja, y con un último chasquido, el cuello del guardia cedió bajo la presión.
Su cuerpo se desplomó al igual que el otro.
Wéstern respiró hondo, masajeando su brazo entumecido mientras recuperaba su pistola del suelo.
“¿Sigues vivo allá atrás?”
Jude asomó la cabeza con cautela.
“S-sí…”
Wéstern se acomodó el sombrero de nuevo.
“Bien. Porque esto aún no se acaba.”
Justo cuando Wéstern se enderezaba, la puerta se abrió de golpe otra vez.
El tercer guardia entró sin dudarlo, con la pistola en alto. Wéstern vio el movimiento y se lanzó al suelo en el último segundo, agradeciendo el tener implantes de reaccion acelerada.
BANG
El disparo pasó zumbando por donde su cabeza había estado hace un instante. Rodó hacia un lado y su mano se cerró sobre la macana electrificada que aún yacía junto al cadáver del guardia anterior.
Se puso en pie justo a tiempo para esquivar otro disparo, inclinando el torso hacia atrás. Su sombrero voló por la velocidad, pero su cabeza quedó intacta.
El guardia intentó otro tiro, pero Wéstern se movió rápido y le lanzó la macana como si fuera un cuchillo.
El impacto le golpeó en la muñeca, desviando su puntería.
“¡Mierda!” Gritó el guardia, sacudiendo la mano dolorida.
Wéstern aprovechó la distracción y corrió hacia él.
El guardia levantó la pistola de nuevo, pero Wéstern le agarró la muñeca y la torció con violencia. Un crujido resonó en la habitación y el arma cayó al suelo.
El hombre gritó de dolor, pero Wéstern no le dio oportunidad de reaccionar.
Le metió un rodillazo en el estómago.
El guardia se dobló, tosiendo. Wéstern le estampó un codazo en la nuca, enviándolo de bruces al suelo.
Pero el hombre era duro. Se volvió y lanzó un golpe a ciegas, conectando con la mandíbula de Wéstern.
El impacto le hizo tambalearse, su boca se llenó de un sabor cobrizo.
“La puta madre…” Gruñó, escupiendo un hilo de sangre.
El guardia se levantó tambaleándose, con la mirada llena de rabia. Ambos se lanzaron el uno contra el otro.
Se golpearon con puños cerrados, con codazos y rodillazos. Un golpe en las costillas hizo que Wéstern gruñera. Otro le alcanzó en la ceja, abriéndole un corte que comenzó a gotear de inmediato.
Pero Wéstern era más rápido. Más despiadado.
Bloqueó un derechazo, agarró la cabeza del guardia y la estrelló contra el borde del escritorio con toda la fuerza que tenía.
El sonido fue como el de un coco partiéndose.
El guardia dejó escapar un gemido apagado antes de desplomarse, dejnado ver un charco oscuro formándose bajo su cráneo reventado.
Wéstern jadeó, pasando un brazo por su boca ensangrentada.
Se giró hacia Jude, que seguía escondido.
“Nos vamos…”
Jude asintió rápidamente y salió de su escondite.
Antes de irse, Wéstern se agachó y recuperó su pistola de debajo del cuerpo de otro guardia, y también se llevó la macana. Tampoco olvidó recoger su sombrero del suelo y ajustarlo bien.
Luego, ambos se dirigieron al salón.
La gente aún no se había dado cuenta de lo que pasaba. La música aparentemente era tan alta que tapó los disparos.
Wéstern y Jude avanzaron con prisa, esquivando clientes y trabajadores. Llegaron a las escaleras y comenzaron a subir.
Y ahí estaba el último guardia.
El mastodonte con el cuello tan grueso como un tronco.
“¿A dónde creen que van?” Dijo con una voz cavernosa, su aliento estaba impregnado de un hálito metálico.
Wéstern resopló y sacó la macana electrificada, con los dedos firmes sobre el mango.
El gigante sonrió, una mueca de confianza. Sin decir una palabra más, cargó contra él. Jude aceleró con todo hacia la esquina más lejana.
El primer golpe llegó con la furia de una tormenta. Wéstern apenas tuvo tiempo de levantar la macana antes de que el enorme puño impactara de lleno en su costado izquierdo. El dolor explotó en su costilla como una granada, un golpe que le robó el aliento y le nubló la visión.
Fue lanzado contra la pared. La piel de su rostro se contrajo, pero no tuvo tiempo de quejarse.
Su costado ardía, y un hilo de sangre comenzaba a descender desde su sien.
El gigante se acercó, sus pasos retumbaban como el latido de un titán. Levantó su enorme puño de nuevo. Sin pensarlo, Wéstern rodó hacia un lado, justo cuando el golpe estrelló la pared detrás de él, dejando un hueco profundo en el concreto, como si el edificio mismo hubiera sucumbido ante la brutalidad del impacto.
El guardia estaba a punto de atacar otra vez. Pero Wéstern no era un principiante. Con rapidez, se incorporó, y con un movimiento rápido, descargó la macana electrificada en la pierna del gigante.
El sonido de la electricidad recorriendo el metal del implante sonó en el espacio.
El grandulón gruñó, pero no cayó. Su mandíbula se apretó con fuerza, y sus ojos brillaron más intensamente.
“Ah, venga ya…” Se quejó Wéstern, dando un paso atrás mientras el gigante avanzaba sin detenerse.
El guardia intentó un golpe de nuevo, esta vez más rápido. Wéstern esquivó con una agilidad sorprendente, pero el impacto del aire lo rozó por poco, haciéndole sentir la presión del golpe.
Con un rápido giro, descargó la macana de nuevo, esta vez en el cuello del mastodonte. El guardia tambaleó hacia atrás, su respiración se tornó pesada, pero se mantuvo aún de pie.
Con un rugido de frustración, el gigante intentó agarrar a Wéstern por el cuello.
“¡No me jodas!” Exclamó Wéstern, esquivando por milímetros, y con un rápido giro, soltó la macana, dejando que el peso del gigante cayera contra el aire vacío.
Sacó su pistola con un movimiento preciso.
“Hora de dormir.”
El disparo fue un destello.
Un golpe seco y el proyectil atravesó la frente del gigante, perforando el implante y destruyendo la interfaz cerebral.
El mastodonte se detuvo, su cuerpo quedó suspendido por un instante, como si el tiempo lo retuviera, antes de caer de rodillas. La electricidad en su sistema se apagó en un parpadeo.
Con un último estertor, se desplomó pesadamente contra el suelo, haciendo temblar los cimientos.
Un silencio sepulcral llenó la habitación. Wéstern respiró pesadamente, su cuerpo aún estaba sacudido por el dolor, pero en pie. Se limpió la boca, dejando otra mancha de sangre.
Wéstern escupió un chorro de sangre sobre el cadáver.
“Y así se cae un grandote.”
“Hay que movernos…” Gruñó Wéstern, escupiendo otro poco de sangre.
Jude apenas asintió, con los ojos muy abiertos. Sin perder más tiempo, ambos salieron del burdel y echaron a correr.
La lluvia los recibió como un baldazo de agua helada.
Gotones gruesos y sucios repiqueteaban contra el asfalto, convirtiendo las calles en un lodazal de neón y reflejos distorsionados.
Wéstern maldijo entre dientes. Había dejado el paraguas en la habitación. Corrieron sin rumbo fijo, tropezando con charcos y esquivando a los pocos transeúntes que aún quedaban a esas horas.
Después de un rato, Wéstern divisó un callejón. Estrecho, sucio, apestoso. Pero seco.
“Ahí.” Dijo, jalando a Jude del brazo.
Se metieron en la oscuridad, donde las gotas de lluvia no los alcanzaban.
Jude suspiró y, de forma casi anticlimática, murmuró:
“Gracias…”
Wéstern se apoyó contra la pared, pasándose una mano por la cara mojada.
Jude lo miró con una mezcla de cansancio y curiosidad.
“¿Por qué lo hiciste?”
Wéstern tardó en responder.
¿Por qué?
Porque podía. Porque quería. Porque tenía que hacerlo.
Porque no lo hizo antes.
Suspiró y sacó un cigarro empapado. Se lo quedó viendo un momento, como si quisiera maldecirlo, y lo tiró al suelo.
“Porque no pude salvar a nadie más.” Dijo finalmente.
Jude lo miró en silencio.
Abrió su gabardina, sacó, y encendió un cigarro.
“Ya te dije el resumen de mi vida. Lo que no te dije es que en ningún momento, ni por un solo segundo, logré evitar que todo se jodiera.”
Dio una calada profunda.
“Y hoy… hoy tuve la oportunidad de hacer algo distinto.”
Jude apartó la mirada.
“¿Y valió la pena?”
Wéstern soltó una risa.
“Eso lo decides tú.”
El sonido de la lluvia golpeando el pavimento llenaba el silencio entre ellos. Wéstern exhaló una bocanada de humo y se acomodó el sombrero con un gesto lento, meditado.
“Pues ya está, byte,” murmuró, echándole una mirada de soslayo a Jude. “Ya eres libre.”
Jude lo miró con algo de incertidumbre.
“¿Y ahora qué?”
“Ni puta idea.”
Jude bajó la mirada, jugueteando con los dobladillos de su corsé medio suelto. Wéstern se fijó en sus pies descalzos, el traje de conejita todavía puesto, la forma en que temblaba, aunque no sabía si era por el frío o por todo lo que acababa de pasar, o por ambos.
Entonces, el muchacho levantó la vista y dijo:
“Déjame… acompañarte…”
Wéstern parpadeó.
“¿Qué?”
Jude se irguió un poco más, aunque su expresión seguía siendo la de alguien acostumbrado a esperar una negativa.
“No seré… molestia… lo juro…”
Wéstern entrecerró los ojos, evaluándolo.
“¿Y por qué querrías hacer eso? Soy un desconocido para ti.”
Jude ladeó la cabeza.
“¿Y tú no… salvaste a un desconocido?”
Eso hizo que Wéstern se quedara callado.
El muchacho continuó:
“En años… nadie hizo tanto… por mí.”
Su voz era tranquila, sin rabia ni resentimiento. Simplemente un hecho. Wéstern no supo qué contestar de inmediato. Lo miró de arriba abajo, analizándolo. Jude era ingenuo a ratos, sí, pero no era idiota. Lo veía en sus ojos. Había sido tragado, masticado y escupido, igual que él.
El silencio se alargó entre ambos.
Finalmente, Wéstern resopló, pasando una mano por su nuca.
No podía dejarlo solo.
“Tienes agallas, lo admito” gruñó, exhalando humo. “De acuerdo, byte. Estás dentro.”
Jude parpadeó, sorprendido, pero no sonrió. Quizá ni siquiera recordaba cómo hacerlo de una forma natural.
Wéstern se giró y empezó a caminar fuera del callejón.
“Ah, por cierto…”
Jude lo miró.
Wéstern arqueó una ceja y esbozó una sonrisa burlona.
“Sigues vestido de conejita… y descalzo.”
Jude bajó la mirada a su propio atuendo.
“…Mierda.”
Wéstern le dió una palmada en la cabeza antes de seguir caminando.
“Tenemos que conseguirte unos zapatos antes de que alguien intente alquilarte de nuevo.”
“Espera…” Jude lo detuvo, agarrándolo del brazo. Su piel estaba fría.
“¿Qué?”
Jude señaló hacia la calle, donde la lluvia seguía cayendo en un manto gris y denso.
“Sigue… lloviendo…”
Wéstern chasqueó la lengua.
“¿Y qué? ¿Te derrites si te mojas?” Preguntó, con una media sonrisa. “Además, te apuesto lo que quieras a que no deja de llover en horas.”
Jude lo miró con una expresión de puro escepticismo.
“Mi casa no está tan lejos,” continuó Wéstern, encogiéndose de hombros. “Media hora. Quizá más, quizá menos.”
Jude entrecerró los ojos y ladeó la cabeza.
”Es… broma, ¿no?”
Wéstern se ajustó el sombrero.
“Trote ligero o nos congelamos aquí.”
Sin más discusión, ambos salieron del callejón y empezaron a correr. El agua golpeaba sus rostros como agujas frías, pegando la ropa de Jude a su piel y empapando la gabardina de Wéstern. Las calles estaban casi vacías, apenas unas pocas figuras encorvadas corriendo bajo la luz parpadeante de los neones.
“Maldita ciudad,” resopló mientras esquivaban un charco enorme.
“Siempre… llovía así…? “Preguntó Jude entre jadeos.
“Cuando Horevia quiere joderte más de lo normal, sí.”
Jude soltó una risa entrecortada.
“Mierda… me… estoy… congelando…”
“Y yo me estoy arrepintiendo de salvarte.”
Jude lo empujó levemente con el hombro como respuesta.
Trotaron bajo la tormenta durante casi media hora. Cuando por fin llegaron ambos estaban empapados hasta los huesos.
Wéstern se sacudió el agua del sombrero y alzó la vista hacia el dispositivo de seguridad de la puerta. Su ojo izquierdo parpadeó y la cerradura emitió un pitido antes de desbloquearse y abrirse.
“Bienvenido a mi mansión…” Murmuró con sarcasmo.
El interior de la casa de Wéstern tenía un olor particular: una mezcla de veytharina, metal oxidado y café viejo.
El suelo era de metal oscuro y estaba rallado por los años. Las paredes, de un gris azulado, tenían grietas en algunas partes, con pintura descascarada revelando el concreto debajo. El techo tenía marcas de humedad en las esquinas.
El lugar no era grande, pero tampoco una pocilga. Había una sala con un sofá de cuero gastado, una mesa con varias botellas vacías encima y una cocina pequeña con una cafetera vieja y una pila de platos sucios en el fregadero.
Jude miró a su alrededor, frotándose los brazos para entrar en calor. Wéstern soltó un largo suspiro y le dio una palmada en la espalda con suficiente fuerza para hacerle dar un paso adelante.
“Bienvenido, byte. Disfruta la hospitalidad.”
Antes de que Jude pudiera responder, Wéstern se sacudió el agua de la chaqueta y dijo apresurado: “Ahora si me disculpas, llevo más de una hora queriendo mear.”
Y sin más, se apresuró al baño, dejando un rastro de agua en el suelo.
Jude se acercó lentamente al sofá rojo que estaba junto al reclinable, ese que claramente era el territorio de Wéstern. No quería invadirlo, no aún. Había algo en la forma en que el cuero estaba hundido por el peso constante, en las colillas de cigarro aplastadas en el cenicero al lado, en la manta desordenada sobre el respaldo. No necesitaba preguntar, ese era el trono de Wéstern. Con cautela, se dejó caer en el otro sofá negro, más rígido, más grande, y menos vivido. Su ropa mojada fue pegándose a su piel. Y sus pies descalzos estaban helados contra el metal.
Sobre la mesa baja, junto a un par de botellas vacías y un cenicero lleno de colillas, vio el control de la holopantalla. Dudó. No quería mover nada, no quería tocar lo que no debía. Pero después de un momento de debate interno, lo tomó y encendió la pantalla.
La luz multicolor del holograma iluminó la habitación.
"…la crisis energética en los distritos bajos sigue empeorando. Varias zonas han reportado apagones de más de 36 horas, y los residentes denuncian que las autoridades no han dado respuesta…"
Jude se abrazó a sí mismo, escuchando sin realmente prestar atención.
"Por otro lado, los disturbios en el sector industrial han dejado al menos 17 muertos. Testigos afirman que la PEACE abrió fuego contra manifestantes, aunque el portavoz del gobierno niega cualquier uso de fuerza letal…"
Las imágenes eran borrosas, tomadas con drones baratos y cámaras de seguridad defectuosas. Gente corriendo, fuego en las calles, junto a una voz repitiendo advertencias de toque de queda.
Jude tragó saliva. Todo seguía igual. Nada había cambiado en los últimos dos años.
"En noticias de espectáculos, la famosa estrella de la InterNet, Kallisti, fue vista en el exclusivo club Galaxy Stream, donde se rumorea que cerró un trato multimillonario con—"
“¿Qué ves?”
Jude dio un respingo y giró la cabeza justo cuando Wéstern salió, secándose su cabeza calva con una toalla.
Ya no llevaba su gabardina, ni las botas, ni el sombrero. Solo unos pantalones oscuros y una camiseta de manga corta, blanca y con rayas negras diagonales, que dejaba ver los tendones marcados de sus brazos y los implantes en sus antebrazos. Sin las capas de ropa y equipo, parecía menos imponente, pero no menos peligroso.
Sin decir más, Wéstern sacó otra toalla doblada y se la lanzó a Jude.
“Sécate antes de que termines enfermo.” Gruñó, señalando con la barbilla.
Jude atrapó la toalla y empezó a frotarse el cabello.
“Voy por algo seco para ti, quédate ahí.” Dijo, sacudiendo una mano en dirección a las escaleras. “Y no le subas mucho a esa cosa, me caga la voz del presentador.”
Jude asintió y Wéstern subió por las escaleras, dejándolo con la luz de la holopantalla y las noticias que seguían, contando las tragedias de un mundo que no se detenía.
Se quedó quieto por un momento, con la toalla entre las manos. La casa tenía ese silencio pesado que solo las viviendas de un solo habitante lograban acumular con los años. Un silencio que las noticias llenaban a medias, con voces monótonas que no reflejaban el horror de lo que describían.
Se desabrochó el corsé con torpeza, aflojándolo lo suficiente para poder respirar mejor. Sus dedos estaban fríos.
La toalla era gruesa y áspera. No tenía ese olor artificial de los burdeles, ni el perfume dulce que le ponían a la ropa de los clientes. Olía a humedad, a cigarro, a tela usada muchas veces. Un olor más real. Se frotó el cabello, sintiendo el agua goteando por su cuello. La toalla absorbió parte del frío, pero su piel seguía helada.
"…la cifra oficial de muertos en el Distrito 83-E supera los 200, aunque activistas aseguran que los cuerpos recuperados en las alcantarillas indican un número mayor. Se especula qu—"
Pasó la toalla por su cuello, luego por sus brazos.
"…se han reportado nuevos brotes de Gripdeath en los distritos Saíglofty inferiores. El Departamento de Salud del CIRU ha emitido una advertencia de contagio y recomienda evitar el contacto con—"
La Gripdeath. No era una enfermedad nueva, pero cada cierto tiempo volvía con más fuerza. La gente se moría en las calles, tosiendo sangre negra, y los cuerpos desaparecían antes de que alguien pudiera contar cuántos habían caído, para su suerte, solo afecta a los Saíglofty.
El Departamento de Salud siempre decía lo mismo: “Eviten el contacto”, como si la gente tuviera opción. Como si en los distritos bajos se pudiera evitar respirar el mismo aire envenenado.
Frotó la toalla contra su pecho y estómago, sintiendo la presión de las costillas marcadas bajo la piel. Había sobrevivido dos años en ese mundo, dos años en los que nadie había hecho nada por él.
Hasta ahora.
Miró la escalera. Wéstern seguía sin bajar.
Se abrazó a sí mismo, cubriendo sus hombros con la toalla.
Las noticias continuaban, hablando de más muertos, más disturbios, más ruinas. La ciudad seguía cayendo, nivel tras nivel, y nadie parecía detenerla.
Jude cerró los ojos.
Tal vez, esta era la primera vez en años que alguien lo había sacado del hundimiento.
Wéstern bajó por las escaleras con un puñado de ropa en una mano y una cerveza Ruina Roja en la otra. La espuma chorreaba por el borde de la lata, espesa y rojiza como un mal corte en la piel.
“Toma.” Le dijo, lanzando la ropa sobre el sofá.
Jude miró el montón. Había una camisa de tela gastada, gris oscura con las mangas cortas y el cuello abierto, como si hubiera sido usada tantas veces que ya había olvidado su forma original. Un short negro de tela sintética, lo bastante ancho para parecerse más a pantalones deportivos que a algo que le quedara bien. Un par de calcetines sin igual, uno gris y el otro azul oscuro. Y los zapatos…
Los miró sin decir nada. Eran un par de botas desgastadas, con los cordones sueltos y suelas tan gruesas que parecían haber caminado más que su dueño. Le iban a quedar enormes.
“No había nada más chico,” dijo Wéstern encogiéndose de hombros. “Y no me pidas ropa interior.”
Jude parpadeó y simplemente asintió, tomando la ropa.
Wéstern señaló el baño con la lata de cerveza. “Ahí tienes espacio.”
Jude se levantó sin discutir y se dirigió al baño.
Entró y vio que el espejo estaba cubierto de manchas de humedad y rastros de algún intento fallido de limpiarlo. Pero aun así, el reflejo era claro.
Se quedó mirándose unos segundos, sin moverse.
La piel pálida y marcada. El cuello con las sombras de los labios de extraños que se habían quedado pegadas como suciedad imposible de lavar. El corsé negro aún estaba ceñido a su cuerpo, hundiendo sus costillas. Las mangas postizas blancas que le daban una falsa elegancia. Las medias de red rasgadas en algunos puntos.
La imagen de una mentira.
Suspiró y se desvistió con calma, dejando caer cada pieza sobre el suelo. El corsé fue lo primero, seguido de las mangas, luego las medias. Sintió el aire frío pegándose a su piel desnuda.
Tomó la toalla otra vez y se secó a mayor profundidad.
Pasó la tela por su cabello, frotándolo hasta que quedó en un desastre de plumas húmedas y enredadas. Se giró un poco para secarse la cola, asegurándose de quitar la humedad de cada pluma.
Después, tomó la nueva ropa y se la puso.
La camisa le quedaba enorme. El cuello abierto dejaba ver demasiado de su clavícula, y las mangas cortas le cubrían casi los codos. El short tampoco ayudaba: la cintura le quedaba suelta, obligándolo a ajustarlo con las manos antes de soltarlo y esperar que se quedara en su sitio.
Los calcetines eran lo único que le quedaba decentemente. Se agachó y se puso las botas. Como esperaba, eran demasiado grandes.
Soltó un suspiro y salió del baño.
Wéstern ya estaba en el sofá cuando regresó a la sala.
El programa en la holopantalla había cambiado. Ahora mostraba una comedia barata, con risas enlatadas y personajes con expresiones exageradas. En su mano, Wéstern sostenía una lata de Ruina Roja, inclinándola levemente mientras la espuma burbujeaba en la superficie.
“Esa ropa te queda horrible.” Comentó sin levantar la mirada de la pantalla.
Jude bajó la vista hacia su propia ropa y luego hacia Wéstern.
No dijo nada. Pero se acercó al sofá y se dejó caer en el asiento sin hacer ruido. La lluvia golpeaba la ventana.
Y por primera vez en mucho tiempo, no tenía que pensar en qué vendría después. Miró de reojo la lata de cerveza en la mano de su compañero, con el logo gastado de Ruina Roja, y tras unos segundos de silencio, soltó la primera tontería que le vino a la mente.
“¿Te gusta la Ruina Roja…?”
Wéstern arqueó una ceja y, con una media sonrisa, levantó ligeramente la lata.
“No cabrón, la tengo en la mano solo por decoración.”
Jude soltó un suspiro.
“Es buena… Me gusta…” Murmuró.
“¿Ah, sí? ¿Desde cuándo un crío como tú bebe cerveza de obreros?”
Jude no respondió de inmediato, solo se encogió de hombros. No tenía por qué contar que, a veces, un trago robado de un cliente distraído en el burdel le había servido como cena.
Wéstern tomó un trago largo, acomodándose más en su asiento, hasta que finalmente soltó lo que llevaba en la cabeza.
“Estoy pensando en cómo conseguir lumos. No hay muchas opciones cuando tu reputación está podrida. Nadie va a contratar a un ex-policía caído en desgracia… Así que solo queda… lo otro.”
No necesitó decir más. Lo otro. La opción que siempre está ahí cuando no queda nada más.
Lo miró de reojo, esperando la reacción de Jude. Esperaba ver rechazo, miedo, tal vez asco. Pero Jude simplemente asintió con la cabeza, como si estuviera escuchando algo obvio.
“Te acompaño.”
Silencio.
Wéstern parpadeó, no porque no hubiera entendido, sino porque la respuesta era tan inmediata, tan natural, que le tomó un par de segundos procesarla.
“¿Cómo dices?”
Jude lo miró de frente.
“Que te acompaño.”
“¿Así nomás?”
“Sip.”
Wéstern entrecerró los ojos, examinándolo con la mirada, esperando alguna señal de duda.
“No es un paseo. Estamos hablando de jodernos en serio.”
“Ya estoy… jodido.”
Wéstern apoyó el codo en el brazo del sofá, tomando otro trago antes de señalarlo con la lata.
“Podrías hacer otra cosa. No sé, buscar un trabajo honesto, una salida.”
“¿Dónde? ¿Cómo?”
No hubo respuesta inmediata. Wéstern entrecerró los ojos, pero Jude ya se encogía de hombros.
“No tengo a dónde ir…” Dijo con un tono seco, pero no amargo. “Y no me voy a quedar viendo.”
El ex-oficial exhaló por la nariz. Luego, sin poder evitarlo, soltó una corta carcajada.
“Eres un niño irremediable.”
Jude ladeó la cabeza con una leve sonrisa, sin tomárselo a mal.
“Sip.”
“Mierda… Bueno, ya veremos.”
Jude lo miró un poco más antes de volver la vista a la holopantalla. No había vuelta atrás. Recargó la cabeza en el respaldo del sofá. Sentía el cansancio acumulándose en su cuerpo. No había dormido bien en días… tal vez en semanas.
Wéstern tomó un último trago de su cerveza y la dejó sobre la mesa sin mucho interés. Su mente ya estaba en otro lado.
Jude parpadeó lentamente.
El calor del suéter, la suavidad engañosa del sofá… su cuerpo se hundió más en la tela hasta que sus párpados se volvieron demasiado pesados. El programa se convirtió en un murmullo lejano. Su respiración se volvió pausada, regular.
Wéstern apenas notó el momento en que Jude se quedó dormido. Solo cuando giró un poco la cabeza lo vio ahí, con la boca entreabierta, el pecho subiendo y bajando con ritmo tranquilo.
El ex-oficial sacudió la cabeza con una sonrisa cansada.
Se levantó con un movimiento perezoso, recogió la lata vacía y la dejó en la cocina antes de volver a su asiento. Luego, se reclinó en su silla y comenzó a trabajar.
Sus ópticas se iluminaron con un tenue resplandor ámbar mientras su Interfaz Neural se activaba. Se sumergió en su red de contactos, pasando nombres, registros, antiguas llamadas. Buscaba a alguien en específico. Un viejo compañero que aún estaba en la fuerza… y que le debía favores.
El tiempo pasó. Dos horas, tal vez tres.
Wéstern repasó planes, pensó en rutas de escape, en contactos, en cómo abordar la situación sin parecer un mendigo desesperado.
Finalmente, tuvo una idea.
Desactivó su Interfaz y se estiró, sintiendo el peso del cansancio acumulado en sus hombros. Giró la cabeza hacia Jude, que seguía dormido en el sofá, con el brazo cubriéndose los ojos, respirando con calma.
Una sonrisa socarrona cruzó su rostro.
Se inclinó un poco y le dio un par de palmaditas en la mejilla.
“Eh, dormilón.”
Jude gruñó algo ininteligible y se encogió un poco más.
“Joder, qué ternura. No sabía que los callejeros dormían como jarnhitos.”
Jude abrió un ojo y lo miró con expresión adormilada.
“Cállate…” Murmuró con la voz rasposa.
Wéstern se rió entre dientes.
“Bueno, ya tengo una idea.”
Jude se frotó los ojos y se enderezó lentamente, aún con el sueño pegado en el cuerpo.
“¿En serio?”
“En serio.”
Wéstern se reclinó de nuevo, pasando la lengua por sus dientes mientras navegaba en su Interfaz Neural. Desplazó el menú mental con la facilidad de quien había hecho esto miles de veces antes, explorando su red de contactos en busca de un nombre en particular.
Jude lo miró en silencio hasta que vio el cambio: las ópticas de Wéstern se tornaron celestes, un brillo frío indicativo de una llamada en curso.
Por unos segundos, solo hubo un zumbido estático. Luego, una voz áspera y resquebrajada se filtró en la mente de Wéstern.
“…Dime que es una broma, Wéstern.”
“¿Me extrañaste, infeliz?”
“¿Para qué llamas? ¿Sabes lo que me jodería si me ven hablando contigo?”
Jude, curioso, se inclinó un poco, tratando de escuchar algo más, hasta que tuvo una idea y murmuró:
“Dile que no sea cobarde…”
Wéstern ni siquiera lo miró. Solo extendió una mano y le cerró suavemente la boca con los dedos.
“Cierra el piquito.”
Jude frunció el ceño y se cruzó de brazos, pero no insistió.
Wéstern, por otro lado, exhaló con sorna y se acomodó en el asiento.
“Escucha, Jona, sé que tienes miedo de que te vean con un caído en desgracia como yo. Lo entiendo. La reputación lo es todo, ¿cierto?”
“Exacto.”
“Entonces dime, ¿qué haría tu reputación si alguien se enterara de aquel desmadre en los muelles de Kessler?”
El silencio en la llamada fue inmediato.
“…No sé de qué hablas.”
Wéstern sonrió con satisfacción, como un depredador saboreando el miedo en su presa.
“Oh, ¿no? Déjame refrescarte la memoria… Noche de lluvia, muelle 6, un cargamento de seda bioluminiscente que, en teoría, jamás llegó a su destino. ¿Te suena?”
“Cierra la boca.”
“O tal vez la historia del chico en la bodega del distrito C-79. Oh, esa me gusta más. Un caso que nunca llegó a los archivos de la PEACE, porque qué conveniente que nadie reportó un cadáver con el rostro hecho puré contra una pared.”
“Cierra. La. Boca.”
Wéstern inclinó la cabeza, deleitándose con la reacción.
“Solo digo que, si tu gran preocupación es tu reputación… quizá deberías preocuparte por otras cosas también.”
Jona gruñó, su respiración entrecortada se filtraba en la conexión mental.
“Eres un hijo de jarnha, Wéstern.”
“Tú también. Pero no te preocupes, yo no estoy aquí para joderte… Bueno, no demasiado. Solo necesito un trabajo. Algo que valga la pena.”
“¿Y por qué carajos crees que tengo algo para ti?”
“Porque sé que manejas cosas turbias. Y sé que hay gente que necesita gente sin escrúpulos.”
“…Mierda… Nos vemos en el HoloCassette.”
Jona no respondió de inmediato. Luego, con voz áspera, escupió: “Si esto me jode, te mato.”
“Ja. Si esto te jode, significa que no lo hicimos bien. Nos vemos, byte.”
La conexión se cortó y las ópticas de Wéstern volvieron a su color normal.
Soltó un suspiro, girándose hacia Jude con una expresión de victoria.
“¿Ves? Así se negocia.”
Jude ladeó la cabeza, pensativo.
“Lo extorsionaste…”
“Lo presioné. Diferencia sutil pero importante.”
Jude lo miró unos segundos más y luego extendió la mano. Wéstern sonrió con sorna y chocó los cinco con él.
La noche apenas comenzaba.
“Ya es hora de irnos.”
Jude parpadeó sorprendido.
“¿Ya?”
“Sip. Vamos, muévete.”
Wéstern se levantó con calma, tronándose los nudillos, y subió las escaleras con paso firme. Unos minutos después, bajó con una chaqueta diferente, negra mate y ajustada sobre los hombros, su gabardina la había metido en la secadora-lavadora dentro del baño, con botas negras bien atadas y su sombrero negro encajado en la cabeza, proyectando su sombra característica sobre el rostro.
“Tienes cinco minutos para subir y encontrar algo que te sirva. Agarra lo que quieras.”
Jude lo miró con un dejo de duda.
“¿Seguro?”
“Mi esposa no está. ¿Quién sabe dónde andará? No se va a enterar.”
Jude se encogió de hombros y subió las escaleras.
El dormitorio tenía un aire de abandono. La cama estaba medio hecha, las luces eran bajas y habían un par de cajones mal cerrados. Jude buscó en el armario, recorriendo con la mirada las prendas que claramente no le quedarían. Finalmente, se decidió por un suéter verde oscuro sin cremallera, de tela gruesa y algo gastada. Sacó también unos pantalones azul oscuro y unos tenis rojos que le quedaban enormes, pero con el cinturón bien apretado, al menos no se le caerían.
Bajó las escaleras mientras se acomodaba la ropa. Wéstern estaba en la cocina, hurgando en un cajón.
“Bien, eso te servirá.” Le echó una mirada rápida a la ropa antes de cerrar el cajón y sacar un objeto negro, pequeño y rectangular.
Jude arqueó una ceja cuando Wéstern le lanzó el objeto. Lo atrapó con ambas manos y sintió el peso metálico en la palma. Cuando miró bien, su estómago se encogió.
Era una pistola.
“¿Q-qué?”
“F-06. Pistola táctica.” Dijo Wéstern con naturalidad, inclinándose contra la mesa mientras le daba unos golpecitos a su propia arma, su B-88, bien asegurada en su cinturón.
Jude tragó saliva.
“¿Y por qué me la das?”
“Porque la vas a necesitar.”
“Pero…”
“Escucha. No es una opción. Si vas a venir conmigo, al menos tienes que poder defenderte.”
Jude miró el arma con cautela, sujetándola como si fuera un animal a punto de morderlo.
“Yo no sé usar esto.”
Wéstern bufó, cruzándose de brazos.
“Para eso estoy yo. Mira, no es complicado. La F-06 es una joya en su categoría. Cargador de ocho balas, sistema de supresión de sonido integrado y retroceso prácticamente nulo. No te va a saltar de las manos cuando dispares.”
Jude no se veía convencido.
“Eso no cambia el hecho de que nunca he disparado.”
“Por eso vamos a hacer esto bien. Vas a aprender. Y lo primero es entender que una pistola no es solo un pedazo de metal.” Le tocó el pecho con un dedo. “Si la tratas como un simple objeto, te va a traicionar. Tienes que verla como una extensión de ti. Amarla, cuidarla… y, cuando llegue el momento, usarla sin dudar.”
Jude exhaló despacio. El peso del arma en su mano se sentía extraño. Frío.
Wéstern le sostuvo la mirada.
“Así que dime. ¿Estás listo para esto?”
Jude respiró hondo y, con algo de duda, cerró los dedos alrededor de la empuñadura.
“Supongo que no tengo opción.”
Wéstern sonrió de lado.
“Esa es la actitud.”
Miró a Wéstern con incertidumbre.
“No me gusta esto.”
Wéstern, con la paciencia de alguien que ha visto a muchos sostener un arma por primera vez, le hizo un gesto para que no se preocupara.
“Por eso estamos haciendo esto aquí y ahora, byte. Más vale que te acostumbres antes de que tengas que usarla de verdad.”
Dicho esto, se acercó y, con un movimiento suave, colocó sus manos sobre las de Jude, guiando sus dedos para que sujetaran la empuñadura correctamente.
“Primero que nada, el agarre. No la sostengas como si fuera a explotar en cualquier momento.” Presionó ligeramente sus manos. “Pero tampoco la sujetes floja. Tienes que tener control sin tensarte demasiado.”
Jude tragó saliva y asintió, ajustando la presión en la empuñadura.
“Bien. Ahora, la posición de los brazos. Si los mantienes demasiado rígidos, el impacto puede joderte los músculos con el tiempo. Pero si están flojos, pierdes precisión.” Le acomodó los brazos, doblando ligeramente los codos. “Así. Más natural.”
Jude miró la postura, aún sintiéndose torpe.
“¿Y los dedos?”
Wéstern sonrió de lado.
“Buena pregunta. El índice nunca va en el gatillo a menos que vayas a disparar.” Con un toque en su mano, movió el dedo de Jude fuera del gatillo. “Esto es seguridad básica. Mucha gente la caga con esto y terminan con un balazo en el pie.”
Jude dejó escapar una risa nerviosa, pero asintió.
“Ahora, fíjate en esto.” Le soltó y tomó la pistola que había dejado en la mesa, deslizó un dedo por el costado y desactivó el seguro con un leve clic. “Seguro activado, seguro desactivado. Sencillo.”
Le hizo un gesto a Jude para que lo intentara. Este, con algo de vacilación, buscó la pequeña palanca y la movió.
“Eso es. Tienes que hacerlo sin pensarlo demasiado.”
Luego, Wéstern se inclinó sobre el cajón y sacó dos pequeños cargadores, de un color oscuro y mate. Se los entregó a Jude.
“Esto es lo siguiente. Cargador de tungsteno, ocho proyectiles. No hay más magia aquí, pero tienes que saber manejarlo.”
Jude observó los cargadores con curiosidad.
“¿Cómo lo pongo?”
“Así.”
Wéstern tomó la pistola de Jude, la giró y, con un movimiento rápido, extrajo el cargador vacío que tenía puesto.
“Pulsa aquí para liberarlo.” Señaló un botón en el costado del arma. “Y luego lo deslizas con firmeza.”
Hizo la demostración, sacando y colocando el cargador en un solo movimiento fluido. Luego, le devolvió la pistola a Jude.
“Inténtalo.”
Jude lo hizo con algo de torpeza, pero con determinación. Pulsó el botón, sintió el clic del cargador saliendo y, tras un segundo de vacilación, insertó el nuevo.
“Bien, pero más rápido la próxima vez. En medio de un tiroteo, no te puedes dar el lujo de dudar.”
Jude asintió.
“¿Cómo sé si está cargada?”
Wéstern sonrió con aprobación. Le señaló una pequeña ventana en el costado. “Mira aquí. Si ves metal, hay una bala en la recámara. Si no ves nada, estás jodido.”
Jude inclinó la cabeza y miró con atención.
“Eso… tiene sentido.”
Wéstern cruzó los brazos, evaluando su progreso.
“Bien, ya sabes lo básico. Ahora, la lección más importante.”
Jude lo miró con atención.
“No dudes en disparar si es necesario.”
La expresión de Jude se tensó.
“Pero…”
“No hay peros, niño. Si sacas un arma, tienes que estar listo para usarla. La gente cree que con apuntar es suficiente, pero te aseguro que nadie se queda quieto cuando le pones una pistola en la cara. Si vas a disparar, disparas. Si dudas, te matan.”
Jude sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
“No quiero… matar a nadie…”
Wéstern lo observó en silencio unos segundos.
“Nadie quiere.” Se pasó una mano por el mentón y suspiró. “Pero cuando la mierda golpea, las opciones se reducen.”
Jude bajó la mirada a la pistola. Su reflejo se veía distorsionado en el metal negro.
Wéstern le dio una palmada en el hombro.
“Por ahora, solo quiero que te acostumbres. No te estoy diciendo que te conviertas en un asesino de la noche a la mañana, pero si la situación se tuerce, más vale que estés listo.”
Jude respiró hondo y apretó la pistola con más seguridad.
“Vale.”
Wéstern le dio una media sonrisa.
“Eso es. Ahora, vamos a encontrarnos con ese viejo cabrón.”
Jude se quedó mirando la lluvia golpeando los cristales de la única ventana de la casa. Cada gota parecía desintegrarse en pequeños destellos al tocar la superficie de vidrio.
“¿Y cómo salimos con esta lluvia?” Preguntó, girándose hacia Wéstern con una ceja levantada.
Wéstern, con su habitual calma, se encogió de hombros.
“Honestamente, solo estaba haciendo tiempo.” Sus ópticas brillaron en un tono verde por un instante, señal de chat en curso. Un segundo después, pasaron a un ámbar, indicativo de una transferencia de Créditos. Finalmente, regresaron a su tono rojo intimidante de siempre.
“Ya pedí un ShadowRide.”
Jude parpadeó.
“¿Desde cuándo?”
“Hace un rato. Llega en cinco minutos.”
Ambos se quedaron en la sala, con Jude revisando los detalles de su ropa prestada mientras Wéstern simplemente se cruzaba de brazos, con el mentón bajo, impasible.
Los minutos pasaron en un silencio solo interrumpido por la lluvia golpeando el techo de la casa. De vez en cuando, Jude lanzaba miradas furtivas hacia la puerta.
“Ya está afuera.” Anunció de repente el viejo Turvau, desenroscándose del sofá con fluidez.
Jude se apresuró a seguirlo mientras salían. La lluvia aún caía con intensidad, reflejando el brillo de los neones y las luces dispersas por la ciudad. El ShadowRide esperaba en la calle, flotando a unos centímetros del suelo, un vehículo negro puro con ventanas opacas que no dejaban ver nada del interior.
Wéstern abrió la puerta con un movimiento rápido.
“Dale, sube.”
Jude obedeció, entrando primero. El interior del auto era oscuro, insonorizado, con un tenue resplandor azul en las pantallas incrustadas en los paneles. No había ventanas, ni forma de ver hacia afuera, como si el vehículo existiera en su propia burbuja apartada del mundo.
Wéstern entró detrás de él y cerró la puerta. El aire dentro tenía un ligero aroma metálico, casi estéril.
El conductor, un Omniroide con una cabeza alargada y un solo visor horizontal como rostro, giró levemente en su asiento.
“Confirme la dirección.”
Wéstern apoyó un codo en la rodilla y recargó la barbilla en la mano.
“HoloCassette-Bar, distrito C-5.”
El Omniroide no respondió, simplemente comenzó a mover el vehículo.
Jude se inclinó un poco hacia adelante, observando los detalles del auto. El interior era minimalista, sin adornos innecesarios. No había volante visible, ni controles manuales. Todo estaba automatizado.
Se recargó en el asiento y suspiró.
“¿Estos taxis siempre son tan… incómodos?”
Wéstern soltó una leve risa nasal.
“Depende. Pagar más te consigue un modelo con mejores asientos y una IA más habladora. Pagar menos y te subes a una chatarra con un conductor que probablemente ya está muerto.”
Jude hizo una mueca.
“Neon.”
El vehículo siguió deslizándose por la ciudad, dejando atrás el barrio en el que habían estado.
El ShadowRide se detuvo. Jude, recostado contra el asiento, con la boca apenas entreabierta, respiraba suavemente.
“Oye, dormilón.” Wéstern lo sacudió del hombro primero. Al no obtener respuesta, le dio un pequeño manotazo en la pierna.
“Arriba, ya llegamos.”
Jude gruñó en un murmullo, removiéndose con torpeza, hasta que Wéstern le empujó un poco más fuerte el hombro.
“Despierta o te cargo, y no creo que te guste cómo.”
Jude parpadeó, confuso, y se talló los ojos con una mano.
“¿Mmmh?”
“Ya bájate.”
Wéstern abrió la puerta y salió, despidiéndose con un breve gesto del conductor antes de cerrar. Jude se arrastró fuera del auto, aún con el letargo pegado al cuerpo.
Sobre ellos, una estructura metálica se extendía como un techo protector, impidiendo que la lluvia los alcanzara. Era parte de la fachada del HoloCassette-Bar, un establecimiento de alta tecnología con un diseño retrofuturista.
La entrada estaba decorada con neones pulsantes en colores púrpura y azul, proyectando patrones en la acera mojada. El cartel sobre la puerta cambiaba entre "HoloCassette-Bar" y "Drink the Illusion" en letras doradas estilizadas del alfabeto Karcey.
Las paredes del lugar eran lisas, de un metal oscuro con líneas de luz corriendo como circuitos vivos. La puerta era automática, sin manijas, con una interfaz holográfica flotando al lado que mostraba las promociones de la noche:
"Dúo de Holo-Shots por 15 Créditos"
"Especial de Proyecciones: Historia Criminal del Distrito C-5"
Jude estaba maravillado. Sus ojos aún somnolientos se abrieron más al ver el espectáculo de luces y tecnología, sin darse cuenta de que Wéstern lo observaba con una media sonrisa.
El exoficial le agarró del cabello y lo jaló suavemente hacia él.
“No te me separes, mocoso.”
Jude soltó un pequeño bufido, pero no protestó.
Ambos entraron.
El sonido los golpeó primero.
Una mezcla de sintetizadores graves y percusión llenaba el lugar, sincronizándose con los colores vibrantes del ambiente. Proyecciones holográficas flotaban: algunas eran simples anuncios, pero otras mostraban escenas en vivo de bailarinas virtuales y figuras espectrales que parecían moverse al ritmo de la música.
El suelo era translúcido, con circuitos luminosos corriendo bajo sus pies. El techo, un domo que reflejaba todo el espectáculo con una ligera distorsión, daba la sensación de estar dentro de una simulación.
Las mesas estaban iluminadas desde dentro, proyectando menús en realidad aumentada sobre sus superficies. Algunas mostraban bebidas flotando, hechas de luz pura, esperando a ser "consumidas" para estimular los sentidos del cliente sin ingerir nada real.
La barra se extendía al fondo, con botellas reales y virtuales mezcladas en un caos elegante. Un barman Omniroide con múltiples brazos mecánicos servía tragos mientras que un humano con implantes en la cara tomaba pedidos con una interfaz en su brazo.
Los clientes eran una mezcla de todas las razas del CIRU. Había mercenarios bebiendo en silencio, informantes compartiendo susurros, chicas de compañía digitales flotando entre los grupos, y jugadores de azar apostando créditos en mesas interactivas.
Jude seguía con los ojos bien abiertos, girando la cabeza como un niño en un parque de diversiones.
“Si sigues así, te van a robar hasta los calcetines.” Murmuró Wéstern, empujándolo suavemente hacia un booth doble al costado del bar.
El asiento era de un material sintético negro con una luz tenue corriendo por los bordes. La mesa al centro proyectaba un menú en el aire con opciones de bebidas y "experiencias virtuales". Wéstern y Jude se sentaron en el mismo lado, pegados a la pared, dejando el otro espacio libre para su contacto.
Jude bajó un poco la cabeza, aún procesando todo lo que veía.
“Este lugar es…”
“Una trampa para idiotas.” Wéstern se acomodó en el asiento, con los brazos cruzados. “Y nosotros somos los idiotas de esta noche.”
Se quedaron en silencio por un momento, observando a la gente, esperando la llegada del contacto.
Jude tamborileó los dedos sobre la mesa iluminada, observando las líneas de luz que corrían bajo el material sintético. De vez en cuando, movía la mano y veía cómo el menú holográfico reaccionaba a su presencia.
“¿Por qué dices que este lugar es una trampa para idiotas?” Preguntó, sin apartar la vista del espectáculo de luces que lo rodeaba.
Wéstern dejó caer la cabeza hacia atrás en el respaldo del asiento y bufó.
“Porque lo es, mocoso.”
Jude parpadeó, esperando más.
“Mira a tu alrededor…” Continuó Wéstern, con ese tono sarcástico y condescendiente que usaba cuando alguien decía algo particularmente obvio. “Gente con más dinero que sentido común, o con menos dinero del que creen. Todo este juego de luces, hologramas y tragos que ni siquiera existen... Es puro truco psicológico.”
“¿Cómo?”
Wéstern se inclinó hacia él con una expresión burlona.
“El truco es simple: engañar al cerebro. ¿Ves esas bebidas flotando?” Señaló a un grupo de clientes en una mesa cercana, levantando vasos hechos de luz pura. “No están tomando nada real. Es un simulacro. El holograma estimula el cerebro para que sienta el sabor, la textura, incluso el calor del alcohol... Pero no hay líquido, no hay sustancia.”
Jude frunció el ceño.
“Eso suena... ¿inútil?”
Wéstern soltó una carcajada.
“Para gente como nosotros, sí. Pero para los idiotas con complejo de clase alta, es el paraíso. No engordan, no se emborrachan de verdad, no se ensucian... y lo mejor de todo, pagan una fortuna por el placer de sentirse especiales.”
Jude miró de nuevo las mesas, observando a los clientes con otra perspectiva. Vio a un grupo de ejecutivos brindando con tragos inexistentes, a un par de chicas riéndose mientras bebían algo que desaparecía antes de tocar sus labios. La idea le pareció... artificial.
“No sé. Me gusta que sea diferente.” Murmuró.
Wéstern levantó una ceja y sonrió.
“Ah, claro. Diferente. Como una estafa disfrazada de innovación.”
Jude rodó los ojos.
“Eres un viejo amargado.”
Wéstern se inclinó, apoyando un brazo sobre la mesa.
“Soy un hombre con ojos abiertos, mocoso. Este lugar no existe para la diversión, sino para el negocio. Fíjate en los rincones oscuros, donde la luz no llega tanto.” Movió la barbilla en dirección a los costados del bar. “Apostadores, traficantes, informantes... Todos juegan su parte en esta hermosa ilusión.”
Jude observó las áreas menos iluminadas. Notó a un par de figuras encorvadas sobre una mesa, hablando en susurros, intercambiando algo pequeño y metálico. Un hombre vestido de forma demasiado formal para un bar de este tipo tecleaba en una consola portátil, revisando transacciones con un gesto nervioso.
“Oh…”
Wéstern le dio una palmadita en la cabeza como si fuese un jarnhito. Antes de que Jude pudiera protestar, una figura apareció en su campo de visión. Un tipo llegó en silencio, pero con una presencia imposible de ignorar.
Estaba completamente cubierto. Capucha ancha, abrigo largo con cuello alto, guantes oscuros. No se veía un solo centímetro de piel. Incluso sus ojos estaban ocultos tras unas gafas opacas que reflejaban la luz del bar como espejos sin alma.
Se dejó caer en el asiento frente a ellos con un gruñido de fastidio.
“Te odio, Wéstern…”
Wéstern sonrió como si acabaran de elogiarlo.
“Sabes que me encanta cuando me hablas bonito, Jona. Pero déjate de tonterías y dime qué tienes para mí.”
Jona resopló y se acomodó en su asiento, como si el solo hecho de estar ahí lo irritara.
“¿Sabes la mierda en la que me metería si alguien me ve contigo?”
Wéstern apoyó un codo en la mesa y le dedicó una mirada.
“Oh, por favor. No me digas que te pusiste sentimental.”
“No es sentimentalidad, es supervivencia. Si me descubren, me despedazan.”
Wéstern entrecerró los ojos con una sonrisa burlona.
“¿Despedazarte? Pff, creí que eras un tipo rudo. Ahora resulta que te asusta la sombra de la DCIN.”
Jona lo fulminó con la mirada, pero Wéstern no perdió su sonrisa confiada.
“Vamos, Jona. No tienes que hacer nada difícil. Solo quiero información. Ni siquiera tienes que mover tu gordo trasero de la silla.”
Jona exhaló pesadamente y empezó a rebuscar en los bolsillos de su abrigo. “Dame un segundo.”
Wéstern se acomodó, satisfecho.
“Eso es. Sabía que no me ibas a decepcionar, viejito.”
Jude observaba en silencio, con la sensación de estar presenciando una danza peligrosa entre dos hombres que sabían exactamente cómo empujarse al límite sin quebrarse.
Jona sacó una libreta pequeña, de esas de papel grueso y amarillento, con las esquinas dobladas por el uso.
Wéstern dejó escapar una risa nasal y apoyó el codo en la mesa.
“¿En serio, Jona? ¿Tan asustado estás como para anotar todo en físico? Pensé que eras más listo.”
Jona le lanzó una mirada de advertencia, pero Wéstern no se inmutó.
“Vamos, hombre. Has hecho cosas peores. O ya se te olvidó el asunto de los transportes en Vashka-9, cuand—”
“¡Cierra la boca!” Soltó Jona, golpeando la mesa con los nudillos.
Wéstern sonrió con suficiencia.
“Solo digo que esto no es nada en comparación.”
Jona se inclinó hacia adelante, bajando la voz.
“No es cuestión de comparación, idiota. Todo lo digital es rastreable. Crees que los de la DCIN no escanean cada paquete de datos que circula por los Distritos Bajos. La tinta y el papel aún son cosas que los analíticos no pueden desencriptar a distancia.”
Le deslizó la libreta a Wéstern con un movimiento rápido.
“Tómala y léela después.”
Wéstern la metió en el bolsillo interior de su chaqueta sin siquiera mirarla.
Jona suspiró y sacó un pequeño pedazo de papel adicional, escrito con un número de contacto y una dirección.
“Si estás tan desesperado…” Murmuró, casi con desgana, “hay gente que paga bien por trabajos discretos. Pero una vez entras ahí, no hay salida, Wéstern.”
Se detuvo un momento, buscando las palabras correctas, y luego lo miró fijamente.
“Piensa bien si quieres seguir siendo un maldito ex-oficial… o solo un maldito.”
Wéstern observó el papel en su mano, con una expresión neutral. Luego, con un movimiento despreocupado, lo guardó en su otro bolsillo.
Jude no pudo evitar sentirse incómodo. Algo en la conversación había cambiado, volviéndose más pesada.
“¿Y quién se supone que es la persona a la que vamos a ver?” Preguntó Wéstern, en un tono que fingía desinterés.
Jona resopló.
“La Baronesa.”
“Vaya nombrecito.”
“No te rías. La Baronesa es seria. Es una Tiaty.”
Jude frunció el ceño.
“¿Los que usan máscaras de respiración?”
Jona ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa seca.
“Vaya, el chico tiene cerebro. Sí, los Tiaty no pueden respirar el mismo aire que nosotros sin filtrar. Pero la Baronesa… Ella está tan llena de implantes que dudo que le quede algo original, excepto su instinto asesino.”
Jude tragó saliva.
“¿Qué tipo de implantes?”
Jona se encogió de hombros.
“Todos los que te imagines. Ojos aumentados, rastreadores integrados, mejoras musculares, interfases directas con la Red… pero lo que la hace realmente jodida es su sentido del negocio.”
Se inclinó sobre la mesa, apoyando los antebrazos.
“Escuchen bien, porque esto es importante. Hay reglas. Reglas básicas.”
Jude sintió que su garganta se secaba, pero Wéstern solo alzó una ceja, esperando.
Jona levantó un dedo.
“Uno: No hagas preguntas estúpidas. Ella te dice algo, tú obedeces.”
Levantó un segundo dedo.
“Dos: No intentes negociar. El precio que te dé es el precio final.”
Tercer dedo.
“Tres: Nunca la veas como si fuera una persona. No le gusta.”
Jude parpadeó.
“¿No le gusta que la vean como una persona?”
Jona giró la cabeza lentamente hacia él.
“A la Baronesa no le gusta la gente. Le gustan las herramientas. Si eres útil, te mantiene cerca. Si no…” Se pasó el dedo por el cuello con un gesto elocuente.
Jude sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
“Bueno… suena… encantadora…” Murmuró.
Wéstern sonrió con ironía.
“Parece de mi tipo.”
Jona negó con la cabeza y se levantó de golpe.
“Suerte con eso. Y que el Regente se apiade de tu culo.”
Se dio la vuelta y desapareció entre la multitud, caminando a paso rápido, sin mirar atrás.
Wéstern sacó la libreta de su chaqueta y la abrió sobre la mesa. El papel era áspero, como si hubiera sido arrancado de un cuaderno barato, y la tinta parecía haber sido trazada con prisa, con una caligrafía torpe y comprimida.
Jude se inclinó un poco, intentando descifrar los garabatos.
“¿Qué demonios es esto? ¿Una Infosphera o una Criptalum?” Frunció el ceño. “Escribe horrible.”
Wéstern soltó una risita seca mientras pasaba la yema del dedo por las líneas.
“Eso es una ‘Info’… o tal vez una ‘Cript’. Bah, no importa. Aquí está el número y la dirección.”
Ambos leyeron en silencio. Nivel -47.
Jude se estremeció.
“Cuarenta niveles por debajo de la superficie…”
Wéstern cerró la libreta y la guardó..
Jude suspiró y echó un vistazo alrededor del bar.
“Entonces… ¿nos vamos o quieres pedir algo?”
“Nah.” Jude negó con la cabeza. “El lugar está lindo, pero la música me da dolor de cabeza.”
“Por fin dices algo inteligente.”
Le dio un empujón en el hombro para que se levantara, y ambos salieron del booth.
Al atravesar la puerta del HoloCassette-Bar, la lluvia seguía cayendo, pero no importaba. Justo afuera, bajo el mismo techo que cubría la entrada, se abría un enorme túnel descendente a la derecha, grafiteado de arriba a abajo con símbolos de pandillas, frases ilegibles y dibujos deformes. Unas escaleras de metal, viejas y mal mantenidas, descendían hacia la profundidad de los Distritos Bajos.
Jude tragó saliva.
“Se siente como entrar a otro mundo.”
“Lo es…” Respondió Wéstern, ajustándose la chaqueta antes de dar el primer paso hacia abajo.
Jude lo siguió sin vacilar.
El sonido de la ciudad se apagó a medida que bajaban, reemplazado por un zumbido eléctrico y el retumbar lejano de máquinas industriales. Luces parpadeantes en las paredes iluminaban el pasillo de forma intermitente, proyectando sombras largas y fragmentadas.
El eco de sus pasos se perdía en los pasillos húmedos y oscuros de los Distritos Bajos. A cada intersección, Wéstern fruncía el ceño, repasando una y otra vez el mapa neural proyectado en su Interfaz.
“Odio este lugar…” Masculló, girando por otro corredor lleno de tuberías oxidadas y cables expuestos. “Los casos en los Distritos Bajos siempre fueron un dolor de cabeza. Si no te pierdes, te apuñalan. Y si no te apuñalan, terminas en un agujero del que nadie te saca.”
Jude se quedó callado, observando con nerviosismo los alrededores.
A medida que avanzaban, los pasillos se ensanchaban en espacios más abiertos, donde grupos de vagabundos se reunían alrededor de barriles metálicos con fuego, frotándose las manos sobre las llamas titilantes. Sombras alargadas bailaban en las paredes, reflejando rostros cansados, ropas harapientas y ojos que ya no esperaban nada del mundo.
Uno de ellos, con el rostro cubierto de ceniza, los miró de reojo y escupió al suelo.
“Carne fresca…”
Jude se pegó un poco más a Wéstern.
“Ni los mires.” Dijo el exoficial sin girar la cabeza. “Aquí abajo, si no existes, no te molestan.”
Siguieron hasta que el túnel se abrió en un enorme vacío subterráneo. Frente a ellos se extendía un puente colgante de metal, oxidado y chirriante, suspendido sobre la nada. No había barandillas. Solo cables de soporte que parecían a punto de reventar.
Jude miró el abismo debajo.
“Oh, no me jodas…”
“Sí, byte…” Dijo Wéstern con una sonrisa burlona. “Te jodo.”
Caminó hacia adelante sin dudar, con cada paso de sus botas resonando sobre la estructura temblorosa. Jude tragó saliva y lo siguió, sintiendo cómo el metal se doblaba levemente con cada paso.
El otro lado del puente los recibió con una plataforma de concreto agrietado, donde un elevador industrial amarillo cubierto de grafitis y pintura descascarada esperaba. Su estructura de rejillas permitía ver el vacío descendente entre sus engranajes temblorosos.
Wéstern se recargó contra la pared y señaló el panel de control.
“Teclea 47.”
Jude presionó los botones viejos y grasientos. La pantalla parpadeó y el elevador gimió en respuesta, como si se quejara por la orden.
Mientras la puerta de rejillas se deslizaba cerrándose, Wéstern sacó el blister de su chaqueta, presionó con el pulgar una de las cápsulas y se la metió en la boca, tragándola en seco.
Jude lo miró de reojo.
“¿Qué te duele?”
Wéstern sostuvo la caja un momento antes de guardarla.
“Centropatía.”
Jude parpadeó.
“Oh…”
Un silencio pesado se asentó entre los dos.
El elevador tembló, los engranajes rechinaron, y con un golpe metálico, comenzó el descenso.
CAPÍTULO CUATRO: DISTRITOS BAJOS
El elevador descendía con la lentitud de un castigo divino. El panel marcaba Subnivel 9, y Jude, apoyado contra la rejilla, suspiró con fastidio.
“¿Cuánto tarda?”
Wéstern, relajado gracias al efecto de la pastilla, se encogió de hombros y dejó caer la cabeza contra la pared metálica.
“Paciencia, byte. Hay un buen de subniveles.”
Jude bufó.
“¿Cuántos hay, exactamente?”
“Depende de quién preguntes…” Wéstern entrecerró los ojos. “Oficiales de PEACE dicen que son unos 50 antes de llegar a los cimientos de la ciudad. Ingenieros y arquitectos hablan de unos 100. Pero los que han nacido y muerto aquí abajo… dicen que hay miles.”
Jude lo miró con incredulidad.
“¿Miles?”
“Miles…” Repitió. “Y nadie sabe qué hay más abajo.”
El joven se cruzó de brazos y miró el panel de nuevo, viendo cómo el número apenas cambiaba.
“Una vez bajé hasta el Subnivel 5, con mi familia.” Dijo de pronto. “Mi mamá tenía una prima que vivía allá, y mi viejo quería asegurarse de que todavía respiraba. Lo hizo ver como una visita familiar, pero en realidad solo quería saber si su contacto seguía vivo.”
“¿Y qué tal el paseo?”
Jude se rió entre dientes.
“Me vomité en el trayecto y un tipo intentó robarnos cuando llegamos.”
Wéstern soltó una carcajada ronca.
El silencio se asentó por unos segundos, roto solo por el sonido de los engranajes del elevador y el eco distante de algún generador fallando en los túneles. Wéstern sacó de su chaqueta un pequeño estuche metálico negro, lo abrió con un clic y sacó una cápsula del tamaño de un pulgar, rellena de líquido azul brillante.
Jude lo observó con curiosidad mientras Wéstern enchufaba la cápsula en la nuca, justo en la entrada análoga de su Interfaz Neural. El fluido se drenó en su sistema con un suave resplandor antes de que la cápsula ya vacía se cayera al suelo a quebrarse, las ópticas de Wéstern titilaron un instante.
“¿Qué es eso?”
“Neurostab…” Respondió sin emoción. “Mantiene la mente enfocada cuando el dolor se filtra a través de la medicación.”
Jude no supo qué decir, así que desvió la mirada hacia las rejillas del elevador. Más allá, solo había oscuridad.
“Oye… ¿sabes cuántas personas viven en Horevia?” Preguntó Wéstern de pronto.
Jude arqueó una ceja.
“Claro. Cinco trillones.”
El exoficial sonrió con sorna.
“Ese es el número teórico. Lo que el CIRU cree. Pero la verdad es que ni ellos saben. Nadie lo sabe.”
Jude parpadeó.
“¿Cómo que no?”
“Por si no sabias, el censo solo cubre hasta el nivel cero, o sea la superficie, y hasta el subnivel 10.” Explicó Wéstern, acomodándose el cuello de la chaqueta. “Pero nadie sabe cuántos realmente viven aquí abajo, en la miseria, fuera del sistema. Pueden ser seis trillones extra. O siete. O veinte.”
Jude frunció el ceño, procesando la información.
“Eso es una locura.”
“Los Distritos Bajos no tienen orden ni lógica.” Dijo, con voz calmada. “No son como la ciudad de arriba, con su organización de sectores, numeración bonita y vigilancia. Aquí abajo… todo es un cadáver que sigue moviéndose.”
Jude lo miró de reojo, cruzado de brazos, con su pie izquierdo moviéndose con impaciencia.
“¿A qué te refieres?”
“Horevia tiene fácilmente más de diez trillones de personas viviendo en sus entrañas.
Jude frunció el ceño.
“¿Diez trillones?”
“La gente nace aquí, vive y muere sin que nadie arriba se entere. Algunos incluso se reproducen sin saber que existe un ‘arriba’.”
Jude sintió un escalofrío recorrerle la columna.
“¿Cómo es posible que nadie los registre?”
“Porque a nadie le importa. En el subnivel 100 termina la civilización, y empieza la selva.”
El elevador se precipitó hacia abajo sin previo aviso, como si alguien hubiera cortado los cables por un instante.
Jude sintió cómo su estómago subía hasta su garganta y soltó un grito ahogado mientras se agarraba de la rejilla.
El bajón duró apenas unos segundos. Luego, el sistema de emergencia recuperó el control y el descenso volvió a su ritmo lento y tortuoso.
Wéstern, en cambio, apenas se había inmutado.
“¿Ves? Por eso odio los casos aquí abajo.” Dijo con su típica arrogancia, inclinando la cabeza hacia un lado. “La infraestructura es más vieja que la mentira, y nadie gasta lumos en repararla.”
Jude le lanzó una mirada asesina.
“¿Podías haberme advertido?”
“¿Y arruinar la sorpresa?” Replicó Wéstern con una sonrisita.
Jude gruñó, cruzándose de brazos otra vez, tratando de recuperar la compostura.
Los minutos siguieron pasando.
Subnivel 20.
Subnivel 30.
Subnivel 40.
Ahora había silencio.
No porque no hubiera gente, sino porque las figuras que se movían en la distancia preferían no hacer ruido.
“Casi llegamos.”
Subnivel 47.
El elevador se detuvo con un chirrido lastimoso, temblando en sus bisagras. Jude sintió un escalofrío al notar que el aire era más denso, más cargado de humedad y óxido. Wéstern se estiró, como si acabara de despertarse de una siesta.
“No te separes de mí.”
El elevador tembló, las rejillas se deslizaron con un chirrido oxidado y la humedad de aquel subnivel golpeó como un aliento rancio.
Jude apenas había abierto la boca cuando Wéstern le levantó una mano, sin siquiera mirarlo.
“Cállate y saca el tronco.”
Jude parpadeó, desconcertado.
“¿Qué?”
“Hazlo.” La voz de Wéstern sonó más grave, sin rastro de burla. Jude tragó saliva y sacó el arma. Se sentía incómodo con el frío peso en sus manos.
“¿Por qué?”
Wéstern apenas giró la cabeza.
“Porque aquí abajo la gente no se mete con los tipos que parecen listos para matar.” Sus ojos escanearon las sombras fuera del ascensor. “Es psicológico, byte. Si caminas con un arma visible, con suficiente actitud, la mayoría de los problemas prefieren no molestarte.”
“Pero… ¿y si nos ven como una amenaza?”
“Ya nos ven como una amenaza.” Wéstern resopló con fastidio y avanzó sin esperar. “La diferencia es si creen que podemos cumplir la amenaza.”
Jude lo siguió de cerca, sintiendo cada fibra de su ser gritarle que no pertenecía a ese lugar.
El pasillo de “recepción” era una gran estructura de hormigón agrietado y cubierto de hongos fosforescentes. A los lados había viejas casetas de control abandonadas, y un antiguo letrero digital titilaba en la penumbra:
DISTRITO 47 - IDENTIFICACIÓN OBLIGATORIA
El cartel parpadeó y luego se apagó.
Nadie les pidió identificación.
No había guardias, solo un mendigo en una esquina, con los ojos vidriosos y un tubo de inhalador vacío en la mano.
Wéstern siguió sin detenerse, sin mirar a nadie. Jude sintió el impulso de encogerse, pero apretó el arma con más fuerza.
Salieron del pasillo y entraron en la ciudad subterránea.
Había edificios enormes, de varios pisos, algunos reforzados con andamios oxidados, otros completamente remendados con chatarra y concreto improvisado. Enormes tuberías de vapor recorrían las alturas como serpientes, expulsando ráfagas de gas sulfuroso a intervalos irregulares.
Las calles estaban desiertas en su mayoría.
Había autos viejos, modificados con filtros de aire y placas de blindaje improvisadas. Algunos estaban en movimiento, pero la mayoría parecía haber sido abandonada hace años.
A los lados, en los callejones, se veían cosas bizarras.
“No hagas contacto visual con nadie… “Murmuró Wéstern, sin dejar de avanzar.
Jude miró de reojo a una figura encorvada en una esquina, envuelta en trapos de plástico transparente, con un rostro cubierto de cables que se movían solos, como.
Más adelante, una mujer cubierta de implantes artesanales sostenía a un niño pálido con los ojos inyectados en rojo. Lo sacudía como si intentara despertarlo, pero el niño estaba rígido.
Jude sintió el peso del estómago caerle como plomo mientras giraba la mirada hacia cualquier cosa alcanzada por la luz de los postes defectuosos.
“Por el Regente…” Susurró.
Wéstern no miró a los lados, pero su postura se endureció.
La humedad, el óxido, el olor a químicos y carne en descomposición... Era como caminar en el intestino podrido de un gigante.
Pero Wéstern seguía revisando su mapa neural, caminando con la seguridad de un hombre que había hecho esto antes.
Jude, en cambio, sentía que cada sombra estaba viva. Y que cualquier cosa podía saltarles encima en cualquier momento.
Hasta que llegaron al lugar que mostrar el mapa.
Neón por doquier. Paredes cubiertas de pantallas holográficas, mostrando anuncios de bebidas sintéticas, apuestas ilegales y publicidad de combates clandestinos. Verde ácido, amarillo eléctrico y celeste brillante dominaban el paisaje, haciendo que la oscuridad del distrito pareciera casi un mal recuerdo.
El cartel del antro titilaba en una fuente agresiva, casi amenazante:
"LA CUNA"
Wéstern bufó.
“Sutil.”
Jude miró el lugar con asombro y tensión. El contraste con el exterior era brutal. Parecía que el mundo se había dividido en dos en una sola cuadra.
No se dieron más tiempo para procesarlo. Las puertas se abrieron solas.
Música sintética y pesada, con un bajo tan intenso que se sentía en la piel, mezclada con percusiones que sonaban como golpes metálicos sobre una estructura hueca.
El segundo impacto fue el olor: una mezcla entre humo de vaporadictos, alcohol y perfumes demasiado dulces.
Su objetivo estaba al fondo: una puerta negra, solitaria, sin guardias.
Pero la recepción estaba antes.
La recepcionista era humana.
Bastante bonita, a decir verdad.
Cabello negro y corto, ópticas oculares brillando suavemente con un tinte ambarino. Piel impecable, con tatuajes sintéticos serpenteando desde su clavícula hasta desaparecer bajo el cuello de su traje ajustado.
Estaba recostada con aparente desinterés, pero Wéstern vio el pequeño temblor en sus dedos cuando los reconoció como extraños.
Se apoyó en el mostrador con su clásica media sonrisa.
“Byte, ¿me puedes decir dónde está la Baronesa o tengo que comprar un pase VIP?”
La mujer lo miró fijamente.
Por un segundo, su piel pareció palidecer apenas. Sus ópticas pasaron de ámbar a celeste, un cambio casi instantáneo.
Jude lo notó.
Wéstern también.
Un leve pestañeo y sus ojos volvieron al color original.
La recepcionista carraspeó, enderezándose.
—La está esperando. Entren y luego vayan a la puerta negra al fondo del salón.
Wéstern chasqueó la lengua, complacido.
—Qué considerada.
Jude notó que la mujer no respondió. No se movió. Solo esperó a que se fueran.
Apretó el arma en su abrigo y siguió a Wéstern a través de las puertas automáticas que daban entrada al antro.
El lugar era inmenso.
Rodeado por tres niveles de balcones con barandales metálicos. Las luces parpadeaban entre celeste y verde, reflejándose en el suelo de polímero pulido. Varias jaulas de pole dancers giraban lentamente, cada una con cuerpos contorsionándose bajo la iluminación pulsante. Al centro habia una gran elevacion circular conectada con un camino hacia la derecha, seguramente el cuarto provado de los bailarines.
En las mesas, grupos de figuras variopintas bebían, apostaban y discutían en idiomas que Jude no reconocía.
En una mesa cercana, un hombre con una máscara de metal soldada al rostro reía con una voz distorsionada. En otra, una mujer con patas de araña mecánicas en lugar de piernas sostenía dos bebidas mientras hablaba con alguien cuya piel era completamente traslúcida, revelando los órganos pulsando debajo.
A su lado, una de las pole dancers se inclinó hacia un cliente, una sonrisa de neón en su rostro implantado y ojos sin pupilas reflejando las luces como espejos.
Jude sintió un escalofrío.
Wéstern no se detuvo.
Llegaron a la puerta y la abrieron.
Otro maldito pasillo.
Jude soltó un resoplido bajo.
Wéstern no respondió. Solo avanzó, el sonido de sus botas resonando contra el suelo metálico. Jude lo siguió de cerca, sintiendo la opresión de los muros a su alrededor. No había luces de neón aquí. Solo oscuridad, solo el eco de su respiración y el zumbido lejano del antro tras la puerta.
Finalmente llegaron a la que aparentemente era la verdadera y última puerta.
Wéstern no se detuvo. No dudó. Solo la empujó y entró.
Y ahí estaba ella.
La Baronesa.
Lo primero que impactaba era su altura. Tan alta como Wéstern, quizás más.
Piel naranja, de ese tono intenso y quemado característico de los Tiaty. Ojos almendrados, enteramente blancos, sin pupilas ni iris, mirándolos como si ya supiera cada uno de sus secretos.
El cabello era un incendio en movimiento.
Ondulado, pesado, cayendo en una cascada de rizos gruesos y bien cuidados sobre sus hombros. Parte del cabello estaba recogido en un moño elegante pero algo desordenado, sujeto con una fina vara metálica con grabados en espiral.
Vestía un traje de tela negro ajustado. Todo cubierto, con una apertura en el pecho que dejaba ver la corbata verde que llevaba, pura y verdosa como el pasto que no existía en Horevia, cuello suelto, camisa blanca bajo el traje, elegante, dominante, nada realmente femenino. Un pantalon negro y ajustado tambien, Wéstern divisó unos zapatos de tacon blancos tambien, pero indudablemente elegantes.
Sus brazos no eran del todo naturales.
Se notaban los refuerzos de polímero y aleaciones de titanio en sus antebrazos, se remarcaban por debajo del traje, seguramente adaptados con implantes musculares.
Pero lo más llamativo era su rostro.
La máscara de gas cubría su boca. Negra, metálica, ajustada, conectada a dos de los cuatro tentáculos medio cortos que sobresalían de los lados de su cara. Pequeños y flexibles, estos se mecían.
El leve sonido de la respiración llenaba el silencio.
Y por último el collar que tenía, dorado y con un escarabajo dorado que tenía un puntito de luz. El traductor.
El artefacto vibró suavemente cuando habló.
“Oh. Miren qué tenemos aquí.”
Su voz era seductora.
El traductor le daba un matiz de interferencia, apenas perceptible, como si su voz se filtrara a través de un cristal fino.
“Un viejo sabueso y su jarnhito. Qué... adorable.”
Jude tragó saliva.
Los cuatro hombres a los lados de la habitación levantaron sus armas, apuntándolos sin decir una palabra.
Wéstern no pestañeó.
Jude sintió el temblor en sus propias manos, la opresión en su pecho, la garganta seca. No podía disimularlo.
Pero Wéstern…
Inmutable.
Los ojos sin pupilas de la Baronesa se posaron en él con diversión. “¿Tienes algo interesante para mí? O solo viniste a admirar el espectáculo.”
Jude sintió una gota de sudor recorrerle la nuca.
La Baronesa cruzó las piernas con una fluidez casi ensayada. El cuero ajustado de su traje se tensó con el movimiento mientras apoyaba un codo sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia adelante. Su postura era la de alguien que dominaba el terreno, que se regodeaba en la sensación de control.
“Bajen las armas, muchachos.”
Lo dijo con desdén, con un tono entre perezoso y autoritario. Los guardias obedecieron de inmediato, aunque no parecieron contentos con la orden. Uno de ellos, un humano bruto con cicatrices cruzándole el rostro, frunció el ceño pero no discutió. Las armas bajaron, pero no desaparecieron.
“Tomen asiento.”
Señaló las dos sillas de metal frente a la mesa negra y pulida.
Jude dudó por un segundo, pero Wéstern ya estaba sentándose con naturalidad. Lo hizo con una actitud que rozaba la insolencia, como si estuviera en su propio bar, tomando su tiempo. Jude, sin muchas opciones, lo imitó.
La sala era peculiar.
A diferencia del pasillo sin identidad, aquí las paredes estaban decoradas. Cuadros grandes, de bordes dorados y gruesos, mostraban escenas que parecían salidas de un delirio febril: figuras humanoides con rostros desdibujados, colores que se fundían en espirales imposibles, una pintura de un hombre partido en dos con las entrañas convertidas en cables.
Wéstern les echó un vistazo fugaz antes de volver su atención a la Baronesa.
Ella no perdió el tiempo.
“Nos ahorraremos las presentaciones.” Se acomodó el collar traductor, haciendo que la voz mecánica vibrara levemente. “Ya sé a qué vienen. Trabajo.”
Jude se tensó.
Wéstern solo arqueó una ceja.
La Baronesa giró su atención directamente hacia él.
“Dime, Wéstern… ¿Qué estás dispuesto a hacer?”
El exoficial no reaccionó de inmediato. No porque no tuviera respuesta, sino porque algo más lo había atrapado. Su nombre.
Sus ojos se entrecerraron apenas.
“Sabes mi nombre.”
No fue una pregunta.
La Baronesa sonrió bajo la máscara de gas.
“Por supuesto.”
Ella hizo un gesto con la mano, como si la pregunta le aburriera.
“Los investigué mientras venían.”
Jude sintió un escalofrío.
“¿En serio?” Wéstern sonaba más entretenido que preocupado. “¿Y qué averiguaste?”
La Baronesa apoyó la barbilla en su mano, observándolo.
“Que no tienes miedo. Que no eres un idiota. Y que tu amigo de aquí…” Se giró hacia Jude. “…es otra historia.”
Jude sintió una punzada de irritación, pero no dijo nada.
Wéstern sonrió de lado.
“¿Me investigaste y eso es todo lo que sacaste?”
Uno de los guardias se tensó visiblemente.
“Cuidado con cómo hablas, imbécil.”
La Baronesa levantó una mano para detenerlo.
Pero no estaba molesta.
Le divertía.
“Me gusta eso.” Su tono era un ronroneo. “Hombres que no tiemblan. Que no bajan la cabeza.”
Se inclinó ligeramente hacia adelante. “Así que te lo preguntaré otra vez. ¿Qué estás dispuesto a hacer?”
Wéstern se relajó en la silla, apoyando un brazo en el respaldo.
“Lo que sea.”
La Baronesa exhaló un leve sonido desde la máscara.
“Esa es una respuesta peligrosa, sabueso.”
“Por eso la dije.”
Silencio.
Los guardias intercambiaron miradas. Uno de ellos sujetó su rifle con más fuerza, claramente conteniendo las ganas de volver a apuntarle.
Pero la Baronesa estaba encantada.
Sus ojos brillaban con intensidad.
“Bien.”
Se reclinó en su asiento, cruzando los brazos.
“Entonces hablemos de negocios.”
La Baronesa mantuvo su pose relajada, pero en sus ojos albinos relucía la curiosidad de una depredadora.
“Entonces, dime…” Giró apenas la cabeza, estudiando a Wéstern con un interés descarado. “¿Qué tan bueno eres en lo que haces?”
Wéstern se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa con una confianza rayando en lo insolente.
“No me conoces todavía, Baronesa. Pero cuando termine el trabajo, vas a querer ofrecerme otro.”
“Me gusta tu ego.”
“Me gusta que te guste.”
El guardia cicatrizado se crispó.
“¡Muestra respeto, basura!”
El golpe en la mesa fue seco, su voz retumbó cual un disparo en la habitación.
Jude se sobresaltó.
Wéstern ni parpadeó.
La Baronesa sí reaccionó.
Giró la cabeza lentamente hacia su matón y su voz perdió la calidez burlona.
El guardia se congeló.
Silencio absoluto.
Entonces se rió bajo, bajó la cabeza y dio un paso atrás.
Wéstern sonrió con satisfacción.
“Eso fue adorable.”
La Baronesa volvió a fijar su atención en él.
“¿Adorable?”
“El intento de intimidación.” Se encogió de hombros. “Aunque supongo que es lindo verlos tan apasionados por su trabajo.”
Jude sintió cómo el aire se volvía cada vez más eléctrico. Wéstern jugaba con fuego.
A la Baronesa le encantaba.
“Dices que terminarás el trabajo. ¿Pero qué puedes hacer realmente?”
“La pregunta es, ¿qué necesitas?”
Otra pausa, luego una risa baja.
“Qué conveniente.”
“Qué curioso que tú pienses lo mismo.”
Los ojos albinos relampaguearon con diversión.
“Dime, entonces… ¿y el niño?”
Giró la cabeza hacia Jude, quien intentó disimular su incomodidad.
“¿Qué puede hacer?”
Wéstern se apresuró a responder.
“Lo que le pida.”
Jude parpadeó.
“¿Sí?” La Baronesa levantó una ceja con. “¿Cómo qué?”
Wéstern apoyó el mentón en una mano.
“Desbloqueo de seguridad. Electrónica. Análisis de datos.”
Jude abrió la boca, pero se mordió la lengua a tiempo.
“También puede hacer infiltración encubierta.”
Jude lo miró con incredulidad.
“Y dispara muy bien.”
La Baronesa ladeó la cabeza, claramente disfrutando de la escena.
“¿Es cierto, niño?”
Jude tragó saliva.
“Lo que él dijo…”
“Qué obediente.”
Wéstern aprovechó la oportunidad.
“Es leal. Y en esta línea de trabajo, eso es más raro que la habilidad.”
Eso sí era verdad.
La Baronesa se recostó en su asiento, observándolos con una expresión imposible de leer tras la máscara.
El silencio se alargó.
Finalmente, sus ópticas brillaron levemente.
Un sutil destello esmeralda en su mirada.
Jude no se percató, pero Wéstern sí.
Estaba enviando un mensaje a alguien.
Y sonrió.
La mirada de la Baronesa se aferraba a la de Wéstern con el peso de una prueba silenciosa. No sonreía, pero la forma en que jugaba con el silencio era igual de burlona.
Entonces, la puerta trasera se abrió.
Un Heraldo entró.
Vestía una túnica azul, pesada y desgastada. Su rostro era solo un abismo de cables y ópticas, ocho luces verdes reluciendo en la oscuridad de su capucha. De su espalda sobresalían tranques de soporte y conductos metálicos
Empujaba una plataforma con ruedas.
Encima, un estuche negro, largo y robusto.
El Heraldo no dijo nada. Simplemente detuvo la plataforma frente a ellos, deslizó las manos, largas, de metal delgado, y abrió el estuche.
Dentro, había dos armas.
El Heraldo actuó con precisión quirúrgica.
Primero, tomó un rifle y lo lanzó en un arco perfecto hacia Jude, quien casi no reaccionó a tiempo.
Sintió el peso en sus manos.
Un CR-92 "Kingmaker", un rifle de asalto de largo alcance. Pesado. Preciso. Claramente letal.
Jude tragó saliva.
Después, el Heraldo tomó la segunda arma.
Y la arrojó a Wéstern.
Este la atrapó sin esfuerzo.
El mundo desapareció un segundo.
La reconoció inmediatamente.
PNC-13.
El fusil de asalto que usó cuando era oficial.
El fusil que conocía como su propia piel.
Cada centímetro, cada balance de peso, cada modo de disparo, cada pieza interna. Lo había limpiado, desarmado y usado tantas veces que podía hacerlo con los ojos cerrados.
La Baronesa vio su reacción.
“Eso fue una sonrisa...”
Wéstern le devolvió la mirada, aún sosteniendo el arma con firmeza.
“Tal vez…”
Ella inclinó la cabeza apenas. Sus ópticas brillaron en verde otra vez.
Un bip sutil salió de la cabeza de Wéstern.
Un mensaje.
Un archivo.
Wéstern lo abrió sin cambiar de expresión.
Datos. Fotos. Ubicación. Objetivo.
Una cacería. Era la Ficha de Cacería del objetivo.
La Baronesa se levantó.
“Su primer trabajito.”
Sus dedos tamborilearon sobre la mesa.
“Y la razón por la que ahora tienen armas.”
Miró a ambos y sonrió por debajo de la máscara.
“Váyanse.”
Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta del fondo.
No miró atrás.
“Fuera.”
Uno de los guardias se acercó, con un tono seco y la expresión endurecida.
“Ya les dio trabajo. Ahora váyanse.”
No hubo discusión. No hacía falta.
Wéstern guardó el fusil en la espalda, ajustando el arnés de su chaqueta. Jude lo imitó, aunque con más torpeza. Ambos venían con una pequeña bolsita agregada en la correa, Wéstern la revisó y vio que eran cartuchos de munición, cinco, la misma cantidad para Jude.
Salieron.
El antro los tragó de vuelta.
El golpe de luces verde ácido, amarillo eléctrico y celeste brillante chocó contra sus retinas. La música, un bajo pesado y pulsante, vibrando como si el local tuviera su propio latido. Pole dancers giraban, las paredes mostraban patrones de neón que mutaban en tiempo real con la música.
Siguieron avanzando.
Se sentaron en la barra.
La barman se giró hacia ellos.
Era una Phyleen.
Enorme. Dos metros de músculos y curvas. Piel rojiza con un brillo metálico natural. Su melena pelinegra caía sobre un lado de su rostro, mientras sus cautro ojos los analizaban.
Su voz era grave, rasposa, pero con un tono intrigante.
“¿Qué les sirvo?”
Wéstern apoyó un codo en la barra y levantó dos dedos.
“Ruina Roja. Dos shots.”
Ella resopló divertida y se giró para prepararlos.
Mientras tanto, Wéstern abrió mentalmente el archivo.
La información se desplegó en su Interfaz Neural.
Leyó en voz baja a Jude.
“Nombre del objetivo: Saren Valtrex.”
Jude escuchaba, silencioso.
“Alias o sobrenombres: ‘Viejo Rey’, ‘Negro Valtrex’.”
El sonido de la cerveza cayendo en los vasos se mezclaba con la música.
“Afiliación política o militar: Ex-líder de la Fraternidad de Sangre. Criminal independiente en los bajos niveles.
Jude tragó saliva.
“Última ubicación confirmada: Mansión en el Sector Rojo, subnivel 52.”
Wéstern arqueó una ceja.
“Altura: 1.98 metros.”
“Peso: 147 kilogramos.”
“Complexión: Musculatura aumentada con implantes.”
La barman puso los shots frente a ellos.
La Ruina Roja espumeaba.
“Tragos listos, muchachos.”
Wéstern tomó su vaso.
“A la salud del viejo rey.”
Jude lo miró.
“¿En serio?”
Wéstern sonrió de lado.
“Tómatelo, Byte. Nos espera una mansión.”
Los shots de Ruina Roja esperaban en la barra. Oscuros como aceite, espumosos como rabia.
Wéstern levantó su vaso, miró a Jude con una sonrisa torcida.
“Salud, Byte.”
Jude hizo lo mismo, aunque con más inseguridad.
“S-Salud.”
Chocaron los vasos.
Un brindis por la primera bala.
Jude bebió de golpe. Le quemó la garganta, una oleada de fuego líquido que lo hizo cerrar un ojo y soltar un jadeo.
Wéstern se rió, divertido, y le revolvió el pelo con rudeza.
Jude se sacudió, fastidiado, pero sin atreverse a decir nada.
Wéstern lo observó unos segundos.
“Bueno, Data…” Se estiró en el asiento, apoyando un codo en la barra. “Lo hicimos. Primer trabajo oficial. Se acabaron las excusas, se acabó mendigar. Ahora es jalar el gatillo y cobrar.”
Jude bajó la mirada, girando el vaso vacío entre sus dedos.
“No pensé que llegaría tan rápido.”
“El hambre es el mejor maestro, Byte.” Wéstern se encendió un cigarro, lo sostuvo entre los labios mientras hablaba. “¿No te gusta lo rápido? En esta ciudad si te quedas quieto, desapareces.”
Jude respiró hondo.
“Sí, pero... No sé, ahora parece real.”
“Siempre fue real. Solo que ahora tienes un tronco en la espalda.”
Jude le dedicó una mirada tensa.
Wéstern le sostuvo la mirada con una media sonrisa.
“Escucha, la mierda ya nos alcanzó, ¿qué vamos a hacer? ¿Llorar o disparar?”
Jude se quedó en silencio.
“Exacto. Primero esta misión, luego conseguimos más. Y cuando tengamos suficiente lumos…”
Pausó.
Jude parpadeó, expectante.
“¿Y entonces?”
Wéstern exhaló humo.
“Consigo el tratamiento para mi centropatía. Y tú el tuyo.”
Jude se tensó.
“¿De verdad crees que funcione?”
Wéstern se encogió de hombros.
“Voy a hacerlo funcionar. No me voy a convertir en un puto legumbre tecnológica, Byte. Si tengo que matar a todo Horevia para comprar tiempo, lo haré.”
Jude apretó los labios.
“Y también conseguiremos algo para ti.”
Jude parpadeó.
“¿Qué?”
“No me hagas repetirlo, tarugo. No me interesa cargar con un asistente que se caiga a pedazos.”
Jude sonrió débilmente.
“No sé si eso fue cruel o amable.”
Wéstern se rió.
“Sí…”
Un momento de silencio.
Jude miró el rifle en su espalda.
“Grandes ligas, ¿eh?”
“Grandes ligas, Byte.”
Ambos se quedaron mirando los vasos vacíos. Jude apretó la mandíbula, moviendo su vaso vacío sobre la barra.
“Entonces… ¿Cómo lo haremos?”
Wéstern echó la cabeza hacia atrás, exhalando humo de cigarro, luego se giró y deslizó el archivo en su implante ocular y proyectó en la mesa, un holograma rojo se desplegó en la barra: la mansión del objetivo, los accesos, los sistemas de seguridad.
“Fácil y hermoso como este implante de proyección que me salió carísimo.” Wéstern señaló la parte lateral de la muralla que rodeaba al edificio. “Yo me meto por aquí, me encargo de los guardias externos y abro el portón. Ahí entras tú.”
Jude miró el mapa con el ceño fruncido.
“¿Y qué hago exactamente?”
Wéstern sonrió de lado.
“Desbloqueo de seguridad. Electrónica. Análisis de datos.”
Jude parpadeó.
“¿Qué?”
“Eso le dije a la Baronesa que sabías hacer.”
Un silencio tenso.
Jude abrió la boca, pero no salió nada.
“¿P-Pero por qué dijiste eso? ¡Yo no sé hacer esas cosas!” Alzó un poco la voz, lo que su garganta le permitía.
“Porque ahora sí sabes.”
Jude se agarró la cabeza.
“¡Pero qu—!”
Wéstern lo interrumpió, su tono más serio.
“Escucha, Byte.” Lo miró directamente, con esa expresión que no admitía discusión. “Si entramos ahí y solo eres mi sombra, si no aportas algo, entonces solo serás una carga. Y las cargas no duran mucho en este negocio.”
Jude sintió que algo se rompía dentro de él.
Las palabras de Wéstern se mezclaron con su pasado.
"Y cuando no eres indispensable, eres prescindible."
Un escalofrío recorrió su espalda.
La misma frase.
Otra vez.
La respiración de Jude se volvió irregular. El neón del club se sintió más opresivo, más irreal.
Wéstern levantó una ceja al verlo palidecer.
“Byte.”
Jude no respondió.
“Byte, carajo.”
Sin pensarlo mucho, Wéstern le revolvió el cabello otra vez, esta vez con más rudeza.
Jude parpadeó, desconcertado.
Wéstern sonrió.
“Vuelve aquí, cabrón.”
Jude se quedó en silencio, aún respirando fuerte.
Wéstern lo miró con una expresión más relajada.
“Mira, Byte, no te estoy mandando a la guerra solo. Yo me encargo de lo pesado. Pero si no te enseño a valerte por ti mismo ahora, nadie lo hará. Y créeme, en este mundo necesitas ser más que un extra en la historia de alguien más.”
Jude mantuvo la mirada baja unos segundos.
Finalmente, asintió.
“Bien.”
Wéstern sonrió con suficiencia y dio una última calada al cigarro antes de aplastarlo en el cenicero de la mesa.
“Entonces, volvamos al plan.”
Wéstern deslizó la vista por el documento proyectado sobre la barra, escaneando cada línea con rapidez.
“Seguridad mínima.” Dijo, pasando los datos con un gesto de la mano. “No es un bastión militar, más bien una jodida casa de campo con unas cuantas ratas con troncos. Según esto, sólo hay cuatro guardias en turno, más el objetivo, cinco.”
Jude inclinó la cabeza hacia la proyección.
“Eso… no suena tan difícil.”
“Claro, porque tú no estarás al frente comiéndote los primeros disparos.”
Jude frunció el ceño, pero no respondió.
Wéstern continuó leyendo en voz baja, hasta que llegó a la sección del objetivo.
“Veamos… ‘Entrenamiento militar o paramilitar’.”
El documento mostraba una lista corta:
“Antiguo miembro de las Orquideas… Entonces es idiota. Entrenamiento en armas cortas, combate cuerpo a cuerpo. No se reportan habilidades avanzadas ni experiencia en conflictos recientes.”
Wéstern asintió con la cabeza.
“Nada del otro mundo. Sabe usar un tronco y sabe dar golpes, pero no es un supersoldado.”
Jude se cruzó de brazos.
“Sigue siendo peligroso.”
“Todo lo es.”
Wéstern avanzó al siguiente apartado.
"Nivel de peligrosidad. Moderado. Poca disciplina, comportamiento errático. Historial de violencia en situaciones de presión.”
Eso le interesó.
“O sea, si lo acorralamos, reacciona como un jarnhito rabioso.”
Jude trató de interpretar el dato.
“¿Eso es bueno o malo?”
Wéstern se encogió de hombros.
“Depende. Si se congela, nos lo bajamos fácil. Si se pone a disparar a lo loco, entonces podría ponerse interesante.”
Jude trago saliva.
“Genial…”
Wéstern se desplazó hasta el último apartado del perfil:
"Estabilidad mental. Tendencia paranoica. Consumo habitual de estimulantes. Propenso a ataques de ira y delirios persecutorios…”
Wéstern soltó un leve silbido.
“Joder…”
Ni cuando era oficial de la PEACE le daban archivos tan detallados. Wéstern se recargó en la barra, pensativo.
“Esto es raro. Ni en la PEACE nos daban informes tan completos. Casi parece un perfil psiquiátrico.”
Jude frunció el ceño.
“¿De dónde sacan tanta información?”
“O tienen contactos en la policía, o este tipo ya era problema antes de ser un blanco.”
Entonces llegó al apartado final.
"Condiciones específicas del contrato…"
Solo una línea.
“Eliminación total del objetivo.”
Wéstern cerró el documento y sonrió con cinismo. Mirando a la barman y haciéndole un gesto para que le trajese otro shot.
“Traducción: Nada de capturas, nada de advertencias. Solo tenemos que mandarlo a morder el polvo.”
Jude se removió en su asiento, incómodo.
“… Es la primera vez que hacemos algo así.”
Wéstern bufó con una sonrisa cínica.
“Matar a alguien es de lo más común para mí.” Se inclinó hacia la barra, apoyando un codo y girando el vaso entre los dedos. “El primer tipo que me cargué tenía menos años que tú, Byte. Un pendejo con cara de niño que trató de dispararme con un arma más grande que él. Lo bajé sin pensar. Ni me tembló el pulso.”
Jude abrió los ojos, sorprendido.
“¿Y no te afectó?”
Wéstern se encogió de hombros.
“Claro que sí. La primera vez te revuelve el estómago… la segunda también. Pero a la décima, solo estás revisando si traen algo de lumos en los bolsillos.”
Jude se quedó en silencio, digiriendo las palabras.
“Nos largamos en media hora.”
Jude frunció el ceño.
“¿Por qué no ahora?”
Wéstern no respondió de inmediato. En lugar de eso, giró la cabeza hacia la pista central del antro, donde un grupo de pole dancers se contorsionaba bajo las luces neón. “Porque quiero ver algo bonito… antes de ensuciarme las manos.”
La forma en que lo dijo, con esa sonrisa perversa y mirada entrecerrada, lo dejó claro. La barman le entregó un vasito relleno de Ruina Roja.
Jude lo miró con incredulidad.
“Me parece irónico. No puedes acostarte con un luminaria, pero no tienes problema en ver bailarinas.”
Wéstern se rió entre dientes y le dio una mirada socarrona.
“No es lo mismo pagar por compañia… a ver arte en movimiento.”
Jude negó con la cabeza, resignado.
“Eres un caso perdido.”
Wéstern se encogió de hombros, aún disfrutando el espectáculo. Luego, de repente, lo miró con una ceja levantada.
“Oh, cierto… casi lo olvido. A ti esto no te entretiene, ¿no?”
Jude lo miró con confusión.
“¿A qué te refieres?”
El Turvau sonrió con esa malicia característica y chasqueó los dedos.
“Eres gay.”
Jude puso los ojos en blanco, o mejor dicho, en amarillo.
“Wow, Sherlock, qué perspicaz.”
Wéstern apoyó el codo en la barra y lo miró con una expresión burlona.
“Deberíamos conseguirte tu propia sección. ¿Tal vez un show de chicos musculosos frotándose aceite?”
Jude se sonrojó de inmediato.
“Degenerado.”
Wéstern soltó una carcajada y le dio un empujón en el hombro. “Solo relájate y disfruta el ambiente. No todos los días tenemos tragos gratis y una vista agradable.”
Wéstern recargó un codo en la barra, dándole un trago a su Ruina Roja.
“Te lo digo en serio, Byte, no es un mal plan. Unos cuantos gladiadores aceitados, unas luces neón, buena música… podríamos llamar el show ‘El Gran Torneo de la Tentación’.” Sonrió burlón, dándole otro sorbo.
Jude suspiró, pero esta vez con una sonrisa ligera.
“Eres… insoportable.”
Doce minutos pasaron.
De pronto, las luces del antro comenzaron a cambiar. El ácido verde y el celeste brillante fueron reemplazados por tonos anaranjados, amarillos y un verde más opaco. Las bailarinas en los tubos comenzaron a retirrarse, una a una, desapareciendo tras los cortinajes rojos.
Wéstern parpadeó, extrañado.
“¿Eh? ¿Qué pasa con la vista?”
Fue entonces que entraron.
Una procesión de hombres musculosos, de piel reluciente y cuerpos marcados como estatuas de mármol con aceite de motor. Los pantalones apretados resaltaban cada fibra de sus músculos y sus movimientos eran precisos, seductores.
El exoficial puso la cara más "No me jodas" que jamás había hecho en su vida.
Jude se giró hacia él con una sonrisa de pura malicia, saboreando el momento.
“Bueno, bueno… parece que alguien sí leyó tu propuesta de ‘El Gran Torneo de la Tentación’.”
Wéstern bajó la cabeza y se puso el sombrero hasta la nariz, como si con eso pudiera desaparecer de la existencia.
Jude no iba a dejarlo escapar tan fácil.
Con rapidez, le quitó el sombrero de la cabeza, obligándolo a ver lo que tenía enfrente.
La escena era... intensa.
Los bailarines se deslizaban por los tubos con una flexibilidad absurda, haciendo piruetas mientras el sudor y el aceite brillaban bajo las luces. Uno de ellos, humano, se arqueó completamente hacia atrás, apoyándose solo en la punta de los pies y las manos, mientras otro más pequeño le saltaba encima y hacía girar sus piernas en el aire con una elegancia imposible.
Un tercero, Phyleen de piel oscura y tatuajes relucientes, caminó hasta la barra y se inclinó justo frente a Wéstern, dedicándole una sonrisa afilada antes de jalar su propia camisa y arrancársela de un tirón.
La cara de Wéstern se arrugó tanto que parecía un motor dañado tratando de reiniciarse.
“Es hora de largarnos…”
Transfirió mentalmente el pago a la barman, levantándose de golpe. Jude, en cambio, se tomó su tiempo, disfrutando su triunfo personal.
“¿Seguro? No pareces tan disgustado.”
Wéstern le metió un empujón en el hombro para que lo siguiera.
“Vamos antes de que me dé un aneurisma.”
Jude lo siguió, riéndose entre dientes, mientras se alejaban del espectáculo.
El aire del subnivel 47 los envolvía otra vez mientras caminaban por las banquetas corroídas de la subciudad.
“A la mierda con LA CUNA.” Escupió Wéstern, sacudiendo la cabeza con una expresión de absoluto desprecio.
Jude, todavía riéndose, no pudo evitar soltar un último comentario burlón.
“No te quejes, al menos ahora tienes imágenes que te acompañarán hasta la tumba.”
“Ojalá me acompañen a una tumba temprana.”
El terreno se extendía en penumbra, apenas iluminado por los postes de luz parpadeantes. Los edificios ennegrecidos por el tiempo se alzaban a su alrededor. Jude caminó unos pasos adelante, avanzando ajeno al peso del arma en su espalda.
Wéstern fijó la vista en el rifle colgando de su compañero. El CR-92 "Kingmaker". Un arma respetable en manos de alguien que supiera usarla.
En manos de Jude…
Chasqueó la lengua y aceleró el paso hasta alcanzarlo.
“Para.”
Jude se detuvo, girándose con curiosidad.
“¿Qué pasa?”
“Voy a enseñarte a usar esa cosa.”
Jude ladeó la cabeza y se encogió de hombros.
“No creo que sea más difícil que la pistola.”
El golpe en la cabeza fue inmediato. Un zape seco y certero.
“No digas estupideces.” Wéstern negó con la cabeza. “Esa cosa tiene retroceso. Si disparas mal, el rifle te va a arrancar la cara de un solo golpe.”
Jude frunció los labios y se sobó la cabeza, murmurando algo sobre "denuncia por agresión injustificada", pero Wéstern ya estaba sacándole el rifle de la espalda. Lo sostuvo con una mano, girándolo en el aire con la facilidad de quien ha manejado armas desde que aprendió a caminar.
“Bien, vamos a lo básico.”
Se lo devolvió a Jude, quien lo tomó con ambas manos. Wéstern se colocó detrás de él, usando sus manos ásperas para guiar las de Jude, ajustándolo a la posición correcta.
“Primero, la postura. No te pares como si fueras a rezar, para eso ya tenemos suficiente con los fanáticos de la Flor Imperial.”
Jude hizo un puchero, pero ajustó los pies como le indicaba. Wéstern le acomodó los codos, empujándole los hombros con un toque firme.
“Así. Suelta la rigidez, pero no tanto como para que parezcas un saco de arena.”
Sus manos fueron recorriendo el rifle, señalando cada parte con una precisión didáctica.
“Cargador de 40 balas. Este botón aquí lo suelta, lo sacas con fuerza, lo cambias por otro, y asegúrate de oír el ‘click’ antes de disparar de nuevo.”
Jude asintió, intentando seguir el movimiento de Wéstern.
“¿Y si no hace ‘click’?”
“Entonces más te vale empezar a correr.”
El comentario hizo que Jude tragara saliva. Wéstern continuó, su voz ahora más pausada.
“Cañón reforzado, te da estabilidad, pero no significa que puedas confiarte. No es una pistola de juguete. Tienes un sistema de puntería láser de alta resolución aquí.” Tocó el pequeño visor en la parte superior. “Y una retroalimentación táctil que te avisa si apuntas como el culo.”
Jude arqueó una ceja.
“¿Y cómo hace eso?”
“Te da una pequeña descarga eléctrica.”
“¿En serio?”
“No. Pero te encantaría que lo hiciera, ¿verdad?”
Jude le lanzó una mirada de pocos amigos. Wéstern sonrió y volvió a concentrarse en el arma. Tomó las manos de Jude y le hizo practicar el movimiento de quitar y poner el seguro.
“Mueve el pulgar aquí. Ahora empuja con firmeza. Otra vez. Otra vez. Bien. Ahora, la recarga.”
Jude sacó uno de los cinco cargadores de la pequeña mochila adherida al rifle. Wéstern le mostró cómo inclinar el arma ligeramente, insertar el cargador con un golpe y tirar del cerrojo para cargar la primera bala.
“Siempre verifica que esté cargada antes de entrar en combate. Lo último que quieres es que la primera bala que dispares sea de saliva y desesperación.”
Jude asintió, sus dedos comenzaban a moverse con más confianza sobre el rifle.
“No está tan mal…”
“Eso dices ahora.”
Wéstern le hizo repetir el proceso varias veces más. Recargar, quitar el seguro, ponerlo, ajustar la postura, respirar, sostener la mira. Poco a poco, la torpeza inicial fue reemplazada por movimientos más fluidos. No perfectos, pero al menos ahora no parecía que iba a dispararse a sí mismo en el pie.
Después de un rato, Wéstern dio un paso atrás y cruzó los brazos, evaluándolo con ojo crítico.
“No eres tan baboso después de todo.”
Jude sonrió, orgulloso. Wéstern le dio una palmadita en la cabeza antes de girarse y seguir caminando.
“Ahora solo falta ver si no te congelas cuando te toque disparar de verdad.”
Jude no respondió. Miró el rifle en sus manos, el peso de la máquina, el olor del arma lista para matar. Un pensamiento cruzó su mente: "¿Realmente podré hacerlo?"
Wéstern y Jude caminaron en silencio. La adrenalina de la práctica con el rifle había pasado, y ahora el hambre los apretaba el estómago como un puño de hierro.
“CyberMart…” Jude señaló el icónico letrero rojo parpadeante a media cuadra.
Era un lugar de paso, un refugio para los noctámbulos, mercenarios, trabajadores agotados y cualquiera con suficientes lumos para un sándwich sintético o una bebida energética. Wéstern gruñó, pero no protestó. Ambos entraron.
El local era estrecho, con estantes llenos de productos envueltos en plástico brillante, snacks de ingredientes cuestionables, bebidas con etiquetas fosforescentes y cápsulas de suplementos con promesas ridículas. El suelo pegajoso crujió bajo sus botas mientras avanzaban hasta las vitrinas refrigeradas.
“Cuarenta opciones de sándwiches y todos saben igual…” Comentó Wéstern, sacando dos envueltos en sobre traslúcido.
“Al menos nos llenan...”
Jude tomó uno para sí mismo. Wéstern hizo lo mismo, añadiendo una botella de algo que pretendía ser café, pagó, y salieron de la tienda y siguieron caminando mientras comían, el pan era algo chicloso y el relleno tenía un vago sabor a carne de laboratorio.
El ascensor del subnivel estaba igual que siempre: sucio, lleno de grafitis y con un hedor rancio de humedad y aceite quemado. Las puertas abolladas se abrieron, y ambos entraron.
“Cinco niveles más.” Murmuró Wéstern, marcando el destino en el panel táctil.
El ascensor tembló al activarse, comenzando su lento descenso. Jude se apoyó contra la pared, masticando el último pedazo de su sándwich mientras miraba de reojo a su compañero. Wéstern ya había sacado otra cápsula, la pequeña inyección presionada contra la base de su nuca.
Luego, otra pastilla.
Jude tragó saliva. Su mirada descendió hacia las manos de Wéstern. Notó el temblor. Un movimiento sutil, casi imperceptible, pero estaba ahí.
No era la primera vez que lo veía, pero algo en ese detalle lo inquietó.
“¿Tantas drogas necesitas para seguir en pie?” Preguntó en un tono más ligero de lo que sentía.
Wéstern lo miró de reojo, su expresión era ilegible como de costumbre. Luego se limitó a encogerse de hombros.
“Si quiero llegar al final del día sin escupir sangre, sí.”
Jude no supo qué responder.
El ascensor siguió descendiendo, llevándolos más profundo en la oscuridad.
El ascensor se detuvo con un temblor. Las puertas se deslizaron a los lados con un siseo hidráulico, revelando la entrada al Subnivel 52.
El cambio era inmediato. Ya no había una recepción, ni siquiera un puesto de vigilancia. Solo un puente colgante, largo y angosto, suspendido sobre una neblina verdosa que parecía tragarse cualquier sonido. Más allá, en el otro extremo del puente, se alzaba una enorme puerta doble y negra, reforzada con placas metálicas y cables gruesos que la conectaban a torres blindadas. Sobre ella, un holograma titilante proyectaba un nombre en un idioma que Jude no pudo leer de inmediato.
Wéstern respiró hondo, echando un vistazo a su acompañante.
“¿Listo?”
Jude tragó saliva y negó con la cabeza.
“No…”
*Genial.” Dijo Wéstern con una sonrisa torcida, y sin esperar otra palabra dio el primer paso sobre el puente. La estructura vibró levemente bajo sus botas.
Jude apretó los labios, sintiendo el frío de la altura, y lo siguió apresurado, no quería quedarse atrás en ese lugar extraño.
Cuando cruzaron la puerta, la ciudad del Subnivel 52 se desplegó ante ellos.
La estética de Horevia se volvía aún más extrema aquí. Las calles estaban cubiertas de paneles hexagonales transparentes, dejando ver los niveles inferiores del subnivel como si caminaran sobre un techo de vidrio. Los coches pasaban lentamente por los carriles, sus faros proyectaban sombras azuladas en los rascacielos de bordes filosos y ventanas polarizadas.
Los anuncios publicitarios vibraban. Modelos modificados vendían desde armas hasta cuerpos sintéticos, mientras drones de seguridad patrullaban con sus lentes rojos escaneando a los transeúntes.
A los lados, restaurantes con vistas panorámicas, bares de lujo y boutiques de implantes abrían sus puertas a clientes envueltos en telas sintéticas costosas y biotecnología avanzada. Aquí, el dinero brillaba en cada pulgada de metal pulido y vidrio reflectante.
Jude miró a Wéstern con una expresión de confusión.
“¿No íbamos… a una mansión?”
“Estamos a pocos minutos…” Respondió, avanzando sin apurarse. Ahí, los pobres viven en el centro de la ciudad y los ricos en los bordes. Jude lo miró sin comprender del todo.
A su derecha, una tienda exhibía rostros sintéticos en vitrinas, cada uno con etiquetas de miles de Créditos.
“Nueva identidad al instante. ¡Cambia de rostro, cambia de vida!” Leyó Wéstern en voz alta, burlón.
Jude sintió un escalofrío al ver cómo algunas caras tenían sonrisas demasiado perfectas, como si esperaran ser usadas.
Avanzaron por la que era la pasarela principal, estaban en territorio de dinero, donde la violencia no se mostraba en forma de sangre en las calles, sino en contratos, extorsiones y desapariciones limpias.
La mansión no estaba lejos.
Solo faltaban unos minutos.
Tras un rato se detuvieron. Frente a ellos se alzaba la muralla exterior de la mansión, una estructura fría, alta y de piedra negra, sin un solo musgo, planta o grieta. El muro no tenía adornos, no tenía historia: solo era funcional, opresivo. Impenetrable a simple vista.
A unos veinte metros se divisaba la rendija de la puerta principal, el portón, flanqueado por una cámara de vigilancia de ojo rojizo que giraba con lentitud en un patrón preprogramado. Wéstern alzó la mano y Jude se detuvo en seco. Ambos quedaron a cubierto, pegados a la muralla, en una zona donde ni las cámaras ni los sensores térmicos parecían alcanzar.
“Quédate quieto.” Dijo en voz baja.
El exoficial flexionó los dedos. Las placas de refuerzo subdérmico se activaron con un leve zumbido. Con precisión, los enterró uno a uno en la piedra. El material cedió con crujidos apagados, como si la muralla exhalara dolor. Escaló con soltura, usando sus propios dedos como garras, y en segundos se impulsó con una sola pierna hasta la cima, donde se asomó apenas, lo justo para no ser detectado.
Desde ahí, observó. La mansión, blanca y dorada, tenía un diseño angular, con ventanas oscuras como ojos sin alma. En las cuatro esquinas del perímetro exterior, un guardia patrullaba. Wéstern los analizó durante unos segundos y notó el patrón: rotaban posiciones cada minuto y medio, como autómatas de rutina.
Se lo tragó todo en un vistazo.
Volvió a bajar de un salto. El polvo se levantó.
“Hay cuatro, uno en cada esquina. Pero rotan. No están sincronizados. Hay brechas.”
Jude asintió, tragando saliva.
“¿Entonces… lo harás tú?”
“Exacto. Yo entro primero, limpio la zona, y cuando los cuatro estén durmiendo el sueño eterno, te abro desde dentro. Y cuando estés adentro, Byte… quiero que mantengas esos ojos muertos bien abiertos.”
Jude lo observó en silencio, esperando el resto.
“Este tipo no es solo un objetivo. Es un sujeto de interés militar, con entrenamiento real. Si llega a escuchar un solo disparo mal hecho, se encierra en su cuarto de pánico, o peor, se escapa. Y no quiero tener que perseguir a un condenado cabrón con entrenamiento a través de media ciudad.”
“Entonces… ¿qué hago yo si eso pasa?”
“Me ayudas a rastrearlo. Te metes en el sistema. Lees las cámaras. Me dices por dónde corre. En el peor de los casos…” Wéstern se encogió de hombros. “...lo acorralamos. Tú también disparas. No puedes quedarte atrás.”
Jude bajó la mirada, pensativo, con los dedos jugueteando con la correa del rifle en su espalda.
“Entendido.”
“Y oye, no pienses que vas solo a quedarte en el rincón como en un teatro. Esto es real. Aquí nos pagan por resultados. Y si sale mal, igual y nos matan por fallar.”
Wéstern se giró hacia la muralla otra vez y levantó un dedo.
“Cuenta seis minutos. Cuando te abra la puerta, no dudes. Entro, limpio, te llamo. Lo demás… lo improvisamos.”
“Seis minutos…” Jude asintió, respirando profundo.
Wéstern lo miró una última vez. No dijo nada. Pero le revolvió el cabello en un gesto automático, afectuoso, y volvió a escalar, silencioso, decidido, como si la piedra reconociera la intención en sus manos endurecidas.
La cacería comenzaba.
Se descolgó por el otro lado de la muralla como un gato curtido en mil batallas. Cayó agachado, y con la pistola con silenciador ya desenfundada en su mano derecha. No había margen para errores.
Esperó tres minutos. Analizó todo lo que pudo.
Los guardias que custodiaban la mansión llevaban uniformes anaranjados de fibra blindada, con hombreras negras marcadas con el logo de la OCPA, Organización de Compañía Privada Adiestrada, una firma conocida por entrenar a exmilitares, mercenarios y vigilantes de la vieja escuela.
Wéstern reconoció el diseño: comunicador integrado, visores con infrarrojo, y placas ocultas en el pecho y las costillas. Eran tanques con disciplina de hierro.
Por eso, no podía usar el rifle. El estruendo, aunque breve, podía alertar a todos los demás. Y lo que menos quería era una refriega abierta.
La “noche” era pesada, cargada de humedad. Pero los jardines sintéticos de la mansión, una mala imitación de un palacio neo- renacentista, estaban salpicados de estatuas de mármol blanco, perfectamente espaciadas. Se movía de una a otra, agachado, pegado a la piedra.
Contó mentalmente el patrón de rotación.
Uno... dos... tres... cuatro.
Cada guardia tardaba entre setenta y noventa segundos en completar su circuito, y durante unos escasos ocho segundos, había un punto ciego entre los extremos noreste y sureste. Justo cuando el del noreste giraba la esquina, el otro aún no alcanzaba su siguiente posición.
Ahí estaba su ventana.
Se quedó detrás de una estatua de una mujer con toga rota. A unos ocho metros, el primer guardia le daba la espalda, con su rifle colgado del pecho por un arnés magnético, caminando con pesadez hacia la esquina sur.
Respiró una sola vez.
Salió.
Cinco pasos, zigzagueando entre columnas.
El guardia escuchó algo.
Demasiado tarde.
Wéstern se deslizó como una víbora, y en un solo movimiento tomó al guardia por el cuello, bajó su cuerpo mientras lo sostenía y le disparó con la pistola silenciada en la base de la nuca.
Pfffk.
El cuerpo apenas se sacudió, sin dramatismos, sin ruido. Cayó como una marioneta sin cuerdas. Wéstern lo sostuvo con ambas manos, asegurándose de que el visor no golpeara contra las piedras.
Lo arrastró con cuidado hasta el rincón de sombra más cercano y revisó su equipo con la mirada de un experto: el blindaje era grueso, pero no cubría por completo el cuello, ni las articulaciones del hombro y la base lumbar. Con dedos entrenados, soltó el broche magnético del casco, desconectó el comunicador integrado y le arrancó la radio incrustada en el auricular derecho. Se la guardó en el bolsillo interno de la chaqueta.
La necesitaría luego.
Sin perder un segundo, rebuscó bajo la pechera del uniforme anaranjado. Táctico, práctico. Tenía que haber un cuchillo.
Y lo había. Un cuchillo de combate de filo curvo, empuñadura negra antideslizante. Wéstern lo desenfundó con un tirón seco y lo pasó a su mano izquierda mientras volvía a avanzar.
Puntos ciegos, vulnerabilidades. Las conocía todas.
Repitió en su cabeza el análisis:
Guardia 2: Se distrae mirando al fondo cuando pasa por el depósito lateral.
Guardia 3: Tiene un tic en la pierna derecha, camina más lento, rota más tarde.
Guardia 4: Usa el comunicador cada dos rotaciones. Momento ideal para eliminarlo: durante el diálogo.
Todo estaba calculado.
Mientras se deslizaba hacia la segunda estatua, la oscuridad lo envolvía como un manto cómplice. El mundo se reducía a pulsos de sangre, a segundos, a respiraciones contadas.
El Guardia 2 estaba a punto de doblar la esquina del depósito lateral, con ese andar perezoso que Wéstern ya había observado. El tipo ni se molestó en mirar los arbustos de polímero ni el camino tras él.
Perfecto.
Lo interceptó entre las sombras con brutal precisión. Le colocó una mano en la boca y hundió el cuchillo justo en la base de la mandíbula, directo al cerebro. El guardia apenas se estremeció antes de caer.
Pero ahí vino el error.
Un parpadeo, un ángulo mal medido, una cámara que no estaba en el mapa, quizás activada recientemente.
¡Prrrrah!
Un disparo silenciado, pero aún audible. Cerca. Una bala rozó el hombro de Wéstern.
El Guardia 3 había detectado movimiento, o tal vez captado una alerta por el intercomunicador. Estaba unos metros más allá, disparando desde cobertura. Wéstern apenas tuvo tiempo de arrastrar el cuerpo del Guardia frente a sí, usándolo como escudo improvisado.
Las siguientes dos balas golpearon la armadura del cadáver.
El enemigo recargó rápidamente y avanzó.
Wéstern soltó el cuerpo ya inservible y se giró justo cuando el Guardia 3 venía directo con el cuchillo desenfundado, con una velocidad endemoniada.
Colisión.
El filo enemigo se estrelló contra la hoja de Wéstern al último momento. Retrocedieron y luego embistieron otra vez. Eran violentos, entrenados. No era un vigilante cualquiera.
Wéstern logró meter una patada baja al muslo del enemigo, que trastabilló, pero contraatacó con una estocada descendente que abrió el antebrazo izquierdo de Wéstern. La sangre saltó, caliente y espesa. Dolía como un incendio.
Gruñó. Se movió lateralmente, evitando una segunda estocada, rodó por el suelo y se incorporó al lado contrario del guardia, que ya venía girando para rematarlo.
Wéstern alzó ambos brazos, cruzando el cuchillo con el otro para bloquear, recibió un corte en el hombro, pero en la misma maniobra, enterró su cuchillo en el costado del enemigo.
El guardia no cayó. Gimió como un jarnhito herido y siguió luchando, casi a ciegas. Wéstern le rompió la nariz de un cabezazo, le dio un codazo al cuello, y con fuerza pura lo arrojó al suelo.
Antes de que pudiera levantarse, Wéstern se lanzó encima y clavó el cuchillo en su pecho varias veces, con furia, hasta que el cuerpo dejó de temblar.
La respiración de Wéstern era un horno.
Sangraba. Tres cortes: antebrazo, hombro, y una estocada superficial en las costillas derechas.
No graves. Pero jodían. Le dolía mover el brazo izquierdo.
Se apoyó en la pared, mirando las cámaras otra vez, tomando aire. Un instante. Solo un instante..
Pero ahora, tenía que darse prisa.
Y Jude, allá afuera, aún esperaba su señal.
Wéstern se giró en seco, cuchillo aún en mano, respirando con los dientes apretados.
Faltaba uno. El cuarto.
Pero el perímetro estaba vacío.
“¿Dónde estás, cabrón…?”
Entonces lo supuso.
El cuarto guardia no estaba fuera. Había entrado a la mansión. Seguramente a proteger al Viejo Rey. Tal vez ya sabía que algo andaba mal. Tal vez había oído el forcejeo. No importaba. No había tiempo para tanteos.
Wéstern se lanzó al cuerpo más cercano, arrancó con brusquedad el segundo comunicador incrustado en el casco y corrió hacia el portón principal. No podía perder segundos forzando nada con delicadeza.
Sacó el PNC-13 de su espalda, lo alzó y vació una ráfaga sobre la cerradura electrónica, que explotó en un estallido de chispas y humo.
“¡JUDE!” Rugió mientras abría de golpe el portón reventado. “¡DENTRO AHORA!”
Jude corrió a toda velocidad por el puente artificial. Apenas cruzó el umbral, vio los cortes en el brazo y hombro de Wéstern, el goteo de sangre sobre su abrigo roto.
“¡¿Estás bien?!” Gritó con preocupación real.
Wéstern no respondió.
Solo le arrojó el comunicador, que Jude atrapó torpemente.
“Póntelo en la oreja. Canal abierto. Hablas con el botón de la nuca. Dos clics para hablar. Uno para escuchar. Si no me entiendes, ya te jodiste.”
Antes de que Jude pudiera decir algo más, Wéstern giró sobre sus talones, corrió hacia uno de los enormes ventanales que componían toda una pared lateral de la mansión, y sin detenerse ni dudar, alzó su brazo derecho y lo estrelló con brutalidad.
KRASHHHH
El vidrio blindado cedió ante el golpe amplificado por sus nudillos reforzados, quebrándose con un estruendo agudo.
Entró de un salto, con vidrio crujiente bajo sus botas. Un pasillo blanco y dorado lo recibió. Alfombras rojas gruesas. Esculturas electrónicas encendidas. Cortinas de seda sintética. Todo silencioso como un mausoleo.
“¡Jude!” Vociferó por el comunicador. “¡Busca la sala de cámaras! ¡Debe estar a la derecha desde la entrada! ¡No dispares a lo imbécil!”
Y sin perder tiempo, giró a la izquierda, apuntando con el PNC-13, moviéndose rápido pero bajo, revisando cada habitación del primer piso. Cocina. Comedor. Galería de arte digital de NFT´s. Una sala vacía con una fuente seca.
Nada.
Ningún rastro del Viejo Rey.
Y el reloj, aunque mudo, estaba corriendo.
Wéstern se detuvo en seco al pie de una escalera de mármol artificial. El fusil apuntaba al techo, tenía su dedo junto al gatillo, y la respiración pesada.
“¿Jude?” Dijo en voz baja al comunicador incrustado en su oído. “¿Llegaste a las cámaras?”
Nada. Solo estática.
“¿Jude?”
Entonces lo escuchó. Un clic suave. Metálico.
Sus ojos se abrieron como si el tiempo se congelara.
Giró con un giro brusco, instintivo, y ahí lo vio: el cuarto guardia, aún con su casco anaranjado, uniforme de la OCPA impecable, y el logo brillando bajo las luces de pasillo.
Apuntaba directo al pecho de Wéstern.
Estaban a metros de distancia.
Demasiado cerca para esquivar. Demasiado lejos para golpear.
Mierda... Hasta aquí llegué…
El dedo del guardia se cerró sobre el gatillo.
Pero nunca disparó.
Una ráfaga brutal y seca explotó desde su espalda.
El uniforme anaranjado se tiñó de rojo en un instante.
El cuerpo se arqueó violentamente hacia adelante, soltando el arma, cayendo de rodillas, y luego desplomándose de lado en el suelo. Detrás, en el extremo del pasillo, parado con el CR-92 temblando entre las manos, estaba Jude.
Tenía los ojos muy abiertos, la mandíbula rígida, y el rostro bañado en el brillo intermitente de los sensores del rifle.
Había vaciado el maldito cargador entero.
Wéstern lo miró fijamente, exhalando con fuerza.
“Gracias, Data…” Dijo. De verdad lo decía. No había sarcasmo esta vez.
Pero Jude no respondió.
Le temblaban los brazos. Todo el cuerpo le vibraba como si acabara de bajar de una motocicleta de asalto.
El retroceso de la Kingmaker le había sacudido hasta el alma.
Se apoyó un momento contra la pared, con el rostro pálido, mientras Wéstern se acercaba. Jude parpadeó varias veces, tragó saliva, y luego alzó la cabeza.
“Estoy bien. Ya… ya estoy bien.”
“Sí, claro” Dijo dándole un golpecito en el pecho con dos dedos. “Te falta cargar otra vez, Rambo.”
“Ya voy…”
Ambos se separaron sin más palabras.
Wéstern subió las escaleras, con el fusil pegado al hombro, escaneando las habitaciones del segundo piso como un depredador. Pisos alfombrados, puertas automáticas, pinturas que se movían solas con IA integrada.
Pero ninguna señal del Viejo Rey.
Mientras tanto, Jude al fin encontró la sala de cámaras: una puerta reforzada en un rincón del ala derecha. Entró con cuidado, con el rifle ya recargado aunque lo sostenía como si fuera un bloque de concreto.
La sala era pequeña, con monitores antiguos y paneles de seguridad parpadeando. Doce pantallas. Doce ángulos. Toda la mansión.
Se sentó, conectó el comunicador y habló, aún jadeando:
“Ya estoy aquí…”
La puerta se abrió con un leve silbido hidráulico. Wéstern entró con el fusil por delante, apuntando a cada rincón.
Era un monumento a la ostentación. Un ventanal de cuerpo entero ofrecía vistas a la ciudad, mostrando los neones distorsionados entre columnas de humo, las autopistas y los rascacielos oxidados como si fueran maquetas de otro mundo.
Todo bañado en un resplandor mortecino. La alfombra bajo sus botas manchadas seguramente era carísima. Las paredes, cubiertas de paneles de madera oscura, tenían grabados que narraban algún tipo de epopeya militar.
Había una barra con botellas de alcohol añejo, un sillón con control neural, una cama que flotaba a veinte centímetros del suelo con suspensión magnética, un estante lleno de discos de ERM´s.
Y sin embargo…
“No hay nadie…” Murmuró Wéstern.
Apretó el comunicador.
“¿Jude? ¿Lo ves?”
La respuesta vino segundos después, entre pitidos de redirección.
“Sí… se dirige a ti. Cuidado.”
Wéstern se giró inmediatamente, alzando el fusil.
Demasiado tarde.
El primer golpe lo esquivó, una sombra roja que cruzó su campo de visión como un destello violento.
Pero el segundo, una rodilla directa a la cara, lo estampó contra el suelo con un crujido nasal seco. Se levantó con un gruñido, escupiendo sangre y alzando el fusil.
Pero el oponente ya estaba encima.
El Viejo Rey.
Un humano, casi inhumano.
1.98 de altura.
147 kilos de pura masa bruta con un traje rojo escarlata que parecía diseñado para algún desfile de poder.
Cuello rígido, hombreras metálicas, guantes negros.
Los dos dispararon al mismo tiempo, y ambos desviaron los cañones del otro.
Las pistolas volaron al suelo.
Y luego, solo violencia.
El Viejo Rey arremetió como un toro, con una fuerza animal imposible. Wéstern recibió dos golpes en el torso, contraatacó con un gancho al costado. El sonido fue húmedo, violento.
Rodaron sobre la alfombra, derribando una mesa que estalló en astillas y cristales.
Una estatua de vidrio fue estrellada contra la espalda de Wéstern. Un portavasos se convirtió en proyectil.
“¿¡QUIÉN CARAJO TE MANDÓ!?” Rugía el Rey entre golpes. “¡¿QUIÉN ERES!?”
Wéstern no respondió.
Solo lo empujó contra la repisa de la barra, tomó una botella y la estampó contra su rostro.
El Rey reculó con la mejilla sangrante y una sonrisa feroz.
“Te voy a cortar los dedos uno por uno hasta que cantes…”
Volvió al ataque, y esta vez ambos chocaron contra la cama suspendida, que se desvió bruscamente en el aire.
Wéstern se impulsó desde ella, logrando estrellar al Rey contra el ventanal, que crujió pero no cedió.
Ambos respiraban como bestias, jadeando.
Golpes, forcejeos, gruñidos.
Wéstern se lanzó otra vez, esta vez tomando el respaldo de una silla ceremonial, girándola con brutalidad y estampándola contra el pecho del Viejo Rey. Las astillas volaron como metralla.
El Rey apenas retrocedió.
Ni un rugido, ni un quejido. Solo una respiración pesada, de toro sangrando por la nariz.
Wéstern sintió el dolor latente en cada articulación, pero no paró. Tomó una lámpara ornamentada, esas que cuestan más que una vida en los barrios bajos, y la estrelló contra la espalda del gigante humano mientras este giraba.
La lámpara estalló como un huevo hueco.
El Rey respondió con un codazo que lo hizo volar hasta el escritorio, el cual se partió en dos por el impacto.
Wéstern se arrastró entre cables expuestos, sangrando por la ceja y con los labios partidos.
Escupió sangre. Rió.
“¿¡Quién demonios te contrató!?” Vociferó el hombre, con el rostro sangrante y los ojos inyectados.
Su voz era una tormenta comprimida en un pecho blindado.
“¡¿Quién quiere verme muerto, escoria?! ¡¿Quién quiere lo mío?! ¿El sindicato? ¿El Gladio? ¡¿El Cónclave?! ¡Dímelo!”
Wéstern se lanzó otra vez. Sin táctica. Sin cuidado.
Solo pura furia.
Le clavó los dedos en la cara, rascando, arañando, ciego de rabia, hasta que el Rey lo tomó de los costados y lo alzó como un saco de arena.
Con un grito animal, lo lanzó contra la pared.
La pared crujió.
Wéstern cayó en seco, con la espalda arqueada, y el aire escapando de sus pulmones.
El Viejo Rey continuaba, tambaleante, cubierto de sangre y polvo, como si el infierno hubiera tratado de matarlo y fracasado. El traje rojo, estaba manchado y desgarrado, pero aún imponente.
Wéstern no se movía. No del todo. Solo una mano tanteaba el suelo en busca de algo más que dolor.
El cuarto era un desastre absoluto. Cristales por doquier. El ventanal agrietado. Muebles rotos, artefactos electrónicos humeando, la cama flotante hundida de un lado.
Y en medio de ese campo de ruinas, dos sombras ensangrentadas respiraban como bestias, como si el corazón les golpeara dentro del cráneo.
Pero Wéstern seguía despierto.
Porque aunque el Rey era más fuerte…
Él siempre había sido más despiadado.
El Rey se acercó. Su sombra cayó sobre Wéstern, apenas medio erguido entre los restos del escritorio pulverizado.
“¿Quién… te mandó...?” Gruñó, medio jadeo, medio amenaza.
Fue ahí cuando Wéstern, jadeante, lanzó con un movimiento abrupto una figura de porcelana rota, quizá un adorno, quizá una reliquia sin nombre, directo al rostro del Rey.
El objeto estalló en pedazos contra sus ojos.
El coloso rugió. Dio un paso hacia atrás, tambaleante, llevándose ambas manos al rostro, cegado.
Y Wéstern, sin perder un solo segundo, se lanzó con todo el cuerpo contra él.
Ambos atravesaron el ventanal, quebrándolo.
Cayeron.
Cinco metros de descenso brutal.
El aire se les partió entre los dientes.
Wéstern lo usó como escudo. El impacto sacudió el concreto.
Ambos quedaron en el suelo, Wéstern encima del Rey, frente a frente, y con los huesos aún zumbando por la caída.
El rostro del Viejo Rey estaba cubierto por líneas de sangre, y la porcelana astillada en las cejas.
Sus ojos se abrían apenas entre los cortes. Su piel oscura, antes tersa y brillante, decorada con implantes dorados incrustados como joyas en las sienes, y líneas de tatuajes lumínicos que bajaban por sus mejillas y cuello, ahora estaban llenos de grietas de sangre.
Una barba afilada, cuidadosamente mantenida, ahora empapada. Se miraron. Cara a cara. Nariz con nariz.
Y entonces se aferraron de las muñecas, con todas sus fuerzas.
Un duelo animal. Una pulsación brutal.
Ambos temblando, agotados.
Pero ninguno podía mover los brazos. Estaban trabados. Bloqueados.
Wéstern sonrió.
Una sonrisa manchada de rojo. Los dientes sucios de sangre.
Su aliento era ácido y metálico.
“Ya no me quedan balas, Rey…” Susurró como un chiste.
Tiró la cabeza hacia atrás…
Y luego la estampó contra el rostro del Viejo Rey.
Una vez.
CRACK
La sangre saltó como aceite hirviendo.
Otra vez.
CRACK
El implante dorado de la ceja derecha se le hundió en la carne.
“¡Basta!” Gruñó el Rey, intentando liberar sus manos.
Pero Wéstern no se detuvo.
CRACK
La nariz del Rey colapsó.
CRACK
Los ojos ya no se veían. Solo una máscara de sangre.
¡CRACK! ¡CRACK! ¡CRACK!
Los tatuajes lumínicos se apagaron uno por uno.
El rostro del Rey ya no era un rostro.
Era una masa temblorosa, rota, pulposa.
El hombre, el gigante, pidió clemencia entre borbotones.
“P-po... por favor…”
Pero Wéstern no sabía de misericordia.
Solo había aprendido a sobrevivir.
Con un último cabezazo, uno que dejó su propia frente abierta como una flor negra, partió el cráneo del Rey contra el concreto.
El cuerpo tembló bajo él… y luego, ya no se movió más. Wéstern cayó hacia atrás. La frente le sangraba, la boca le colgaba, y los brazos aún temblaban.
Pero el Rey ya no respiraba.
Y la ciudad subterránea, por unos segundos, fue silencio.
Jude apareció corriendo desde una de las alas laterales de la mansión, con el CR-92 aferrado entre sus manos temblorosas, apuntando a todo lo que se moviera… pero cuando sus ojos aterrizaron en la escena, el rifle le resbaló un poco.
Se quedó paralizado por dos segundos eternos.
El cuerpo inerte del Viejo Rey, completamente deformado, la cabeza estaba convertida en un cúmulo informe de hueso y carne roja, sus implantes hundidos, el rostro irreconocible, era una pintura grotesca de brutalidad.
“P-por el Regente…” Murmuró Jude, con la voz quebrada.
Sus mejillas palidecieron de inmediato.
Y entonces vomitó.
Se dobló hacia un lado, apoyando una mano en la pared manchada, dejando salir una mezcla agria que salpicó el suelo lujoso, manchado ya con sangre, fragmentos de vidrio y pedazos de la elegancia arruinada de la mansión.
Wéstern no se movía al principio.
Respiraba pesadamente, sentado de rodillas, con la sangre bajándole por la frente en líneas oscuras. Luego, sin decir nada, se incorporó lentamente, con un gruñido.
Su mano derecha, temblorosa, se estiró hacia el suelo. Allí estaba, su sombrero viejo, ladeado, algo doblado por la caída.
Se lo sacudió un poco y se lo colocó con parsimonia, como si necesitara recuperar su rostro, su papel en este mundo.
Jude terminó de vomitar y lo miró.
El muchacho tenía los ojos vidriosos, pero ya no temblaba.
“Estás… estás hecho mierda.” Dijo finalmente, con voz ronca.
Wéstern le dedicó una media sonrisa, torcida, manchada de rojo. “Sí… pero él está más.”
Y con un simple parpadeo, activó el escáner de sus ópticas.
Un ligero zumbido pasó por sus pupilas mientras capturaba una imagen detallada del cadáver, registrando no solo el rostro, o lo que quedaba de él, sino también la data biométrica del sujeto.
La confirmación de la muerte. La evidencia para el pago.
“Sonríe para la cámara, Rey…” Murmuró con sarcasmo, y chasqueó la lengua mientras se guardaba el archivo en su memoria.
Luego, se metió una mano ensangrentada en el interior de su chaqueta rota.
Sacó el blíster plateado. Ya solo quedaban cuatro pastillas de Nexusol. Empujó una con el dedo y la dejó caer en su palma. Se la metió en la boca, la masticó una vez, con rabia, y tragó.
El sabor amargo le raspó la garganta. El alivio vendría pronto.
“Vamos…” Dijo sin mirarlo. “Tenemos que irnos antes de que esto se llene de refuerzos...”
Jude respiró hondo. Se limpió la boca con la manga del súeter.
Y asintió, en silencio.
Wéstern apenas alcanzó a dar cinco pasos antes de que las piernas le fallaran.
Cayó de rodillas.
“Mierda…” Jadeó, mirando al suelo.
Jude se acercó de inmediato, bajando el rifle a la espalda.
“Estoy bien…” Gruñó el mayor, alzando una mano débil para detenerlo. “Solo… fue una piedra.”
Jude lo miró con incredulidad.
Una piedra. Claro.
“Estás sangrando por… todo.”
“Y tú hablas demasiado.”
El ex-oficial gruñó, ladeando un poco la cabeza mientras gotas oscuras caían desde su mandíbula, marcando el piso con lentitud.
Pero Jude no perdió más tiempo. Sin decir nada, salió trotando hacia la mansión otra vez.
“Tiene que haber un botiquín. Estas casas siempre tienen uno. Hasta la gente rica se corta con papel, ¿no?” Avanzó por los corredores destruidos, subiendo hasta la cocina que apenas había visto antes.
Ahí estaba. Un armario empotrado en la pared, sellado con una interfaz básica.
“Gracias… Regente.” Susurró, y abrió con un empujón.
Dentro, un botiquín blanco y rojo, bien surtido. Vendas. Selladores dérmicos. Antibióticos. Jeringas. Analgésicos.
Y al fondo, una Venomatrix.
Un parche negro del tamaño de una tarjeta de crédito.
Potente. Caro.
Para el dolor severo.
Perfecto para él.
Regresó tan rápido como pudo. Su respiración estaba agitada, jadeaba levemente, pero apretó los dientes y no se detuvo.
Wéstern seguía arrodillado, pero ahora estaba apoyado en una mano, su otra presionando el costado.
La chaqueta le goteaba.
Un reguero de sangre le pintaba el flanco izquierdo como si hubiera nadado en tinta.
“Tú no estás bien ni de broma” Dijo Jude, sin pedir permiso.
Le quitó la chaqueta, y el PNC-13 con cuidado pero sin pausa, mientras Wéstern fruncía el ceño.
“No me digas que vas a curarme tú…” Musitó.
“Cierra el piquito...”
Jude se arrodilló frente a él y sacó una venda autoadherente. Cortó con las uñas una sección y comenzó a envolver el brazo herido.
Luego pasó al costado, donde el tejido artificial de la camiseta estaba rasgado hasta la piel, y ahí también había cortes.
Muchos.
Algunos profundos.
“Esto parece una carnicería…” Dijo Jude, mientras sudaba tratando de mantener firme la venda.
“Es que el viejo no sabía bailar.” Respondió Wéstern, con su clásica voz ronca y una media sonrisa torcida. “Yo intenté llevar el ritmo, pero tenía dos pies izquierdos. Y uno en la boca.”
Jude no respondió. Solo sacó el parche de Venomatrix y lo pegó directo en el brazo derecho, justo encima de un implante.
Wéstern gruñó al sentirlo activarse. Un calor súbito le recorrió el brazo, la espalda, la base del cráneo. El dolor… retrocedió. No desapareció, pero se volvió lejano, como si lo observara desde una ventana sellada.
“...eso ayuda.” Murmuró con los ojos entrecerrados.
“Sí, bueno…” Jude continuó, amarrando otra venda en el abdomen. “No quiero que te mueras el primer día.”
“Eso es sentimentalismo barato, Byte.”
“Cállate.”
Pasaron unos minutos.
El silencio solo se rompía por el sonido suave de las vendas ajustándose y el jadeo de ambos.
Cuando Jude terminó, le colocó la chaqueta sobre los hombros y le dio su PNC-13, ayudándolo a levantar el torso con cuidado.
Wéstern se apoyó en él. Más peso del que Jude esperaba.
Pero aguantó.
“Vamos…” Dijo el joven, en voz baja. “Ponte en pie, viejo terco.”
Y con la chaqueta puesta, los cortes sellados, y el parche en su brazo siguiendo su labor analgésica, Wéstern volvió a ponerse de pie.
Cojeando. Empapado. Vivo.
“Bien hecho, Byte.” Murmuró. “Eres más útil que muchos oficiales que conocí.”
“Gracias… creo.”
“Ahora vámonos. El olor a sangre empieza a atraer preguntas.”
Y con eso, empezaron a caminar. Uno maltrecho. El otro cargando más de lo que admitía. La puerta principal crujió al abrirse, con uno de los paneles aún medio carbonizado por los disparos de Wéstern.
El portón se deslizó hacia un lado, revelando otra vez la oscuridad húmeda del Subnivel 52.
Wéstern salió primero, cojeando, y Jude le seguía justo detrás. A los pocos pasos, el joven se detuvo un segundo, ajustó la correa del Kingmaker en su espalda, y se lo acomodó bien.
“Ya puedo solo…” Dijo, con un leve orgullo.
“¿Ah, sí?” Wéstern arqueó una ceja mientras se detenía.
Jude respondió rodeando a Wéstern, tomando el flanco derecho, y levantando el Kingmaker con ambas manos. El rifle parecía una extensión natural ahora, aunque aún se notaba la tensión en sus hombros, el respeto que le tenía al arma.
“Mírate, ya te crees todo un soldado.”
“Solo trato de no morir.”
“Buena filosofía. Bienvenido al club.”
Ambos caminaron por la vereda amplia y cuarteada, aún iluminada por luces amarillas colgadas a diez metros de altura.
“¿Entonces…?” Preguntó Jude después de un rato. “¿Lo hicimos bien?”
Wéstern tardó un momento en responder. Masticó la pregunta como un cigarro entre dientes.
“No morimos. No nos atraparon. Lo matamos.”
“¿Y…?”
“Eso, Byte, es el estándar de oro en este negocio.”
Jude soltó una risita por la nariz.
“Pensé que ibas a decir algo más heroico.”
“¿Heroico?” Bufó Wéstern. “Esto no es una película de acción. Es una auditoría de sangre. Y la pasamos.”
“No sé… para ser nuestro primer trabajo, pudo haber salido peor.”
“Pudo haber salido mucho peor.*
“Tu cara salió peor.”
Wéstern se detuvo en seco, y Jude lo miró. El viejo se dio vuelta lentamente, como si estuviera meditando en silencio.
“¿Sabes qué más pudo salir peor?”
“¿Qué?”
“Tu puntería con ese Kingmaker. Me salvaste el culo, pero me hiciste temblar con la cantidad de balas que disparaste.”
Jude se rió más fuerte esta vez.
“Estaba nervioso.”
“Estabas pálido como una hoja de contrato.”
“Pero le di.”
“Sí. Y lo hiciste colador. Eso cuenta.”
“Y tú…” Jude lo miró de reojo. “Le reventaste la cara a cabezazos. Literalmente.”
“No fue personal.” Dijo Wéstern con una sonrisa sanguinolenta. “Solo táctico.”
Caminaron otro tramo en silencio. Y entonces, como un pensamiento que flotaba suelto:
“¿Esto va a ser siempre así?” Preguntó Jude.
“Sí.”
“¿Así de sangriento?”
“A veces peor.”
“...y seguimos, ¿verdad?”
Wéstern no dijo nada al principio. Solo se pasó una mano por la nuca, sintiendo el vendaje pegajoso. Luego asintió despacio.
“Hasta que juntemos lo suficiente. O hasta que uno de los dos quede seco.”
Jude asintió. No como quien acepta un destino… sino como quien entiende las reglas del juego.
Y decide jugar igual.
“Pues vamos por ese pago, Byte.” Dijo Wéstern, escupiendo a un lado. “Te dije que no lo hicimos tan mal.”
‘No, para ser primerizos.” Jude sonrió, aferrando el rifle. “Solo nos morimos de miedo.”
“Miedo es buen combustible.”
“¿Y luego qué?”
“Luego, más mierda.”
“Perfecto…”
Y siguieron caminando.
Dos sombras armadas, una cojeando, la otra aprendiendo a caminar en un mundo que no perdona.
Apenas unos pasos antes del ascensor, Wéstern se tambaleó.
Las luces industriales parpadeaban, rebotando en el suelo del puente colgante. Jude iba caminando detrás de él, cabeza baja, rifle a la espalda. No notó el desvío del paso hasta escuchar el primer jadeo áspero de Wéstern.
“¿Wéstern...?”
El ex-oficial se detuvo. Su cuerpo estaba rígido. Sus estaban hombros tensos.
Y entonces, de golpe, sus ópticas comenzaron a parpadear.
Un brillo irregular, púrpuras, blancos, verdes. Luces estallando de forma errática dentro de sus ojos cibernéticos.
Trastabilló hacia el borde del puente. Jude corrió como pudo.
El ex-oficial ya se inclinaba hacia el abismo cuando Jude lo alcanzó por la chaqueta, tirándolo hacia atrás con fuerza.
Cayeron.
Wéstern se estrelló contra el suelo de metal rugoso, temblando como si estuviera electrocutado.
Su sombrero voló por el aire, giró dos veces y fue a parar junto al borde. Pero Jude no lo dejó caer: lo atrapó al vuelo, sin pensar.
El hombre golpeaba el suelo con las manos, con los puños, con la frente incluso.
Contracciones violentas, descargas. Su voz salió en un murmullo quebrado, agitado.
“No… veo… nada. Todo… ruido. Demasiado… ¡demasiado!”
Su cuerpo se sacudía por espasmos nerviosos, y cada pequeño sonido, cada cambio de luz parecía disparar una respuesta desmedida.
Jadeaba como un animal herido.
“¡Wéstern, soy yo! ¡Jude! ¡Estoy aquí! ¡Tú me puedes oír, ¿sí?!”
“Sí… sí…” Alcanzó a decir, con voz irregular. “Escucho. Escucho. La… caja. La negra. Chaqueta. Derecha…”
Jude no entendió al principio, pero luego metió la mano en el bolsillo interno derecho de la chaqueta de Wéstern.
El estuche metálico negro.
Lo sacó. Al abrirlo, tres cápsulas, como pequeños viales de cristal llenos de un líquido azul brillante que parecía brillar por sí solo.
“¿Esto? ¿Esto, verdad? ¿Dónde...?”
“Nuca… Enchufa… ¡ya!”
Jude se arrodilló, trató de mover el cuello de Wéstern.
En el proceso, recibió un puñetazo en el pómulo que lo tumbó hacia un lado, gimió, llevándose la mano al rostro. Pero volvió. Sangrando apenas por la ceja, volvió.
Porque no iba a dejarlo solo.
Con torpeza, tomó una de las cápsulas, la encajó en el puerto analógico de la nuca del exoficial y la presionó hasta que el clic del acople sonó. El líquido se inyectó automáticamente en el sistema neural. El cuerpo de Wéstern se sacudió una última vez.
Luego se quedó quieto.
Unos cinco segundos pasaron en completo silencio. Entonces Wéstern inhaló profundamente. Una respiración profunda. Controlada.
“...Hhhhhhah…”
“¿Wéstern?” Jude se acercó, con los ojos llenos de tensión.
“Estoy…” Tosió. “Estoy bien. Lo lograste…”
Ambos se quedaron sentados en el suelo del puente.
Uno jadeando.
El otro temblando.
Y con el ascensor esperándolos con la puerta de rejillas aún abierta.
“Prepárate, Byte…” Dijo Wéstern, pasándose la mano por el cuello. “Probablemente tendrás que volver a hacer eso. Más veces de las que te gustarían.”
Jude asintió lentamente. Y sin decir palabra, le tendió el sombrero.
Wéstern lo tomó, lo miró como si fuera una extensión de sí mismo… Y se lo colocó con un gesto lento, como si al hacerlo se reconstruyera.
“Gracias…”
Jude no respondió. Solo se sentó más cerca, dejando que el silencio hiciera su parte…
Subieron al nivel 47 como quien vuelve de una guerra que nadie pidió.
El ascensor tembloroso de rejillas crujía con cada metro ganado, y el zumbido del sistema hidráulico era el único acompañamiento en ese trayecto agónico hacia la superficie.
Wéstern permanecía en silencio, recostado en la pared metálica, sombrero echado hacia adelante, respirando. Jude a su lado, sosteniendo el Kingmaker con ambas manos, no decía nada, pero vigilaba cada movimiento de su compañero, atento a otra posible crisis.
Tardaron casi veinte minutos en ascender.
Y una vez salieron al Subnivel 47, lo reconocieron todo al instante: las luces apagadas entre neones, los callejones silenciosos, los mendigos cubiertos en telas térmicas y la atmósfera cargada de cloro y humo electrónico.
La ciudad subterránea seguía igual de viva… igual de podrida.
Caminaron el mismo camino.
Las mismas calles, los mismos grafitis, las mismas farolas brillando como si fueran luciérnagas estáticas.
Y ahí estaba.
LA CUNA.
El antro brillaba como si no hubiera pasado nada. Verde ácido, amarillo quemado, celeste eléctrico.
Pulsaba como un corazón borracho.
Entraron.
En recepción, otra vez, la chica humana. Ahora llevaba un vestido metálico ajustado, hombros descubiertos, las mismas ópticas oculares ambarinas que brillaban suave en la penumbra. Cabello corto, perfectamente alineado.
Piel blanca de laboratorio.
Y una sonrisa afilada al verlos llegar.
“Vaya, vaya…” Dijo, apoyando un codo sobre el mostrador. “Mira cómo han vuelto.”
“No es nada…” Masculló Wéstern, sacudiéndose un poco el polvo de la chaqueta.
“¿Qué tan duro estuvo?” Preguntó ella con una ceja arqueada.
Jude fue quien respondió: “Nos… emboscaron. Wéstern peleó con el objetivo. Casi muere. Yo… disparé. Luego lo estabilicé. Mucha… sangre.
La chica soltó una risita.
“Ah, los nuevos siempre traen drama fresco.”
Mientras hablaba, sus ojos se posaban descaradamente en Jude, en su figura delgada, en su rostro aún manchado de cansancio.
El tono de voz bajó.
“Deberías venir más seguido, tú. Eres… muy agradable a la vista.”
Jude bajó la mirada, incómodo.
Wéstern, por supuesto, se cruzó de brazos y gruñó: “Sí, sí, todos quieren llevárselo. ¿Ahora puedes dejar de calentar el ambiente y decirme dónde está la Baronesa?”
Ella ladeó la cabeza con lentitud, como si considerara molestarse. Pero su sonrisa no cambió.
“Relájate, Sheriff. Ya los está esperando.”
Sus ópticas parpadearon en verde por un segundo.
“Pueden pasar.”
Wéstern no respondió. Solo empujó la puerta del antro y entró, con Jude siguiéndolo de cerca.
Las puertas negras se abrieron, y Jude tragó saliva mientras Wéstern avanzaba sin dudar.
Pasaron por el mismo pasillo blanco, ese pasillo helado que parecía más de una morgue que de una oficina, donde la luz era demasiado clara, demasiado silenciosa.
La puerta al fondo los esperaba.
Al cruzarla, la encontraron justo como antes:
La Baronesa.
Sentada en su trono de acero y cuero negro, con las piernas cruzadas. Un popote se conectaba desde una rendija a su máscara de gas directamente a una copa de cristal con líquido azulado.
Dos de sus tentáculos faciales se movían de forma perezosa, como si saborearan el entorno mientras sus ojos almendrados, completamente blancos, se posaban en ellos.
“Miren nada más…” Dijo con aquella voz, seductora y artificial, proyectada por su collar traductor. “Si no son mis dos tormentas ambulantes. Uno parece que cayó por una trituradora… y el otro, bueno, al menos no murió. Sienten sus traseros, gloriosas anomalías.”
Wéstern no sonrió. Solo se sentó como si no le importara manchar la silla de sangre seca.
Jude, más educado, se sentó con cuidado, algo tenso.
La Baronesa les echó un vistazo como una dueña a sus jarnhitos rescatados.
“Bueno… ¿El viejo Rey respira?”
Wéstern activó una de sus ópticas.
Un holograma rojo se proyectó desde su ojo izquierdo, a unos treinta centímetros por encima de la mesa.
La imagen: el cadáver del Viejo Rey, con la cara desfigurada a cabezazos, una escena que olía a víscera incluso sin estar presente.
La Baronesa ladeó la cabeza. Uno de sus tentáculos se agitó con placer.
“Qué belleza de ejecución… Me fascina cuando un rostro deja de parecer rostro.” Se recargó con gusto. “Y tú, muñeco viejo… luces como si te hubieran usado de saco de box.”
Wéstern escupió hacia un lado.
“El Rey tenía las manos pesadas. Yo tengo la cabeza dura.”
La Baronesa soltó una risa. Sus ojos se posaron entonces en Jude, y su tono cambió, afilado pero suave.
“Y tú… qué dulce te ves ahora que no estás temblando como una hoja. Por lo que veo disparaste tu primer cargador entero.’
“Funcionó…” Musitó Jude, bajando la mirada.
La Baronesa sonrió detrás de la máscara, se notaba en su tono: “Oh, mi pequeño asesino en potencia.”
Acto seguido, sus ópticas brillaron en un naranja intenso.
Se llevó la copa a la boca con un gesto pausado, absorbiendo el contenido con su popote mientras hablaba con calma: “Y ahora… la parte que más les interesa. El pago.”
El silencio pesó.
“Hay un problema técnico… Tu amiguito no tiene Interfaz Neural.” Dijo mirando a Jude. “Qué cosa más linda y primitiva. Así que el pago completo se fue a tu cuenta, Wéstern.”
Wéstern alzó una ceja.
—¿Cuánto?
La Baronesa se reclinó, cruzó de nuevo las piernas, y sonrió con palabras: “Dieciséis mil. Ocho mil por cabeza.”
Ambos se congelaron un segundo.
Wéstern parpadeó.
“…Me estás jodiendo.”
Jude abrió los ojos como platos. Su cola se agitó sin control. Parecía no saber si gritar, reír o arrodillarse.
Wéstern, por su parte, soltó un silbido bajo, discreto.
“He visto patrullas enteras morir por menos…”
La Baronesa sonrió.
“Y ustedes dos sobrevivieron. Eso ya los hace mejores que la mayoría.”
“¿Y esa generosidad de dónde viene?” Dijo Wéstern con tono entre sospechoso y arrogante.
“Oh, vamos…” Ronroneó ella. “Me gusta invertir en talento. Me gusta el caos con personalidad. Y tú, Wéstern, tienes un carácter que me hace querer verte romper más cosas. Y tú, Jude…” Se inclinó hacia él. “Eres un misterio adorable. Veremos qué haces con esta oportunidad.”
Wéstern asintió, aún saboreando el número.
“Bien. Entonces ya somos… oficialmente, parte del circo.”
“No, cariño.” La Baronesa sonrió. “Ahora ustedes son el espectáculo.”
Wéstern no esperó ni medio segundo.
Apenas la Baronesa terminó de hablar, su voz grave y arrastrada se impuso:
“Dame el siguiente.”
“¿Perdón?” Respondió la Tiaty con una ceja levantada.
“No vine aquí a jugar. Dame otro maldito trabajo.”
La Baronesa dejó caer la cabeza hacia un lado con gesto teatral, exhalando una carcajada robótica tan deliciosa como maliciosa. Uno de sus tentáculos se agitó en el aire, como si espantara la intensidad.
“Cielo… relájate. Estás todo cortado, cubierto en sangre seca, hueles como un cargamento olvidado de órganos… Al menos descansa y come algo, haz que el factor regenerativo de tu raza sirva para algo…”
“No me importa.”
“¡Pues a mí sí!” Resopló, enderezándose. “No quiero que te mueras antes de que podamos divertirnos.”
Jude no dijo nada. Solo miró a uno y otro, aún sentado como quien teme que un mal chiste arruine su paga recién ganada.
La Baronesa se giró hacia él y chasqueó la lengua.
“Tú también, mi pequeño francotirador improvisado. Te mereces un trago, un baño… y ropa que no te quede como si la hubieras robado del cadáver de un viejo con sobrepeso.”
Ambos hombres la miraron. Ella sonrió, y sus ópticas parpadearon verde-ámbar.
“Tómense la noche. Su próximo infierno vendrá mañana.”
Y con eso, la reunión terminó.
Salieron por el pasillo blanco.
Pasaron por la recepción.
La misma chica de antes los saludó con un gesto sutil.
“¿Volvieron vivos? Qué decepción.”
“Y millonarios.” gruñó Wéstern.
“Disfruten, chicos.”
Y salieron.
El aire de los subniveles jamás había olido tan bien. Apenas cruzaron el umbral de LA CUNA, Wéstern explotó:
“¡Ocho mil malditos créditos, joder!”
“¡Ocho mil!” Repitió Jude, sus orejas vibraban, y tenía la cola agitada como motor.
Ambos se quedaron mirando, incrédulos. Luego se rieron.
“Ya con esto pago mi bebé.” Anunció Wéstern, orgulloso, como si hablara de un hijo.
“¿Tu… qué?”
“Mi camioneta, Byte. Una MaxMotors C-15 TrailMaster Off-Road, reforzada, compacta, chasis doble, blindaje lateral mínimo, suspensión adaptativa, y suficiente músculo para reventar seis niveles de escaleras sin que te vibre el culo.”
Jude parpadeó, procesando.
“Color… ¿marrón?”
“¡Eso!” Respondió, sorprendido. “¿Sabes algo de autos?”
“Solo un poco… Vi una de esas en una expo de motores cuando era niño. La gente se subía y hacía sonidos de motor con la boca.”
“Mierda, Byte, eso fue triste y adorable a la vez.”
Jude sonrió, sin entender si lo estaban insultando o felicitando.
“¿Y esa cosa puede moverse entre niveles?”
“Puede y va a hacerlo. Ya no más ascensores lentos. No más esperas eternas. Tendremos ruedas, velocidad, libertad. El puto metal nos pertenece.”
“Y la gasolina, ¿cómo harás con eso?”
Wéstern chasqueó la lengua.
“Ah, claro. El niño sabe lo suficiente para preguntar eso. Usa Pentasphere, no sé qué esperabas que te dijera, ¿Nexfuel?”
Y entre luces verdes, neones lejanos y el eco de una ciudad subterránea que nunca dormía, los dos caminaron de regreso a la superficie.
Apenas doblaron una esquina, alejándose del ruido del antro, Wéstern extendió la mano y le revolvió el cabello a Jude otra vez, con un gesto más violento de lo necesario pero completamente fraternal.
“Bueno, Byte… ¿y tú qué vas a comprarte con tu parte?”
Jude sonrió con la mirada baja, mordiéndose el labio mientras pensaba. La cola se le agitaba sin orden.
“Ropa nueva… Que no se vea vulgar, pero sí… bonita. Negra, quizás… o rosa muy oscuro.”
“Mmm. Entonces algo elegante pero que dé ganas de lamer.”
“Más o menos…” Respondió, tímido.
Wéstern soltó un gruñido entre burla y aprobación.
“Bien. Pensé que ibas a decir ‘orejitas de conejo con luces LED’. Ya me estaba preparando para pegarte.”
“Ya tengo orejitas…” Murmuró Jude, señalando las suyas con una sonrisa ladeada.
Wéstern bufó.
“No gastes mucho, Byte. Ya estás en la vida real. Balas, no brillos. Que sea ropa cómoda para correr, agacharte, disparar. Y si puedes, negra. El negro salva vidas.”
“Lo sé… no me compraré nada muy llamativo.”
“Buen pensamiento. Aunque deberías irte acostumbrando a la idea de sangrar con estilo.”
Jude rió.
“Tienes que ponerte aunque sea un implante de mano. Algo que te ayude con el retroceso.”
“¿Tan mal lo hice…?”
“Te quedaste tieso.”
“¡No esperaba que hiciera tanto ruido! Y el retroceso me entumeció los hombros.”
“Ya vi…”
“¡Oye…!”
“¡Pum pum pum pum pum! Vaciaste el cargador como quien le pega a una piñata con los ojos cerrados.”
Jude se cruzó de brazos, pero se le notaba la risa.
“Pero le di, ¿no?”
“Eso sí.” Aceptó Wéstern, dándole un golpecito en la espalda. “Y eso importa más que el estilo.”
Ambos rieron.
Wéstern, sin embargo, rió demasiado fuerte. Y en medio de su carcajada ronca, tosió de golpe, profundo, y se llevó la mano a las costillas. Se dobló ligeramente y soltó una maldición por lo bajo.
“¿Te abriste otra vez?” Preguntó Jude.
“Nah… Solo… un poquito.”
Jude sonrió con malicia.
“Eso te pasa por burlarte.”
“Y esto te va a pasar a ti.”
Zape
Jude chilló como si lo hubieran electrocutado.
“Ay, cabrón…”
Wéstern se enderezó con una sonrisa torcida.
“Eso es por tener lengua.”
“¡¿Y el zape de hace rato de qué fue, entonces?!”
“Por tener cara de zapeable.”
“Qué…”
El ascensor los recibió con su crujido de metal oxidado habitual y su luz parpadeante como si supiera que ambos estaban a punto de colapsar.
Wéstern, sin decir palabra, sacó el blíster de Nexusol y se tomó una pastilla con un trago seco de saliva.
Luego extrajo el estuche negro de su chaqueta, sacó una de las cápsulas de líquido azul brillante, la sostuvo un segundo en los dedos, como si la odiara, y se la conectó con un clic sordo en la base de la nuca.
Un pequeño espasmo recorrió su cuerpo. El alivio fue inmediato, pero solo físico. Lo mental… seguía latiendo.
Subieron en silencio.
Los números de los subniveles fueron contando en reversa, del 52 al 0, como si escalaran un abismo invertido.
Al salir, era de noche en la superficie, aunque ya no llovía.
El aire era denso, contaminado, pero más liviano que en los niveles bajos.
Caminaron unas cuadras. Jude no hablaba. Solo caminaba al lado de Wéstern, observando.
Al llegar a casa, las luces automáticas del pórtico se encendieron con un pulso tenue.
Wéstern abrió la puerta con un pensamiento, como siempre.
Su esposa estaba en el sofá.
Seguía con su postura curvada, con su rostro sin expresión, en una bata roja, y una cuchara sumergida en una copa de gel nutritivo con textura espesa y color gris claro.
Ni siquiera cambió el canal del holoproyector cuando escuchó la puerta.
“Hey.” Dijo Wéstern, con la voz ronca y apagada.
Ella miró a Jude sin parpadear. Su mirada no era juicio ni incomodidad.
Era vacío clínico.
“Él es Jude.” añadió Wéstern. “Un amigo.”
Ella no dijo nada. Solo se levantó lentamente, dejó la copa sobre la mesa con gesto automático, y subió las escaleras sin una palabra.
Se perdió tras la esquina como si se disolviera.
Jude se quedó quieto.
“¿Ella está… bien?”
Wéstern cerró la puerta. Y por un momento vió todo con un glitch cromático, solo un segundo, luego respondió:
“No.”
“¿Quieres… hablar de eso?”
Wéstern se quitó el sombrero con una mano y se dejó caer en su trono de siempre, el sofá reclinable con su forma ya moldeada por los años. Se lo colocó de nuevo, hundiéndoselo hasta la nariz.
“No, Byte. Solo ignórala.”
Jude asintió despacio.
Caminó hasta el otro sofá, el grande.
Se recostó contra el reposabrazos, las piernas dobladas sobre el asiento, y se abrazó a sí mismo con la cola enrollada a los pies.
Wéstern suspiró. “Estoy hecho mierda. Me voy a dormir. Tú deberías hacer lo mismo.”
“Sí…”
En la holopantalla, una comedia de hace cien años seguía con risas enlatadas mientras las luces de la sala bajaban de intensidad.
Wéstern abrió su Interfaz Neural, el contacto de Vex, y transfirió los 6 mil Créditos que necesitaba, dejando el mensaje: “Espero que esté lista para mañana…”
En silencio, ambos cayeron en el primer sueño profundo que habían tenido en mucho tiempo…
CAPÍTULO SEÍS: TRANSPORTE
“…Wéstern.”
“…”
“Wéstern…”
“…”
“Wéstern.”
“…”
“Wéstern…”
La voz de Jude no subía, pero cada repetición era más insistente.
Wéstern abrió un ojo con la lentitud propia de los condenados. Su cabeza aún pesaba como si tuviera una placa de tungsteno fundida al cráneo, que técnicamente la tenía.
El sombrero estaba casi encajado hasta el cuello. Un hilo de baba colgaba en su mentón, brillando como si lo hubiera barnizado la decadencia.
“...Huh… qué carajo…”
Con un movimiento lento, se quitó el sombrero, lo dejó caer en su pecho y parpadeó como quien no recuerda en qué planeta está.
“¿Qué hora es?”
“Cinco treinta y cinco.”
“¿Cinco…? ¿De la mañana?”
“Te dormiste siete horas. Te hacía bien.”
Wéstern gruñó, se talló el ojo derecho con un dedo y al fin miró a Jude de cuerpo entero.
Lo primero que notó fue el delantal. Era el delantal de cocina de su esposa.
Un delantal blanco con bordes rosados y una inscripción impresa en letras rojas con doble sentido clásico:
“Te cocino si tú me comes.”
Se quedó viéndolo.
“¿Por qué coño llevas puesto eso…?”
Jude levantó una ceja, confundido.
“Porque… ¿Cociné?”
Y sin más, se dio la vuelta y caminó hacia la mesa del comedor. Una mesa rectangular de seis sillas que ya rara vez se usaba.
Wéstern se levantó con un gruñido de huesos mal dormidos, se arrastró como un alma vieja hasta llegar a la silla más cercana, sentándose como si el asiento lo estuviera absorbiendo.
“¿Qué hiciste?”
“Con lo que había…” Empezó Jude mientras servía con cuidado. “Tenías dos paquetes de harina, una lata de concentrado de verduras, y un tubo de proteínas vegetales… vencido hace tres meses.”
“Y aun así lo cocinaste.”
“No olía tan mal. Lo mezclé todo, le eché un poco de salsa neutra, y lo pasé por la olla. Aplasté unas cápsulas de condimento cítrico, y… esto fue lo que salió.”
Frente a Wéstern había una especie de pastel plano, tostado por fuera, blando por dentro. Un híbrido entre panqueque y tortilla, con olor decente y textura de comida de verdad.
Junto al plato, un vaso transparente con una bebida ambarina humeante.
“¿Y esto?”
“Zyninfuso. Tenías hojas en una caja, así que lo preparé con agua del destilador y un poco de estimulante suave. Sabe a medicina con flores… pero relaja.”
Wéstern se quedó mirando el vaso, luego a Jude, y luego el delantal.
“¿Sabes qué es lo peor?”
“¿Qué?”
“Que se ve comestible.”
“Gracias…” Respondió Jude con una sonrisa pequeña, pero genuina.
Y se sentó frente a él, bajando un poco el delantal para que no se notara tanto el mensaje… aunque sabía que Wéstern ya lo había leído tres veces.
El exoficial tomó el tenedor.
Miró el plato como quien examina un campo minado.
“Si me muero…”
“Te entierro con tu sombrero. Lo prometo.”
“Así me gusta.”
Y dio el primer bocado.
Era comible.
Casi sabroso.
La mesa estaba silenciosa salvo por el sonido del tenedor raspando el plato.
Wéstern comía lento, como si por primera vez en semanas el cuerpo le recordara lo que era sentir calor en el estómago.
Jude, sin embargo, no tocaba su plato.
Solo lo observaba con las manos cruzadas sobre el regazo y el delantal ajustado como si aún estuviera en medio de la cocina.
“¿Qué pasa?” Preguntó Wéstern, tragando. “¿No vas a probar tu propia alquimia o solo viniste a verme masticar?”
Jude bajó la mirada y rió, antes de levantarla con esa ternura suya que le salía natural incluso sin buscarla.
“¿Cómo está?”
Wéstern levantó una ceja, desconcertado por la simpleza de la pregunta.
Se limpió la comisura con el dorso de la mano vendada y respondió tras masticar un poco más:
“Bueno.”
“¿Bueno?”
“Sí. Bueno.”
Jude desvió la mirada al plato.
“‘Como siempre’, ¿eh?”
Wéstern entrecerró los ojos. Algo en ese tono… algo le sonó familiar.
Y entonces Jude murmuró, con voz suave, como si recitara un recuerdo encapsulado:
“Eso es porque lo hago con amor.”
Wéstern lo miró fijo.
Era una frase tan fuera de lugar… tan cálida, que quedó flotando en el aire como un zumbido ajeno a Horevia.
“¿Qué carajos significa eso?” Dijo con la boca llena.
Jude sonrió, tragando saliva en seco, como si acabara de saborear algo amargo.
“Mi mamá me decía eso. Cada vez que cocinaba… cada vez que me veía triste. Ella me preguntaba: ‘¿Cómo está?’ Y yo siempre le decía ‘Bueno. Como siempre.’ Y ella siempre respondía eso.”
Wéstern dejó el tenedor un segundo.
“¿Y qué pasó?”
“Luego me echó.”
“…Ah.”
Silencio breve.
Wéstern volvió a comer.
Jude también tomó su tenedor y partió su comida con cuidado, como si no quisiera arruinarla.
“¿Hace cuánto estás despierto?” Preguntó Wéstern entre bocados.
“Desde las tres. Me desperté solo. Quise aprovechar. Tenías hambre.”
“¿Y tú cómo sabes si tenía hambre?”
Jude sonrió y miró el plato del otro.
“Te escuché murmurar. Dijiste algo sobre chuletas… Y roncas. Bastante... Pero lo peor es que a veces gruñes como si estuvieras persiguiendo a alguien... Dices cosas raras… ‘¡Muéstrame la jodida llave, bastardo!’, o algo así…”
Wéstern lo miró entrecerrando los ojos, como si quisiera fingir enojo.
“Mientes.”
“No. Incluso dijiste ‘Esto es un cateo autorizado por la PEACE’ mientras dormías.”
“...Ay, la puta madre…”
Jude soltó una risita por lo bajo y empezó a comer.
Seguían comiendo tranquilos, charlando sobre si el Zyninfuso sabía más a metal o a hierba pisada, cuando de pronto las ópticas de Wéstern parpadearon en celeste.
Un color suave que cortó la conversación como una alarma sorda.
Jude levantó la cabeza.
“¿Quién es?”
“Vex, digo, cállate preguntón.”
“¿Quién?”
Wéstern aceptó la llamada, y sus ojos celestes quedaron fijos en el vacío mientras ponía la llamada en altavoz para que su amigo preguntón también escuchase.
Había una pausa, y entonces, la voz de Vex estalló en su cabeza con la energía de un relámpago ebrio.
“¡¡BYTEEEE!! ¡Maldita sea, no te vas a creer lo que logré!”
“Si hiciste que volara, no me interesa.”
“¡Casi!”
“¡La TrailMaster está lista, hermano! ¡Enterita! Le di amor, metal, y amenazas. Está cantando como un motor de guerra.”
Wéstern se incorporó en la silla, interesado de inmediato.
“¿Ya? Dijiste que te tomaría una semana.”
“Y lo habría sido, si no fuera porque me convertí en el puto Glitcher de Motores. Me metí al corazón del regulador de flujo y lo reinicié desde el sistema madre… Tu sistema de conducción auxiliar tenía una jodida larva de microinsectos fundidos al cableado, eso era lo que hacía el delay. Tuve que soldar una placa nueva, injertarla con código artesanal, del bueno, del que crashea las alarmas, y reprogramar el sistema de torque desde cero. A ver, escucha: robé el compresor de inducción del piso tres, desarmé una TechWheels D-55 Helix en media hora con una siamesa borracha, le metí un núcleo de fusión con dos años vencido pero aún rugiente, y sustituí la traba de ignición con una pieza de una silla de ruedas militar automatizada. Y... ¡funciona! ¡FUNCIONA MEJOR QUE NUNCA!”
“¿Qué le hiciste al módulo de tracción?”
“Lo chantajeé emocionalmente. ¡Y ahora ronronea como una Éndevol con implantes de lujo! Vas a llorar cuando la conduzcas. En menos de diez horas, cabrón. ¿Me amas o me amas?”
Wéstern rió por lo bajo, sacudiendo la cabeza.
“En una hora paso por ella.”
“Trae birra.”
“No.”
“Bueno. Te veo aquí, viejo circuito.”
La llamada se cortó. Las ópticas de Wéstern volvieron al rojo intenso.
Jude parpadeó, aún masticando.
“¿Quién es Vex? ¿Y por qué se llama… Glitcher de motores y Dios de la Chatarra?”
Wéstern se echó hacia atrás, tomó el vaso de Zyninfuso y bebió un trago largo antes de hablar:
“Es un tarado. Pero un tarado útil. Lo conocí hace unos doce años, cuando la TrailMaster apenas era chatarra rodante.”
“¿La C-15?”
“Sí. Yo acababa de sacarla de un lote de recuperación. El chasis estaba tan muerto que ni los recicladores lo querían. Vex era un técnico adolescente con cables en los bolsillos y un ego que flotaba por encima de su cabeza.”
Jude lo escuchaba con atención.
“Me dijo que podía devolverle el alma. Que todos los motores ‘tienen espíritu’, y que solo había que ‘despertarlo con dolor’.”
“¿Eso dijo?”
“Textual. Y, por alguna razón que aún no entiendo, funcionó. Arregló la dirección, la suspensión, le dio una nueva vida a una carcasa que ni la PEACE hubiera requisado. Desde entonces se hace llamar el Glitcher de Motores. Y como vive en una fábrica abandonada de piezas de autómata, la gente empezó a llamarlo el Dios de la Chatarra.”
“¿Y él?”
“Le encantó. Ahora lo firma en los papeles de entrega. Hasta lo tiene tatuado en el cuello.”
“¿Un tatuaje que dice ‘Dios de la Chatarra’…?”
“Con un logo de pistón cruzado y una carcacha flotante. Ese tipo es un maldito glitch de personalidad. Pero… mantiene viva mi camioneta.”
Jude sonrió con ternura, sacudiendo su cabeza.
“Me cae bien… y ni lo conozco.”
“Ya lo odiarás, no te preocupes.”
Ambos volvieron a la comida, más ligeros.
Terminaron de comer en silencio, el tipo de silencio cómodo que solo se comparte entre dos personas que han derramado sangre juntos.
Wéstern dejó el tenedor en el plato, hizo un gesto de aprobación leve con la cabeza y se limpió la boca con la manga.
“Estuvo bueno… Byte.” Dijo, sin mirarlo directamente.
Sus ópticas brillaron un instante: primero verde, confirmando actividad de chat; luego naranja, una rápida transferencia de Créditos.
Jude bajó la mirada con una tímida sonrisa mientras sus mejillas adquirían un leve tinte coral.
Wéstern se levantó del asiento, le revolvió el cabello con fuerza y caminó hacia el baño.
Al poco rato salió con su gabardina negra aún caliente de la secadora dentro del mismo baño, abrochándose con lentitud.
Su silueta era la de siempre: gabardina abierta, larga hasta los tobillos, vieja pero imponente, camisa blanca de rayas negras diagonales, botas negras mal amarradas, pantalones oscuros y esa presencia que siempre parecía venir con banda sonora propia.
Se puso el sombrero y lo giró un poco hacia un lado.
“¿Vienes o te quedas?”
Jude, ya levantando los platos para limpiarlos, giró el rostro con una expresión tranquila.
“Te acompaño…”
“Buena elección. Si me caigo por un agujero del pavimento quiero alguien que grite bonito.”
Ambos salieron por la puerta metálica automática.
Wéstern cruzó primero la reja externa, y Jude le siguió... solo para frenarse en seco en cuanto la luz del sol le golpeó el rostro. El astro rebotaba entre los edificios y derramaba sus rayos como cuchillas en ese cielo eterno de Horevia.
Y para Jude… aquello era tortura.
“Agh…” Gimió, cerrando con fuerza los ojos. Su piel temblaba. Su expresión se contrajo por completo.
“Ah, coño…” Wéstern lo miró y sin decir palabra, le colocó el sombrero sobre el rostro.
Le cubría desde la nariz hasta el cuello.
“Toma. Cierra la boca antes de que te derritas. Pareces un puñetero vampiro.”
Jude murmuró un gracias apagado, una de sus manos ajustó el ala del sombrero como si sujetara un casco de guerra, ignorando el ardor en su piel aún descubierta.
Justo entonces, frente a ellos flotó un ShadowRide.
Un auto flotante completamente negro, sin logos, sin reflejos, sin placas visibles.
Ventanas opacas. La carrocería parecía absorber el color del entorno. Wéstern levantó una ceja y abrió la puerta de atrás.
“Sube, Drácula.”
Ambos entraron. Jude fue primero, con la cabeza baja, protegiéndose del sol aún desde el interior.
Wéstern subió tras él, cerrando la puerta sin apuro.
En la cabina, el conductor era un Omniroide, otra vez. Su cráneo estaba reforzado con placas de polímero opaco. Su voz sonó filtrada, neutral, pero con una modulación de cortesía.
“Confirmar destino.” Dijo, sin girarse.
“Taller de Vex. Distrito C-19, está por una fábrica abandonada, no, no, ash, tu me entiendes, un lugar industrial.”
“Confirmado.”
El vehículo flotó mientras los sensores ajustaban el nivel de suspensión.
Wéstern se recostó con un suspiro cansado. Jude, con el sombrero aún sobre el rostro, se cruzó de brazos mientras murmuraba algo apenas audible.
“¿Qué?” Preguntó Wéstern.
“Nada...”
El trayecto había durado poco más de treinta minutos. Jude ya tenía la cabeza recargada contra el vidrio del ShadowRide, protegiéndose aún de los últimos restos de luz filtrada por la contaminación de la atmósfera.
Cuando el vehículo descendió y las compuertas se abrieron, el olor a metal viejo y a lubricante les dio la bienvenida.
“Llegamos…” Anunció Wéstern con voz ronca.
Frente a ellos se alzaba una antigua fábrica abandonada de piezas, una de esas que el CIRU desmanteló hace siglos cuando las corporaciones de integración masiva los reemplazaron por ensambladoras orbitales. Había un enorme grafiti verde neón que decía “NEXUS RECLAMA EL METAL”, y a lado un puño.
El lugar parecía un monstruo dormido: enorme, de concreto desgastado, andamios oxidados, columnas partidas y paredes llenas de grafitis en Cuaternario Omniroide.
La entrada era una gran boca rectangular sin puertas, como si la fábrica hubiera sido desdentada por la edad.
Jude mantuvo el sombrero sobre el rostro hasta que cruzaron el umbral, y ahí la luz disminuyó lo suficiente para que sus pupilas dejaran de sufrir.
La oscuridad interior estaba decorada por luces cálidas colgadas con cables improvisados, muchas de ellas parpadeantes, y otras apenas colgando por un hilo.
Pilas de piezas de autómata, cascos, extremidades mecánicas, motores a medio fundir y carcasas llenaban el lugar como si fuesen ruinas sagradas.
Y en medio del desmadre, como si nada, estaba Vex. Un humano enorme, negro, con una barba blanca tan espesa que parecía hecha de espuma de fábrica.
Su cabeza calva brillaba bajo la lámpara que tenía sobre el banco de trabajo, y de ella emergían varios cables implantados, algunos aún chispeando, conectados a una terminal portátil en su brazo.
Vestía un overol amarillo sin mangas cubierto de manchas de grasa, una camiseta “blanca” rota debajo, y botas albaricoque reforzadas sin cordones. Sus brazos eran tan anchos como el cráneo de Jude, y su voz tronó antes de voltear siquiera.
“¡Ya era hora, bastardo!”
Wéstern caminó hacia él con paso seguro y una sonrisa torcida.
Ambos se dieron un apretón de manos tan fuerte que crujieron los nudillos de uno y las articulaciones del otro, seguido de un abrazo corto pero contundente, lleno de palmadas en la espalda.
“¿Cómo está el mago de motores?” Dijo Wéstern.
“Mejor que tú, maldito saco de implantes.” Respondió Vex, riéndose como trueno.
Entonces, al ver a Jude de pie, delgado, de rostro delicado y todavía con el sombrero de Wéstern algo ladeado, Vex alzó una ceja.
“¿Y esta preciosura? No me digas que ahora también adoptas niñas, cabrón.”
Jude lo miró de reojo, incómodo, bajando apenas el sombrero.
“Yo no soy una…”
“Es hombr—”
“¡...¡Ay la verga!” Interrumpió Vex al instante, dando un paso atrás. “¿¡Es vato!?”
“Más vato que tú cuando no tienes cerveza.” Soltó el Turvau mientras se carcajeaba.
“¡¿Por qué no avisas cabrón?!”
Jude bajó la mirada.
Vex, nervioso, le tendió una mano enorme, sudada y cubierta de grasa.
“Bueno, disculpa el glitch, hermano. Vex. Glitcher de motores. Dios de la Chatarra. Lo que necesites que tenga ruedas, flote o ruja, lo armo.”
Jude le devolvió el saludo con suavidad, su manita quedó brevemente atrapada entre dedos como cables hidráulicos.
“Jude…”
“¿Jude a secas?”
“...Sí.”
“Te voy a bautizar luego, lo juro por mi caja de herramientas.”
Wéstern interrumpió, cruzándose de brazos.
“¿Y mi bebé?”
“¡Ah, sí!” Exclamó Vex, girando sobre sus talones con el entusiasmo de un mecánico que acaba de parir una obra de arte. “¡Síganme, bastardos!”
Caminaron entre torres de chatarra, bancos de piezas y mesas repletas de herramientas, hasta que llegaron al fondo del taller, donde una lona negra cubría una silueta familiar.
Vex agarró un extremo y tiró con orgullo.
“Con ustedes… la MaxMotors C-15 TrailMaster Off-Road, versión resucitada por dios.”
Y ahí estaba.
Compacta, color marrón desértico, con chasis elevado y estructura robusta. Tenía defensa frontal reforzada, faros LED en el techo y una jaula superior. Montaba seis llantas todoterreno: cuatro traseras y dos delanteras, enormes. La carrocería mostraba líneas angulosas, guardafangos ampliados y una caja trasera firme y alargada. En las puertas delanteras, el nombre “TrailMaster” en negro contrastaba con el tono arena. Imponente, lista para cualquier terreno.
Wéstern la miró con los ojos brillando como si viera a su hija volver de la guerra.
“No mam… está hermosa.”
Vex se cruzó de brazos, con una sonrisa orgullosa.
“Y ronronea, viejo. Como tú después de dos Ruinas y una masajista Tiaty.”
Wéstern se giró hacia Jude y le dio un codazo suave en el hombro.
“¿Qué te dije, eh? No hay mejor sensación que volver a ver a tu ex... y que ahora esté más buena.” Acto seguido el exoficial abrió la puerta, Vex le lanzó las llaves, y encendió el motor mientras se acomodaba en el asiento del piloto.
El rugido de la MaxMotors C-15 despedazó el aire denso del lugar mientras las luces de la carretera pasaban como látigos de neón sobre el parabrisas. Jude, sentado en una silla de plástico roja, seguía con el sombrero de Wéstern, y con las rodillas juntas, los dedos entrelazados sobre su regazo.
“Súbete.”
Jude abrió la puerta del copiloto y entró sin decir más. Vex se acercó por la ventana del lado de Wéstern, quien bajó la propia ventana.
“Si algo no le funca a tu bebé, avisas, ya, largo de mi santuario, cubras.” Y se alejó.
“Cubras…” Dijo Wéstern antes de subir el vidrio y acelerar hacia las afueras del taller para entrar a las calles…
Wéstern rompió el silencio mientras giraba hacia una autopista superior.
“Toca ir por tu ropa.” Dijo sin más, con una mano en el volante y la otra rascándose la cicatriz que tenía cerca del cuello. “Ya te ves más decente que un mendigo, pero aún das pena ajena. ¿Qué tienda te gusta?”
Jude lo miró con una expresión medio confundida.
“¿Hay opciones?”
Wéstern soltó una media risa.
“Claro que hay opciones. A ver… Kahani, si quieres parecer un chip que hackea sistemas con movimientos de kung-fu. Endless Charm, si te gustan las cosas que usan todos los pendejos sin imaginación. Excelology, si te crees atleta... cosa que tú no eres. Rakhawak, si quieres parecer pandillero con crisis de identidad tribal. Nestrant, que es decente... resistente, callejera. O si quieres ya tirar el disfraz por la ventana, tenemos Luxure Capture… Y mi favorita personal para ti: Budday Sex. Te imagino en lencería de cuero con orejas de Lunvi Fere…”
“¡No!” Saltó Jude, cruzándose de brazos de inmediato, con un leve rubor en las mejillas. “Nestrant. Me gusta Nestrant…”
Wéstern sonrió y asintió como si hubiera adivinado todo desde el principio. Con un comando mental, abrió su Interfaz y marcó la tienda Nestrant más cercana.
“Perfecto. Ubicada. Ta’ cerquita.” Giró bruscamente a la derecha. “Espero que no te moleste la luz del sol… princesa nocturna.”
“Tengo fotosensibilidad, no alergia…” Refunfuñó Jude, quitándose el sombrero y lanzándoselo al regazo.
“Y yo tengo una enfermedad mental que me va a matar.” Dijo Wéstern sin perder la sonrisa ni el ritmo en la voz. “Pero aquí estamos.”
Jude rió con suavidad. Luego, se quedó mirando por la ventana unos segundos antes de hablar.
“Creo que buscaré algo cómodo… una chaqueta ligera, pantalones más ajustados que estos, y zapatos que no me queden como si fueran tuyos.” Hizo una pausa. “Y… no sé, algo que sea mío.”
“¿Colores?”
“Negro… gris. Magenta tal vez…”
“¿Magenta?”
“¿Qué? Me gusta.” Respondió, levantando los hombros.
“Está bien…”
“¿Y tú? ¿No piensas cambiarte alguna vez esa gabardina vieja?”
Wéstern acarició su gabardina con la palma como si acariciara el lomo de un jarnhito fiel.
“Esta belleza me salvó la vida tres veces. No la cambio por nada. Y además, combina con mi personalidad.”
“Eso sí.”
Tras otro par de decenas de minutos, llegaron.
La tienda de Nestrant, una cápsula industrial enorme e incrustada en la acera, con paneles metálicos mate cubiertos de grafitis bien intencionados y pantallas publicitarias empotradas que mostraban cuerpos estilizados corriendo entre ruinas, escapando de drones o empuñando armas con ropa urbana reforzada. El logo flotaba en neón azul hielo sobre la entrada: un símbolo de “resistencia”, como rezaba su eslogan.
Afuera, dos oficiales de la PEACE mantenían postura de estatua: casco azul oscuro con ópticas invisibles, fusiles en cruz sobre el pecho. No revisaban a nadie. Solo estaban ahí, recordando que incluso para comprar ropa, el CIRU te observaba.
Wéstern soltó un gruñido bajo apenas los vio mientras cruzaba la entrada automática.
Jude solo bajó un poco la cabeza y se pegó más a Wéstern.
El interior era amplio, muchas paredes grises con decoraciones de metal desgastado, ropa colgando de estructuras móviles, decenas de enormes racks por doquier llenos de ropa, pantallas táctiles flotantes con hologramas de modelos en movimiento. Había clientes, pero todo el ambiente olía a silencio y a desinfectante barato con notas de óxido y cuero sintético.
“No está mal.” Comentó Wéstern mientras Jude abría los ojos como si acabara de entrar a una nave espacial…
Tres horas.
Tres malditas horas.
Wéstern ya se había sentado cinco veces, se había quedado dormido una, y había discutido mentalmente con su Interfaz sobre si debía cambiar su implante ocular por uno más nuevo. Pero ahí estaba Jude, buscando, probando, midiéndose, dudando, pidiendo opinión con los ojos aunque no hablaba.
Hasta que finalmente… salió del vestidor.
Jude dio un paso al frente... y de repente adoptó una pose ridículamente teatral: una mano extendida frente a su cara, los dedos abiertos en abanico, y la otra lanzada hacia atrás en un gesto dramático.
Wéstern casi escupió el café sintético que se había comprado.
“Eso fue... bizarro…” Dijo, echándose hacia atrás en la silla con una ceja alzada, conteniendo apenas una carcajada. “Si no supiera que no tienes un crédito encima, pensaría que eres uno de esos influencers de productos para el acné.”
Jude bajó los brazos de inmediato, sonrojándose, pero sin borrar su sonrisa satisfecha. Llevaba unas gafas de sol negras rectangulares, suéter magenta de cremallera abierta sobre una camiseta gris claro, pantalones negros con “NESTRANT” en letras grandes en Karcey en la pierna izquierda, tenis oscuros bien ajustados con un diseño anguloso, calcetines largos blancos que se asomaban justo lo suficiente para parecer intencionados, y un collar plateado con el símbolo del cráneo dorado de la Flor Imperial.
En una mano, una bolsa semitransparente con productos de cuidado facial y algo de maquillaje, y más ropa.
“¿El cráneo imperial?” Preguntó Wéstern cuando ambos salieron de la tienda.
Ya había pagado los 3,352 Créditos desde su Interfaz.
“Se me hizo bonito.” Respondió Jude, sin miedo, sin adoración.
Wéstern lo miró con una mezcla de sarcasmo y resignación.
“Ojalá a los cabrones de la Flor Imperial también les parezca ‘bonito’ cuando te lo vean puesto.”
Jude encogió los hombros. Wéstern lo miró con una sonrisa torcida, orgulloso y molesto a la vez. Le revolvió el cabello por sexta o séptima vez.
Ambos subieron a la camioneta. El motor rugió con satisfacción, como si reconociera que su banda estaba completa otra vez. Y el viaje continuó.
El atardecer sin luna de Horevia descendía como un telón denso y opaco sobre la ciudad. La lluvia ya no caía, pero el asfalto todavía relucía de humedad bajo las farolas parpadeantes y los anuncios flotantes de neón. La MaxMotors C-15 TrailMaster recorría la vía elevada como una bestia de acero viejo pero orgulloso, sus motores rugían en cada giro como si desafiara al mismísimo cielo.
Wéstern llevaba el volante con una sola mano. Con la otra sacó un cigarro de su chaqueta, lo giró en los dedos un par de veces, y sin apartar los ojos de la carretera, dijo:
“Préndemelo. Me tiemblan los dedos. En el portavasos...”
Jude, en el asiento del copiloto, bajó la bolsa con ropa que había estado revisando y busco en el portavasos el encendedor hasta que lo encontró, encendió el cigarro. Se lo colocó entre los labios a Wéstern, que lo recibió con un gruñido de aprobación.
Luego, movido por la curiosidad, abrió la guantera.
Había ahí lo esperable de un tipo como Wéstern: balas sueltas, una pequeña caja de herramientas de emergencia, una bolsita con dulces viejos... y una colección de discos físicos, todos meticulosamente acomodados en un estuche de cuero.
“¿Qué...?”
Sacó uno, luego otro. Reconocía las bandas: Rust Hearts, Crossfade, Dervish. Pero entonces lo vio. Su respiración se pausó por una fracción de segundo. La carátula desgastada de “Love Beyond All” mostraba a Seren Starfall en tonos rosa neón, con su cabello de estrellado azul flotando alrededor, y al fondo, Zeph Blackclaw, con su guitarra como un arma.
“¿Tienes los de Zeph...?”
Wéstern lo miró de reojo, con una ceja levantada, el humo escapaba de su boca como si fuera parte del habitáculo.
“¿Tú conoces a Zeph Blackclaw?”
“¿Conocerlo? Lo escuchaba de niño…” Jude acarició la portada con reverencia. “Cuando mis padres se iban a dormir, ponía los discos a bajo volumen en el reproductor viejo del sótano. Do It 'Til It Breaks me hizo llorar. Pero este... este me rompió por dentro.”
“No sabía que tenías alma de roquero.” Wéstern sonrió, ladeando el cigarro. “Ya estás compartiendo demasiados gustos conmigo. Me vas a asustar.”
“Puedo ponerlo... ¿sí?”
“Claro. Haz los honores. Vamos a ver si cantas tan bien como disparas... que es decir poco.”
Jude rió bajo, y deslizó el disco en la ranura del reproductor analógico que Vex le había dejado como favor a Wéstern. Un pitido suave, un zumbido estático, y luego... el inicio de "Love Beyond All".
Las primeras notas de sintetizador cromático flotaron en la cabina, suaves, melancólicas. Luego la voz de Seren Starfall, clara como un rayo, cortó el silencio. Un himno a las almas rotas, a los que no encajaban, a los que amaban sin nombre ni permiso.
There’s no script for what we feel,
We don’t need to make it real.
No labels, no rules to break,
Just the time we take, the space we take…
Jude comenzó a cantar.
Y Wéstern giró lentamente la cabeza para escucharlo.
Había algo inesperado en esa voz. No era la potencia. No era la técnica. Sino la sinceridad. El alma. Cada palabra fluía desde algún lugar profundo en el pecho de Jude. Su voz era suave, aún débil por su condición física, pero hermosa. Wéstern no dijo nada. Solo se quedó callado. Solo escuchó.
I don’t care about your skin,
Or where you've been, or who you’ve kissed.
I care about the weight of your soul,
The way you make me feel whole…
Jude cerró los ojos mientras cantaba, dejando que su voz navegara con Seren.
“Seren…” Dijo Jude suavemente, en uno de los silencios entre versos. “Siempre sentí que... cantaba para mí. Que lo decía para alguien como yo.”
“Y lo hacía.” Respondió Wéstern, sin sarcasmo. Sin humor. Solo verdad. “Zeph escribió esas canciones para los deshechos del sistema. Los que no encajaban ni en la basura. Seren solo les dio la voz que necesitaban.”
Love beyond all, we don’t need to try,
We just breathe, we live, we fly…
Ambos cantaron esa parte.
Juntos.
La camioneta continúaba por los túneles iluminados.
Wéstern sonrió, mientras el cigarro se consumía entre sus labios, y dijo sin apartar la vista del camino: “Si cantaras todo el tiempo así, ni siquiera necesitarías armas.”
“Eso... o me matarían en la primera nota.”
“He oído peores. Créeme, trabajé en los subniveles. Una vez escuché a un Omniroide cantar reguetón en cuaternario omniroide. Fue el peor tiroteo de mi vida. Literalmente nos dispararon para que se callara.”
Ambos rieron. Y la canción continuó.
No lines, no rules, no damn boundaries,
Love beyond all, and that’s all I need…
“¿Listo para otro neg?”
El Rayvtie aún hojeaba una de sus revistas de moda compradas en Nestrant, con una pierna cruzada sobre la otra y las gafas de sol todavía puestas, aunque estuvieran en la oscuridad subterránea de un túnel elevado.
Jude bajó las gafas lentamente, lo miró y dijo:
“Siempre…”
Wéstern sonrió. Esa sonrisa. La de media comisura. La de “esto va a ser divertido... o trágico”.
Sus ópticas se tiñeron de verde neón. Inició un chat mental. La interfaz interna generó de inmediato la conexión con la Baronesa. Y, como siempre, la maldita respondió en segundos. Como si nunca durmiera.
“¿Extrañaste mis dulces encargos, sabueso?”
“Ya me estoy oxidando de tanto cantar con este niño. ¿Tienes trabajo o solo aire?”
“Un trabajo ligero, alma negra. Entrega de rutina. Nada que tú no puedas hacer sin despeinarte.”
“Suelta los detalles, muñeca.”
“Subnivel 26. Viejo almacén. Busca a un tipo con gorra amarilla y manos mecánicas. Le das este código: "Axión doblecero". Él te da el paquete. Tomas, no preguntas. No hables, no mires dentro. Me lo traes.”
“¿Y si no está?”
“Si no está, esperas. O improvisas. Como siempre.”
“¿Pago?”
“Mil quinientos. Cada uno. Cortesía de La Cuna.”
“Consideralo hecho.”
La conexión se cortó con un leve pulso en sus implantes. Sus ópticas volvieron al rojo, brillando ligeramente con el reflejo del tablero. Giró la cabeza hacia Jude y le anunció:
“Trabajo nuevo, nene. Vamos al Subnivel 26. A buscar una cajita para nuestra pelirroja favorita.”
“¿Otra misión suicida?”
“No. Esta vez es peor. Una entrega rutinaria.”
Wéstern puso los dedos en el sistema de reproducción de la consola, giró hacia Jude y dijo:
“Pon Do It 'Til It Breaks. Vamos a necesitar la vibra.”
Jude obedeció. Cambió el disco con cuidado, lo limpió con el borde de su camisa, y lo introdujo en el reproductor.
El motor del TrailMaster rugió al mismo tiempo que la música estallaba en las bocinas laterales.
Y sonó.
Fuck it, man, it’s your time to burn,
Take the wheel, crash or learn…
Wéstern pisó el acelerador.
No lo suficiente para levantar sospechas de la PEACE, pero lo justo para que las curvas se sintieran deliciosas.
No holding back, no looking twice,
Life’s a game, roll the dice.
Jude ya se sabía la letra. Había escuchado esta canción más veces de las que podría contar. Pero nunca como en ese instante, en esa ciudad, con ese tipo de ojos como brasas a su lado. Ambos cantaron, a su modo.
Jude con voz suave.
Wéstern ronco, medio fumado.
They say you’re crazy, well so am I,
Scream to the stars, let ‘em hear you fly.
Entonces Wéstern giró hacia él con una ceja levantada.
Y con un movimiento preciso, le quitó el sombrero de la cabeza. Se lo encajó él mismo con un suspiro.
“Estaba empezando a extrañarlo…”
“Te queda mejor.” Dijo Jude sin mirarlo directamente.
Don’t wait for permission, don’t play it safe,
You’re the king now, fuck the gates.
Ambos gritaron esa línea.
Run, fight, break the mold,
You’re alive, not fucking cold.
La camioneta aceleró, tragándose el túnel, bajando a los subniveles como un proyectil.
They’ll try to stop you, try to say,
But you’re too damn strong to stay in line today.
Y Wéstern no pudo evitarlo.
Soltó una carcajada. Una real. Desde el estómago.
Porque... sí se sentía vivo.
“Vámonos, niño.”
“Sí, señor.”
Y siguieron cantando…
Horevia no era una ciudad, no como las que solían imaginarse en las novelas de antes de las migraciones. Era una colmena, un organismo construido sobre capas y capas de cemento, acero, cables y luces. Los subniveles se extendían no sólo en vertical, sino en espirales, bifurcaciones y túneles que nadie recordaba quién construyó.
Para llegar al Subnivel 26, no hacía falta usar solo los míticos ascensores de rejillas que descendían de forma claustrofóbica por columnas infinitas. Había carreteras subterráneas. Grandes arterias de concreto y polímero, que se sumergían hacia abajo rodeadas de muros de acero con costillas de soporte cada veinte metros, pintadas con advertencias en al menos doce idiomas distintos.
Un gigantesco cartel de neón rojo brillaba justo sobre el arco de acceso:
ENTRADA AL SUBTERRÁNEO.
Wéstern lo señaló sin dejar de sonreír mientras bajaban.
La carretera descendía en espiral, con señales luminosas pegadas a las paredes húmedas que indicaban el subnivel en el que te encontrabas. Cada cierto tramo, túneles laterales daban a salidas para los que no soportaban el viaje o se arrepentían a medio camino.
El cambio de presión se sentía en los oídos, y en las ópticas de Wéstern que tuvieron que ajustarse. Las lámparas en la carretera eran de tono anaranjado, cubiertas de polvo y humo. En algunas secciones, hologramas publicitarios parpadeaban a medio morir, ofreciendo desde productos milagrosos hasta cuerpos modificados.
“Agarra bien el tronco, Jude.” Ordenó Wéstern, transmitiendo la ubicación del almacén a la consola de la camioneta. La pantalla parpadeó mostrando el punto exacto con una flecha carmesí.
Jude se estiró hacia los asientos traseros y sacó el Kingmaker. El rifle lucía bajo la tenue luz anaranjada. Lo repasó con los gestos que Wéstern le había enseñado, repasando los pasos en su mente.
“Cargador de 40 balas. Este botón aquí lo suelta… Click. Lo sacas con fuerza. Lo cambias por otro. Y asegúrate de oír el ‘click’ otra vez. Click.”
Revisó la mira láser. La activó y la desactivó. Sintió la leve vibración del sistema de retroalimentación táctil.
“Te avisa si apuntas como el culo...”
Sonrió.
“Todo en orden.” Dijo Jude.
“Así me gusta.”
Afuera predominaban los tonos rojo sucio, naranja y azul glauco. Los edificios eran enormes bloques de concreto que parecían a punto de derrumbarse, con fachadas cubiertas de grafitis que iban desde insultos al CIRU hasta plegarias a Etern o a dioses olvidados.
En los cruces, grupos de vagabundos y chatarreros rebuscaban en los escombros. Algunos vehículos viejos se movían como insectos herrumbrosos, dejando estelas de humo azulado. Y de vez en cuando, una patrulla de seguridad privada de la OCPA cruzaba a toda velocidad con sus luces verdes y sirenas ululantes.
Wéstern bajó la velocidad mientras las ruedas crujían sobre el pavimento agrietado y manchado de aceite. Algo llamó su atención de inmediato: los muros, las marquesinas, los postes, incluso los techos de algunos autos abandonados, todos estaban cubiertos de grafitis Floraimperialistas.
Había cráneos dorados con pétalos anaranjados, frases talladas con aerosol en mayúsculas:
“SOLO LA MUERTE REDIME.”
“ETERNA GLORIA AL REY DE HUMANIDAD.”
“MICCA NOS LLEVA, ETERN NOS ACOGE.”
Cada tanto, una calavera de jade estilizada. Y flores. Miles de flores de Marigold sintéticas adheridas a ventanas y puertas oxidadas, destiñéndose por la humedad de los subniveles.
Wéstern silbó, girando el cigarro en su boca. Masculló, soltando el humo por la ventana entreabierta. “Mira eso… calaveras doradas, flores de plástico, consignas sobre abrazar la muerte con honor…”
Jude se recargó en la puerta, abrazando el Kingmaker contra el pecho mientras su vista recorría las decoraciones y altares improvisados en cada esquina. En lugar de veladoras, pequeñas lámparas de holo-proyección mostraban nombres y rostros de difuntos. Y al fondo, una pintura enorme de Micca, la Mensajera de la Muerte, con su rostro tapado por un velo blanco y un cráneo esmeralda entre las manos.
“Es… bonito.” Murmuró Jude. “Raro. Pero bonito. Al menos creen en algo… y cuidan de sus muertos.”
Wéstern soltó una risa seca.
“Creer en algo no te hace menos idiota, chico. Ni menos peligroso. Esta gente se arranca la garganta sonriendo si su maldito rey de oro se los pide. Y créeme, se los ha pedido antes.” Lo miró de reojo, con media sonrisa torcida. “No confíes en nadie que te diga que morir es un honor.”
Jude bajó la mirada. Entendía lo que decía.
Lo entendía muy bien.
Avanzaron por una curva angosta y entraron a una avenida principal más amplia. Los edificios eran de concreto basto, con molduras angulares decoradas con pétalos holográficos flotando en el aire, simulando una lluvia eterna de flores anaranjadas. El suelo estaba cubierto de cenizas, restos de viejas ofrendas y quemas rituales. En los muros, murales con escenas de Micca llevándose almas, de Etern abriendo los brazos en un trono de calaveras, de guerreros cayendo en batalla rodeados de fulgores dorados.
Cada cuadra estaba delimitada por puentes metálicos colgantes, adornados con tiras de tela bordada con frases religiosas y pequeños faroles que iluminaban el paso.
Wéstern escupió por la ventana.
“¿Te imaginas tener que patrullar esta mierda todos los días? Años hice eso. Los peores niveles son los que tienen credo. La gente sin fe al menos teme morir. Los creyentes… se mueren cantando, y te arrastran con ellos si pueden.”
Jude no contestó. Seguía mirando esos altares improvisados, las flores de plástico pegadas a las puertas, los tatuajes rituales en los brazos de los transeúntes. Viejos con túnicas rojas y cráneos pintados en la frente. Niños jugando con calaveras talladas en hueso artificial.
Era un subnivel con una identidad feroz. Y viva.
Wéstern dobló a la izquierda, siguiendo el mapa neural.
“El almacén está a dos cuadras.” Anunció.
Pasaron frente a una pequeña plaza. En medio había una estructura circular, un altar público. Encima, una enorme calavera dorada sostenida por andamios oxidados. Y abajo, cientos de velas eléctricas titilaban al ritmo de una música ritual grave y lenta, una especie de letanía coral digital. Un grupo de ancianos Phyleen oraba en círculo, sus implantes tenian luces que brillaban en tonos naranjas y verdes aqua. El ambiente olía a incienso quemado y carne sintética asada.
Jude tragó saliva.
“…Este nivel da miedo.”
Wéstern sonrió, inclinando el sombrero.
“Todo Horevia da miedo. Solo que aquí decoran el infierno.”
El almacén asomaba a lo lejos, una estructura ancha de metal y concreto sin ventanas, rodeada de camiones chatarreros y postes de luz sucios. Un grafiti en letras carmesí adornaba su muro:
“LA MUERTE NO ES FIN, ES GLORIA.”
Wéstern apagó el cigarro, y sonrió.
“Hora de trabajar.”
Wéstern bajó de la camioneta, se estiró para alcanzar su PNC-13 del asiento trasero, deslizó el cerrojo con un clank satisfactorio y revisó el cargador. Veinticinco proyectiles. Perfecto. Luego sacó la B-88 del bolsillo lateral de la puerta y comprobó las balas en la recámara. Todo en orden. Agarro las municiones y las colocó dentro de su gabardina.
“¿Lista, conejita?” Dijo mientras sacaba los dos comunicadores que le habia robado a la OCPA, se puso uno y el otro se lo lanzó a Jude.
Jude asintió, tomando el comunicador en la oreja, y colgándose la bolsa con los cargadores del Kingmaker cruzada en el pecho. Tenía el rostro serio, el mismo nerviosismo tenso de la primera vez, pero había algo en su mirada que había cambiado. Ya no era pura vulnerabilidad. Era hambre. De demostrar que no era solo otro desechable en Horevia.
Wéstern sonrió. Y con un leve gesto de cabeza, ambos cruzaron la entrada destrozada del almacén.
Dentro, el aire era espeso, olía a aceite rancio, metal oxidado y viejo combustible de Oesamath. Las paredes conservaban los viejos logos fantasmales de la megacorporación, casi borrados por la humedad y los años. Algunas lámparas parpadeaban en techos altísimos, y montañas de contenedores oxidados formaban pasillos.
Caminaron en silencio.
Y ahí, al fondo, lo vieron.
Un Heraldo. Capucha azul metálico holgada, ópticas verde lima que titilaban. Ninguna porción de piel visible, solo cables, placas metálicas y los cuatro tanques en su espalda que exhalaban un tenue vapor de cloro. Y sobre su capucha… una gorrita amarilla chillona, con el logo de un viejo equipo de Fútbol.
El tipo cargaba un cubo plateado brillante bajo un brazo.
El paquete.
Wéstern levantó un brazo hacia Jude.
“Atrás. Cúbreme. Si ese cabrón pestañea raro, lo bajas.”
Jude asintió, se apoyó tras una pila de contenedores y ajustó el Kingmaker, dejando al puntero láser marcando un pequeño punto rojo en la sombra.
Wéstern se acercó.
“Buenas, guapetón.” Saludó con un tono rasposo y chulesco.
El Heraldo exhaló vapor, sus respiradores bufaron, y su voz sonó como una secuencia de clicks digitales antes de activarse el traductor de su collar. Lo que salió de su boca fue una frase tan enrevesada de jerga científica, términos cibernéticos y protocolos de seguridad que Wéstern apenas captó dos palabras: poseedor y código.
Wéstern arqueó una ceja.
“¿Qué… carajo dijiste?”
El Heraldo inclinó ligeramente la cabeza, como desconcertado, y su tono siguió monocorde pero claramente condescendiente.
“Mis disculpas…” Dijo, y aunque sonara robótico, la condescendencia era densa. “Quise decir: ¿eres tú el que trae el puto código para abrir esta caja, o me voy a quedar aquí oliendo a monos toda la noche?”
Wéstern le lanzó una sonrisa ladeada.
“Así me gusta, parlante. Que hables como persona.”
Wéstern, sin perder un segundo, abrió su Interfaz Neural y enlazó una conexión directa al canal privado del Heraldo. La línea chispeó y tintineó en su oído con ese eco metálico hueco de las IA médicas desactualizadas.
Código de validación:*******
El Heraldo parpadeó sus cinco ópticas verde lima a la vez, un clink de aceptación se escuchó desde su traductor, y extendió el cubo plateado hacia Wéstern. Era extrañamente liviano. Parecía un bloque sólido de metal, pero apenas pesaba como una cantimplora.
“Más vale que sepas lo que hay dentro, orgánico…” Dijo el Heraldo, su tono seguía empapado de esa frialdad académica, aunque ahora con una pizca de respeto. “No suelen enviar a los de carne por estas cosas…”
Wéstern le sonrió con ese gesto arrogante de siempre.
“No me pagan por saber, solo por cargar y disparar.”
Justo en ese momento, Wéstern notó un punto rojo bailando en la capucha azul del Heraldo, pero no era el de Jude, ese punto venía de otro lado. El reflejo apenas perceptible en la chapa del cubo lo delató. Sin pensarlo, siguió la línea con los ojos… y ahí estaba, entre dos contenedores.
¡Bang!
El disparo le voló parte del traductor al Heraldo, que ni se inmutó. De su espalda salieron disparados dos brazos cibernéticos en dirección al disparo, desplegando subfusiles gemelos como una pesadilla de metal y pólvora. Las ráfagas iluminaron todo el almacén, rajando paredes, haciendo saltar chispas de los contenedores oxidados.
“¡Jude, al puto auto, YA!” Rugió mientras se deslizaba hasta una vieja columna, aferrado al cubo.
Otra descarga de disparos. Y entonces, entre el estruendo, Wéstern alcanzó a ver los atacantes.
Zújaros.
Lo supo al instante. Ropajes marcados con calaveras de jade, flores de Micca tatuadas en el cuello, cadenas doradas, chalecos abiertos sobre piel cubierta de marcas tribales fluorescentes, y armas de segunda mano tuneadas hasta parecer reliquias.
Una granada rebotó cerca. Wéstern se lanzó al suelo, rodó hacia el lado opuesto, el sonido de la detonación casi lo deja sordo, y se encontró de cara con un Zújaro pintado de arriba abajo, con un cráneo de jade colgándole en el pecho.
Sin preguntar, le disparó a la pierna con la B-88. El tipo cayó de rodillas. Wéstern se incorporó, le voló media cara de un tiro y volvió a cubrirse, jadeante. Los otros Zújaros se acercaban, y aunque los gritos en dialecto floraimperial lo insultaban de todas las formas posibles, él solo pensaba en una cosa:
Sobrevivir.
De reojo, otro apuntaba ya su fusil hacia su posición. Vieja cara conocida. Ese Zújaro había intentado matarlo años atrás en una redada.
“Claro que sigues vivo, malnacido…”
Guardó la B-88 en su funda de cadera con un rápido movimiento, y de inmediato sacó el PNC-13 de la espalda. El peso familiar del fusil lo reconectó con el instinto de combate puro. Lo había llevado en los peores rincones de Horevia, y ese cañón había hablado en nombre de la ley más veces de las que le gustaba recordar.
¡Clank!
Otra granada rodó cerca, haciendo ese inconfundible tintineo metálico. Los ojos de Wéstern la siguieron, y en una fracción de segundo se agachó, la tomó en su mano y la devolvió como si fuera una pelota de béisbol.
¡BOOOOM!
Un estallido iluminó la penumbra del almacén, y los trozos de un Zújaro salieron disparados en dirección contraria. Un torso aterrizó contra una pila de bidones, y un cráneo giró por el suelo hasta detenerse junto a una válvula oxidada.
Perfecto. Uno menos.
Aprovechando, se despegó de la columna y se deslizó hasta una máquina oxidada, una antigua compactadora de metal, cubriéndose tras su armazón ennegrecido. Al asomarse, vio a otro Zújaro, Phyleen de piel azul celeste, con una mandíbula metálica, ojos de neón morado y un chaleco de malla dorado, apuntándole con una vieja TPT-8 de corredera pesada.
El tipo disparó y el proyectil rasgó el borde del metal, salpicando chispas a centímetros de la cara de Wéstern. Sin dudarlo, Wéstern rodó hacia la izquierda, apoyó el fusil contra el hombro y disparó en ráfaga, tres tiros controlados.
Uno al pecho. El Zújaro trastabilló.
Otro al hombro.
El arma del enemigo salió volando de su mano.
El tercero… falló.
El Phyleen gritó una maldición y se abalanzó sobre él, sacando un cuchillo de hoja curva adornado con cuentas ámbar y pétalos de Marigold plastificados. Wéstern alzó su PNC-13 a dos manos y lo usó como defensa cuando el cuchillo bajó a toda velocidad.
¡Clang!
El filo raspó contra la carcasa del fusil, pero el Phyleen empujó con fuerza. Wéstern cayó de espaldas, jadeando, y el Phyleen trató de clavarle el cuchillo en el cuello. Wéstern sostuvo su muñeca. Los dientes del Zújaro chirriaban, y su aliento apestaba a polvo de Pentasphere barato.
Wéstern levantó una rodilla y le golpeó la entrepierna. No fue suficiente. La pelea siguió, ambos rodaron por el suelo, golpeando todo a su paso. El Heraldo seguía disparando a quién sabe cúantos Zújaros.
Al final, Wéstern logró zafarse, agarró el mango de una vieja barra de acero oxidada en el suelo, y con toda su fuerza le destrozó la cabeza de un golpe, escuchando cómo el cráneo cedía como una sandía podrida.
Segunda baja.
Se incorporó jadeando, con un corte abierto en la ceja, y la sangre bajándole por la mejilla. La humedad del almacén hacía que todo se pegara a la piel.
Entonces, otro Zújaro apareció desde una esquina, cubierto hasta los dientes, armado con un escopetón recortado. Disparó una vez y las esquirlas rozaron el hombro de Wéstern, arrancándole un grito.
Antes de que pudiera encarar bien, Wéstern se lanzó hacia un tanque de combustible vacío, se apoyó en él y disparó una ráfaga de seis balas, dos impactaron en la pierna, otra en el estómago y las demás salpicaron el entorno. El tipo cayó soltando el escopetón, y Wéstern remató de un disparo al cuello.
Tercera baja.
Se tomó un segundo para recargar el PNC-13, respirando fuerte, sintiendo cómo cada músculo ardía y el sudor se mezclaba con la sangre en su rostro.
“Jude, dime que ya tienes la camioneta en marcha, cabronazo.” Rugió por el comunicador, pero la respuesta se perdió en estática.
Se giró, y levantó el fusil, apuntando a las sombras.
Un puño ancho como una llanta le impactó directo en la cara, y apenas si alcanzó a ver esa masa de carne tatuada y sudorosa antes de que su cuerpo volara contra el suelo. Un gordo se le echó encima de inmediato, con un gruñido gutural que sonó más a bestia que a hombre.
Wéstern intentó alzar el PNC-13, pero el peso del coloso le bloqueó los brazos. Forcejeaban, rodando entre bidones abollados, escombros de maquinaria vieja y charcos de aceite oscuro.
El Zújaro le lanzaba manotazos, buscando romperle la cara, y Wéstern, aunque hábil, apenas lograba cubrirse.
“¡Maldito cerdo…!” Gruñó, escupiendo sangre, buscando a ciegas algo con qué golpear.
Pero no había nada.
Lo estaba aplastando. Y no era fuerza natural. Wéstern había peleado con tipos grandes, con auges musculares, con implantes de élite, pero esto era otra cosa. Su cuerpo no respondía igual, como si sus músculos no tuvieran combustible.
El gordo le soltó un codazo en la mandíbula y por un instante el mundo fue negro.
Y entonces… una oleada.
Como una corriente de electricidad caliente recorriéndole la columna. Las ópticas de Wéstern parpadearon en un tono ámbar y un mensaje apareció en su HUD interno:
[Fuerza Motriz: 150%]
Su brazo izquierdo dejó de doler, el derecho recuperó impulso, el pecho se expandió con una bocanada profunda. Todo ardía… pero se sentía bien.
Wéstern soltó un alarido visceral y de un solo empujón desplazó al gordo hacia un lado, lo tomó del cuello y lo estrelló contra el suelo.
El enorme Zújaro intentó soltarse, pero Wéstern le golpeó la cara con su propia cabeza, una, dos, tres veces, hasta que el hueso nasal del tipo se hundió con un sonido asqueroso.
Sangre y baba mezclada con saliva negra.
Wéstern no supo en qué momento dejó de golpear y empezó a desgarrarle la garganta con una pieza metálica rota, pero cuando por fin lo quitó de encima, jadeante y bañado en sudor y sangre, lo entendió.
Se giró y ahí estaba Jude.
Apoyado contra un bidón, transpirando a chorros, su piel pálida relucía de sudor, tenía los ojos entrecerrados.
Wéstern frunció el ceño, entendiendo el suceso, no por nada los Rayvties son extremadamente requeridos en la guerra, tienen la capacidad de usar su energía vital para aumentar las capacidades de otra persona en gran medida, un Rayvtie promedio podria hacerlo hasta con dos personas a la vez, pero Jude…
“Hijo de jarnha…” Murmuró, y se le acercó con media sonrisa torcida. “¿En serio tuviste eso metido en el culo todo este tiempo y no lo usaste antes?”
Jude sonrió débilmente, respirando como si hubiese corrido kilómetros.
“Solo… una vez…” Balbuceó, antes de caer de rodillas, sosteniéndose con dificultad.
Wéstern lo sujetó por el hombro, sacudiéndolo suavemente.
“Nada de desmayos, nene. Que esta noche no ha terminado.”
Jude asintió, todavía medio fuera de sí, pero se enderezó. Fue en ese instante cuando otro Zújaro apareció por la derecha. Este tenía dos machetes largos de filo dentado, y se movía rápido.
Wéstern disparó, pero falló, dolor en el hombro, visión borrosa.
El Zújaro embistió. Jude, sin pensarlo, alzó el Kingmaker, pero el arma temblaba en sus manos.
Y en un movimiento instintivo y perfectamente sincronizado, Jude disparó al pecho, deteniéndolo apenas medio segundo, lo justo para que Wéstern sacara su B-88 y le volara media mandíbula de un tiro.
El cuerpo cayó con un golpe seco.
Ambos se quedaron ahí, respirando pesadamente.
Wéstern se dejó caer sentado. Ya no había ruido.
“Maldita sea, chico… buen trabajo... Creo que… todos están muertos…”
Wéstern recogió su PNC-13 del suelo, manchado de aceite y sangre, jadeante, cubierto en cortes y con el brazo izquierdo que le colgaba a medias. Se giró hacia Jude, que apenas se mantenía en pie, y gruñó:
“¿Encendiste el puto auto?”
Jude negó con la cabeza, tragando saliva.
“Volví… por ti…”
“Bonito, byte. Vas a matarme de ternura antes de que lo haga un cabrón con machete.”
Sin perder tiempo, Wéstern recogió el paquete plateado junto al cadáver del gordo Zújaro y ambos salieron corriendo a toda velocidad entre los bidones abollados y los restos de metralla. La TrailMaster seguía donde la habían dejado, increíblemente intacta, reluciendo su pintura marrón desértico bajo los focos anaranjados y sucios del subnivel.
Wéstern abrió la puerta de un golpe, arrojó el paquete al asiento trasero y encendió el motor.
En ese momento, Jude preguntó, sin aliento: “¿Qué pasa?”
Y la respuesta divina llegó: una camioneta Zújaro venía directo hacia ellos a toda velocidad. Era un transporte blindado de carga, chapa roja mate llena de grafitis de calaveras de jade, marigolds pintadas a mano y frases en dialecto floralmperial. Las ópticas delanteras parpadeaban en azul pálido, y el frontal estaba reforzado con placas soldadas a la mala, como un maldito ariete.
Wéstern soltó un grito:
“¡MIERDA!”
Pisó el acelerador con toda la fuerza de su pierna buena y la TrailMaster chilló al arrancar. En un movimiento ajustado por centímetros, esquivaron la embestida justo cuando la camioneta Zújaro pasó zumbando al lado, chocando contra una pila de bidones y explotando en una lluvia de chispas y metal.
“¡Tienes que manejar, Jude!” Gritó Wéstern, mientras buscaba un cargador en su chaqueta.
Jude se quedó petrificado.
“¿Qué? ¡Apenas sé lo básico!”
“¡Pues hoy es tu día, zorra flacucha!” Gruñó Wéstern. “Van a venir más. ¿Quieres disparar o manejar?”
La respuesta no tardó.
“¡Manejo!”
Sin detener la camioneta, Wéstern giró el volante y los metió en una curva cerrada. Ambos se levantaron medio a gatas sobre los asientos y cambiaron posiciones en pleno movimiento. Jude se lanzó al asiento del conductor y agarró el volante con los ojos como platos.
Wéstern se dejó caer en el de copiloto, sujetando su PNC-13.
“Bien, campeón…” Dijo con una sonrisa, y comenzó su tutorial improvisado con rimas: “Este pedal es para el gas, el otro te hace frenar, jamás de más. La palanca a la izquierda, para volar, a la derecha si no quieres chocar. Si la luz parpadea, cambia de carril, y si te sudan las manos, no seas infantil.”
Jude tragó saliva, con el pulso desbocado, pero sus manos se aferraron al volante.
“…Joder, Western.”
“Así se hace, byte.” Wéstern le dio una palmada en el hombro, sin apartar la vista de la retaguardia por si aparecían más Zújaros en su radar.
La TrailMaster rugió, los neumáticos rechinaron sobre el concreto del subnivel 26 y el retumbar de motores enemigos ya se escuchaba a lo lejos.
Wéstern se acomodó el sombrero y lo ajustó con fuerza, cargó su arma y sonrió con dientes manchados de sangre.
La TrailMaster chirrió violentamente al detenerse de golpe. Wéstern, recargando su PNC-13, levantó la mirada con furia y soltó:
“¡¿Por qué coño te detuviste?!”
Jude lo miró, con lágrimas formándose en sus grandes ojos amarillos, su cara era una mezcla de tensión, miedo y frustración.
“¿Cuál… cuál era… el de acelerar…?”
Wéstern contuvo el impulso de patearlo y le gritó, señalando con el dedo:
“¡Ese! ¡El grande de la derecha! ¡¡EL DE LA DERECHA!!”
Y como otra respuesta divina a esa desgracia, otra camioneta Zújaro apareció rugiendo desde la siguiente curva, con sus faros azulados destellando como los ojos de un depredador en la penumbra. Jude no se lo pensó, pisó el acelerador como si le debiera dinero.
La TrailMaster salió disparada de nuevo, neumáticos desgastados mordiendo el asfalto sucio de aquel subnivel repleto de grafitis de Micca, cráneos dorados y flores ambarinas marchitas.
“¡Escucha, idiota!” Rugió Wéstern, asomándose por la ventanilla. “¡No me busques rutas locas ni atajos suicidas! ¡Sólo mantén esta chatarra estable y evita matarnos!”
Mientras lo decía, conectó su Interfaz Neural a la consola de la camioneta. Las ópticas de Wéstern brillaron verde, y en la consola central apareció un mapa semi-transparente, señalando las carreteras del subnivel.
“¡Ahí! ¡Usa esa mierda y síguela! ¡No quiero que te quedes dando vueltas como ryla de cloaca!”
Jude asintió con fuerza y clavó los ojos en el mapa, y las manos temblorosas en el volante.
Wéstern escupió hacia un lado y se asomó completamente por la ventanilla, apoyando su fusil en el techo de la camioneta y encarándolo contra la camioneta enemiga.
“¡Vamos, culeros…!”
La camioneta Zújaro aceleró, y su copiloto, un tipo corpulento con el pecho tatuado de flores marchitas y un implante ocular rojo vivo, sacó la mitad de su cuerpo por su ventanilla, portando un subfusil corto. Abrió fuego de inmediato.
Los disparos iluminaron la oscuridad en destellos rápidos.
Wéstern maldijo, esquivando por centímetros las balas que destrozaban los espejos retrovisores y astillaban las ventanillas.
Apuntó y descargó una ráfaga de su PNC-13. Las balas de tungsteno perforaron el techo oxidado de la camioneta rival. El copiloto esquivó, pero una bala le destrozó la oreja izquierda.
La camioneta Zújaro viró violentamente para intentar embestirlos de costado. Jude soltó un alarido y giró el volante para esquivar.
“¡No me choques con eso, joder! ¡Te parto la cara si me la abollas!”
El vehículo tembló, pero esquivó por escasos centímetros, rozando un bidón oxidado que explotó en chispas al contacto. Jude sudaba a mares, tenía las manos resbalando en el volante.
Wéstern recargó en movimiento, con práctica veterana, y volvió a disparar. Una bala se incrustó en el farol derecho de la camioneta rival, reventándolo. El copiloto enemigo intentó disparar de nuevo, pero Wéstern le voló la mandíbula de un disparo limpio.
Media cara salió despedida en sangre y metal.
La camioneta Zújaro se tambaleó, el conductor maldijo en voz alta y Jude gritó: “¡Vienen dos más!”
En efecto, por una calle lateral otras dos camionetas emergieron, una gris cubierta de velas derretidas y calaveras y otra decorada con tiras de tela amarilla y roja, amuletos de hueso colgando del parabrisas.
Wéstern se volvió a meter a la cabina, jadeando.
“¡Bien, byte! Hora de las ligas mayores.”
Le dio una palmada en el hombro a Jude.
“No sueltes ese volante, cabrón. Y prepárate para volar.”
Los neones carmesí y las calaveras floridas del distrito parpadeaban a su alrededor mientras las tres camionetas Zújaro los perseguían sin tregua. Jude apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos azulados de sus manos parecían al borde de estallar.
Wéstern colgaba medio cuerpo por la ventanilla, su PNC-13 escupía fuego hacia las camionetas enemigas.
“¡Esta belleza aguanta más que mi matrimonio!” Soltó mientras disparaba.
En un instante, Jude dio un giro brusco para esquivar una pila de bidones oxidados y Wéstern casi sale disparado por la ventanilla.
“¡Jodete Jude!” Gritó mientras se sujetaba como podía del marco.
“¡Perdón! ¡Perdón!” Chilló Jude, con las orejas pegadas al cráneo de la vergüenza.
El primer tramo de un túnel apareció frente a ellos, una boca de concreto agrietado, iluminada apenas por tubos fluorescentes intermitentes. Las camionetas entraron una tras otra, y el estruendo de los disparos se amplificó en los confines del túnel, un desorden de chispazos, impactos en las paredes, cristales volando y rebotes de proyectiles que parecían zumbidos de moscas metálicas.
Wéstern disparaba a ciegas, siguiendo los destellos de los faros enemigos. El sonido ensordecía.
Jude, respirando agitado, murmuró:
“No… no veo nada.”
Wéstern se giró medio segundo.
“¡Tú maneja, que de ver ya me encargo yo!”
Disparó una ráfaga que hizo volar parte de la parrilla del vehículo más cercano.
Al salir del túnel, la persecución continuó, pero ahora el terreno era más abierto, con estructuras industriales oxidadas y faroles colgando de cables flácidos.
Wéstern ajustó su puntería y disparó dos veces: las balas de tungsteno atravesaron el parabrisas de la camioneta rival, y una tercera destrozó la frente del conductor, cuya cabeza estalló contra el tablero.
La camioneta se desvió de inmediato y se estampó contra una pila de contenedores, que cayeron como fichas de dominó, sepultándola.
“¡Uno menos!”
Otra camioneta se emparejaba peligrosamente por la izquierda. El copiloto levantó un lanzagranadas improvisado, pero Jude lo vio por los espejos laterales y, sin pensarlo, giró bruscamente el volante a la derecha y luego de golpe a la izquierda.
La TrailMaster derrapó sobre el pavimento húmedo.
La camioneta Zújaro intentó imitar la maniobra… pero el idiota del conductor no vio el poste eléctrico corroído al borde del camino.
El chasis se estrelló de lleno, y una lluvia de chispas anaranjadas cayó sobre los restos. El vehículo giró dos veces y se detuvo envuelto en humo y destellos de cables fundidos.
“¡A la mierda esos desgraciados!” Rió Jude, eufórico por su golpe de suerte.
Wéstern lo miró, orgulloso.
Solo quedaba una.
La última camioneta, decorada con cadenas oxidadas, huesos atados al parabrisas y un estandarte de tela púrpura ondeando en el techo, seguía a pocos metros.
Disparos cruzaban todavía el lugar.
La TrailMaster presentaba ya abolladuras en el capó, impactos en las puertas y un retrovisor menos, pero su motor seguía gritando como si pidiera más.
Wéstern recargó con una mano, y le gritó a Jude:
“¡Busca un túnel estrecho o una pendiente!”
Jude, con los ojos clavados en el mapa de la consola, asintió.
“A tres calles… hay un puente angosto.”
“Perfecto. Prepárate, porque cuando lleguemos, vas a pisar ese pedal como si te debiera la vida.”
Y el motor bramó de nuevo, arrastrando su máquina herida pero indomable hacia el siguiente infierno.
Tras pocos minutos de persecución y mil disparos fallidos, la TrailMaster entró al puente, los neumáticos desgarraban el pavimento. A ambos lados, la oscuridad absoluta y abajo, un canal de aguas negras y pestilentes que reflejaba los neones púrpuras y naranjas del subnivel. El puente, de apenas cinco metros de ancho, era un trazo recto sin margen de error.
La camioneta Zújaro venía detrás, aullando como un jarnhito rabioso, embistiéndolos una y otra vez. El parachoques trasero de la TrailMaster crujió, se astilló, y por poco arroja a Wéstern de la ventanilla.
Un disparo zumbó a centímetros de su cabeza y otro le rozó el antebrazo izquierdo, sacando una chispa del implante y dejando una línea ardiente de carne abierta. Wéstern divisó una grua que sostenía unos bidones de algo, probablemente combustible, si lograba detener la camioneta, podría romper la grua y tirar los bidones para empujar la camioneta enemiga.
“¡Jude, escúchame bien!” Gritó por encima del motor rugiente y el tiroteo. “Cuando yo te diga, frena en seco y pisa todo a la izquierda, ¿oíste?”
“¡¿Todo?! ¡Si me voy de lado caemos al canal!”
“¡Confía en mí, maldita sea!”
Jude tragó saliva, con las manos sudorosas en el volante, y el pulso como una percusión tribal desbocada.
La camioneta enemiga volvió a embestirlos. El chasis de la TrailMaster se sacudió.
Wéstern apretó los dientes, contando cada segundo.
Uno. Dos. Tres.
“¡Ahora, Jude! ¡Frena y gira!”
Jude clavó el pie en el pedal de freno y el volante a la izquierda con todas sus fuerzas.
La TrailMaster chirrió, las ruedas chillaron contra el metal oxidado, mientras la camioneta Zújaro no pudo reaccionar. Venía demasiado pegada, demasiado rápido.
La camioneta enemiga impactó contra el lateral trasero de la TrailMaster, perdió estabilidad, se levantó medio metro del suelo y quedó peligrosamente inclinada sobre el borde.
Wéstern ya estaba fuera de la ventana, colgado del marco, PNC-13 en mano, y el último cargador insertado a toda velocidad. El estandarte púrpura ondeaba a escasos metros, con los faros enemigos encegueciéndolo.
“¡A la mierda su maldito estandarte!” Bramó.
Disparó una ráfaga apuntando a las cadenas que sostenían dos bidones oxidados de Pentasphere colgados de una grúa abandonada sobre el puente.
Las balas silbaron, y en el tercer disparo, las cadenas se rompieron.
Los dos enormes bidones cayeron directo sobre la camioneta Zújaro.
El golpe fue brutal, aplastando el techo del vehículo como una lata y haciéndolo perder la dirección.
La camioneta giró violentamente hacia la izquierda, el estandarte se deshizo en el aire, y en un instante, desapareció en el abismo, estrellándose contra las aguas pestilentes del canal con un estallido sordo, seguido de una explosión anaranjada que iluminó todo el puente y arrojó vapor y humo por los respiraderos.
Jude gritó, mezcla de pánico y euforia.
“¡Lo hiciste, lo hiciste, hijo de jarnha!”
Wéstern se dejó caer dentro de la camioneta, jadeante, con el brazo sangrando, y riendo con un tono ronco y maníaco.
Jude, sin quitar las manos del volante, y temblando pero con la adrenalina marcando su pulso, soltó una frase jadeada:
“¿Podemos... irnos ya?”
Wéstern le tendió el último cigarro que le quedaba.
“Saca esa cosa de aquí, antes de que lleguen refuerzos. Y pisa fuerte, piloto.”
Jude asintió, su cola se agitaba de lado a lado, y la TrailMaster aceleró sobre el puente…
La TrailMaster se adentraba a través de los suburbios del subnivel 26, dejando detrás de sí un rastro de humo, huellas húmedas y olor a caucho quemado. Los neones parpadeantes de los distritos se extendían, reflejándose en el capó y en el parabrisas surcado de grietas.
Jude mantenía ambas manos aferradas al volante con tanta tensión que parecía que su cuerpo entero iba a desgajarse de pura ansiedad. El motor vibraba bajo sus pies.
Wéstern se acomodó en el asiento del copiloto, deslizándose hacia atrás con una mueca de dolor mientras se examinaba el brazo herido. Un reguero de sangre manchaba la manga de su chaqueta y chorreaba hacia el suelo de la TrailMaster. Sacó un trapo mugriento de la guantera y, sin preocuparse por la limpieza, se lo enroscó alrededor del antebrazo con movimientos toscos. Cada nudo que apretaba era acompañado de un gruñido.
El viento que se colaba por las ventanas rotas arrastraba consigo el hedor a basura fermentada y muerte vieja, esa peste típica de las zonas olvidadas de Horevia. Bajo ellos, en alguna parte, el canal de aguas negras seguía corriendo.
El silencio era apenas roto por el traqueteo del motor herido y el débil crepitar de los impactos recientes en la carrocería.
“Bien... creo que ya es hora de que dejes de torturar este pobre volante como si fuera un cliente tuyo, Jude.” Soltó, mientras miraba las manos blancuzcas del muchacho. “Muévete, voy a manejar yo.”
Jude parpadeó, descolocado.
“¿Qué? ¡No, no! ¡Yo puedo...!”
“Puedes un carajo.” Gruñó Wéstern, señalando con el pulgar hacia el asiento del copiloto. “Antes de que estampes esta preciosura contra otro poste, mejor cambiamos. Anda, no seas tímido, que no te voy a cobrar la tarifa.”
Jude, rojo hasta la punta de sus orejas puntiagudas, soltó un bufido frustrado pero terminó obedeciendo. Con movimientos torpes, ambos maniobraron para intercambiar lugares en plena marcha lenta: Jude trepó por encima de la palanca mientras Wéstern se deslizó al volante como un rey retornando a su trono.
En cuanto sus botas pisaron los pedales y sus manos curtidas se cerraron sobre el volante, la TrailMaster pareció suspirar de alivio, recobrando algo de su vieja ferocidad. Wéstern soltó un escupitajo rojo por la ventana rota y masculló:
“Ahh... así es como debe sentirse domar a una buena hembra.” Lanzó a Jude una mirada de soslayo, cargada de cinismo. “Tú no entenderías, claro. Estás más acostumbrado a ser la hembra...”
Jude se encogió en su asiento, con la cola bajando entre las piernas, pero aún así le sacó la lengua en respuesta, sin palabras.
“¿Ves?” Rió Wéstern, sarcástico. “Sin abrir la boca ya me lo confirmas, niño bonito.”
La TrailMaster retomó velocidad, navegando los suburbios infestados de charcos, montones de chatarra y callejones en ruinas. Wéstern dominaba cada curva como si la camioneta fuera una extensión de su propio cuerpo roto, acelerando, derrapando, metiéndose por vericuetos apenas más anchos que un ataúd.
Por un rato, se dejaron llevar por la adrenalina postcombate. Luego, cuando las luces de los neones quedaron más atrás y la ruta se volvió más segura, Jude rompió el silencio.
“Yo…” Empezó, inseguro. “…yo estaba cagado, ¿sabes?”
Wéstern soltó una risotada tan áspera que terminó tosiendo.
“¡¿Cagado?!” Repitió entre carcajadas. “Byte, yo podía olerlo desde aquí. Pensé que iba a ver salir un zurullo saltando del asiento cada vez que esos cabrones nos embestían.”
Jude se hundió aún más en su asiento, pero ahora sonreía, tímido.
“¡Tú tampoco estabas tan tranquilo! Te vi. Pensé que en cualquier momento te iban a volar la cabeza como a un globo.”
Wéstern soltó una risa breve, más amarga.
“No mientas, niño. Yo soy puro glamour bajo presión.” Le guiñó un ojo con una sonrisa torcida, antes de agregar: “Aunque, sí... hubo un par de veces que sentí el aire caliente de las balas rozándome el cuero cabelludo. Un poquito más abajo y me habrían hecho un tercer ojo en la frente.”
Se carcajearon, una risa corta, fea, quebrada.
La TrailMaster dejó atrás otro cruce y el camino se abrió en un pasaje más amplio, lleno de almacenes cerrados y estructuras carcomidas. El aire era más seco aquí, más polvoriento.
“¿Sabes qué fue lo mejor de todo?” Dijo, sin mirar a Jude. “Verte haciendo cabriolas con ese volante como si fuera el rabo de un cliente exigente. ¡Y pensar que hace unas semanas sólo sabías cómo cabalgar, no cómo conducir!”
Jude soltó un gemido de vergüenza, cubriéndose la cara.
“Eres un cerdo.”
“Soy un artista de la palabra, niño. Un poeta.” Chasqueó la lengua, satisfecho consigo mismo.
El trayecto hacia el subnivel 47 fue un descenso interminable, un espiral hacia las entrañas podridas de la ciudad.
Durante más de cuarenta minutos, tal vez una hora, el tiempo se disolvía en aquel descenso perpetuo, la camioneta crujió y vibró mientras devoraba los kilómetros verticales por autopistas sumergidas en semioscuridad, donde la luz apenas era una herida amarillenta en el concreto desollado.
El tráfico iba menguando conforme bajaban, y el mundo alrededor se convertía en una colección de esqueletos de edificios, graffitis agonizantes y ríos de agua negra.
Subniveles donde el sistema de alcantarillado hacía tiempo había colapsado y las únicas almas presentes eran las sobras de la civilización, arrastrándose bajo la gravedad aplastante de la miseria.
Finalmente, las señales rotuladas en neón decadente anunciaron su regreso: Subnivel 47.
El hogar de los desesperados, los olvidados, y de La Baronesa.
Wéstern giró el volante con una sola mano, aparcando su desvencijada camioneta en un espacio irregular justo frente a LA CUNA.
La fachada del antro parecía la boca abierta de un gigante moribundo, iluminada en tonos naranjas y verdes que temblaban bajo la humedad del subnivel.
“Vamos, conejita, hora de mover ese culito rentado.” Dijo Wéstern mientras apagaba el motor.
Jude resopló, acostumbrado ya a los ataques verbales, pero no pudo evitar que un leve rubor le subiera a las mejillas.
Se quitó el cinturón de seguridad con un gesto torpe y se bajó, cerrando la puerta de la camioneta con más fuerza de la necesaria.
Ambos caminaron hacia la entrada, cruzando entre charcos de líquidos sospechosos y montones de basura.
La recepción era la misma pequeña burbuja de falsa pulcritud en medio de la podredumbre general: paredes tapizadas con espejos envejecidos, lámparas que parpadeaban y una música chillona de fondo, apenas audible.
Detrás del mostrador, ahí estaba ella otra vez. La misma humana de piel de porcelana, impoluta en contraste con todo lo demás.
Ahora llevaba un vestido negro de tirantes, corto y ajustado, cubierto de pequeños cristales que atrapaban la poca luz como joyas. Su cabello estaba recogido en una trenza alta que parecía esculpida.
“¿Cuántos pares de ropa tienes, muñeca?” Murmuró Wéstern con una ceja arqueada, arrastrando su voz en una burla apenas disfrazada de interés.
La mujer soltó una risita musical y deslizó su mirada de serpiente hacia Jude, que se mantenía tenso a su lado.
“Mmm, mira quién viene tan cambiado…” Ronroneó ella. “¿Quién te vistió, cariño? ¿Un estilista o tu nuevo papi?”
Jude bajó un poco la cabeza, pero no pudo evitar sonreír de lado.
Wéstern soltó un bufido nasal,.
“Parece que ahora lo alquilan por hora y con garantía de devolución.” Añadió, dándole una palmada en la espalda a Jude.
La recepcionista, acostumbrada al humor de esa calaña, soltó una carcajada coqueta y luego, recuperando su compostura, les indicó: “La Baronesa ya los espera. Doble puerta. No se pierdan.”
Wéstern hizo un gesto de saludo militar sarcástico, y ambos avanzaron hacia la puerta.
La atmósfera era un caos cromático: tonos naranjas, amarillos y verdes parpadeaban y latían al ritmo de una música electrónica cavernosa.
Era horario masculino, lo que significaba que los pole dancers del escenario eran hombres musculosos, sudorosos, moviéndose al ritmo de la música bajo focos que delineaban cada fibra de sus torsos desnudos.
Wéstern bajó la mirada con una exasperación teatral, endureciendo la mandíbula como si caminara a través de un campo de mierda.
Jude no pudo evitarlo.
Se llevó la mano a la boca, fingiendo contener una carcajada.
“¿Qué pasa, viejito? ¿Te dan miedo los músculos?” Murmuró, lo suficientemente alto para que Wéstern lo oyera.
Wéstern resopló, sin alzar la mirada.
“No me pagan suficiente para ver tanto aceite gratis, conejita. Vamos antes de que me recluten para la próxima función.”
El bullicio vibrante de LA CUNA se fue amortiguando conforme avanzaban, abriéndose paso entre mesas iluminadas por neón y cuerpos sudorosos en movimiento.
El final del antro se alzaba como una frontera diferente: la puerta negra, lisa como obsidiana y sin manija visible.
El pasillo plateado los recibió.
Jude cargaba con ambas manos la caja plateada: un cubo perfecto, sin marcas ni aberturas visibles, ligeramente pesado.
Sus brazos temblaban apenas por el esfuerzo, pero se mantenía firme, apretando los labios en una línea de determinación.
Al final del pasillo, otra puerta negra los esperaba, idéntica a la primera.
Esta se abrió automáticamente al acercarse, como si su llegada hubiera sido anticipada.
Y ahí estaba ella.
La Baronesa.
Sentada tras el mismo escritorio metálico, la Tiaty los observaba con su presencia brutal e hipnótica.
Wéstern sonrió de lado, confiado, mientras Jude, a pesar de su familiaridad creciente, bajó la mirada unos segundos antes de recomponerse.
Ambos tomaron asiento frente al escritorio, las sillas crujieron bajo su peso.
Sin pedir permiso, Wéstern señaló con un gesto vago a Jude.
“Vamos, conejita. Preséntale el regalito.”
Jude, aguantando una mueca, adelantó la caja plateada y la colocó con cuidado sobre el escritorio frente a La Baronesa.
Ella inclinó la cabeza, analizando el cubo durante un largo instante, como si pudiera ver su contenido sin necesidad de abrirlo.
Uno de sus tentáculos hizo un leve ademán de aprobación.
“Muy bien…” Murmuró, su voz era filtrada por la máscara, profunda y sedosa, cargada de un peso malsano que apretaba el aire alrededor. “Veo que la mercancía llegó intacta... y que nuestro pequeño Jude también estrenó armario.”
Sus ojos blancos destellaron.
“Te ves... casi respetable, crío. Lástima que no haya traje que cubra la inocencia perdida.”
Jude apretó la mandíbula para no sonrojarse y asintió con un gruñido educado. Wéstern no dejó pasar la oportunidad.
“Lo recogí del burdel, le quité el polvo, lo vestí y hasta lo entrené para que caminara en dos patas…” Dijo, apoyándose en el respaldo de su silla con una sonrisa de tiburón. “…Soy básicamente un héroe, Baronesa.”
Ella soltó una breve risa.
“Y aún así sigues oliendo a problemas, Wéstern.”
“Naturalmente. Es mi perfume natural.”
Hubo un intercambio de miradas cargadas de una ironía que Jude no necesitaba traducir. Después, Wéstern se encogió de hombros.
“Tuvimos una emboscada. Zújaros. Bien organizados. No sé si alguien soltó la lengua o si fue mala suerte, pero nos tiraron mierda hasta por las orejas.”
La Baronesa ladeó la cabeza.
“Puedo notarlo… Los Zújaros…” repitió con lentitud. “No estaba en el contrato que tuvieran que lidiar con ellos.”
Wéstern sonrió sin humor.
“Tampoco estaba en el contrato que casi me volaran el culo en un callejón, pero aquí estamos. Entregando a tiempo, sin perder ni la caja ni al niño bonito.”
Ella hizo un gesto vago con uno de sus tentáculos.
Un pitido y, la Interfaz Neural de la Baronesa lanzó recibos en dirección a sus implantes.
Pago recibido: 2,000 Créditos - Jude.
Pago recibido: 2,000 Créditos - Wéstern.
“He añadido 500 créditos extra por cabeza…” Informó ella. “...por los inconvenientes... y porque me gustan los empleados que saben no morirse antes de entregar.”
Wéstern arqueó una ceja, satisfecho.
La Baronesa se puso de pie con un movimiento fluido que denotaba fuerza contenida, su traje negro crujió apenas. Sin decir una palabra más, caminó hacia una puerta trasera.
Antes de cruzar el umbral, giró, con sus ojos blancos posándose una última vez sobre ellos.
“Descansen... mientras puedan.”
La puerta se cerró tras ella con un clic definitivo, dejándolos a solas en el silencio metálico de su despacho.
Wéstern se estiró con un gruñido.
“Bueno, conejita, hora de gastarnos estos miserables créditos en drogas, mujeres y cirugías que nos quiten la cara de mierda.”
Jude sonrió, rodando los ojos bajo sus gafas oscuras.
“Primero… comida. O me voy a morir antes de gastarlos.”
“Mujer primero, comida después, muerte luego.” Replicó Wéstern, levantándose. “Ese es el orden natural del universo.”
Ambos salieron de la oficina riéndose suavemente, la carcajada de Wéstern rugiendo como un trueno viejo, y la risa de Jude, nerviosa pero viva, siguiéndole de cerca.
Salieron del despacho de la Baronesa, hacía el pasillo plateado que los devolvía al corazón pútrido de La Cuna. Cruzaron la segunda puerta negra, pesada y oxidada, y el estruendo de música electrónica los devoró de inmediato, junto a un aire cargado de feromonas artificiales y sudor perfumado.
Sonaba una pista de fondo con producción sencilla: ritmo lento, repetitivo, con base electrónica minimalista. La voz principal era femenina, aguda, con efectos suaves de distorsión y reverberación. El estilo recordaba al trap más básico, diseñado para acompañar el movimiento corporal más que para ser escuchado por sí mismo.
“¿Así te gusta, papi? ¿Te gusta así, papi? Dímelo otra vez… ¿Así, así, así… te gusta, papi?”
“Por el Regente… que asco de música…” Dijo Wéstern haciendo una mueca como si acabara de oler estiércol.
Wéstern guió a Jude hacia una de las mesas circulares cerca del fondo, semiocultas en la penumbra color neón. La mesa, de acero pulido pero lleno de ralladuras y quemaduras de cigarrillo, tenía un diseño industrial brutalista: una placa gruesa sobre un solo soporte central, abollado de tanto recibir botas, culos, vasos y quién sabía qué más.
Encima, flotaba un pequeño proyector holográfico que lanzaba hacia arriba un menú traslúcido, tembloroso, con un código QR parpadeante en la esquina inferior.
Wéstern activó sus ópticas y escaneó el código con un gesto de costumbre. Recordó de inmediato: Jude no tenía implantes. Por eso le habían dado todo el dinero a él. Maldita sea, pensó, el chico tenía aún un pie en la miseria.
Miró a Jude y sonrió, ladeando la cabeza.
“¿Qué quieres? Yo invito.” Dijo, leyendo el menú.
Jude se encogió, mirando con una mezcla de inseguridad y hambre las imágenes flotantes de comida barata, platos grasientos, bebidas de colores fluorescentes. Señaló uno de los combos de hamburguesa vegetal con papas fritas y una soda de metafruta.
La música seguía sonando: “Mi lugar está en el suelo. Rómpeme, lléname crudo, hazme gritar. No pares... no pares, papi…”
Wéstern presionó el pequeño botón cromado al costado del proyector, confirmando la orden con un pitido.
Apenas unos segundos después, un camarero se acercó entre la gente. Un chico Raytra: piel morena oscura y tersa como cuero bañado en aceite, enormes ojos azul eléctrico que no parpadeaban casi nunca, y una cola larga y flexible que se agitaba tras él como una serpiente en celo.
El uniforme, si podía llamarse así, consistía en unos diminutos shorts plateados que apenas cubrían lo que debían y una camiseta de red translúcida que dejaba ver su abdomen.
El trasero del joven Raytra era sencillamente monumental.
Wéstern, que nunca había frecuentado sitios como ése, no pudo evitar un vistazo. No incómodo, no hostil... más bien una curiosidad cínica, un "así es Horevia" que no lo ofendía, pero lo dejaba con una ceja arqueada.
Pidieron rápido: una hamburguesa vegetal para Jude, y para Wéstern una especie de carne clonada bañada en especias aromáticas, junto con dos vasos de licor Dralmoth Pils para él y una Atomic-Cola para Jude.
Cuando el chico se fue contoneándose entre las mesas, Wéstern soltó una risa seca, casi inaudible.
“Y bueno…” Dijo, girándose de nuevo hacia Jude mientras sacaba del bolsillo interior de su chaqueta el blister de pastillas Nexusol. Solo quedaban dos. Pinchó el envoltorio con el pulgar, sacó una y se la echó a la boca, tragándola en seco.
Desenfundó también el pequeño estuche negro. Lo abrió con el mismo movimiento automático. Dentro, alineadas como joyas, sólo quedaba una de las cápsulas celestes. La extrajo con dedos rápidos y la insertó. Un leve zumbido le recorrió la espina dorsal cuando el esteroide neural se fusionó con su sistema.
“Te decía…” Continuó, como si nada, mientras acomodaba el estuche de nuevo en la chaqueta. “Estaba pensando en que te pongas un implante de muñeca. No para mucho, solo para el retroceso. Nada muy caro, nada que te joda el cuerpo. Pero te va a salvar los dedos cuando dispares.”
Jude lo miraba con esa mezcla suya de duda y admiración muda, como si intentara procesarlo todo demasiado rápido para su experiencia.
“¿Un... un implante?” Preguntó, con la voz apenas audible.
“Sí.” Wéstern asintió con la cabeza, más serio ahora. “Un refuerzo en la base de la muñeca. Te estabiliza los huesos cuando jalas el gatillo. Sin eso, cada vez que dispares te vas a romper un dedo... o peor. No necesitas uno militar todavía. Algo barato. Suficiente.”
Jude asintió, procesando. Sus ojos, tan apagados y jóvenes, reflejaban la pantalla holográfica mientras pensaba. Había miedo, sí, pero también una chispa. La misma chispa que Wéstern había visto en reclutas novatos hace años: hambre de vivir.
El bullicio del antro los envolvía mientras esperaban la comida. Risas, voces coquetas, el sonido de vasos chocando, un bajo estruendoso que hacía vibrar la mesa metálica bajo sus codos.
“No es como que te vayas a volver loco por un maldito implante de muñeca.” Murmuró, reclinándose un poco en el asiento metálico. “La Centropatía no se activa con cualquier cosa. Necesitas implantes más complejos, sobre todo si están conectados directo al sistema límbico o al córtex frontal. Cosas que alteran el comportamiento. Estabilizadores de humor, amplificadores sensoriales, traductores de emociones, esa mierda.”
Jude lo miraba con atención. Wéstern notó que seguía manteniendo la espalda recta, como si no quisiera parecer pequeño. Aún no sabía cómo relajarse en público. No en un lugar como ese.
“Lo tuyo sería mecánico, no nervioso. Refuerzo óseo con absorción de retroceso, tal vez un módulo básico de compensación. Nada invasivo. Vas a seguir siendo tú, sólo que con más control cuando dispares algo más potente que un tronco de feria.”
Jude asintió, tragando saliva.
Entonces el Raytra regresó. Su cola ondeó una vez más cuando se detuvo frente a ellos. Sonreía con los labios, pero no con los ojos.
“Dos Dralmoth y carne clonada para el veterano, vegetal con papas y Atomic-Cola para el chico. Que les aproveche.” Canturreó con tono suave, dejando los platos y vasos sobre la mesa sin derramar nada.
La comida tenía buen aspecto para los estándares de Horevia. Jude recibió su bandeja con cuidado, mirando con verdadero interés la hamburguesa vegetal: pan tostado, algo de planta artificial, una rodaja de algo rojo rehidratado, y una masa marrón que olía curiosamente bien. Las papas chisporroteaban con un resto de grasa, y la Atomic-Cola roja burbujeaba en su vaso plástico.
La bandeja de Wéstern traía un filete rectilíneo de carne clonada, bañado en una salsa oscura con tonos rojos y especias aromáticas que recordaban a comino, aceite quemado y algo más picante. Tomó uno de los vasos de Dralmoth Pils, lo alzó un segundo como saludo hacia Jude, y bebió.
Después, giró la cabeza hacia el camarero y realizó una breve conexión ocular. Los ojos de Wéstern brillaron en naranja por un segundo. Los del Raytra también. Transferencia neural completada.
“Gracias por pagar con pulso limpio, guapo.” Dijo el camarero, sin esperar respuesta, y se retiró con un suave movimiento de caderas.
“¿Te gusta así? ¿Te gusta como lo hago? De rodillas para ti. Lenta, sucia, desesperada…”
Jude abrió la boca como para decir algo, pero Wéstern habló primero, mirando su hamburguesa.
“¿Sabes? Esa es una de las pocas cosas buenas que ha exportado la Flor Imperial. Hamburguesas vegetales. Baratas, sabrosas, no te matan tan rápido. Incluso los pobres pueden comerlas sin envenenarse.”
Jude alzó una ceja, bajando la hamburguesa a medio camino.
“Siempre hablas mal de ellos… ¿Qué tienes contra la Flor Imperial?”
Wéstern soltó una risa seca, breve, mientras masticaba un pedazo de carne clonada.
“¿Los Florences?” Repitió, con desdén en la voz. “Todo. Su política, su estética, su religión, su manía de jurar por la muerte y por el Rey como si eso los hiciera mejores. Te escupen la palabra ‘honor’ mientras ejecutan niños a espadazos. Son imperiales.”
Le dio otro trago a la cerveza.
“Se creen superiores porque tienen pasto real y aire limpio. Porque rezan y matan con la misma devoción. No les gusta vernos vivos, y menos aún... independientes. Todo lo que no sea su modelo de civilización es herejía, corrupción o miseria para ellos.”
Jude volvió a mirar su comida, pensativo. Masticó un bocado, luego bebió un sorbo de Atomic-Cola. No dijo nada.
Jude dio un mordisco a su hamburguesa vegetal. Masticó lento, analizando el sabor con la seriedad de quien prueba algo por primera vez en mucho tiempo sin temor a vomitarlo. Luego asintió.
“No está mal.”
Wéstern ya iba por medio filete de carne clonada. Untó el tenedor en la salsa oscura y lo alzó como si evaluara una obra incompleta.
“Tampoco está bien. Pero te mantiene vivo y con el estómago callado.” Bebió un trago largo de Dralmoth Pils, se limpió con el dorso de la mano y añadió: “Y como te dije, eso es todo lo bueno que han traído los florences: hamburguesas, cerveza, y esas putas banderas gigantes que usan para tapar las fosas comunes.”
Jude bebió otra vez de su Atomic-Cola. La soda era negra, con ese dulzor sintético y agresivo que ardía en la garganta, como una cachetada que uno agradece.
“Pero... no son tan malos…” Dijo, encogiéndose de hombros. “Digo, tienen arte, música, tienen templos que parecen ciudades. Muchos dicen que es bonito vivir allá. Seguro si naces en Flor Imperial, no te levantas con miedo a que un Omniroide de reconquista te vuele la cara mientras cagas.”
Wéstern soltó una risa amarga, sin humor.
“Claro. Si naces florence, es fácil. Te enseñan desde niño a jurar por Etern y a besarle los pies al Rey de la Humanidad. A morir con dignidad, como dicen ellos. Porque allá la muerte no es tragedia, es patriotismo.”
Bajó el vaso.
“Yo vi lo que hacen en las zonas ocupadas. Quemaban vivos a los insurrectos en jaulas con fuego morado. Les decían: “tu alma arderá para alcanzar el Panteón.” Les metían el Etriyansk en la boca a martillazos. Templos con cráneos de mártires bañados en oro, claro, pero nunca verás los huesos de los que no se arrodillaron. Esos ni siquiera cuentan como muertos.”
Jude lo miró en silencio un segundo. No se asustó, no se inmutó. Solo alzó una ceja.
“Suena a que tuviste un mal tour por allá.”
“Tuve un destacamento en uno de sus mundos…” Respondió Wéstern, con voz más baja. “Nos mandaron a apoyar logística en una zona neutral. Ellos llegaron, ocuparon el lugar con un Capellán al frente y... en menos de una semana, la mitad del pueblo estaba en rituales, la otra mitad en trincheras, y los niños recitando versos del Camino de Etern...”
Hizo una pausa. Los ojos le vagaron por el techo ennegrecido del antro, perdido por un segundo.
“Nos fuimos. Pero antes de irnos, uno de sus drones nos dio caza. Dijeron que habíamos contaminado el ritual con nuestra presencia impura. Perdí tres hombres. Ninguna nota diplomática. Solo fuego, cráneos y humo púrpura.”
Jude se llevó una papa frita a la boca. Masticó lento.
“Igual... mucha gente cree que su religión les da fuerza. Les da sentido. Al menos tienen algo en qué creer.” Dijo. “Aunque sea falso o brutal.”
“¿Sentido?” Wéstern lo miró con los ojos entrecerrados. “¿Qué sentido tiene glorificar la muerte? ¿Adorar un trono hecho de cráneos y llamarlo ‘paz eterna’? No es fe, Jude. Es programación masiva. Les enseñan que el dolor es sagrado, que quemarse vivo es un regalo. Que la única forma de trascender es morir por un símbolo. Y mientras tanto, los capellanes cobran en oro líquido.”
Jude bebió más soda, luego dijo con tono casual: “Sigo sin estar de acuerdo con ellos. Pero no soy religioso tampoco, así que tampoco me sorprende. La mayoría de las religiones tienen esa manía de disfrazar el miedo con palabras bonitas.”
Se reclinó un poco, con media sonrisa, cínico, sin arrogancia.
“Lo de los florences es solo una versión más teatral de lo de siempre. Si no hay sangre, no hay gloria; si no hay castigo, no hay salvación; si no te postras, no entiendes. Se repite en todos lados. Lo envuelven con incienso y fuego morado para que parezca sublime. Pero es lo mismo. Control y consuelo para quienes necesitan creer que morir tiene sentido.”
Wéstern lo observó por unos segundos. Luego asintió muy lentamente.
“Te estás volviendo peligroso…” Dijo, con una leve sonrisa ladeada.
Jude se encogió de hombros.
“Solo me harté de que me traten como un ser inferior por no besarle la polla a una calavera dorada.”
El silencio volvió un momento. Wéstern volvió a su plato, rasgando el último pedazo de carne con el tenedor.
“La fe sirve... si te ayuda a soportar algo. Pero cuando la fe justifica matar, quemar o condenar, ya no es fe. Es dictado. Y los florences llevan siglos viviendo bajo dictado, tan adentro que ya no saben que pueden dejar de arrodillarse.”
“Tampoco saben si podrían levantarse sin romperse…” Añadió Jude, con un tono seco.
Ambos siguieron comiendo. La hamburguesa ya se había enfriado un poco, pero aún conservaba su sabor terroso y suave. Jude la acabó sin quejarse. Wéstern se terminó la cerveza y alzó el vaso vacío con gesto mecánico, como una costumbre de los viejos días, esperando que alguien viniera a llenarlo.
Pero no vino nadie.
“Dame duro. Hazme tuya sin pensarlo. Usa todo. Todo. Aquí. Ahora. ¡Rómpeme, papi!”
Wéstern se levantó de la mesa con un quejido, se estiró los hombros.
“Hora de irnos.”
Jude levantó la cabeza como si no hubiera escuchado bien. Parpadeó, bajando el vaso medio vacío.
“¿En serio? ¿Y-ya?”
Wéstern lo miró como si le hubiera preguntado si el fuego quema.
“Claro que ya. Ya comimos, ya tienes ropa… hasta elegiste esos zapatos de gay. A menos que quieras ir a coger con el Raytra en el baño, es mejor movernos ahora.”
Jude se sonrojó de inmediato y balbuceó algo incomprensible. El mesero Raytra, que justo pasaba con una bandeja, soltó una carcajada.
“Cuídense, chicos. Que no se les caiga ningún brazo en el camino.” Dijo guiñando un ojo a Jude, quien se hundió en su chaqueta como si quisiera desaparecer.
“Gracias por el servicio.” Gruñó Wéstern, y ambos salieron entre el ruido del antro…
El motor de la camioneta vibraba, mientras el aire en los niveles superiores se volvía más limpio, al menos, en comparación con el subsótano donde habían comido. Las luces de neón parpadeaban contra el parabrisas y el tráfico se deslizaba lento, como si todos los vehículos arrastraran siglos de cansancio.
Jude, en el asiento del copiloto, estaba inquieto. Se sobaba la palma de la mano derecha una y otra vez.
“¿Y... este Curacuerpos? ¿Es de fiar?”
Wéstern mascó un pedazo de cigarro sin encender, con el ceño fruncido.
“Lo llamo Raegis. Y sí. Lo es. Más o menos. Bueno… sí. Mientras no le debas nada, es un glitch que sabe lo que hace. Era soldador y médico de campo del CIRU. Lo dejaron sin escuadrón, sin rango y con más conocimiento médico que la mitad de los cirujanos licenciados de Dalline.”
Jude lo miró, aún inseguro.
“¿Y cómo lo conociste?”
“Me arregló el brazo cuando empezó a fallar. Me salvó la vida, creo. Aunque no gratis.”
“¿Le pagaste?”
Wéstern escupió por la ventana un trozo del cigarro.
“No con créditos.”
Jude tragó saliva.
“¿Con qué, entonces?”
“Con historias. Con cosas que no podía contarle a nadie más. A veces los Curacuerpos como él te curan solo para saber qué tan jodido estás. Y si tienes suerte, hasta te invitan una birra al final.”
La camioneta subió por una rampa de concreto agrietado que vibraba. El entorno comenzó a llenarse de anuncios flotantes y avisos de tiendas: CyberMarts, Zonas de Reparación, prostíbulos, bares, mercados.
Finalmente, Wéstern giró hacia un estacionamiento mal iluminado, rodeado de estructuras metálicas oxidadas y hologramas desgastados. Solo se escuchaba el zumbido eléctrico de los anuncios y el tic-tic de un poste roto que intentaba encender su foco.
Wéstern apagó el motor y se quedó un segundo mirando hacia adelante.
“Escucha, Jude. Si no quieres hacerlo, no te obligo. Pero si vas a estar conmigo en esto… necesitas más que agallas y voz bonita, aunque hables más bajo que el carajo... Necesitas una mano que no te traicione en medio de un tiroteo.”
Jude no respondió. Su rostro estaba tenso, pero no asustado. Solo… resignado.
“No quiero seguir siendo inútil, Wéstern.”
El exoficial asintió, con una seriedad que Jude no le había visto antes.
“No lo eres. Pero necesitas ayuda. Y Raegis puede darte eso. Aunque sea a su manera.”
Jude tragó saliva.
“¿Y… cómo luce este Raegis?”
“Como si un taller de repuestos hubiera cogido con una fábrica de drogas y tuvieran un hijo.”
Jude no supo si reírse o correr.
“Genial…”
Cyber Marts, farmacias, tiendas de implantes baratos y puestos de chatarra se alineaban en fila, iluminados por carteles estroboscópicos y anuncios vociferantes que prometían “Órganos de Primera por Mitad de Precio” e “Implantes sin Anestesia, Garantizado”.
Wéstern bajó primero, cerrando la puerta de un golpe. Miró a su alrededor, luego señaló con la cabeza.
“Por acá.”
Jude descendió, nervioso, con cautela. Se quedó unos segundos mirando el entorno.
“No veo ninguna clínica…”
“No es una clínica.” Wéstern comenzó a caminar hacia un callejón estrecho, encajado entre dos edificios oxidados. La pintura vieja se había convertido en costras de hollín y metal podrido. “Es un escondite... Como todo lo que vale la pena en esta ciudad…”
El callejón era un pasillo angosto, gris, ahogado por el olor a humedad y a conductos podridos. Encima, una tubería reventada goteaba un líquido viscoso que formaba charcos iridiscentes. Los zumbidos de los transformadores viejos y el crujir de estructuras fatigadas llenaban el lugar con un aura ominosa.
“Genial…” Murmuró Jude, encogiéndose de hombros. “Un callejón. Perfecto lugar para una operación.”
“Confía.” Wéstern no volteó. “Raegis puede estar loco, pero es bueno. Lo mejor que puedes pagar.”
Al final del pasillo, unas escaleras de acero se retorcían hacia abajo como una espina dorsal oxidada. Bajaron en silencio. Cada peldaño crujía bajo su peso. El aire se volvió más denso. El hedor a desinfectante barato y aceite recalentado se mezclaba con algo agrio, como sangre vieja.
Al fondo, una puerta de metal sin señal alguna. Solo una luz roja parpadeando débilmente encima.
Wéstern tocó tres veces. Esperaron.
Se oyó un clic, seguido del silbido de válvulas. La puerta se abrió con lentitud.
“¡Data de mierda!” Raegis apareció en el marco, riéndose mientras soltaba una nube de humo por la nariz. “Al final sigues vivo. La Centropatía no te ha fundido el chip ni te ha cocido los pulmones. Neon que no estés babeando en un rincón con un cuchillo en el pecho.”
Sus ojos de ámbar brillaban suavemente, midiendo a ambos.
“Y trajiste acompañante.” Sus ojos recorrieron a Jude de pies a cabeza, sin pudor alguno. “Vaya, vaya, qué muñeca tan bonita. ¿Me la vas a dejar para calibración? Prometo devolverla sin demasiadas piezas extra.”
“Déjalo, Raegis.” Wéstern lo empujó con un gesto. “Necesito tu cuchillo, no tus comentarios.”
“¿Por qué siempre tan seco, chip? Pasen, pasen, que esto no es un prostíbulo… todavía.”
El interior estaba igual que siempre: un solo cuarto mugriento, con una camilla oxidada en el centro, pantallas viejas que chispeaban con interferencias, cables colgando del techo y un proyector holográfico inestable proyectando anuncios. La bata de Raegis tenía nuevas quemaduras, como si alguien le hubiese lanzado ácido. Una mano retráctil emergía de su muñeca y jugaba con un bisturí que giraba entre sus dedos metálicos con soltura.
“¿Qué glitch te trae, data? ¿Otro espasmo? ¿O por fin le hiciste caso a tu implante y le diste cuello a alguien?”
“Nada mío. Es para él.” Wéstern señaló a Jude, que se mantenía cerca, incómodo.
Raegis lo miró de nuevo, ladeando la cabeza con un chirrido metálico en el cuello.
“¿Muñeca nueva quiere implante? Bueno, bueno. ¿Qué tipo de ajuste, cuánto retroceso, qué calibre va a empujar, qué feedback sináptico tolera, y cuánto rechazo espera de su sistema motor basal?”
Wéstern levantó una mano.
“No le entendí a ni una de esas mierdas. Solo… haz lo que sirva. Va a estar disparando armas. No tiene entrenamiento. Dale algo que no le reviente el brazo.”
Raegis chasqueó la lengua, decepcionado de no tener a quién explicarle la jerga.
“Jodido mere, como siempre. Bueno, tráeme el brazo, muñeca.”
Jude avanzó con dudas. Raegis le tomó la muñeca derecha con movimientos seguros, girándola, palmeando, midiendo la tensión de los tendones con herramientas que salían y entraban de sus nudillos.
“Hueso fino. Tendón elástico. Buena alineación ósea. Músculo subdesarrollado, pero eso se corrige. Sistema nervioso responde bien. Mmm…” Un escáner rojo cruzó el brazo de Jude mientras una pequeña pantalla en la muñeca de Raegis se llenaba de códigos y datos biométricos. “Puedo ponerle un resorte de absorción triaxial con estabilizador balístico y sistema de compensación cinética. Nada fancy, pero va a evitar que se le desprenda el brazo si dispara algo con más potencia que su peso.”
“Eso suena útil.” Dijo Jude, con una media sonrisa nerviosa.
Raegis lo soltó.
“No te emociones tanto, muñeca. Todavía no te he abierto.”
Encendió una consola lateral y empezó a preparar los instrumentos. El sonido de bisturís activándose, sierras oscilantes calibrándose, y luces robóticas enfocándose en la camilla llenó la habitación con una calma preoperatoria.
Wéstern se cruzó de brazos, observando en silencio.
Jude tragó saliva.
Raegis se volvió hacia él y soltó el cigarro, dejando que se consumiera en el aire viciado del quirófano subterráneo.
“Ahora sí, muñeca. Acuéstate. Esto no va a doler. Bueno… no tanto como vivir sin él.”
Wéstern se dejó caer en una silla de plástico roja que crujió bajo su peso. La colocó contra la pared, cerca de un ventilador oxidado que giraba perezosamente sin hacer más que esparcir el olor a cloro, sudor y soldadura. Se acomodó, se quitó el sombrero y lo puso sobre su cara.
“Si empieza a gritar, me despiertas…” Murmuró.
“Ah, claro, chip. Con mucho gusto.” Respondió Raegis, sarcástico, mientras activaba una pantalla suspendida por un brazo hidráulico y dirigía a Jude con una seña. “Tú, muñeca, en la camilla. No te hagas el tímido ahora.”
Jude obedeció con cautela, sentándose, luego recostándose del todo. Raegis movía los brazos con rapidez, preparando inyectores, calibradores, bisturís, cables, arremangandole la manga del suéter. Cuando cargó la jeringa, Jude tragó saliva.
“¿Eso me va a dormir?”
“No. Esto solo duerme el brazo. No puedo apagarte todo el sistema.” Raegis hizo girar la jeringa con los dedos como si fuera una pluma. “Tu data genética dice que tenés un metabolismo inestable. Reacción cruzada con anestesia sistémica podría darte un paro neuroinmune. O peor: dejarte tonto. Más tonto de lo que parece que ya estás.”
“Ah... genial…” Murmuró Jude, con una sonrisa tensa.
Raegis inyectó con precisión en tres puntos alrededor de la muñeca, luego sacó una cápsula del tamaño de una uña, la presionó contra la piel y esta se pegó con un leve clic. Desde ella emergieron pulsos eléctricos que entumecieron el brazo rápidamente.
“Dame un segundo, muñeca. Quiero ver cómo de podrido estás por dentro.”
Activó una serie de pantallas flotantes. Los hologramas iluminaron el cuarto con datos biométricos, diagramas del sistema óseo, nervioso y muscular de Jude.
Raegis resopló.
“Tienes los tejidos blandos más delicados que he visto en un rato. Esto no es cuerpo de combate, es cuerpo de cantante, muñeca. ¿Tú bailas o qué?”
Wéstern, sin moverse, levantó la voz desde debajo del sombrero.
“Canta. Y lo hace bien.”
“¿Canta? Qué glitch tan raro para este rincón del mundo.” Raegis ladeó la cabeza, con sus ojos ámbar parpadeando. “Bueno, prepárate para gritar en do sostenido.”
Jude soltó una risita nerviosa. “¿Siempre hablas así?”
“Solo cuando me interesa que el paciente no entre en pánico.” Raegis sacó una sierra circular diminuta, la hizo girar con un zumbido agudo, luego la apagó. “Pero sí, también hablo así cuando estoy aburrido.”
Wéstern gruñó desde su silla.
“Déjalo vivir, Raegis…”
“Ya, ya.” Raegis volvió a mirar a Jude, se apoyó en el borde de la camilla. “Entonces… ¿Cómo conociste al viejo?”
Jude titubeó. Miró al techo.
“Prefiero no hablar de eso…”
Raegis lo estudió por un segundo. Luego sonrió con sus dientes metálicos.
“¿Qué? ¿Lo conociste en un prostíbulo o qué?”
Jude se quedó congelado un segundo. Luego soltó una pequeña carcajada, entre vergüenza y resignación.
“Algo así…”
“¡No jodas!” Raegis levantó ambas cejas. “¡Atiné! ¡Joder, soy un oráculo de carne y metal!” Empezó a reírse solo mientras se colocaba unos lentes de aumento quirúrgicos que descendían desde un brazo en su sien. “Oye, muñeca, no me juzgues. Yo no tengo suerte con las apuestas, pero con las desgracias ajenas soy un vidente.”
“No fue exactamente como suena…” Dijo Jude, todavía incómodo pero sin desviar la mirada.
“Las cosas siempre son peores de lo que suenan…” Raegis encendió una luz blanca sobre el brazo. “Tranquilo. Esto no tiene que doler más que lo que ya has pasado.”
“Gracias…” Murmuró Jude.
“No me des las gracias hasta que no sangres. Bueno, ahora sí, vamos a modificarte como si fueras un juguete nuevo.”
Se frotó las manos, activó un par de bisturís láser, y bajó una máscara traslúcida sobre su rostro.
Wéstern, desde la silla, no se movía. Respiraba lento, el sombrero le bajaba hasta cubrirle el rostro.
Jude cerró los ojos y soltó el aire lentamente, sintiendo cómo el brazo se volvía ajeno, entumecido, como si ya no fuera suyo.
Raegis sonrió…
La cirugía duró dos horas.
Durante ese tiempo Raegis trabajó con una precisión obsesiva, conectando microfibras al tendón, integrando la base del implante con las terminaciones nerviosas de Jude, reforzando los huesos con una lámina subdérmica de carbono. A lo largo de la intervención, su voz iba narrando fragmentos de pensamientos técnicos, chistes sin contexto y maldiciones dirigidas a componentes que no encajaban como él quería.
Jude no gritó, pero más de una vez apretó los dientes y clavó las uñas en el borde metálico de la camilla.
Raegis no se detuvo ni una sola vez.
Pasadas las dos horas, finalmente se apartó para observar su obra. El antebrazo de Jude seguía siendo el mismo en apariencia, pero al girar la muñeca, unos puntos metálicos muy discretos se activaban en sincronía con los tendones. El implante era interno, casi invisible. Estético. Preciso.
“Listo, muñeca. Ya eres oficialmente una extensión del mercado negro. Felicidades.” Dijo Raegis, limpiándose las manos con un trapo manchado.
Jude se incorporó con lentitud. Sentía el brazo entumecido, pero no dolía.
“¿Eso es todo?”
“Falta la prueba.”
Raegis se giró hacia una estantería llena de herramientas, partes cibernéticas oxidadas y piezas de armas a medio ensamblar. Revolvió cajas, lanzó cosas al suelo sin mirar, hasta que sacó una pistola gris con cuerpo polimérico y una carcasa delgada.
“Aquí está.” Se la lanzó a Jude. “Una Pistola No-retroceso. No dispara nada. Solo simula el retroceso exacto de un arma tipo pistola. Ideal para calibrar muñecas nuevas.”
Jude la atrapó en el aire, dudó un segundo y apretó el gatillo.
La pistola vibró con fuerza, pero no lo sacudió. La muñeca absorbió el impacto. El retroceso bajó al menos un 75%. Jude lo sintió al instante. Por primera vez, no se sintió débil.
Raegis asintió.
“Para rifles todavía te va a sacudir un poco. Pero con pistolas vas sobrado. Hasta podrías peinarte mientras disparas. No lo hagas, pero podrías.”
Jude miró la pistola, luego su brazo.
“Gracias.”
Raegis lo observó un momento, luego movió la cabeza hacia la esquina, donde Wéstern seguía en la misma silla, con el sombrero aún sobre la cara, roncando.
“Míralo. El gladiador dormido.”
Jude sonrió.
“Se durmió… de verdad…”
“Ese cabrón ronca como si la guerra no le importara. ¿Siempre duerme así?”
“Supongo que… solo cuando confía en dónde está.”
Raegis se cruzó de brazos, observando a Wéstern con una ceja alzada.
“¿Confía en mí o está demasiado cansado para importarle si lo mato?”
“Tal vez las dos.”
Raegis soltó una carcajada, profunda y rasposa.
“Me cae bien tu viejo gruñón. Tiene estilo. De los que solo sobreviven porque el universo les tiene miedo.”
Jude bajó la mirada hacia la pistola y volvió a apretar el gatillo. El retroceso volvió a disiparse.
“Gracias por esto, de verdad.”
“Solo recuerda: si se cae, no se rompe. Pero si lo usas mal, tú sí. Ahora bájate de la camilla, muñeca.”
Jude se rió con suavidad, mientras en la esquina, Wéstern no se movía ni un milímetro. Tenía la respiración tranquila. Como si nada en el mundo pudiera tocarlo.
Raegis lo observaba en silencio, con un cigarro colgando de la comisura de los labios y los brazos cruzados sobre el pecho manchado.
“¿Y cómo va su cabeza?”
Jude parpadeó, mirando a Raegis sin entender.
“¿Cabeza?”
Raegis giró el rostro hacia él con una ceja levantada.
“Sí. La cosa esa que tiene entre los hombros. ¿Ya anda ciberchiflado?”
Jude no respondió al instante. Pero entonces recordó. El puente. La mirada perdida de Wéstern. Asintió lentamente.
“Casi se cae de un puente.”
Raegis soltó una carcajada gutural, cargada de cansancio, resignación y un raro respeto.
“Clásico. Casi entra en trance, ¿no? Eso pasa cuando el implante y el cerebro se agarran a hostias por quién lleva el timón.”
“No sé mucho del tema…” Admitió Jude. “¿Puedes explicarme qué es eso…? Lo de ‘ciberchiflado’.”
Raegis apagó el cigarro, se apoyó en la mesa quirúrgica y se acomodó como un profesor cansado de repetirle al mundo lo obvio.
“Centropatía. Es como ponerle una batería de nave a una bicicleta y esperar que funcione. Tu cerebro es biológico, suave, lento. Los implantes son rápidos, fríos, y están diseñados para responder antes de que pienses. Cuando metes muchos, empiezan a meter ruido. Y ese ruido se convierte en interferencia. Y esa interferencia… te revienta el alma.”
“¿Pero cómo empieza?”
“Lento. Primero sientes que tus manos se mueven un poquito raro. Como si no fueran tuyas. Luego te cuesta concentrarte, empiezas a perder tiempo, a tener pensamientos que rebotan como si otra voz te los dijera. Después vienen los espasmos. El insomnio. El cuerpo que se mueve solo. El equilibrio que falla. Y un día…” Chasqueó los dedos. “...el mundo se empieza a glitchear.”
“¿Qué fase tiene él?”
Raegis se giró para mirar a Wéstern. Lo escaneó con los ojos, como si pudiera ver más allá de la carne, más allá de los cables y el agotamiento.
“Está en la fase tres, fijo. Tal vez cruzando el umbral hacia la cuatro. Está al borde de perder la capacidad de distinguir lo real de lo simulado. Las señales del cuerpo y las de la IA ya no son distinguibles. Si no fuera él, ya estaría encerrado en una habitación oscura, comiéndose las uñas mientras repite su nombre.”
“¿Y por qué no lo está?”
Raegis se encogió de hombros.
“Porque es un rarito.”
Jude lo miró.
“¿Así de simple?”
Raegis sonrió, pero la sonrisa no era alegre.
“No. Es porque ese cabrón tiene una resiliencia emocional que ya no se ve. Y un pragmatismo... Nadie sano sobrevive veintitrés años en la PEACE. Nadie. Para durar tanto, tienes que dejar de ser persona y convertirte en herramienta. Su cabeza está entrenada para operar incluso en entornos de guerra sensorial, con drogas, tortura, traumas y silencio. No sé qué mierda les hacen allá, pero lo convirtieron en alguien que puede tener una crisis nerviosa y aún así apuntarte entre los ojos sin parpadear.”
Jude tragó saliva.
“Sí. Él es así. Duro. Frío a veces.”
Pero… también me salvó la vida.
Raegis lo miró, más serio esta vez.
“Huh… ¿Lo admiras?”
Jude dudó. Bajó la mirada.
“A veces sí. A veces me da miedo. A veces no entiendo cómo puede vivir cargando tanto y seguir caminando. Y otras… solo quiero que deje de cargar con todo.”
Raegis observó en silencio a Jude durante unos segundos largos. Luego asintió.
“Te entiendo.”
Jude alzó la vista. Seguía mirando a Wéstern dormir. Como si esa calma fuera imposible.
Raegis, mientras tanto, se acomodó con un suspiro y sacó otra caja metálica del cajón.
“Oye, muñeca.” Dijo sin mirarlo. “¿Tú sabes para qué sirven las pastillas que ese cabrón se toma? ¿Y las cápsulas que se enchufa en la nuca?”
Jude negó con la cabeza.
“Sé que son para el dolor… pero no más. ¿Para qué son?”
“No, no son para el dolor. O no solo. El Nexusol, esas pastillas que lleva en el blister, son estabilizadores. Inhiben la respuesta emocional descontrolada. Sirven para aliviar los picos de ansiedad, el pánico y los bucles mentales. Básicamente… es una calma falsa, química. Una trampa necesaria. Y las cápsulas esas, las de tono celeste… son Synaptic Surge. Estabilizan la conexión entre el cerebro y los implantes, impiden que la IA del cuerpo se descontrole del todo. Son lo único que retrasa el descenso al abismo.”
Jude parpadeó, como si no hubiera procesado todo.
“¿Y funcionan?”
Raegis lo miró con una media sonrisa amarga.
“Funcionan si las tomas en fase uno. Ahí puedes quedarte atascado en la dos si eres disciplinado. Pero si te las empiezas a meter en la fase tres... solo estás apagando lava con cubetas de agua. Pero él empezó a hacerlo en la fase tres…”
“¿Y por qué no empezó antes?” Preguntó Jude, sincero, confundido.
“Porque nadie cree que le va a pasar. En la fase uno, los síntomas son como los de cualquier día normal: temblorcitos, distracción, esa sensación rara de que tu brazo no es tuyo por un segundo. ¿A quién no le ha pasado? Lo ignoras. Lo justificas. En medicina, una tos puede ser resfriado… o puede ser cáncer. Pero nadie salta a hacerse escáneres por cada estornudo, ¿verdad?”
“Y menos alguien como él…”
“Exacto. Lahven es… un tipo disciplinado. Condicionado para ignorar el dolor, el fallo, el miedo. Seguro pensó que era cansancio. Estrés. O simplemente lo aceptó como parte del paquete.”
Jude bajó la mirada.
Raegis sacó una tableta y desplegó un modelo anatómico con un simple gesto del dedo. El holograma rojo flotó frente a ellos.
“¿Cuántas fases hay?”
Raegis lo miró.
“Seis. Y después de la seis, viene la muerte.”
Jude no dijo nada.
“En la fase cinco…” Continuó Raegis. “…ya no puedes controlar tu cuerpo. Los impulsos eléctricos se cruzan. Es como tener espasmos todo el tiempo, pero con fuerza de máquina. Te vuelves peligroso. Golpeas. Empujas. Muerdes. Hasta a quienes amas. Porque ya no puedes distinguir entre amenaza y realidad.”
Jude apretó los dedos.
“¿Y la seis?”
Raegis apagó el holograma. Lo dijo sin adornos.
“Te conviertes en una marioneta. Sin voluntad. Sin mente. Solo quedan los implantes funcionando sobre carne quemada.”
Silencio. Largo. Duro.
Raegis le puso una mano en el hombro a Jude. No como médico. No como bromista. Sino como alguien que estaba viéndole el alma partirse un poco.
“También es por ti.”
“¿Q-qué cosa?”
Raegis sonrió. Esta vez con una chispa más cálida.
“Que no se haya roto del todo.” Se acercó, le dio un golpecito en el hombro. “Te lo digo como médico y como su amigo. El cuerpo reacciona a los lazos sociales de forma química, Jude. Cuando alguien encuentra un vínculo fuerte, algo que vale más que la cordura, el cerebro se estabiliza temporalmente. Libera oxitocina, serotonina, y hasta las redes sinápticas disfuncionales se reordenan un poco. Tú eres su ancla. Lo estás manteniendo en la realidad, aunque no lo sepas.”
Jude abrió la boca. Pero no supo qué decir. Raegis lo miró con gravedad, por primera vez en toda la noche.
“Cuida bien de ese hijo de jarnhha, ¿sí? No lo dejes solo. Porque cuando se quede sin ti... ya no va a querer seguir peleando.”
Jude lo miró. Asintió. Y prometió.
“No lo voy a dejar…”
Raegis suspiró, se volvió a sentar y sacó otro cigarro del bolsillo.
“Bien dicho, muñeca.”
Dejaron dormir a Wéstern un poco más.
Raegis apagó las luces quirúrgicas y se sentó junto a una consola lateral, donde los hologramas flotaban con lecturas biomédicas. Jude inspeccionaba su brazo en silencio, flexionando los dedos, girando la muñeca con cautela. El implante respondía como una extensión natural de su cuerpo.
“Aproveché el rato para hacerte un chequeo completo…” Dijo Raegis, sin apartar la vista de los datos flotantes. “Nada muy invasivo. Solo escaneos, diagnóstico tisular, trazas químicas y respuesta inmune. Lo básico.”
Jude levantó la vista.
“¿Y?”
Raegis bufó. “Y que milagro que sigas caminando.”
Pasó las manos por el aire, y una imagen proyectada del sistema respiratorio de Jude apareció. Parches dañados en los pulmones, manchas por exposición a humo, y un nivel de toxicidad general por encima del umbral legal en los ocho planetas cercanos.
“Tus pulmones están al borde de una rebelión. Alcohol, químicos inhalados, probablemente disolventes de baja pureza, cigarros baratos y quién sabe qué clase de polvo te metieron allá donde estuvieras.”
Jude se quedó callado.
Raegis lo miró de reojo, encendiendo un cigarro electrónico que chispeó al contacto con su mandíbula mecánica.
“Y encima con Sternismo. ¿Sabes cuántos colapsan con la mitad de esto? Eres un tanque... flaco, bonito y silencioso, pero tanque al fin.”
“No me siento así.”
Raegis sonrió, expulsando vapor.
“Nadie se siente como un tanque hasta que ve lo que puede aguantar. Tú ya estás ahí, aunque no lo notes.”
Jude no respondió. Se limitó a ver su reflejo en uno de los paneles metálicos de la sala. En sus ojos había un rastro de agotamiento, pero también algo nuevo: firmeza.
Desde la esquina de la sala, las ópticas de Wéstern se encendieron de golpe, emitiendo un brillo celeste intenso. Sus dedos se cerraron como si atraparan el aire y se incorporó de golpe. No parecía confundido. Todo lo contrario. Estaba recibiendo una llamada.
Sus ojos se fijaron en un punto invisible. Respondía mentalmente. Solo él sabía con quién hablaba.
Raegis y Jude lo observaron en silencio. Pasaron unos segundos. Luego, Wéstern se levantó, se ajustó el abrigo, el sombrero, y se volvió hacia ellos con una expresión seca.
“Hay trabajo.’
Raegis apagó se puso de pie.
“No hay siesta que dure para siempre.”
Wéstern asintió y miró a Jude, luego a Raegis.
“¿Cuánto?”
Raegis se pasó una mano por el cráneo, rascando una placa de titanio.
“Dos mil ochocientos. Incluye el implante, anestesia, calibración y el sermón médico gratis.”
Wéstern no dijo nada. Solo hizo el gesto de transferencia , activando su cuenta desde la red interna. Jude no lo vio tocar nada. Solo ocurrió.
Raegis revisó una consola portátil. El dinero entró al instante.
“Perfecto. Fue un placer, muñeca.” Le dijo a Jude con media sonrisa torcida. “Si alguna vez quieres una mejora más vistosa... que brille o mate, me avisas.”
Jude asintió con una leve sonrisa.
Wéstern ya caminaba hacia la salida.
“Gracias, Raegis.” Le dijo al pasar.
“Cuando quieran enchufarse más cosas al cuerpo, ya saben dónde encontrarme.”
Y con eso, cruzaron la puerta de acero y salieron al pasillo estrecho y gris que los había traído allí. Detrás de ellos, el taller volvió al silencio, solo roto por el lejano zumbido de las pantallas médicas que no dormían nunca…
La camioneta vibró al encenderse. Wéstern se acomodó al volante, sombrero calado, con la mirada perdida en los monitores frontales que escaneaban el lugar. Jude, en el asiento del copiloto, observaba en silencio su nueva muñeca, flexionando los dedos. Aún sentía la memoria del dolor en los tendones, aunque ya no existía.
“¿Y el trabajo?” Preguntó Jude, sin mirarlo.
Wéstern activó el proyector holográfico de sus ojos. Un cilindro de luz roja y pálida emergió, y con él, una interfaz gris con bordes oxidados: la Ficha de Cacería. Un rostro femenino humano se formó en el aire, inexpresivo, pálido, con los ojos ligeramente asimétricos. Los datos empezaron a deslizarse al costado.
“Traidora…” Dijo. “Exdirectiva de CORE Intelligence de la rama de datos estratégicos, de esas que trabajaban para la policía interplanetaria. Robó información sensible y la vendió a terceros. Y ahora se esconde en los restos industriales del sur.”
Deslizó el dedo y la imagen del rostro rotó en el aire. Jude inclinó la cabeza, observando.
“¿Y hay que matarla?”
“Sí. A toda costa. No importa si grita, corre o se arrodilla. Nos pagan por el cuerpo frío y los datos recuperados.”
Señaló otra sección de la ficha, y la imagen cambió por un plano tridimensional de una zona industrial.
“Aquí. Era una planta de MaxMotors, una fábrica de ensamblaje automatizado para vehículos. Pero nunca llegó a operar. Quedó a medio construir. Ahora es solo una carcasa oxidada: plataformas hidráulicas colapsadas, elevadores verticales para contenedores que chirrían, techos a medio caer…”
La imagen volvió al rostro.
“Aquí dice que pesa ochenta y siete kilos. Bastante para alguien que se ve tan seca. Pero no es grasa, es masa aumentada... debe tener implantes en las piernas o la columna. Mide uno ochenta y nueve. Va a ser más rápida de lo que parece.”
Jude apretó los labios.
“¿Alguna mejora letal?”
Wéstern asintió.
“Visión térmica implantada. Dicen que puede ver a través de paredes delgadas. Brazaletes de pulso eléctrico. No son de grado militar, pero un toque directo puede fundirte el implante si te agarra mal parado. Pasó a la siguiente sección. Psicológicamente... inestable. Antes era calculadora, precisa. Pero tras la fuga, su comportamiento se volvió errático. Tiene tendencias paranoicas. Mata primero, pregunta después. Se mueve de forma impredecible. Sin aliados conocidos, pero el lugar está lleno de rylas armadas que venden sus servicios al mejor postor. No descarto que le haya pagado a algunos.”
Jude se cruzó de brazos, con la mirada baja.
“Y el pago…”
“Ocho mil quinientos para cada uno.”
La ficha desapareció en cuanto Wéstern cerró la mano. Se hizo un silencio breve. Solo el eco de los motores filtrándose por los canales del subnivel.
Wéstern soltó un suspiro, arrancó la camioneta y comenzó a avanzar por la oscuridad.
“Prepárate. No es un golpe fácil. No estamos yendo por dinero nada más. Estamos yendo por alguien que ya mató por lo que robó.”
Jude asintió, sintiendo por primera vez el verdadero peso del implante en su muñeca. No solo por lo que hacía, sino por lo que ahora podía permitirle hacer.
Wéstern condujo en silencio hacia una tienda de conveniencia de armas, uno de esos locales con neones parpadeantes y una persiana metálica casi oxidada. Entraron solo para abastecerse. No había tiempo para probar cosas nuevas. Munición estándar. En menos de diez minutos estaban de regreso en la ruta.
El trabajo estaba a tres horas de distancia, hacia el sur, en uno de los sectores más oxidados de Horevia. Era raro tener un encargo en la superficie, y Wéstern lo agradecía. El subnivel empezaba a pudrirle los sensores…
La camioneta subió por las rampas hidráulicas y emergió a la superficie como una bestia saliendo de un pantano de concreto. Allí estaba la noche. Eterna. Espesa. Sin estrellas. Sin luna. Solo un manto negro de nubes ácidas, iluminado por los neones y las señales holográficas que flotaban como parásitos sobre la ciudad.
La carretera estaba mojada. La lluvia había pasado hacía poco, dejando charcos sucios donde se reflejaban anuncios de productos tóxicos, servicios ilegales y promesas de salvación instantánea por transferencia bancaria. Motocicletas pasaban zumbando entre los autos. Algunos transeúntes caminaban encorvados, con los rostros tapados, cargando sus propias derrotas a cuestas.
Jude iba callado. Miraba por la ventana, con el rostro apoyado contra el cristal. A cada tanto, sus párpados caían un poco más. El vaivén de la camioneta era demasiado reconfortante, y el cansancio de la cirugía aún lo alcanzaba por dentro. En cuestión de minutos, se durmió. La cabeza le oscilaba suavemente con los baches.
Wéstern encendió la radio.
Una voz seria y aterciopelada llenó el interior del vehículo:
“Última hora: ha sido encontrado muerto el Viejo Rey, capo del subnivel 52. Su cadáver fue hallado en un estado indescriptible, aunque sin huellas ni rastros que lleven a sospechosos identificables. La PEACE ha clasificado el crimen como obra de profesionales de élite, posiblemente criminales de guerra. En su informe preliminar, aseguran que quien sea que hizo esto, sabía perfectamente lo que hacía…”
Wéstern sonrió con una comisura, sin apartar la vista del camino.
“Ahora somos ‘profesionales de élite’, eh…”
La voz del noticiero continuó:
“Lo más inquietante es que, según las grabaciones recuperadas por las cámaras de seguridad, la única imagen capturada muestra a un individuo con sombrero entrando al edificio minutos antes del asesinato. No se han podido recuperar imágenes del rostro. Algunos sectores ya hablan del regreso del ‘Hombre del Sombrero’, una antigua leyenda urbana, sobre un asesino que aparece cuando la ciudad olvida sus crímenes. Ridículo, claro, pero en Horevia la paranoia nunca duerme…”
Wéstern soltó una risa seca, nasal, mientras le daba un golpecito con el nudillo a su sombrero.
“Hombre del Sombrero... por favor…”
La carretera era interminable. A los lados, las estructuras industriales parecían montañas hechas de acero oxidado, colosales de un pasado que ya nadie recordaba. Dentro de la camioneta, solo quedaban el zumbido del motor, la respiración tranquila de Jude dormido, y la risa solitaria de un mercenario que comenzaba a saborear, sin quererlo, el veneno de la fama…
La camioneta seguía entre estructuras corroídas, torres de mantenimiento apagadas y faros que chispeaban como insectos. Jude aún dormía en su asiento, envuelto en su abrigo magenta y con la cabeza ladeada hacia el vidrio empañado.
La radio seguía encendida. La misma voz autoritaria, con esa mezcla de falsa serenidad y resignación burocrática, llenaba el interior del vehículo con su informe:
“Y en noticias locales, el CIRU ha anunciado la restauración parcial del servicio de agua potable en el distrito Casniss, de Sparne. Luego de más de un mes de filtración irregular y suministro intermitente, los ingenieros de infraestructura han logrado restablecer la presión estándar en los principales sectores residenciales. Según el informe técnico, los nuevos filtros instalados deberían resistir tres meses… siempre y cuando no sufran daños. En caso contrario, los habitantes podrían enfrentar otro periodo sin acceso directo a agua limpia.”
Wéstern frunció el ceño.
“Tres meses... ajá. Y en el segundo, ya estarán oxidados.”
La radio continuó, indiferente:
“En otro orden, los índices de criminalidad en Sunam han incrementado en un 17% respecto al mes anterior. Debido a la creciente oleada de delitos menores y violentos, la PEACE ha actualizado sus criterios de acción inmediata. A partir de hoy, los agentes pueden usar métodos letales sin advertencia previa si consideran que el sospechoso representa una amenaza directa, incluso en casos de hurto agravado o resistencia pasiva.”
Un silencio breve. Luego, un breve jingle institucional con un logo del CIRU proyectado sobre la pantalla del tablero. Wéstern rodó los ojos.
“Además, se ha decretado oficialmente la Ley Seca en todo el País-Ciudad de Sparne durante las próximas tres semanas, mientras las autoridades investigan las rutas de contrabando de licor adulterado que dejaron 42 muertos por intoxicación en los subniveles 2 y 3. Finalmente, ante el brote de Gripdeath Saíglofty en múltiples colonias periféricas, se ha sugerido el posible establecimiento de toque de queda para la población Saíglofty a partir del siguiente Yoru. Las familias afectadas deberán abastecerse de víveres, agua y medicamentos antes del anuncio formal del protocolo de aislamiento.”
Wéstern dio un leve bufido por la nariz.
“Gripdeath... eso solo lo detiene un disparo.”
Miró de reojo a Jude, aún dormido. Rayvtie. No tenía de qué preocuparse. Él, como Turvau, tampoco. Pero para los de la raza Saíglofty, esa enfermedad era una sentencia.
La radio empezó a mezclar otras noticias, ahora sobre un incendio en una fábrica de bioceldas, rumores de una purga interna en un comité local del CIRU, y las últimas tendencias en filtros oculares para lectura rápida de contratos, con jingle incluido.
Wéstern bajó un poco el volumen. El ruido de la ciudad se filtraba por las ventanas. Ya se acercaban al borde del distrito, donde la ciudad se convertía en ruinas de concreto, placas de metal y fantasmas industriales.
La voz de la radio siguió, pero Wéstern ya no la escuchaba. Estaba pensando en el trabajo, en los riesgos, en la cantidad exacta de segundos que tomaría derribar a alguien con una prótesis óptica de rastreo y un par de escudos de muñeca. El objetivo de esta noche no era un ladrón de segunda.
El escalón al que subirían ahora... era más alto. Más sucio. Y más caro.
A lo lejos, iluminada por focos de haluro azulado, se alzaba la única caseta de control de todo el trayecto: un cubo blindado con el logotipo giratorio de la PEACE suspendido sobre su techo, rodeado por camionetas blindadas, torretas de escaneo automatizadas, y una barrera de neón rojo atravesando toda la autopista.
Wéstern frunció el ceño al verla.
Antes de que el sistema automático pudiera siquiera iniciar el escaneo del vehículo, se quitó el sombrero con rapidez, lanzándolo al asiento trasero. Le sudaban las sienes. Todavía resonaban en su cabeza las palabras del noticiero.
El "Hombre del Sombrero". Perfecto. Lo único que le faltaba era que una superstición callejera lo volviera una figura pública.
Tomó aire. Miró de reojo a Jude, profundamente dormido, encogido en el asiento del copiloto, respirando lento. Su rostro estaba medio oculto por la capucha del abrigo.
“No te despiertes. No ahora.”
La camioneta se detuvo suavemente frente a la caseta. Un pequeño monitor de vidrio templado se activó, y una ventanilla lateral se abrió. Apareció un joven Phyleen, piel roja brillante, ojos como carbones vivos. Llevaba un uniforme gris con el logo de Peaje Interestatal Controlado por PEACE. Tenía aspecto cansado.
“Doscientos créditos…” Dijo el joven.
Wéstern asintió. Activó la interfaz ocular. Sus ojos brillaron brevemente en naranja, y el chip transmitió el pago. El lector del muchacho pitó.
“Transacción recibida. Aquí tiene…” El chico le entregó un boleto de seguridad, una pequeña barra traslúcida con un código de activación impreso en blanco lumínico. “Si se queda varado, sin energía o con una rueda ponchada en los próximos 300 kilómetros, active el código. Una patrulla de auxilio vendrá. Puede hacerlo tocando este extremo con su pulgar o gritándole al sistema, si conserva voz funcional. Solo funciona una vez, así que úselo si es grave.”
“Entendido…” Dijo, tomando el boleto y guardándolo en la guantera.
El joven asintió, pero no bajó la ventanilla aún. Miró a su izquierda. Wéstern también lo sintió.
Pasos.
Un oficial de la PEACE se acercaba. Su silueta era robusta, con una armadura blindada azul navy. Solo se le veía la boca: firme, sin expresión. Llevaba un fusil PNC-13 acoplado en la espalda, y un brazalete de comando parpadeaba con comandos cifrados.
El oficial se paró justo frente a la camioneta, con su visor apuntando directo al rostro de Wéstern.
“¿Destino?” Preguntó, con tono plano.
Wéstern no parpadeó.
“Zona rural. Visita familiar.”
“¿Nombre?”
“Wéstern Lahvenovik de Horevia.”
El visor brilló. El oficial estaba escaneando su rostro en la base de datos.
“¿Propósito del viaje?”
“Visitar a mi cuñado. Está enfermo. Tiene una plantación de hongos para exportación. Voy a dejarle algunos suplementos que no puede conseguir en su zona.”
El oficial bajó la mirada y observó el asiento del copiloto.
“¿El joven es suyo?”
Jude se movió apenas, pero no despertó.
Wéstern ni dudó.
“Sí, es mi hijo.”
El oficial ladeó ligeramente la cabeza.
“No parece Turvau… Adopt—”
“No lo es…” Interrumpió. “Es Rayvtie. Su madre era Raytra, murió hace tres años. El chico es menor, no tiene implantación de Interfaz Neural.”
El visor del oficial volvió a brillar. Escaneó a Jude sin despertar al muchacho.
“Mis condolencias… ¿Tiene RIU?”
“En proceso. Aún no le generan el código final. Lo movimos hace poco entre distritos y perdió parte del historial. Por eso vamos a ver a la familia.”
El oficial se mantuvo en silencio. Por un momento, Wéstern sintió que lo estaba observando a través, como si pudiera escarbar debajo de su piel y encontrar lo que no cuadraba.
“¿Tiene su RIU?’
Wéstern asintió. Se conectó con el chat directo del oficial, enviando su Registro de Identidad Universal con un solo parpadeo.
El oficial se tomó su tiempo. Leyó. Detalladamente.
“Veinte años de servicio. Capitán, división urbana. Dos veces condecorado. ¿Eso es correcto?”
Wéstern asintió.
“Sip.”
El oficial bajó un poco la cabeza.
“Gracias por su servicio, señor.”
Wéstern no respondió.
“¿Tiene algún código adicional que quiera registrar?”
“Solo el del boleto.”
“Muy bien.”
El oficial hizo un gesto al puesto de control. La barra de neón rojo que bloqueaba el camino parpadeó y se alzó lentamente.
“Siga.”
Wéstern puso en marcha la camioneta. Mientras cruzaba, el joven Phyleen le lanzó una mirada discreta, como si aún lo estuviera escaneando con sospecha. El oficial no se movió de su sitio, simplemente observó cómo se alejaban.
No fue hasta que estuvieron varios kilómetros más allá que Wéstern exhaló por completo.
Miró por el retrovisor. Nada.
Se permitió, entonces, volver a hablar en voz baja. “El Hombre del Sombrero, ¿eh? Ya ni para eso sirve uno. Ni para leyenda urbana.”
Jude dormía…
Las horas de trayecto quedaron atrás. Finalmente, llegaron al sur.
El astillero abandonado se abría frente a ellos dormido a la orilla del mar. Plataformas hidráulicas oxidadas, grúas varadas, y torres de embarque medio derrumbadas componían un paisaje. Allí no había drones, ni neones, ni pantallas. Solo hierro, viento y sal.
Wéstern estacionó la camioneta en un viejo lote de concreto, justo entre dos faroles que titilaban con timidez, proyectando sombras largas sobre el pavimento agrietado. Desde ahí se veía el mar: un abismo líquido, negro como petróleo, que se extendía hacia el horizonte como si quisiera tragarse el mundo.
No había nadie.
No había por qué.
Sparne y Treuldam quedaban kilómetros atrás y enfrente respectivamente, con su ruido, su caos, sus luces. Aquello ya no era ciudad. Aquello era el fin de la orilla de una civilización, construida sobre un planeta de hierro y concreto, flotando sobre un océano infinito.
Wéstern bajó sin despertar a Jude. Cerró la puerta despacio. El aire tenía un olor distinto, cargado de humedad y silencio... Y sal. Caminó hasta el borde del estacionamiento, donde una baranda metálica marcaba el final de la tierra firme.
El mar se abría abajo, inabarcable, inmóvil. Y, por encima de todo, el cielo de Horevia... no era negro.
Cómo siempre, no había lunas.
Pero…
Había estrellas.
Miles.
Pequeños puntos de imperfección en un lienzo que siempre había sido opaco.
Wéstern se quedó, mirándolas en silencio, como si dudara de su existencia. Como si fueran un recuerdo más que una realidad.
Y entonces, vinieron los fantasmas.
“Papá, ¿ya casi llegamos? Quiero ver los barcos enormes.”
La voz aguda de su hija, rebotando desde un pasado enterrado bajo capas de humo.
Recordó ese viaje en la misma camioneta. Su esposa, dormida al lado, abrazada a una bufanda roja. El mismo mar. El mismo cielo. El mismo aire del fin del mundo.
Recordó cómo su hija pegaba la cara a la ventana y hacía dibujos en el vidrio empañado con el dedo.
Recordó el olor del lugar, un aromatizante barato.
Recordó la última vez que todos respiraron juntos.
“Cuando crezcas vas a tener tus propias ruedas, ¿eh?”
Y se rió.
Bajito.
Solo.
Triste.
Esa familia ya no existía.
Ni las risas.
Ni las voces.
Todo había sido barrido por la tormenta de acusaciones, mentiras, y sentencias que jamás pudo detener. Por la enfermedad. Por el sistema. Por su torpe intento de redención.
El viento sopló con más fuerza, como si el mar quisiera decir algo. Pero el mar no hablaba. Solo escuchaba.
Wéstern se cruzó de brazos, con los ojos todavía clavados en el cielo estrellado.
Pocas veces Horevia le mostraba algo bello. Y cada vez que lo hacía, parecía un insulto. Porque la belleza le recordaba todo lo que había perdido.
Pasó un minuto. Tal vez dos. Tal vez tres, cuatro, o cinco, quién sabe, no ponía atención a su Interfaz.
Finalmente, exhaló, se frotó la cara con una mano dura, y se dio media vuelta.
Era hora de despertar a Jude.
El trabajo los esperaba.
Wéstern caminó de regreso hasta la camioneta. Rodeó el frente y se detuvo frente a la puerta del copiloto. Miró a través del vidrio: Jude dormía con la cabeza ladeada, respirando con la boca entreabierta. Una mano aún sujetaba su abrigo.
Wéstern golpeó suavemente el vidrio con los nudillos.
Nada.
Volvió a tocar, esta vez más fuerte, y levantó la voz: “¡Despierta, dormilón! Ya llegamos.”
Jude parpadeó, sobresaltado. Se incorporó de golpe como si hubiera oído un disparo. Luego buscó su rifle Kingmaker casi por instinto, lo tomó con ambas manos y lo recargó como Wéstern le había enseñado: seguro afuera, cargador en ángulo, pulgar sobre el perno.
“Perdón, perdón…” Murmuró el chico, aún adormilado.
“Tranquilo. No vamos tarde. Pero ve bajando…” Dijo, mientras se alejaba unos pasos.
Jude se bajó a toda velocidad. Sus zapatos tocaron el suelo con fuerza. Cuando levantó la vista, lo vio.
El mar.
Se detuvo en seco. La brisa le pegó en la cara y el olor salado llenó sus pulmones.
“¿Eso es…?” Empezó, casi en susurros. Caminó hasta la baranda, lento, con pasos de alguien que no confía en sus propios ojos. “¿Eso es de verdad?”
“Tan de verdad como las balas, Byte.” Respondió Wéstern, apoyado en el metal oxidado de la orilla.
Jude avanzó hasta pararse a su lado. Tenía los ojos muy abiertos.
Nunca había estado en el borde del País-Ciudad.
Nunca había sentido el silencio que hace el mundo cuando no hay motores, ni drones, ni anuncios flotando sobre la cabeza.
“Creí que era... no sé... como un holograma, o algo que mostraban en los museos.” Dijo. Luego miró hacia arriba. “Y eso…”
Las vio.
Estrellas.
Miles, como siempre.
Brillando como pequeñas cicatrices de luz en el cielo inmenso.
“¿Qué son?” Preguntó Jude con una voz que no ocultaba su ignorancia. “¿De verdad están allá arriba?”
Wéstern giró el cuello para verlo.
La pregunta no era ridícula. Era sincera.
Era de alguien que había vivido toda su vida bajo el concreto y las pantallas.
“Sí. Están allá arriba…” Dijo Wéstern, sin burlarse, sin explicar más. “Y lo han estado siempre.”
Jude no dijo nada. Solo levantó más la cabeza. Sus ojos intentaban absorberlas todas.
Como si quisiera grabárselas en la retina. Como si temiera que se desvanecieran.
“Huele... raro…” Añadió Jude, frunciendo la nariz. “Como a... metal mojado y fruta podrida.”
“Eso es sal… Sal marina…” Explicó Wéstern. “El mar huele así.”
“Es asqueroso.”
“Te acostumbrarás. O aprenderás a quererlo.”
Jude respiró hondo otra vez. Luego volvió a mirar el cielo.
“Yo solo las había visto en clases. En astrofísica teórica. La profe decía que hay mundos allá arriba donde el cielo siempre está así. Estrellas, lunas, hasta anillos, decía. Que la Hegemonía tiene un trillón de colonias... pero yo nunca había visto ninguna.”
“Y ahora sí.”
Jude asintió, mudo. Tenía una expresión que se balanceaba entre asombro y tristeza.
Wéstern se acercó y le revolvió el pelo con una mano pesada, un gesto que ya no necesitaba palabras, ya era tradición.
El chico no protestó.
Ambos se quedaron allí, en silencio.
Dos figuras solas en el borde de un mundo que nunca duerme, compartiendo un pedazo de cielo que, por una vez, se dejaba ver.
El viento soplaba con más fuerza ahora, levantando remolinos de bruma salada entre los viejos andamios del astillero. Las olas golpeaban allá abajo, rompiendo contra el concreto podrido del muelle, y el cielo seguía abierto, estrellado, reflejándose en el mar infinito.
Jude seguía mirando hacia arriba, pero ahora bajó la vista.
Y se quedó boquiabierto.
“¿También están allá...?” Preguntó, señalando el agua. “¿O eso es un espejo?”
Wéstern sonrió, cruzándose de brazos.
“Eso es el mar reflejándolas. No hay espejo que logre esa claridad. Cuando el agua está calma y la luz no viene de ningún lado... el mar las devuelve.”
“Increíble…” Dijo Jude. “Es como si hubiera otro cielo allá abajo. Más oscuro. Más triste.”
“El mar es así…” Respondió Wéstern. “Parece tranquilo, pero siempre guarda algo. Hay quien dice que es como nosotros. Nunca muestra todo.”
Jude se sentó en la baranda de metal, con los pies colgando hacia el vacío.
“¿De verdad nunca habías visto esto?” Le preguntó Wéstern, aún mirándolo de reojo.
“El mar sí…” Dijo Jude. “Una vez, cuando era chico, papá nos llevó a un simulador de costa en un centro recreativo. No era real, pero echaban agua con químicos salados y había arena artificial. Para gente que no podía pagar los permisos para salir de la ciudad... O del planeta. Fue lo más cerca que estuve. Me acuerdo de estar descalzo con mis hermanitos, haciendo castillos de arena que duraban dos minutos antes de que alguien los pisara. Mi mamá se enojó porque a uno se le metió arena en el oído. Fue un desastre. Pero me acuerdo que... ese día papá nos compró pescado de verdad. Pescado caro, no el sintético, no valía el precio… Sabía igual que el sintético.”
Wéstern lo escuchaba en silencio.
“Y las estrellas…” Continuó el chico. “No. Esas no. Solo en los hologramas de primaria, y a veces en secundaria. Pero no prestaba mucha atención en clases. Ni siquiera sé por qué. Supongo que ya había perdido el interés en saber cosas... en ese punto ya estaba más enfocado en salir de casa. O en sobrevivir.”
“¿No sabes cómo están ahora?” Preguntó Wéstern, sin sonar intrusivo.
Jude negó con la cabeza. Su tono cambió.
“No sé nada. Hace dos años me fui, y… Horevia se tragó todo. Mis papás eran homofóbicos. El tipo de fanáticos que te castigan por cómo caminas o por tu tono de voz. Me habría ido antes si no hubiera sido por mis hermanos. Pero al final... me fui igual. Y desde entonces, no he sabido nada. Podrían estar muertos, o vivos, o podridos de felicidad sin mí. No tengo forma de saberlo. Nadie la tiene.”
Wéstern bajó la mirada.
“Sí. Es fácil desaparecer en este planeta.” Dijo con voz ronca. “A veces sin siquiera quererlo.”
Un silencio. El mar murmuraba abajo. El cielo no dejaba de mostrar su inmensidad.
“¿Y tú?” Preguntó Jude. “¿Tú ya habías visto esto muchas veces?”
“Más de las que quisiera, menos de las que debería… Cuando era chico, mi familia hacía viajes en un viejo camión. No eran lujosos, ni largos, pero... papá insistía en que con al menos ver un horizonte de verdad, una vez al año, bastaba para no perder el alma en la ciudad. Íbamos al borde del distrito. Había miradores. Nada turístico. Nada bonito. Pero ahí estaba el mar. Y papá se ponía filosófico, decía que los planetas sin agua no tenían poesía.”
“¿Y tu familia?”
“Muerta, casi toda.” Respondió, sin dramatismo. “A mi hermano lo metieron en prisión. A mi madre la dejaron morir esperando una operación que nunca aprobaron. Y mi papá... bueno, se volvió loco después de todo eso. Murió también. No en cuerpo, pero sí de esos que ya no reconocen nada.”
“Lo siento…” Dijo Jude, en voz baja.
Wéstern sacudió la cabeza.
“No te preocupes. Cada quien carga lo suyo. Por eso me río cuando me llaman criminal. La gente no entiende que a veces solo sobrevivimos a lo que el mundo nos hace.”
Ambos miraron el mar de nuevo. El reflejo de las estrellas parpadeaba entre las ondas. Había algo sagrado en ese silencio compartido.
“¿Sabes qué son las estrellas?” Preguntó Wéstern.
“¿Bolas de gas gigantes?” Aventuró Jude.
“Sí. Pero también son... pasado. Lo que vemos ahora, sucedió hace millones de años. Algunas ya ni existen. Lo que ves es su luz viajando por el vacío. Lo que fue. No lo que es.”
“¿Fantasmas?”
“Más o menos. Eso me gustaba pensar cuando leía sobre astronomía en mis ratos libres. Me gustaba pensar que había cosas tan viejas, tan lejanas, que nadie las podría destruir.”
“¿Y tú crees que alguna vez veamos algo así de cerca?”
“¿Estrellas?”
“Sí. Planetas. Cielos reales, no esta pantalla negra que tiene Horevia.”
“Tal vez. Si vivimos lo suficiente, y si los trabajos salen bien, quién sabe. Horevia no es el universo. Es solo el pozo donde caímos.”
Jude sonrió.
“Gracias por traerme.”
Wéstern lo miró.
“Gracias por venir. Pocos lo harían.”
Y una vez más, en ese mundo sin cielo, sin pausa, sin descanso… Se quedaron mirando el reflejo del universo.
Los pasos de Wéstern retumbaron suavemente en la gravilla mientras regresaba a la camioneta. La luz de las estrellas no bastaba para ver con claridad, pero sus manos conocían de memoria cada compartimento del vehículo. Abrió la parte trasera, sacó su pistola B-88 con silenciador y el fusil PNC-13 con la misma precisión con la que un cirujano alista su instrumental. Los ajustó a su equipo con movimientos automáticos.
“Vamos.” Le dijo a Jude, y el chico, aún con el asombro del mar en los ojos, lo siguió en silencio.
Frente a ellos, una reja rota y oxidada se abría como la entrada a una mandíbula muerta. Del otro lado, el corazón industrial del lugar seguía palpitando con intermitencias eléctricas y el crujir lejano del metal.
Cruzaron sin hacer ruido, adentrándose en la zona industrial elevada. Todo olía a polvo metálico, aceite seco, y salitre viejo. En la altura astilleros verticales se alzaban entre grúas gigantes, cintas transportadoras suspendidas y plataformas hidráulicas ancladas a estructuras oxidadas. El lugar parecía un cementerio de máquinas.
Apenas avanzaron unos pasos, Wéstern alzó una mano en seco. Sus ojos se entrecerraron, escaneando el cielo raso de esa arquitectura decadente.
“¡Al suelo!” Susurró en seco.
Ambos se ocultaron tras un montón de chatarra industrial, entre motores inservibles y un brazo mecánico caído.
“¿Qué pasa?” Susurró Jude.
Wéstern no respondió. Solo deslizó su B-88 fuera de la funda, apuntando sin titubeos. Un dron de patrullaje, anaranjado y blanquecino, sobrevolaba lentamente el área, una cabeza flotando con una luz roja tenue buscando movimiento. Wéstern contuvo la respiración, apuntó y, sin dejar que el dron tuviera tiempo de escanearlos, disparó. El sonido fue seco, apagado por el silenciador.
La bala de tungsteno atravesó ell dron y este cayó como un ave muerta.
“Una Ficha como esta no anda sin ojos.” Murmuró Wéstern. “Vamos.”
Avanzaron entre vehículos de construcción, carretillas de carga, plumas hidráulicas fosilizadas por el óxido, y estructuras con el logo borroso de MaxMotors. El lugar, según los planos viejos, fue una planta de ensamblaje automatizado, hoy reducida a ruinas.
“¿Dónde crees que esté?” Preguntó Jude.
“En el único maldito edificio que sigue en pie…” Dijo, señalando el coloso frente a ellos: una estructura ennegrecida por el tiempo, con ventanas rotas y luces de advertencia aún parpadeando en los bordes.
Antes de moverse, Wéstern se detuvo. Sacó el blíster arrugado de su chaqueta y se tomó la penúltima pastilla de Nexusol. Necesitaba calmar el temblor sordo en sus costillas, ese fuego latente que subía desde la espina. Luego sacó su estuche metálico negro, esperando encontrar alguna cápsula extra…
Vacío.
“Mierda…” Susurró con rabia.
Olvidó comprar más medicamentos. La Centropatía no espera. No perdona.
Guardó el estuche como si doliera tocarlo.
“¿Estás bien?”
“Sí. Solo... no te detengas. Si esa cabrona está ahí, la encontraremos. Y más vale que no dispare primero.”
El silencio volvió. No había más drones a la vista. Solo el susurro de cables sueltos meciéndose en la altura, el eco lejano de alguna maquinaria moribunda.
Ambos caminaron en dirección al edificio, rodeados por torres de ensamblaje, estructuras robóticas congeladas en medio de una tarea que ya no existía, y lo que alguna vez fue la promesa de movilidad para millones.
El edificio de cinco pisos tenía el aspecto de una estructura industrial reciclada a la fuerza como refugio. Los marcos de las puertas estaban torcidos, y el concreto se desmoronaba en algunos bordes. El logo blanco de MaxMotors todavía podía leerse entre manchas de óxido.
Wéstern se acercó primero, inspeccionando la entrada. Un panel de acceso colgaba roto a un lado. Pateó la puerta metálica, que se abrió lentamente con un chirrido gangrenoso, revelando un interior bañado por luces parpadeantes y polvo suspendido.
“Cuidado con los sensores de proximidad.” Murmuró mientras entraban.
Dentro, el aire olía a óxido, grasa vieja y a algo más... más humano. Restos de comida enlatada. Colchones tirados en el suelo. Una manta sucia clavada a la pared como si hubiera servido de cortina. Alguien vivía allí, sí, pero de forma errática. Como una Ryla paranoica.
Jude se movía con el rifle Kingmaker en alto, siguiendo a Wéstern. Cuando giraron hacia una bifurcación con vista a unas escaleras de mantenimiento, Jude se detuvo.
“¡Dron!” Susurró con fuerza, señalando al cielo raso.
Wéstern no dudó. Apuntó con la B-88 y disparó una bala silenciada, que se clavó justo en el centro del sensor del dron. El pequeño aparato giró sobre sí mismo y cayó al suelo.
“Buen ojo.” Dijo, sin dejar de mirar alrededor.
Subieron por las escaleras oxidadas, que crujían con cada paso. Jude apenas respiraba.
Primer piso
El primer piso estaba abarrotado de maquinaria, piezas de ensamblaje tiradas al azar y mesas repletas de cables quemados. El suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrio, tuercas, y bolsas vacías de alimento en polvo.
Wéstern escaneó cada rincón. Buscaba trampas, torretas escondidas, sensores infrarrojos. Incluso disparó a un panel sospechoso tras una vieja impresora 3D, pero solo saltó una chispa.
“¿Nada?” Murmuró Jude.
“O demasiado confiada en su posición... o es idiota…” Gruñó, agachándose para ver debajo de una mesa.
Había rastros de sangre seca, y una hoja de papel arrugada. La abrió.
"No hay salida."
“Maravilloso.” Wéstern la soltó sin más.
Segundo piso
Este nivel estaba mejor acondicionado, como si hubiera sido usado más recientemente. Había una especie de zona de descanso improvisada: un sofá viejo, un generador portátil apagado, y una lámpara de luz cálida encendida por batería.
“¿Crees que duerme aquí?” Susurró Jude.
“No. Esto es trampa visual. Quiere que pensemos que duerme aquí. Pero el sofá está limpio. No se sienta ahí desde hace días.” Dijo Wéstern, revisando los cojines con el cañón de la B-88.
Había un espejo sucio en la pared. Jude se miró, y Wéstern bajó el arma de inmediato.
“¡No te pongas frente a superficies reflectantes! Si tiene visión térmica implantada, puede ver nuestros cuerpos a través de esas paredes. Y si ese espejo tiene sensor oculto…” Apuntó y disparó al borde del cristal.
Una pequeña chispa saltó de la pared.
“...lo sabremos después.”
Siguieron avanzando. Había envases de suplementos para implantes nerviosos tirados por el suelo.
“Tiene implantes activos. Probablemente en las piernas o la espalda. O ambos.”
Tercer piso
Aquí no había nada.
El lugar estaba oscuro, sin señales de movimiento. Wéstern iba lento, analizando los rincones. Jude mantenía la vista hacia arriba, siguiendo techos, y respiraderos.
Wéstern se detuvo frente a un elevador industrial oxidado.
“Este ascensor no se ha usado en años... pero hay huellas. Arrastradas. Tal vez subió por aquí alguna carga pesada…” Dijo, tocando el polvo con los dedos.
Había una taza rota junto a una caja de munición vacía. Nada más. El silencio era cada vez más espeso.
Cuarto piso
En este nivel, el ambiente era más frío. Un ventilador automático seguía funcionando, emitiendo un grave zumbido. Las paredes estaban rayadas con mensajes como:
“NO CONFIAR EN NADIE”
“ME QUIEREN MATAR”
“SON TODOS FALSOS”
“Esto se alinea con el perfil... paranoide, errática…” Dijo Wéstern.
Había una terminal portátil abierta, sin energía. Jude se acercó a una pared donde habían colgado una fotografía arrugada, en la que aparecía la mujer con otra persona, pero sus rostros estaban quemados con láser.
“¿Quién quema sus propias fotos?” Murmuró Jude.
“Alguien que teme que la reconozcan. O que la recuerden…”
No había trampas. No había defensas. El silencio era tan tenso que incluso Jude tragaba saliva con cuidado.
“Vamos. Es ahora o nunca.”
Entre el cuarto y quinto piso
En la penumbra de la escalera metálica, al penúltimo escalón, ambos se detuvieron.
Wéstern apoyó el fusil contra la pared.
“Vamos a matarla rápido. Nada de hablar. Esta tipa no razona.”
“¿Y si se rinde?”
“No se va a rendir. Ochenta y siete kilos. Implantes en las piernas y la columna. Uno ochenta y nueve de altura. Visión térmica. Brazaletes de pulso eléctrico. Paranoide. Errática. No es una presa fácil. Va a atacar en cuanto sienta algo raro. Y con esa visión…” Chasqueó los dedos. “...ya nos vio. Solo está esperando.”
“¿Qué propones?”
Wéstern pensó por un segundo.
“Entramos. Yo abro, tú me cubres. Si ves movimiento, disparas a matar. No intentes hablarle. Si tiene visión térmica, también verá tus emociones. El miedo. No le muestres nada.”
Jude asintió con firmeza, pero tragó saliva. Estaba nervioso, sí, pero listo. Wéstern puso una mano sobre su hombro.
“No hagas movimientos amplios. Es rápida. Más de lo que parece. Si te agarra mal parado con esos brazaletes, te puede quemar el implante.”
“¿Y tú?”
“Yo ya estoy quemado desde hace tiempo.”
Jude sonrió con una mezcla de ansiedad y respeto.
El quinto piso los esperaba.
Las escaleras en espiral crujían bajo sus zapatos, con cada peldaño chirriando como si supiera lo que venía. El quinto piso era un santuario improvisado: paredes ensambladas con placas oxidadas de metal, sujetas entre sí con remaches de baja calidad, tubos soldados y cables que salían como raíces metálicas. Todo rodeaba una única entrada: una puerta roja, ancha, hecha con acero de nave reciclado.
“A la cuenta de tres…” Susurró Wéstern, con los ojos clavados en la puerta.
Jude asintió y levantó el Kingmaker.
“Uno…”
“Dos…”
“¡Tres!”
Wéstern se lanzó con el hombro por delante. La puerta crujió, vibró, y salió disparada hacia adentro con un estruendo de placas cayendo. Al mismo tiempo, Jude disparó una ráfaga corta que pegó a absolutamente nada. El humo se disipó... y lo que vieron no era lo que esperaban.
La Humana.
Estaba sentada en una silla de oficina giratoria, frente a una torre de monitores viejos y terminales encendidos, cubiertos de datos, planos y ruido visual. Su figura era frágil, delgada al punto de lo enfermizo, el cuerpo casi reducido a piel sobre hueso. A lo mucho pesaba cincuenta kilos.
Llevaba una camisa sin mangas, color lavanda, sucia y desteñida, pegada al cuerpo por el sudor. Un pantalón gris oscuro, probablemente de uniforme industrial. La espalda, visible por un hueco abierto a la fuerza en la ropa, mostraba un desastre de carne violácea y cables cortados: el implante de columna había sido arrancado, con violencia, o peor, por necesidad.
El cabello teñido de celeste estaba apelmazado y descuidado, cortado de forma dispareja. Un tatuaje tribal negro cubría parte de su cuello y bajaba hacia la clavícula. Solo tenía una óptica activa: la derecha. La otra cavidad ocular era un vacío húmedo, mal cicatrizado.
Al verlos, giró la cabeza de inmediato. Su ojo se abrió como el de una presa. Levantó ambas manos, temblorosas.
“¡No disparen! ¡No, no! ¡No tengo nada! ¡No tengo nada!”
Wéstern bajó el arma apenas unos milímetros, observándola con frialdad.
“¿Eres Leira Vólk?” Preguntó.
Ella asintió rápido, como si eso le fuera a salvar la vida. Jude miraba el cuerpo delgado, los huesos marcados, miraba los dedos temblorosos sobre un teclado viejo.
“¿Esta es la tipa?” Murmuró Jude.
“Según el perfil, sí…” Respondió Wéstern, entrecerrando los ojos.
Rodeó lentamente la habitación, pasando junto a torres de partes sueltas, cables, esferas de visión térmica oxidadas, hasta toparse con una caja llena de brazos de Omniroides.
“Vendió sus implantes…” Dijo en voz baja. “Se arrancó la columna... los sensores de piel... los refuerzos musculares... ¿para qué? ¿Drogas? ¿Comida?”
Jude no dijo nada. Solo miraba la escena.
Wéstern soltó una risa sin humor.
“No encontró otra forma de existir.”
La luz dominante del lugar era un azul aqua, como el de una pecera contaminada, que emanaba de una lámpara colgante y varios ventiladores con luz. Las terminales rojas chispeaban información sin orden, con pantallas partidas y teclados soldados entre sí. Las paredes estaban cubiertas con piezas de Omniroides, algunos torsos sin cabeza, otras solo caras rotas, manos desarmadas, procesadores apagados con etiquetas viejas de NeuroTech. Algunos llevaban números de serie de producción de campo. Los cables estaban vivos, latiendo suavemente.
“Apúntale. No quiero sorpresas.” Ordenó, y se acercó a la terminal más grande. Jude apuntó con el rifle, aunque la chica seguía sin moverse.
Wéstern empezó a teclear. El sistema era anticuado, pero entendible. Descargas de información, registros de robo, contactos de venta. Entonces notó algo.
La óptica derecha de la humana brillaba. Un tono púrpura tenue.
“Tienes software corriendo…” Dijo con voz seca.
Leira tragó saliva.
“Es solo un visor... un visualizador de datos... ¡no puedo hacer daño con eso!”
Pero entonces, detrás de Wéstern, uno de los "cadáveres" Omniroides parpadeó. El color de sus ojos se encendió azul. Con un sonido de servomotores, el autómata se incorporó con violencia y lo golpeó con el antebrazo.
Wéstern cayó contra una mesa, derribando cables y pantallas. El Omniroide plateado, aún dañado, se lanzó sobre él. Wéstern apenas logró rodar a tiempo.
Mientras tanto, Leira saltó desde la silla, lanzándose hacia Jude.
Él apuntó... y bajó el arma.
“¡No!” Jadeó. “¡No voy a matarte!”
Ella intentó golpearlo con un destornillador a su cara con tanta fuerza que le rompió las gafas de sol, que cayeron al suelo destruidas. Jude esquivó el siguiente puñetazo y la empujó contra una mesa. Ella pataleaba, chillando, arañando con furia. Jude la inmovilizó con ambos brazos, tratando de no hacerle daño.
“¡Tranquila! ¡TRANKI—!”
Ella le escupió en la cara.
Mientras tanto, Wéstern peleaba con el autómata, disparándole a quemarropa en la cabeza, pero el blindaje resistía. El Omniroide le sujetó el cuello con una mano de presión hidráulica.
“¡Jude! ¡Termina con ella!”
Jude no podía. Sus manos temblaban mientras sujetaba a la humana que ya no tenía ni fuerza, solo desesperación. Wéstern disparó a la articulación del brazo, dañandola y liberándose.
El Omniroide se lanzó de nuevo.
Wéstern apenas pudo esquivar cuando el autómata descargó su puño metálico, rompiendo una consola detrás de él como si fuera de papel. Retrocedió de espaldas y levantó el PNC-13, pero el Omniroide era más rápido. Le propinó una patada recta al pecho que lo mandó volando hacia una pared. Se estrelló contra ella, y el fusil cayó de sus manos.
La máquina, con el casco torcido y un ojo emitiendo chispas, se lanzó con un salto. Wéstern rodó por el suelo, agarró la B-88 con fuerza, y disparó varias veces a las articulaciones. Una, dos, tres balas impactaron, pero el blindaje externo solo se resquebrajaba, no cedía.
El autómata lo pisó en el abdomen, bloqueando sus costillas con una presión de tonelada. Wéstern gritó, jadeó, y apuntó el cañón corto hacia la base de la mandíbula metálica. Un disparo directo al hueco. La cabeza se sacudió, pero la presión no aflojaba. Agradeció los implantes óseos que tenía, sino los tuviera, hubiese sido su fin.
El brazo de la máquina bajó en forma de gancho, con la intención de romperle el cuello de un golpe. Wéstern levantó ambas manos y sujetó el antebrazo del Omniroide, sintiendo cómo el calor del metal dañado le quemaba las palmas. Gritó con rabia, con desesperación, con fuerza.
Giró con todas sus fuerzas, y usó su peso para empujar la máquina hacia un panel expuesto lleno de corriente viva. La espalda del autómata tocó los cables abiertos y una descarga tremenda lo sacudió, haciéndole vibrar con un chasquido eléctrico. Pero aún no caía.
El brazo derecho del Omniroide se movió con reflejos dañados, torpes pero poderosos, y le sujetó la garganta otra vez.
Wéstern mordió la mano del Omniroide. No por táctica, sino por puro instinto.
Mientras tanto, al otro lado de la sala, la humana dio un codazo brutal al cuello de Jude, y él perdió el equilibrio. Leira lo arañó con las uñas hasta hacerle sangrar la mejilla, le pateó la pierna y lo empujó hacia un banco de herramientas. Cayó, golpeándose el hombro contra un yunque metálico.
Ella agarró un cúter sucio de una mesa y se lanzó sobre él.
“¡NO ME VAN A LLEVAR! ¡NO VOY A VOLVER!”
Jude rodó justo a tiempo, sintiendo cómo la hoja rozaba su suéter. Al girarse, le dio un puñetazo al costado. No tenía técnica, pero el golpe era sincero. Leira cayó, pero se levantó con rapidez, descontrolada. Jude se arremangó el suéter.
Jude paró la siguiente embestida, la sujetó por la muñeca y la estrelló contra una terminal. Chispas azules saltaron. Ella gritó. Pero ni así se detenía.
Ella le pateó la espinilla, Jude cayó de rodillas, y el cúter le rasgó la piel del brazo.
Jude finalmente reaccionó. Levantó el brazo, la bloqueó y, por primera vez, golpeó con verdadera intención de dañar. Un puño al pecho. Otro al estómago. Ella cayó de espaldas, tosiendo, con el aire escapándosele.
“Lo siento…” Jadeó él, temblando, el Sternismo ya le estaba pasando factura con tan solo unos pocos movimientos, tenía el corazón a mil.
Ella intentó arrastrarse hacia otro cuchillo, pero Jude se abalanzó sobre ella y le sujetó ambos brazos contra el suelo.
“¡Ya basta! ¡Ya!”
Wéstern, mientras tanto, estaba por desmayarse. Con el último aliento, apretó el gatillo de la B-88 y lo descargó dentro del hueco de la base craneal del Omniroide. A quemarropa.
Un estallido seco. La bala atravesó una placa interna. El autómata se desplomó como un muñeco sin hilos, cayendo sobre Wéstern, que quedó atrapado bajo su peso muerto.
“Hijo... de puta…”
Se quitó la máquina de encima a empujones, jadeando.
Levantó la vista.
Jude lo miraba, aún encima de la mujer que ya no se movía mucho, solo respiraba con dificultad.
“¿La… matamos?”
Wéstern, cubierto de sangre y sudor, se llevó la mano al costado y luego a la sien, como si el dolor físico y la fatiga mental lo estuvieran desgarrando en capas.
“Obvio. El encargo dice explícitamente: "eliminar al objetivo y obtener los datos." En ese orden. Volarle la cabeza es parte del paquete.”
Jude miró a la mujer debajo suyo. Ya no luchaba. Solo lo observaba, con esa mirada rota, vacía, asustada. Una óptica blanca brillando suavemente entre los restos de lo que alguna vez fue un implante de élite.
“Pero… el encargo solo dice que obtengamos los datos. ¿No?”
“¿Dejarla vivir? ¿Y qué? ¿Le ponemos una manta? ¿Le damos un té caliente? ¿La llevamos al hospital? Jude, es una ex-agente, psicótica, armada hasta hace nada, y ahora está intentando matarnos. ¿Por qué te importa tanto?”
“Porque ya no tiene nada. ¡Mírala! No queda nada de ella.”
“¿Y? ¿Eso la vuelve inocente?”
“No. Pero tampoco nos hace jueces.”
“No somos jueces…” Gruñó Wéstern, bajando la mirada con rabia. “Somos herramientas. Herramientas con precio. Esto no es sobre justicia, es sobre supervivencia. Tú y yo.”
Jude no respondió. Solo desvió la mirada.
Wéstern resopló. Se giró hacia la terminal, tambaleándose por el cansancio, y comenzó a conectar los cables que pendían de la consola principal. Los datos debían estar ahí.
Y entonces… la terminal se apagó. Todos los monitores se apagaron al mismo tiempo. Un zumbido de condensadores murió.
Wéstern se quedó inmóvil unos segundos, y luego lentamente giró la cabeza hacia la mujer.
La óptica morada le parpadeaba con un resplandor pulsante.
“¿Qué mierda hiciste?” Preguntó Wéstern, alzando la B-88 y apuntándole directo al entrecejo.
Ella rió. No a carcajadas. Una risa suave, gastada, pero con un dejo de victoria.
“Fundí el sistema. Todos los datos están…” Se señaló la cabeza con un dedo mugriento.” “...aquí dentro. Si quieren los archivos, me van a tener que mantener con vida.”
Wéstern la fulminó con la mirada. Sus dedos apretaban el gatillo. Solo el seguro lo separaba del final de todo esto.
“Ustedes me van a sacar de aquí. Transporte seguro. Créditos. Cambio de identidad. Y fuera de este maldito planeta. O se quedan sin su pago.”
“Estás muerta…” Masculló Wéstern.
“Tal vez. Pero soy una muerta que vale más viva.”
Silencio. Tenso. Pesado.
“Esto es culpa tuya…” Escupió Wéstern sin girarse. “Por eso no se negocia con fantasmas rotos. Por eso se les vuela la cabeza. Porque si les das un segundo… te lo quitan todo.”
Jude no respondió. Solo apretó los dientes y cerró los puños.
La humana sonrió. No por malicia. Por resignación. Como alguien que ha ganado un segundo más de vida, sabiendo que el reloj ya estaba en ceros.
Wéstern se quedó mirando hacia la nada.
No hacia la mujer.
No hacia Jude.
No hacia la terminal fundida.
Sino hacia algo invisible, suspendido, como si una idea le hubiese salido malformada en medio del cráneo.
Detrás de él, Jude vigilaba a la mujer, sin que se lo hubieran pedido. No porque quisiera, sino porque no quería cagarla otra vez. Aún tenía la sangre del Omniroide en los nudillos, y el sabor a derrota en el paladar.
Pero incluso ahora, con ella desarmada, llorosa, tirada… dudaba.
Wéstern pestañeó. Una vez. Dos.
Algo en su visión tembló, como una pantalla fallando por un mal cable de entrada. Las líneas del suelo se curvaron hacia arriba. El marco de la puerta parecía estar en tres posiciones a la vez.
Un zumbido.
Un susurro.
“...no está muerta aún... mata... toma... sierra... datos…”
“No…” Murmuró. Pero nadie le había preguntado nada.
Desrealización.
Paranoia sensorial.
Fase cuatro.
Se supone que no debería estar tan avanzado todavía.
Se supone que…
“...ella se está riendo otra vez, mira cómo te mira…”
No.
No.
No.
Se obligó a parpadear. Tres veces rápidas. El glitch pareció estabilizarse. Volvió a ver el cuarto como era: ruinoso, mugroso, iluminado por los tubos de luz azul aqua que parpadeaban intermitentes.
Había algo junto al monitor principal. Una sierra. No se movía. Solo estaba allí.
Pero en su visión, parpadeaba con glitch, como si fuera un objeto renderizado por error en un entorno tridimensional.
No importa. No importa.
Se giró lentamente hacia la mujer, con una calma extraña, como si una parte de su cerebro flotara en formol.
“Los datos están en tu Interfaz Neural, ¿No?” Preguntó. Su voz sonaba seca. Lejana. Como prestada.
Ella dudó. Luego asintió.
“Sí.”
Silencio.
Wéstern asintió también.
Casi con ternura.
“Entonces no necesito llevarte a ti.”
Jude levantó la cabeza.
“¿Qué?”
Dos disparos. Uno en cada pierna.
La mujer gritó con un alarido crudo, lleno de furia y horror. Cayó hacia atrás, derribando una torre de cables y piezas de Omniroide. Sangre negra y espesa brotó por las heridas, mezclándose con aceite seco y polvo.
“¡¿Qué haces?!” Gritó Jude.
Wéstern no lo miró.
Solo se agachó, aún con esa inexpresividad espectral, y observó los espasmos de la mujer en el suelo, la Interfaz Neural plateada en su nuca relucía ante las luces azuladas, ese terminal incrustado en el cerebro, el tesoro...
“Los datos están en su Interfaz. Las Interfaces Neurales tienen estructura de redundancia. Aunque mueran, los datos persisten durante días. Yo no pienso cargar con un cadáver paranoico. Ni con su voz. Ni con sus condiciones.”
La sierra seguía parpadeando en su visión. Ahora la escuchaba zumbando. Aunque no se movía.
“…córtala... córtala... córtala…”
No era real.
Pero sí útil.
Wéstern inspiró profundamente. El olor del metal quemado, del sudor, de la sangre, de la grasa, del miedo, llenaba el ambiente como un pantano invisible.
Se giró hacia Jude.
No lo miró con enojo.
Ni con reproche.
Solo con una certeza.
“Jude. Dame la sierra.”
“¿Cuál… sierra?” Preguntó, desconcertado.
Wéstern no respondió. Solo levantó el brazo izquierdo y apuntó con dos dedos hacia el suelo, hacia una herramienta cubierta de polvo, entre cables rotos y sangre seca: una sierra circular, anaranjada, de corte industrial.
“Esa.”
Jude dudó. La miró. Luego lo miró a él.
“¿Qué vas a hacer?”
Wéstern no respondió. Solo extendió la mano, esperando. Después de un instante eterno, Jude la recogió y se la entregó.
Wéstern tomó la sierra. Caminó hacia la humana aún jadeante, que intentaba arrastrarse, con los muslos manchados de sangre.
Sin una palabra, la tomó del brazo, la giró boca abajo y le clavó el pie en la espalda para inmovilizarla.
La mujer gritó, pero ya no tenía fuerza. Solo dolor y pánico.
Wéstern apoyó la sierra sobre su cabeza.
“¡¿Qué haces?!” Jude dio un paso hacia él.
“No voy a llevarla viva. No me interesan sus chantajes. La Interfaz está en el cráneo. Solo necesito eso.”
Los glitches en su visión aumentaron. El rostro de Jude parecía parpadear entre expresiones diferentes. La mujer se duplicaba.
La habitación temblaba.
...hazlo... está mintiendo... córtala... córtala…
Voces. Rumores. Ecos de su mente.
¡BANG!
¡BANG!
Le disparó en ambos brazos, justo en los bíceps, aplastándolos contra el suelo.
La mujer soltó un alarido desgarrador, lleno de angustia y terror visceral. Jude retrocedió dos pasos.
“La Interfaz está justo detrás del lóbulo occipital. Necesito sacar el núcleo, el conector blanco… intacto.”
No pensaba explicarlo, pero lo hizo. Quizás no para Jude. Quizás para él mismo. Para convencer a los susurros.
Wéstern encendió la sierra.
BRRRRRZZZZZZZZZZZT.
El rugido se hizo presente al instante. Las luces parpadearon. La sangre que ya estaba en el suelo tembló con la vibración.
“¡Por favor, no, no, no, escúchame! ¡Tengo contactos! ¡Puedo enviarlos por correo encriptado! ¡Podemos hacer una copia! ¡Puedo decírtelo todo! ¡NO NECESITAS HACER ESTO! ¡NO! ¡NO! ¡NO!”
La sierra bajó.
Tocó el cráneo.
Y empezó a cortar.
CRRRRRRSHHHHHH—KKKTCH—KRRRRRHHHH—
El hueso se partía como piedra.
El grito que salió de la humana fue una mezcla de dolor, miedo y una súplica que se disolvía en sangre que corría por toda su cara.
Su cuerpo se convulsionaba sin control bajo la bota con agujetas mal amarradas de Wéstern.
Jude no se movió. No pudo.
Sus ojos se abrieron, se llenaron de lágrimas, de asco, de horror.
No por la muerte.
Sino por cómo lo estaba haciendo.
Por quién se estaba convirtiendo.
Los ojos de la mujer temblaban.
Su única óptica brillaba de blanco. Luego se fundió.
Y el grito se apagó.
Solo quedó el sonido viscoso de la sierra atravesando la carne cerebral.
El chisporroteo eléctrico.
El humor vítreo salpicando.
El olor a cerebro quemado.
Wéstern no hablaba. Solo trabajaba.
Cuando terminó, sacó algo con ambas manos: una pieza negra con cables colgando, aún brillando en el centro.
La Interfaz Neural. Entera.
La sostuvo frente a su rostro unos segundos, respirando con dificultad. Luego miró a Jude.
“Listo.”
Jude no podía responder. Solo lo miraba con una mezcla de miedo, tristeza y una duda que lo rompía por dentro: ¿Quién era ese hombre frente a él?
Y más importante: ¿Cuánto faltaba para que se convirtiera en él también?
Wéstern sostenía el terminal negro como si fuera un diamante salido del infierno. Aún tenía media cara cubierta de sangre, la del cráneo abierto de la mujer. Un hilo de ella le corría por la mandíbula, metiéndosele en el cuello de la camisa.
A sus pies, el cuerpo aún se agitaba con espasmos involuntarios, como si el alma no hubiera terminado de darse cuenta de que ya no estaba.
Jude tragó saliva. Dio un paso adelante, pero su voz temblaba más que sus piernas.
“No tenías que hacerlo así…” Murmuró, sin fuerza.
Wéstern giró lentamente la cabeza hacia él. Lo observó en silencio durante unos segundos. Su óptica derecha parpadeó un poco; había algo raro en su mirada, como si lo viera a través de un cristal sucio.
“¿No?” Preguntó al fin, con tono seco. “¿Querías llevarte a una… yo qué sé… hacker del CIRU viva, Jude?”
El silencio fue inmediato. Solo se escuchaban los zumbidos del sistema eléctrico herido por la pelea.
“¿Crees que no tenía backups? ¿Que no podía matarnos con un código remoto? ¿Que no tenía un localizador en el hueso? ¿No la escuchaste? Tiene contactos, dijo.”
“Y tú querías jugar a ser bueno.”
“Aquí no hay buenos.”
El joven apretó los dientes, bajó la mirada.
“A veces... no sé si estás cuerdo.”
Wéstern se detuvo. Lo miró por un instante que pareció eterno. La distorsión de su visión hacía que Jude se duplicara y deformara. Una versión suya temblaba, otra parecía sonreír con sorna. Pero una era real. Aún lo reconocía. Aún estaba ahí.
Guardó el terminal dentro de su gabardina ensangrentada con cuidado.
Luego lo miró de nuevo, con algo que no era odio ni afecto. Solo agotamiento.
“Si no vas a moverte, te espero en la camioneta.”
Y se fue.
El sonido de sus pasos pesados se desvaneció escaleras abajo, arrastrando un silencio denso y absoluto. Solo quedó Jude. Y el cuerpo aún temblando.
Jude se quedó ahí, de pie, mirando la sangre regada, las manchas negras en las paredes, el cráneo abierto.
Un monstruo.
Lo que había visto era un monstruo.
Pero no estaba equivocado.
Lo sabía.
No podía cargar con ella.
No podía confiar.
No había garantías.
Wéstern había hecho lo que era necesario.
Respiró hondo. El aire olía a metal, a muerte y a electricidad. Tragó saliva y bajó la cabeza, mirándose las manos.
Temblaban.
“Si no tengo la fuerza… Si no tengo la voluntad…”
Las palabras le salieron solas. Palabras que había escuchado en todas partes. Palabras que ahora le sonaban ciertas.
“Me van a volver a pisotear. Otra vez.”
Miró el cadáver. Luego la puerta rojiza por donde se fue Wéstern. Su pecho ardía. No de miedo.
De decisión.
No podía seguir siendo el débil.
No si quería vivir.
No si quería estar a la par de él.
Wéstern no negociaba.
Wéstern hacía lo que debía hacerse.
Y Jude... aún no estaba ahí.
Pero empezaba a entenderlo.
"Si no soy capaz de..."
Se frotó la cara, respiró hondo y murmuró para sí mismo. “...me van a destruir.”
Y por primera vez, la idea de volverse un poco más frío no le dio miedo.
Le dio consuelo.
La habitación ya no parecía una escena de crimen, sino un altar grotesco a la inevitabilidad. El cadáver aún humeaba por los disparos.
La sangre ya se enfriaba.
El terminal ya estaba seguro.
Y él…
“Idiota…” Murmuró.
Se lo dijo a sí mismo. Una vez. Luego otra. Luego otra.
“Idiota, idiota, idiota…”
Se llevó ambas manos a la cabeza, y se apretó las sienes con fuerza.
Las uñas casi se le clavaban. “¿Qué esperabas? ¿Que todo se resolviera con compasión?”
Se tambaleó un poco al girar.
El aire le pesaba.
“¿Y si tenía un arma? ¿Y si tenía un implante camuflado? ¿Y si hackeaba la Interfaz de Wéstern mientras manejaba? ¿Y si sus contactos venían por nosotros en media autopista? La hubieras salvado... para que nos matara dos minutos después.”
Respiró hondo, pero no ayudaba.
“No se trata de lo que siento. Se trata del trabajo. Del encargo.”
Se sentó en el borde de una mesa volcada, con la mirada perdida.
Su rostro era el de un joven al que le estaban arrancando, a tiras, los últimos retazos de inocencia que le quedaban.
Wéstern lo había dicho: “Aquí no hay buenos.”
Y ahora entendía. Más que nunca.
Miró el charco de sangre.
Recordó el sonido de la sierra entrando en el cráneo.
El grito que no debería olvidar. Pero que tendría que olvidar de todos modos. Y se sintió... menos humano.
“No puedo seguir así.”
Se golpeó la frente. No fuerte. Pero sí con rabia. Rabia de sí mismo.
“Tengo que demostrar que sirvo. Que soy capaz de hacer el trabajo. Porque si no…”
Si seguía dudando…
Si seguía cuestionando…
“Wéstern no me va a esperar.”
Alzó la mirada. Un brillo nuevo se asomaba en sus ojos. No era resolución pura. Era algo más triste. Más feo.
“No puedo seguir dudando de él.”
“No con cosas tan absurdas… como dejar vivir al objetivo.”
Tragó saliva.
Y no miró atrás…
Jude bajó los últimos escalones del edificio.
La Kingmaker descansaba entre sus brazos como si aún fuese un cadáver.
El sol de Horevia, Neariu, apenas se asomaba en el horizonte.
La camioneta estaba allí, vieja, robusta, con el motor aún apagado como si también ella contuviera la respiración.
Abrió la puerta trasera.
Dejó la Kingmaker con cuidado en el asiento.
La cerró.
Luego subió del lado del copiloto.
Wéstern estaba allí. Mirando al frente. Con la cara manchada aún de rojo seco. Los ojos perdidos en un horizonte que no existía. El silencio se instaló entre ellos cual tercer pasajero.
Wéstern sacó del bolsillo interior de su gabardina un pequeño blíster.
Solo quedaba una pastilla.
La observó un segundo. Dudó.
Pero se la metió a la boca sin ceremonia y la tragó sin agua. Durante un instante, pareció más tranquilo. O al menos, más “humano”.
“Hiciste un buen trabajo…” Dijo sin girar el rostro, su voz era ronca, plana.
Jude lo miró de reojo.
Sintió algo... raro.
No era orgullo.
Tampoco gratitud. Algo más sucio. Como si le acabaran de dar una palmada en la espalda por aprender a enterrar un cadáver.
“Gracias…” Respondió, bajo.
Porque eso se decía. Porque tenía que parecer fuerte. Porque Wéstern no era un héroe, no más.
Ya no.
Pero sí era algo más importante: Una figura que alcanzar. Una demostración viviente de que se podía sobrevivir si uno era suficientemente brutal.
Suficientemente práctico.
Suficientemente frío.
“¿Y cómo estás… con lo de la Centropatía?” Preguntó, mirando el tablero, fingiendo desinterés.
Wéstern tardó un segundo en contestar. Uno que delató más de lo que dijo.
“Igual que siempre. No ha cambiado nada.”
Era mentira.
Jude lo supo de inmediato.
Lo notó en el leve temblor del pulgar sobre el volante. En cómo evitó mirarlo a los ojos. En el tono demasiado limpio. Demasiado ensayado.
Jude sabía reconocer una mentira. Había vivido entre ellas tanto tiempo que podía olerlas. Pero no dijo nada. No era el momento.
Wéstern encendió la camioneta.
El motor rugió con una tos vieja y cansada. El silencio se rompió solo para ser reemplazado por otro tipo de ruido: el de seguir adelante, como si nada hubiera pasado.
Las luces del tablero parpadearon en amarillo. La distorsión cromática regresó a los ojos de Wéstern, pero la ignoró.
Al menos por ahora.
Puso la marcha.
Y la camioneta avanzó.
Como ellos.
Con sangre en las manos, silencio en la lengua, y algo roto atrás que ya no valía la pena reparar. La camioneta se adentró en la vía de retorno.
Las llantas vibraban sutilmente sobre el asfalto agrietado. Wéstern mantenía las manos firmes en el volante, los ojos clavados en la autopista que se desdoblaba hacia el horizonte.
Cada señal de tránsito parecía parpadear con un leve halo irreal.
Distorsión cromática, nada más.
La luz de los postes se estiraba como si dejara estelas. Los bordes de los carteles tenían un brillo púrpura, casi como si estuvieran glitcheados. Wéstern entrecerró los ojos, forzando el enfoque.
No escuchaba voces.
No esta vez.
Solo veía.
Y ver era suficiente.
A su lado, Jude dormía.
Otra vez.
El joven había caído rendido media hora después de iniciar el trayecto, con el cuerpo ladeado contra la ventana y el rostro cubierto por una sombra apacible.
Wéstern lo miró un segundo, luego volvió a la ruta. El Nexusol empezaba a hacer efecto. No con la claridad o la precisión que había tenido días atrás, pero lo suficiente.
Le daba algo que parecía calma.
O algo que fingía serlo.
No puso la radio.
No quería voces ajenas dentro de la cabina. No necesitaba ruido. La carretera estaba prácticamente vacía.
Solo el rugido monótono del motor, el silbido del viento cruzando el techo, y el latido de su propia mente, recordándole cosas que no quería pensar. Se olvidó por completo de que tenía media cara cubierta de sangre.
La sentía seca sobre la piel, cuarteada por la brisa del aire acondicionado. Tampoco le importó.
Lo que sí empezó a incomodarle fue la luz. No la intensidad. Sino su textura.
Brillaba… ¿mal?
Como si se quebrara al tocar los bordes de las cosas.
Frunció el ceño.
Metió la mano derecha en el cajón del apoyabrazos. Revolvió entre papeles, una batería gastada, un cable de cargador, hasta encontrar lo que buscaba: unas gafas de sol de marco grueso, negras, con lentes tornasolados entre verde y azul.
Se las puso.
Y por un instante, el mundo dejó de brillar como un error de sistema. El sombrero, ligeramente desplazado por el movimiento, fue reajustado con una mano rápida.
Y así siguió manejando.
Con el silencio como copiloto.
Con Jude durmiendo.
Con las gafas amortiguando la locura. Y con la ruta estirándose frente a ellos como si no tuviera final.
Dos horas de viaje por delante.
Dos horas sin preguntas.
Wéstern podía con eso.
Por ahora…
¿Dónde carajo estoy?
La pregunta flotó en la nada.
Wéstern parpadeó.
Las manos ya no estaban en el volante. O sí lo estaban, pero eran reflejos, pura memoria muscular, un muñeco movido por hilos invisibles. El mundo real se desdibujó.
Todo se volvió rojo.
Un rojo espeso.
El suelo era liso, como linóleo de hospital. El techo no existía. Solo había puertas rojas. Un pasillo interminable, sin ventanas. Cada puerta con un nombre. Grabado, no escrito.
Como si se hubiera quemado en la “madera” a la fuerza.
“Jarek.”
Wéstern tragó saliva, era el nombre de su hijo. La manija de la puerta temblaba, como si algo dentro respirara.
La abrió.
Y entonces lo vio.
A su hijo.
Con el uniforme verde neón de la prisión de la PEACE, mugriento, colgándole como trapo mojado.
Tenía la cara hinchada.
Un ojo morado.
Un diente menos.
Los guardias se reían en una esquina mientras uno le escupía en la nuca.
Jarek apenas giró el rostro.
“Voy a aguantar, ¿sí?”
Su voz temblaba.
“Te lo prometo, papá… Voy a salir de aquí...”
Wéstern apretó la mandíbula.
El recuerdo lo tenía atrapado.
Él no estaba allí.
Estaba viendo desde fuera.
Otra vez.
El pasillo lo tragó de nuevo.
Otra puerta.
“DEFUNCIÓN. Certificado #55788.
Wéstern abrió.
Una sala blanca y vacía.
Una mujer Éndevol con bata gris extendía una carpeta.
Ni siquiera lo miraba a los ojos a pesar de tener cuatro de ellos.
“Lamentamos informarle que el interno Jarek Westernovik fue encontrado sin vida en su celda. Se ha considerado suicidio. La autopsia será confidencial por orden superior.”
Luego venía la carta. Sellada con el logo de la corporación. Una firma impresa. Una frase ridícula: “Sentimos su pérdida. La cremación ha sido cubierta como gesto de buena fe.”
Buena fe.
Los mató la buena fe.
Siguiente puerta.
“Isla.”
Su hija.
La maldita.
La traidora.
La habitación estaba cubierta de espejos rotos. Y en medio, una escena congelada: Una chica llorando, gritando que había sido su hermano, que la había tocado, que tenía miedo.
Unos oficiales de PEACE asintiendo.
La madre en shock.
El padre gritando que no podía ser.
Pero ella mentía.
Wéstern lo supo siempre.
Solo era una excusa. Una salida para cubrir su relación con un tipo que le doblaba la edad. Un imbécil con un auto brillante y una sonrisa de mierda.
Wéstern lo había investigado.
Tenía antecedentes.
Nadie hizo nada.
Y la hija desapareció.
Ni una carta. Ni una disculpa.
Solo el hueco.
Otra puerta.
“Esposa.”
Wéstern titubeó.
La abrió con lentitud.
Un cuarto sin color. Una mujer sentada en una silla, mirando al vacío. No hablaba. No lloraba. Solo fumaba. Uno tras otro.
A veces dormía sentada. A veces hablaba sola. Y cuando Wéstern intentaba hablarle, solo recibía silencio.
El rostro vacío. La mirada muerta.
La esposa no murió. Solo dejó de estar.
Wéstern estaba de pie en medio del pasillo. Las luces parpadeaban, como si el mundo mismo tuviera miedo de mostrar más. ¿En qué momento había caído tan bajo? No se movió. No podía.
Porque ahora todo le cayó encima como una avalancha. Su hijo. Su hija. Su mujer. Su vida.
Y él.
Wéstern, el idiota que lo creyó todo.
El que juró que el uniforme lo protegía.
Que la PEACE tenía honor.
Que la verdad saldría a la luz.
“Mi hijo murió en prisión…”
Lo dijo como si alguien lo escuchara.
Su voz fue rasposa, arrancada desde el pecho.
“Por algo que no hizo.”
Apretó los dientes.
Un escalofrío le recorrió la columna.
“Mi hija se largó.”
Sus nudillos crujieron al cerrarse.
“Mi esposa… Ni siquiera habla ya. No sé si es por vergüenza o porque está muerta por dentro.”
El pasillo se encogió.
Las puertas crujían.
Todo parecía más cerca, como si la culpa respirara por las paredes.
El eco devolvió sus palabras.
Desfiguradas.
Multiplicadas.
“Mi vida se fue a la mierda…”
Y rió.
Pero fue seco.
Como si escupiera.
“Y yo creí que podía ignorarlo…”
Tiene que haber una salida.
Lo pensó por tercera o cuarta vez, o quizás por milésima.
El tiempo no existía ahí.
No había relojes.
No había ventanas.
No había cielo.
Solo puertas.
Y detrás de cada una: él mismo, triturado por el pasado.
Caminó. Sus botas golpeaban el suelo rojo con un eco denso, como si pisara sobre carne endurecida.
No podía dejar de pensar en Jude.
¿Habían chocado?
¿Se había salido de la carretera?
¿Era esto la muerte?
¿O solo la Centropatía comiéndole el cerebro?
Y sin embargo… qué bonita alucinación. Estaba ordenada. Era lógica. Cada puerta con un nombre, cada habitación con un recuerdo. Lo habían encerrado en una arquitectura de su propia miseria, y eso, al menos, era más comprensible que el mundo real.
Se detuvo frente a otra puerta.
“Aniversario.”
El nombre lo hizo parpadear.
Abrió.
Y fue como entrar en una fotografía vieja, una de esas que guardaba en el fondo de un cajón, sin atreverse a mirarla desde hacía años.
Su hijo, con cinco años, envuelto en serpentinas de papel. Su hija, apenas una bebé, balbuceando mientras su madre le limpiaba la boca con una servilleta.
Su esposa reía.
Esa risa… No era una carcajada, no. Era suave, dulce. Wéstern la escuchaba y por un segundo olvidaba que eso era una memoria.
Se sintió tentado a quedarse.
La habitación olía a pastel y cerveza barata.
Había música de fondo.
Todo estaba iluminado con una luz cálida que jamás había vuelto a ver desde entonces.
Pero tuvo que salir. El recuerdo era tan brillante que dolía. Siguió caminando.
Otra puerta.
“Silencio.”
La abrió.
Su esposa estaba sentada en el borde de la cama.
No lloraba.
Solo miraba al suelo.
Wéstern hablaba.
Le decía que lo lamentaba.
Que harían todo para entender qué había pasado. Que Jarek saldría, que Isla diría la verdad, que todo se arreglaría.
Pero ella no respondía.
Sus ojos no se movían.
El silencio se volvió físico.
Una niebla pegajosa que cubría la habitación. Y entonces otra puerta apareció al lado.
“Última palabra.”
La abrió.
Su esposa, sentada en el mismo borde de la cama. Esta vez, giró la cabeza lentamente. Lo miró. Y dijo solo una palabra: “No.”
Eso fue todo.
Fue la última vez que habló.
Desde entonces, fumaba, comía poco, a veces dormía. A veces ni eso.
Wéstern la dejaba existir. La cubría con una manta si temblaba.
Le dejaba comida en la mesa.
Pero no intervenía.
Porque no sabía cómo.
Y la siguiente puerta fue una trampa. Apenas se acercó, se abrió sola. Y las voces comenzaron.
“¿Por qué no hiciste nada?”
“¿Por qué?”
“¿Dónde estabas mientras ella se rompía?”
“¿Y tú? ¿Acaso no te gustó la excusa de estar destruido para no ayudar a nadie?”
Las paredes se doblaban. Los techos se curvaban. El pasillo se retorcía como intestino ardiente.
“¡Yo no sabía qué hacer!” Gritó.
“Mentira.”
“No soy terapeuta. No soy psiquiatra.”
“Solo eras su esposo.”
“¡La Corporación me jodió! ¡Me quitaron todo!”
“Y tú te dejaste quitar incluso lo que te quedaba.”
“¡NO ES MI CULPA!” Rugió, con una furia que parecía arrancarle las vísceras.
Pero no lo escuchaban.
O quizás sí, pero les daba igual.
Las voces seguían.
“Jude está mejor contigo… ¿o solo está más lento en caer?”
“¿Qué vas a hacer cuando él también muera?”
“¿Vas a ponerlo en una de estas habitaciones también?”
Wéstern cayó de rodillas.
No por el cansancio.
Ni por el miedo.
Por vergüenza.
Porque lo que decían era verdad.
Al menos en parte.
No había salvado a su hijo.
No había protegido a su hija.
No había sostenido a su esposa.
Y ahora tenía a Jude durmiendo en el asiento de una camioneta mientras él mismo vagaba por los pasillos de su propio fracaso, sangrando, quebrado, débil.
Wéstern se sentó en medio del pasillo. Las paredes pulsaban. Las puertas murmuraban. Las voces no paraban.
“¿Cuándo te convertiste en lo que odiabas?”
“¿En qué momento cruzaste la línea?”
“¿Eres tan distinto a los bastardos que arruinaron tu vida?”
No respondía ya.
Solo respiraba. Fuerte. Profundo. Y con cada inhalación, estaba más cerca del colapso. Porque ya no sabía si seguía conduciendo o si estaba muriendo. Porque no recordaba cómo se salía de ahí. Porque ni siquiera sabía si quería salir.
En algún rincón, escuchó el zumbido de la camioneta. Una vibración lejana, como una mosca contra una ventana sellada.
El mundo real llamaba.
Pero él no podía contestar.
“No estoy a salvo de ser también una mierda de persona.”
La frase flotó en su boca como una confesión amarga.
Las preguntas seguían.
“¿Dónde estabas?”
“¿Dónde estabas cuando Marizya lloraba en el baño?”
“¿Dónde estabas cuando su sonrisa desapareció?”
“¿Dónde estabas cuando su alma se quebró?”
Wéstern no respondía.
Ya no gritaba.
Solo respiraba, con la cara entre las manos, encorvado como un animal herido en la penumbra del pasillo rojo.
“¿Dónde estabas?”
“¿Dónde estabas?”
“¿DÓNDE ESTABAS?”
Wéstern sabía la respuesta.
Estaba ahí, trabajando, con el uniforme blanco y azul claro de la PEACE bien planchado, con la pistola de servicio al cinto, y con el rostro frío como lo exigía el reglamento. Estaba en patrullas, en informes, en arrestos. Estaba atrapado en un laberinto externo mientras otro, más importante, se derrumbaba en casa. Marizya era la persona que más había confiado en él.
Y él no supo qué hacer con esa confianza.
La dejó caer como una copa demasiado delicada para sus manos torpes. Cuando ella empezó a cambiar, Wéstern se convenció de que era temporal. Se dijo a sí mismo que todos se ponían tristes.
Que el tiempo lo arreglaba todo.
Que su deber era no desmoronarse.
Porque eso le habían enseñado.
En los 23 años de servicio, lo adiestraron a aguantar.
A no llorar.
A contener.
A seguir caminando con la espalda recta aunque dentro se estuviera quemando vivo.
¿Cómo iba alguien así a consolar a Marizya? ¿Cómo podía alguien lleno de represión sostener a una mujer hecha de verdad y emoción cruda?
No podía.
Y no lo hizo.
Solo seguía saliendo temprano.
Volvía tarde.
Le dejaba comida servida.
La abrazaba cuando ella lo pedía, pero sin saber si lo hacía bien.
Le decía “todo va a estar bien” con la convicción hueca de quien necesita creerlo más que la otra persona.
Y mientras él sobrevivía… Ella se iba muriendo.
No de golpe.
No con un escándalo.
Sino en silencio.
Un apagón lento de luces interiores. Como una flor que se va secando en una casa sin ventanas.
Wéstern apretó los dientes.
Las voces se callaron.
Y en su lugar, apareció una puerta.
Solitaria.
Sin marco decorado. Solo una palabra escrita en tinta negra: “Suicidio.”
Wéstern frunció el ceño.
No recordaba algo así.
No en su vida.
No en sus recuerdos.
Se levantó, tambaleante.
Tocó la manija.
Y la abrió.
El aire olía a hierro quemado.
Adentro no había una escena.
Había varias.
Marizya colgada de una viga.
Marizya sumergida en una bañera con los ojos abiertos.
Marizya tirada en el suelo, con espuma en la boca.
Marizya con las muñecas abiertas, mirando al techo.
Marizya rodeada de cables y luz parpadeante.
Marizya en una cama, inmóvil, azul.
Wéstern retrocedió.
“No… no pasó así…”
La habitación lo ignoró.
“No pasó.” Repitió, con la voz rota.
Las Marizyas lo miraban.
No con odio. Ni con tristeza. Sino con esa clase de ternura que duele. Como si dijeran: “Está bien. Te entiendo. Aun así, me dejaste sola.”
Wéstern cerró la puerta de golpe.
Temblando. Sudando. Como si hubiese salido de una sala criogénica con el corazón abierto.
Cerró los ojos.
“Recuerda…” Se susurró. “Recuerda a la verdadera Marizya.”
No la muerta en vida.
No la que se apagó. No las posibles muertes imaginadas.
La real.
La de antes. La que le robó el aliento la primera vez que le sonrió con esos ojos, tan vivos, tan suyos. La que se reía cuando cocinaban juntos y tiraban harina por accidente. La que bailaba descalza en la sala con los niños mientras la música vieja sonaba. La que le besaba la espalda sin decir palabra cuando él llegaba de una patrulla difícil.
Esa Marizya.
La del primer “te amo”.
La del primer “todo irá bien” que sí creía.
“Marizya…” Susurró.
Pero incluso esos recuerdos eran interrumpidos por voces.
“¿Por qué necesitás pensar en la versión feliz para soportar la real?”
“¿No ves que es otra forma de escapar?”
“¿Crees que sirve de algo recordarla riendo si nunca estuviste cuando lloraba?”
Wéstern apretó los ojos.
No.
No.
No.
Pero no podía negarlo.
Era cierto.
Siempre fue mejor huyendo que ayudando. Y eso, eso era lo peor de todo. Porque la amaba.
Dios… cómo la amaba.
Y aun así, la falló.
“No sé cómo ayudar…” Susurró, por fin, con la voz completamente quebrada. “Nunca supe…”
Y en ese momento, entre las puertas, una más se iluminó. No decía nada. Solo brillaba, como si lo invitara a intentar. Tal vez… no a cambiar el pasado. Pero sí a dejar de ignorarlo.
Wéstern dio un paso. Y otro.
Las voces seguían.
Las preguntas seguían.
“¿Qué pasa si Jude está en peligro?”
Wéstern apretó los puños.
Porque no sabía dónde estaba.
Porque seguía dentro de este laberinto mental, perdido, encerrado en su propia cobardía mientras allá afuera… Jude podía estar desangrándose.
Muerto.
Solo.
“¿Qué vas a hacer con él?”
“Cuidarlo.” Respondió, casi con rabia.
“¿Y si cae herido?”
“Entonces cargaré su cuerpo. Hasta donde sea… Aunque esté sangrando… Aunque esté llorando… Aunque esté maldiciéndome…”
“¿Y si se está muriendo?”
“Moriré con él si tengo que hacerlo. Pero no lo voy a dejar solo.”
El pasillo se oscureció.
Las luces titilaron, como si la propia estructura mental estuviese al borde del colapso. Las puertas vibraban. Los muros se agrietaban. Y entonces llegó la más cruel de las preguntas:
“¿Y por qué no regresaste por Marizya?”
El silencio fue brutal. Pesado. Imposible de sostener. Wéstern sintió cómo se le partía el pecho desde dentro.
“¿Por qué a Jude sí y a ella no?”
“¿Por qué esta vez sí? ¿Por qué ahora sí decides sentir?”
“¿Dónde estuvo ese valor cuando tu esposa lloraba en silencio cada noche?”
Wéstern bajó la mirada.
No podía mentirse.
No podía defenderse.
“Porque ella ya no estaba.” Susurró. “Porque cuando quise volver… ya era tarde. Porque me mentí tanto tiempo que cuando quise hablarle… ya no tenía palabras. Porque Jude aún tiene tiempo. Porque él todavía no está perdido. Porque quiero salvarlo."
Entonces, obedeciendo al eco de esa confesión, una nueva puerta se materializó ante él.
Diferente.
Más estrecha, más alta.
Con un brillo suave, anaranjado, cálido… pero inquietante.
"LUZ ROJA."
El letrero titilaba como un letrero de neón al borde del colapso.
Wéstern tragó saliva.
Y entró.
La habitación era pequeña.
Sin techo.
Todo rojo, pero bañado por una luz tenue.
Y al centro… Un sofá verde.
Curvo. Desgastado. Y sobre él… Jude.
Vestido con ese traje ridículo, negro, de conejita. Sentado de lado. Rodillas cruzadas. Brazos delgados.
Lo miraba como si lo estuviera esperando. Pero no hablaba.
Wéstern tampoco.
Porque no hacía falta.
Recordaba. Recordaba sus propias palabras, como si estuvieran talladas en la pared: "Vine aquí a comprar un poco de cariño. ¿Te das cuenta de lo patético que es eso?"
Y la voz de Jude, frágil en su momento: "No eres… patético."
Esa frase aún le quemaba.
Porque era mentira.
Porque él sí se sentía patético.
Porque en mucho tiempo nadie lo había mirado así.
Como si aún tuviera valor.
Como si no fuera una ruina andante.
Wéstern dio un paso.
Y otro.
Pero Jude seguía sin moverse.
Solo lo miraba.
Sin parpadear.
Sin sonrisa.
Solo… esperando. Y entonces, otra voz habló.
“¿Por qué no me respondes?”
La pregunta flotó como una piedra cayendo en agua calma. Wéstern se congeló. No sabía a dónde mirar. No sabía si debía hablar. O si era otra ilusión.
Pero el suelo… el suelo empezó a quebrarse.
CRACK.
Las baldosas rojas se resquebrajaban. Las grietas se abrían como bocas. Todo empezaba a temblar.
“¿Por qué no me contestás, Wéstern?”
La voz era de Jude.
Auténtica. Presente. Repetía. Insistía.
El sofá desapareció.
El suelo cayó.
Y Wéstern cayó con él.
Todo fue negro.
Hasta que…
¡CLAC!
Una bofetada le llegó como un rayo. Seca. Con miedo.
Wéstern abrió los ojos de golpe.
Tosió.
Estaba en la camioneta.
Con el olor a cigarrillo barato.
La consola con parpadeos débiles.
Afuera… LA CUNA.
El neón parpadeante aún en la fachada. Y frente a él… Jude.
Respirando agitado. Mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
El rojo del laberinto seguía titilando en sus pupilas, como si se hubiese quedado atrapado detrás de sus ojos.
Jude lo miró. No dijo nada. Solo lo miró. Como la primera vez. Como si quisiera preguntarle todo de nuevo. Y Wéstern… solo lo miró de vuelta. Sin hablar.
Wéstern lo miraba. No podía dejar de mirarlo. Los ojos de Jude, enrojecidos, húmedos.
Con la respiración aún agitada. Su ropa arrugada, como si hubiese estado moviéndolo con desesperación.
¿Era real?
¿Esto era real?
Extendió la mano.
“Pará…” Susurró Jude, ladeando el rostro.
Wéstern lo tocó igual. Le acarició la mejilla. Luego lo pellizcó en el hombro.
Jude le soltó un manotazo seco.
Le dolió. Pero se rió, con una risa ronca, hueca, incrédula.
“Tenía que asegurarme…”
“¿Asegurarte de qué?”
“De que no eras otra ilusión. Otra puerta. Otro… otro laberinto.”
Jude frunció el ceño. “¿De qué carajo estás hablando?”
Wéstern apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento. Respiró hondo. Y se quitó los lentes tornasolados, guardandolos dentro de uno de los muchos bolsillos de su gabardina.
“Estaba atrapado. En mi cabeza. Un lugar lleno de puertas… de recuerdos… de voces. Vi a Marizya. Vi a mis hijos. Vi… cosas. Horribles. Pensé que había muerto. O que ya no iba a despertar nunca más. Que me iba a quedar ahí, como un maldito cobarde. Como siempre.
Jude se quedó en silencio, con el ceño aún fruncido, pero con la expresión suavizándose poco a poco.
“¿Hace cuánto estoy así?” Preguntó Wéstern, volviendo la vista hacia él.
Jude suspiró, cansado.
“Me desperté cuando nos estacionamos afuera de la CUNA. Tu ya estabas así. Quieto. Respirando, pero… ido. Llevo al menos veinte minutos intentando despertarte.”
“¿Veinte minutos? ¿Nada más?”
“No.” Jude lo miró, con una mezcla de duda y preocupación. “El trayecto duraba cuatro horas, Wéstern.”
El mundo pareció tambalearse.
Wéstern se enderezó.
“¿Cuatro…?”
“Sí, más o menos. Del astillero ese hasta acá. Cuatro o tres horas.”
Un vacío helado se instaló en el estómago de Wéstern.
“¿Quién estaba al mando entonces…?” Musitó. No era una pregunta para Jude. Era para sí mismo.
Había estado ausente.
Horas enteras.
Encerrado en un purgatorio de recuerdos y voces.
Y su cuerpo había seguido adelante, sin él. ¿Quién lo había conducido? ¿La costumbre? ¿El piloto automático de un soldado quebrado? ¿El dolor?
No lo sabía. Y eso lo asustó más que todo lo que vio allá adentro.
Giró el rostro hacia Jude.
Lo miró.
De verdad lo miró.
Tenía ojeras. Pero estaba ahí. Entero. Esperando. Despierto.
Y Wéstern… Wéstern no supo qué más hacer.
Se inclinó.
Y lo abrazó.
Fuerte.
Desesperado.
Como quien abraza una cuerda antes de caer.
Jude tardó unos segundos en reaccionar, pero no se apartó. Le palmeó la espalda con torpeza.
“Gracias…” Murmuró Wéstern, con la voz apagada.
“¿Por… qué?”
“Por estar. Por traerme de vuelta.”
El silencio se acomodó entre los dos. No había palabras fáciles después de todo eso. Ni preguntas sin filo. Solo la respiración. Y en algún rincón, en la grieta que se abrió en su mente, Wéstern sintió algo.
No era alivio.
No era paz.
Era otra cosa.
Un paso.
Una escalera.
Un escalón más profundo hacia su propia locura…
…y, quizá también, hacia algo que se parecía a la redención…
CLACK.
El sonido seco del metal contra metal rebotó en la sala como un disparo mal amortiguado.
La Interfaz Neural, aún manchada de sangre seca y con fragmentos de tejido cerebral adheridos, quedó rodando sobre el escritorio metálico de la Baronesa. Un hilillo de líquido viscoso se deslizó por una de sus esquinas cromadas.
“Ya está.” La voz de Wéstern sonó hueca, sin inflexión, como si hubiese sido pronunciada desde el fondo de un pozo.
La Baronesa lo observó en silencio. Ni siquiera había parpadeado. Su máscara de respiración filtraba cada exhalación con ese zumbido leve, casi sensual.
Sus ojos, lechosos, inmóviles, descendieron con calma hacia el objeto. Luego al rostro de Wéstern. Y luego al de Jude.
“Mmmh…” Ronroneó. “Por los cortes en la mejilla, los moretones en los brazos, y ese temblor apenas perceptible en el hombro izquierdo de Jude… diría que fue una velada encantadora.”
Jude cruzó los brazos. La chaqueta le quedaba mal. Rota en la manga derecha. Con sus labios partidos.
No dijo nada.
Solo tragó saliva.
Wéstern tampoco respondió. Se limitó a quedarse de pie, delante del escritorio. Imponente. Recto. Con la mirada perdida justo encima del hombro de la Baronesa, como si allí hubiera una mancha en la pared, más importante que toda la conversación.
“¿Y la traidora?” Preguntó la Baronesa, como quien pide el resumen de un libro que no piensa leer jamás.
“No la va a necesitar.” Wéstern ladeó la cabeza, con una sonrisa torva. Su voz recuperó un mínimo de su tono habitual. “Lo que quedaba de su cara… tampoco.”
Los cuatro guardias de la sala se mantuvieron inmutables. Uno de ellos giró el cuello, como si la frase hubiese sido lo suficientemente gráfica para imaginarla en alta definición.
“¿Y tú?” La Baronesa miró a Jude, dejando que el silencio se alargara con esa clase de sadismo que parecía disfrutar. “¿Sobreviviste bien al espectáculo? ¿O estás considerando cambiar de rubro? Quizá cocina…”
Jude apretó la mandíbula. Sus ojos estaban hundidos en la sombra. No respondió. La Baronesa emitió algo parecido a una risita modulada por su máscara.
“Siempre me ha parecido fascinante ver cómo las cosas dulces se derriten… lento. Bueno. Pago confirmado. Ocho mil quinientos cada uno…” Anunció, sin grandilocuencia.
Sus ópticas brillaron naranjas un segundo, y un haz de transferencia se disparó de su Interfaz Neural directo a la Interfaz Neural de Wéstern.
Un parpadeo azul sobre su sien confirmó la recepción. Ni un gracias. Ni un gesto. Solo el peso del crédito acomodándose en su sistema.
“Ahora si no les molesta… tengo otros asuntos que requieren mi atención. Por ejemplo, decidir qué hacer con los restos de la mujer que ustedes… desensamblaron.”
Wéstern asintió.
“Le recomiendo incinerarlos…”
Giró sin esperar respuesta. Jude lo siguió en silencio. Los zapatos de ambos chasquearon sobre el suelo metálico, apagados por la densidad del aire. La sala no los detuvo. Nadie dijo nada. Ni una burla. Ni una amenaza. Solo el sonido de la puerta hidráulica abriéndose. Y cerrándose…
Olor a aceite, cloaca, y ozono.
Wéstern encendió un cigarro apenas entrar. Lo mordía sin ganas. No lo disfrutaba.
Jude subió sin hablar. Cerró la puerta.
Silencio.
Solo el sonido del encendedor y el primer trago de humo. Wéstern ajustó el cinturón. Miró hacia adelante. Se frotó los ojos.
Jude lo miró de reojo, por fin rompiendo el silencio:
“¿Estás bien?”
Wéstern no respondió.
Solo soltó una calada más profunda, con los ojos fijos en el horizonte urbano.
“Sí…” Dijo, finalmente. “Solo tengo que pasar por casa.”
Jude bajó la mirada.
“Solo quiero saber si Maryzia está bien… no le he puesto atención estos días…” Pensó.
El motor rugió. Y la camioneta se perdió entre la niebla y los puentes colgantes del subnivel.
Wéstern no hablaba. Fumaba en silencio, con una mano sobre el volante y la otra colgando del borde de la ventanilla, donde el humo escapaba en espirales fugaces.
Sus ojos, rojos, parecían fijos en algo más que la carretera. No en los charcos, ni en las luces bajas de los camiones, ni siquiera en los drones de tránsito que zumbaban entre los cables del sector. En otra cosa. Algo que solo él veía.
Jude no preguntó.
No lo interrumpió.
Simplemente se inclinó hacia la parte trasera de la camioneta, rebuscando entre bolsas y trapos hasta encontrar la que tenía el logo anaranjado de Nestrant, estampado contra el plástico negro opaco.
La jaló hacia su regazo y la abrió.
Adentro, protegida entre dos prendas dobladas, estaba una revista de lujo con cubierta brillante: Noterco Menswear Nº 43. Jude la apartó con cuidado, y sus dedos tocaron el nuevo suéter.
Lo sacó lentamente, como si valiera más que la camioneta entera.
Era negro carbón, con costuras reforzadas, remaches discretos en los hombros y una capucha de doble capa con interior gris ceniza. Sobre el pecho izquierdo, en letras grandes y nítidas, decía NESTRANT con relieve de tinta mate. La tela era gruesa, texturizada, y olía a almacén caro.
Un suéter diseñado para resistir una tormenta eléctrica o una fuga de ácido ligero. Pero con estilo.
Sacó también el pantalón de Nestrant, de un gris mineral, con paneles reforzados en las rodillas y costuras visibles como si fueran cicatrices estéticas. Era una talla más grande, lo que le daba una caída relajada, con onda callejera.
La camiseta interior era blanca con costuras dobles negras y un pequeño logo de Nestrant sobre la clavícula izquierda.
Simple. Eficiente. Elegante. Pero antes de ponérsela, Jude se quitó la ropa sucia.
No parecía tener prisa. Tampoco vergüenza. Primero desabrochó el pantalón, y mientras lo deslizaba por las piernas, se notaban los pequeños moretones en los muslos, de distintos colores, algunos viejos, otros recientes. Uno en particular, más azulado, tenía la forma de una hebilla.
No dijo nada.
Wéstern lo observó con una ceja alzada.
“¿Y esto qué es? ¿Un desfile?”
Jude se giró un poco, todavía en boxers ajustados negros, y sin querer, o queriendo, lo flasheó con media nalga.
“Perdón, data, se me olvidó el telón.” Respondió con una sonrisa lateral.
Wéstern rió por la nariz, negando con la cabeza.
Jude, sin apurarse, estiró la camiseta para que se aireara, y se sacó también la camisa interior que tenía puesta, quedando con el pecho al descubierto. Lo cruzó con su cola larga de plumas rosadas, que envolvió su torso como si fuera una estola improvisada. No por pudor, sino por costumbre.
En su espalda, una cicatriz curva recorría el omóplato derecho. Como un latigazo que nunca terminó de sanar bien.
Cerca del cuello, otra marca, más pálida y dentada, parecía obra de una mordida.
Wéstern no dijo nada durante un momento. Luego rompió el silencio, con una voz más seca.
“¿Ese de la espalda fue cliente?”
Jude dudó, girando un poco para verse en el retrovisor. Luego asintió.
“Sí. Uno al que no le gustaba que le dijeran ‘no’.”
“¿Y le dijiste ‘no’?”
“Le dije ‘no gracias’.” Respondió, encogiéndose de hombros. “Aprendí que hay formas de decir que no que molestan más que un escupitajo.”
Se quitó también la camisa interior vieja, quedando con el pecho al descubierto.
Luego se bajó los boxers. El momento fue breve, pero evidente. La cola de plumas rosadas le cubría apenas el coxis, y el resto quedó a la intemperie durante unos segundos que a Jude no parecieron importarle.
Wéstern levantó una ceja otra vez. “¿Quieres avisar la próxima vez que vas a liberar a la criatura?” Gruñó.
¿Qué pasa? ¿Te intimida mi Titán Magnolia?” Contestó Jude, sin inmutarse mientras buscaba la camiseta.
“Eso es un Redska, no un Magnolia.”
Jude rió bajito.
“Tal vez. Pero es encantador.”
Wéstern negó con la cabeza.
“Eres un enfermo.”
“Y tu un amargado. Buen combo.”
Y se subió el pantalón gris con un gesto elegante. Cerró el broche, se ajustó la cinturilla, y se volvió a sentar en posición normal.
“¿Y la marca en el cuello?”
“Ese me gustaba.” Dijo Jude, sin más. “Fue consensuado.” Se puso la camiseta blanca limpia, y encima el suéter negro. Luego se sentó mejor, ya con el nuevo conjunto puesto.
Sacó de la bolsa los pequeños cosméticos que había comprado. Un pintalabios rojo quemado, un delineador negro, y un pequeño frasco de pintauñas metálico color amatista.
Sacó el espejo de bolsillo que también había comprado.
Se acomodó de perfil contra la ventana y comenzó con los labios. Dos pasadas, sin apuro. Luego delineó los párpados con precisión sorprendente para la inestabilidad del trayecto.
“Si te llega a caer delineador en el asiento, te lo vas a comer.” Dijo Wéstern, con el tono justo entre serio y burlón.
“Ya me tragué cosas peores…” Contestó Jude, sin siquiera parpadear, mientras terminaba de repasar el contorno.
Hubo un breve silencio.
Wéstern rió. Fue más un resoplido que otra cosa. Pero no sonó cínico.
Jude dejó el delineador en el bolsillo interior del nuevo suéter, y abrió la pintura de uñas. Se la aplicó con cuidado, primero en la mano izquierda, luego en la derecha, haciendo malabares con el frasco. No le quedó perfecto.
Mientras soplaba para secarse las uñas, desvió la mirada a la revista de Noterco, que había dejado sobre las piernas.
Pasó la primera página.
En la doble central, un modelo de piel sintética roja posaba con un traje translúcido sobre una armadura de tejido reforzado. El título decía: “POST-HOMBRE: Elegancia sobre la Máquina”.
En la siguiente, un desfile de lentes gigantescos, cortes de cabello, pantalones con cremalleras verticales y tejidos antidesgarro. Chaquetas que parecían envoltorios de caramelos nucleares. Botas de poliuretano negro que llegaban hasta el muslo.
Jude las miró con atención. Como quien estudia una carta de navegación para un lugar al que jamás lo invitaron.
Pasó otra página.
Pensó que debía haber comprado dos pares de gafas de sol, no pensó que se los romperían tan rápido.
Ahora estaba viendo una nota de dos páginas sobre la colección 'Ciudad Devastada', inspirada en la ropa de obreros de guerra.
La modelo Éndevol en la foto tenía el cuerpo cubierto de cicatrices falsas. En la descripción, lo llamaban “poesía textil del trauma urbano”.
“¿Esto te parece real?” Preguntó Jude, levantando la revista.
“Me parece una idiotez de ricos que nunca han tocado un arma.” Respondió Wéstern.
“Me gustaría tener ese abrigo. El de la página 22. El largo.”
“Ese no es un abrigo. Es una bandera con mangas…”
“Por eso me gusta.”
Wéstern no contestó.
En algún momento, Jude se quedó mirando una sola imagen por largo rato.
Un modelo Phyleen de ojos celestes y mentón perfecto, con un abrigo rojo y guantes de cuero blanco, caminando bajo una tormenta simulada.
La frase que lo acompañaba decía:
“No es escapar. Es llegar mejor vestido al desastre.”
Jude no sabía si eso lo hacía sentir mejor o peor. Pero sonrió igual.
Pasaron sin detenerse. Apenas una pareja de trabajadores saltó al andén cuando la camioneta pasó a toda velocidad.
Wéstern ni se inmutó. Las ruedas se ajustaron solas al cambio de inclinación.
La rampa hacia la superficie era una espiral vertical asistida por soportes hidráulicos.
A medida que subían, el aire se volvía más seco.
Desde el parabrisas, Jude miraba cómo la luz de neón de los niveles bajos se iba diluyendo en la bruma artificial de la ciudad alta, como si salieran del vientre de una bestia y emergieran a un mundo de piel metálica.
Arriba, los edificios eran más limpios. Más rectos. Menos humanos…
La camioneta se estacionó en una calle lateral con luces tenues.
Era una zona de viviendas públicas viejas, con paredes de concreto decoradas por errores de fábrica, humedad en las esquinas y plantas Filtratubos que crecían como parásitos del concreto.
Wéstern apagó el motor con un suspiro largo, como si el cuerpo le doliera desde antes de moverse.
“Listo… Llegamos…”
Jude no contestó. Guardó los cosméticos en una la bolsa y acomodó su ropa vieja en el asiento trasero.
Ambos salieron. El aire olía a óxido tibio y a tormenta.
La puerta de su casa era opaca, vieja, pero aún funcionaba. Sin mirar atrás, Wéstern la abrió con un comando mental, y la cerradura soltó un clic que sonó más a fatiga que a tecnología.
La puerta bronceada se deslizó hacia un lado. El interior estaba en penumbra.
Jude entró detrás de él.
Nada estaba fuera de lugar.
La mesa frente a la holopantalla con las marcas de ceniceros. El sofá desgastado. La foto familiar en el estante. El abrigo colgado detrás de la puerta, como si alguien fuese a salir en cualquier momento.
Wéstern se quedó de pie, en medio del pasillo, respirando despacio.
Jude frunció el ceño.
“¿A qué vinimos?”
Wéstern respondió sin mirarlo:
“A ver a mi esposa.”
El silencio cayó, espeso.
Jude parpadeó.
“La mujer Turvau…” Prosiguió Wéstern, con tono seguro, distraído. “Estaba aquí el otro día. Sentada en el sofá. Te la presenté.”
Jude alzó una ceja. Dio un paso hacia atrás.
“Mirá… puedo ser muchas cosas, pero no tengo mala memoria. Cuando vinimos esa vez… no había nadie más aquí.”
Wéstern giró la cabeza.
“Estaba ahí. Justo ahí.” Señaló el sofá. “Con la bata roja. Siempre se sienta ahí.”
Jude lo miró en silencio. Luego desvió la mirada. Algo estaba mal. Muy mal.
“Mejor sentate. No va a tardar.” Dijo Wéstern, mientras subía las escaleras.
Jude no dijo nada. Se quedó de pie unos segundos, apretando los puños. No entendía. Pero tampoco quería empujar. Algo dentro de él le decía que esto no era una conversación, sino un campo minado.
Arriba, los escalones crujieron bajo el peso de Wéstern. Uno, dos, tres… hasta llegar a la habitación.
La puerta estaba entreabierta.
La habitación matrimonial. Ordenada. Fría. La cama tendida. Las almohadas en su lugar. El espejo cubierto con una manta oscura. Una habitación sin vida, congelada en el tiempo.
En el buró, una hoja doblada.
Blanca. Con una mancha seca en una esquina.
Wéstern se acercó. La miró con la misma sensación con la que uno ve una trampa de osos. Su nombre estaba escrito en la portada, con la letra familiar de Marizya.
La abrió.
Y entonces…
"Perdoname por no esperarte."
La memoria se le rasgó. Como un papel viejo. Wéstern retrocedió un paso. Pero no soltó la hoja. Su mente crujió. Algo se partió en el fondo de su conciencia.
"Perdoname por no haber sido más fuerte. Por no poder quedarme. Por no poder fingir."
La imagen llegó. Súbita. Cruel.
El cuerpo. Colgado en el pasillo.
La bata roja. Los pies suspendidos. El rostro morado. Los ojos abiertos.
Un grito. No sabía si era suyo o de otra vida. El sonido de algo cayendo. Su rodilla contra el suelo. Las manos temblorosas.
"Vivimos cosas que nadie debería vivir. Yo las sobreviví, pero nunca las superé."
Recordó sus pensamientos marcando el número de emergencia. La voz al otro lado. El nudo en su garganta impidiéndole hablar. Solo podía mirar el cuerpo, colgando. Inerte. Como si no fuera real.
"Tú eras todo lo que me quedaba. Pero incluso eso comenzó a desaparecer cuando llegaste con esa mirada, esa forma de hablarle al mundo. Sabía que no eras el mismo."
Wéstern cayó de rodillas.
La carta temblaba entre sus dedos.
El cuarto se volvió gris. Borroso.
"La guerra te comió por dentro. Yo también me rompí, pero tú... Tú ya no estabas."
Y ahí estaba él, en el recuerdo, arrodillado frente al cuerpo de Marizya. Aferrándose a sus piernas. Llorando como un niño. Suplicando. Repitiendo su nombre una y otra vez, como si eso pudiera invocarla.
"No te odié. Nunca. Solo te extrañé. Y me dolió verte sin alma, sin luz. Me dolió sentir que tu dolor me había reemplazado."
El aire se volvió irrespirable.
Wéstern intentó pararse. Tropezó. Apoyó la frente contra el metal del buró. La carta estaba arrugada en su puño.
"Espero que algún día puedas perdonarme por no haberte esperado más. Por no poder quedarme para verte despertar."
No supo cuánto tiempo pasó.
Pero al final, ahí estaba. Solo. De rodillas. Con el cuerpo entero temblando.
La carta caída. El corazón estallado.
Y la habitación… tan vacía como siempre.
El silencio lo aplastaba…
Seguía de rodillas, con la carta arrugada en la mano como un pedazo de su propio pecho. Su cuerpo no sabía si levantarse o hundirse más. Había leído esas líneas como si lo estuvieran diseccionando.
Y aún así…
Se pasó la mano por el rostro, como queriendo borrarse los ojos, o forzarlos a despertar. Pero ahí seguía la carta. Ahí seguía la cama vacía. Ahí seguía la ausencia, tan pesada...
“No... No puede ser…” Insistió.
La carta debía ser una ilusión. Otra alucinación.
Pero no.
No esta vez.
Porque los recuerdos ya no obedecían. Porque el número exacto le vino de golpe: dos meses. Dos malditos meses desde que la encontró colgando.
Centropatía…
Ahora lo entendía. No fue su fuerza de voluntad. No fue su capacidad para seguir adelante.
Fue una amputación emocional.
Recordó cuando se “la presentó” a Jude. “Ahí está, en el sofá.” Pero el sofá estaba vacío. Siempre lo estuvo.
Recordó esas “conversaciones” en la cocina. Marizya dándole consejos, preguntando por el trabajo. Él contestando.
Pero nunca había una taza servida. Nunca un plato con migas. Todo era su voz.
Su mente había estado fabricando compañía. Sustituyendo la ausencia con un fantasma cómodo. Preciso. Silencioso.
Porque era fácil. Porque lo necesitaba. Y porque, en el fondo, lo aceptó.
Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared. La carta en el regazo, la mirada hundida.
Repasó las líneas otra vez. Una a una.
La letra de Marizya. Esa forma de hacer las “y” tan redondas. La forma en que firmaba su nombre al final con un pequeño trazo extra, como si se negara a terminarlo del todo.
Y entonces llegó la pregunta.
¿Quiero llorar?
El pensamiento lo atravesó.
No como una emoción. Sino como un juicio. Como si se juzgara a sí mismo desde fuera, como si fuera un extraño viendo a Wéstern, el hombre, sentado en el suelo con la carta de su esposa muerta y sin saber si debía romperse o seguir fingiendo que nada pasaba.
Porque siempre había sido estoico.
Porque eso era lo que PEACE premiaba.
Porque llorar era para otros.
Para los civiles.
Para los débiles.
Pero ahí estaba. Solo. Silencioso. Mirando una nota escrita por la única persona que alguna vez le creyó humano.
Y no podía más.
No era dolor. Era la culpa. La comprensión de que nunca la abrazó después de perder a los hijos. Que jamás la miró a los ojos. Que durmió a su lado sin verla realmente. Que permitió que la Centropatía le robara el derecho al luto… y lo agradeció.
Porque era más fácil.
Más fácil no sentir.
Más fácil seguir operando.
Más fácil no cargar con el cuerpo tembloroso de una esposa que lo necesitaba… y a quien él ya no supo cuidar.
“Soy un hipócrita de mierda…” Susurró.
El nudo en la garganta no fue una emoción. Fue un castigo. Una soga que subía desde el estómago. Un colapso interno.
Las lágrimas no salieron como catarsis. Salieron porque no tenía ya cómo contenerlas. Porque su cuerpo había perdido toda autoridad. Y el alma, lo poco que quedaba de ella, se quebró.
Lloró.
No como los soldados. No como los hombres entrenados para matar. Lloró como lloran los que se dan cuenta demasiado tarde. Como los que descubren que el dolor es solo el eco de una ausencia… que eligieron ignorar.
Dejó caer la carta al suelo con un susurro de papel que pareció perforar la quietud del cuarto. Se quedó ahí sin mirar nada, sin ver. Luego, apoyando la espalda en el buró. Sus piernas se recogieron, los brazos rodearon sus rodillas, y la frente descendió hasta tocar el punto entre ellas. Se hizo bolita, como un niño perdido en medio de una tormenta que no entiende. Cerró los ojos.
Y el mundo cambió.
El silencio se convirtió en rojo... No un rojo cálido, sino uno sangrante, eléctrico, vibrante, de pasillo eterno y luces intermitentes. Volvía a estar ahí. El corredor de su mente, el lugar sin lógica ni tiempo, donde lo real y lo negado se cruzaban con cuchillos de memoria que su propio cerebro le había ocultado, y que la Centropatía había distorsionado para hacerlo vivir una mentira los últimos dos meses… para “protegerlo”...
Al fondo, él mismo lo esperaba.
“¿Otra vez huyendo?” Dijo su reflejo. “¿Cuántas veces vamos a tener esta conversación?”
Wéstern no respondió. Avanzó unos pasos.
“No vas a salir de aquí con otra sandez, Wéstern. No esta vez. No te vas a inventar otra excusa de que estás cansado, de que no puedes sentir. Ya viste la carta. Ya recordaste el olor del cuerpo, la rigidez del cuello. Ya la viste. ¡Está muerta!”
Otro Wéstern dio un paso al frente, idéntico pero más vivo, con los ojos ardientes, y la voz trémula de rabia contenida.
“¿Y tú qué hiciste, oficial? ¿Fuiste a consolarla? ¿Le preparaste té? ¿Le preguntaste si pensaba en matarse cada noche, después de perder a sus hijos? ¡No! ¡Fuiste a trabajar! Fuiste a servirle a esa mierda llamada PEACE, y dejaste a la única persona que aún te amaba pudriéndose por dentro.”
La luz parpadeó. Wéstern se llevó una mano al rostro. No quería llorar. No sabía si podía.
“Yo…” Balbuceó. “No lo vi venir. No lo vi…”
“¡Porque no querías verlo!” Bramó su doble. “Porque pensar en ella te dolía. Y tú no sabes qué hacer con el dolor. Solo sabes cómo esconderlo detrás de un trabajo, un cigarro, una sonrisa sarcástica y una orden bien dada. Pero el dolor se queda. Y ahora... ahora es tarde.”
Las paredes del corredor se agrietaron, como si algo dentro de él colapsara. Wéstern se cubrió los oídos, pero las voces no paraban.
“¿Y Jude?” Preguntó el reflejo. “¿También lo vas a dejar solo? ¿Vas a arrastrarlo contigo a este infierno silencioso? ¿Crees que se merece cargar con tu sombra?”
Y entonces lo vio. A Jude.
Pequeño, flaco, con las manos temblorosas y los ojos. Su voz, burlona a veces, dulce sin quererlo, dolorosamente honesta.
Recordó su risa, sus torpes pasos cuando corría, la forma en que se iluminaba cuando encontraba algo tan simple como un espejo o una revista de moda. Recordó su voz. Recordó su vergüenza, su fuerza, sus ojos cansados. Y recordó que nunca se fue. Jude siempre estaba. Jude nunca lo abandonó.
Y comprendió.
No era su carga.
Era lo único que lo mantenía de pie.
Su ancla. Su prueba de que no era una máquina. Su risa cuando todo se caía. Su vínculo con lo poco que aún valía la pena salvar. Todos los demás estaban muertos. Marizya. Los hijos. Sus compañeros. Su dignidad. Solo quedaba Jude. Solo él.
Wéstern cayó de rodillas en su propio corredor interno. Las luces se apagaron.
Y, afuera, en el mundo real, algo tibio y firme lo rodeó. Era una cola.
Una suave presión en su espalda, y luego unos brazos delgados. Jude se había acercado en silencio, había entrado a la habitación, visto la carta, comprendido lo esencial. Y no dijo nada. No preguntó. Solo lo abrazó con todo su cuerpo, como si quisiera impedir que Wéstern se desmoronara en pedazos irreparables.
El mercenario alzó la cabeza. Con los ojos húmedos, la mandíbula floja, y la respiración irregular. Miró a Jude. Y lo abrazó también. Con fuerza. Como un hombre que se agarra al último asidero antes de caer.
“Gracias…” Susurró.
Y ahí se quedó.
No había más órdenes, ni sarcasmo, ni batallas ganadas. Solo el peso del recuerdo, y el consuelo de un abrazo.
Wéstern había bajado muchos peldaños para llegar a este momento. Muchos.
Y al fin comprendía que el dolor no se sublima con voluntad. Que algunos escalones no se suben con fuerza, sino con amor.
Y ese día, al fondo de todo, Wéstern dio el primer verdadero escalón hacia arriba…
Wéstern estaba sentado a la mesa de la cocina, con los codos apoyados y los ojos fijos en un punto muerto frente a él. Con el cuerpo firme, casi en una pose marcial, pero con los dedos entrelazados flojamente, como si no supiera bien qué hacer con ellos. No había tocado ni un cigarro, ni el café que llevaba quince minutos enfriándose. Solo escuchaba, desde atrás, los ruidos suaves de Jude cocinando.
El chico tarareaba algo sin letra, una melodía leve que apenas se sostenía. Llevaba puesto el viejo delantal blanco de Marizya, el mismo con bordes rosados y la frase impresa en letras rojas que decía: “Te cocino si tú me comes.” Le colgaba torpemente en el cuerpo más delgado, y se le movía con cada paso ágil que daba entre la alacena vacía y la estufa. Su cola se agitaba, animada, como si tuviera su propio ritmo, como si no supiera de tristezas, como si aún creyera que la comida podía salvar algo.
“Le metí lo último de la pasta negra, una pizca de polvo de alga y... eso raro que encontré en la bolsa azul.” Dijo con una sonrisa orgullosa mientras se sentaba frente a él, sirviendo los dos platos. Era una mezcla que olía sorprendentemente bien para ser casi chatarra reciclada.
Abrió el refrigerador y sacó dos Atomic-Cola, de las pocas que quedaban. Colocó una delante de Wéstern como si le ofreciera una copa de vino caro.
“No me mires así. A veces hay que celebrar que seguimos respirando.” Añadió, levantando la suya y brindando al aire, sin esperar que Wéstern hiciera lo mismo.
Eran las 5:37 PM. El reloj holográfico en la pared marcaba la hora con algunos glitches e interferencia momentánea. La calma pesaba como una tregua mal pactada. Y la fractura seguía ahí. Solo que aún no había terminado de abrirse.
Habían pasado tres días desde la “noche del colapso”. Dos días de no hablar mucho. De dormir mal. De no irse de la casa. A lo mucho, salieron para llenar el tanque de la camioneta, y una visita rápida al CyberMart, en donde Jude caminaba lento, arrastrando los pies entre los estantes como si el simple hecho de estar afuera lo incomodara. Él había tomado el control de la cocina casi por instinto, buscando en la alacena, en los cajones, incluso en la caja de herramientas.
Encontró ingredientes, objetos olvidados, sabores enterrados.
Esa noche, ambos estaban otra vez en la mesa. Cada uno con su plato frente a sí, idénticos pero opuestos. Wéstern se sentaba erguido. Jude, en cambio, con una pierna doblada en la silla y la cola colgando floja, comía con el tenedor en la mano derecha, usando la izquierda para apoyarse el rostro.
La comida no sabía mal.
El resultado era salado, con notas ácidas al final, y una textura pastosa que se pegaba al paladar, pero con un toque reconfortante. Como algo de otro mundo que, aun así, sabía a… hogar.
Wéstern masticaba lento. No por desgano, sino porque no tenía prisa. Llevaba el tenedor con movimientos precisos, casi mecánicos, tomándose el tiempo entre bocado y bocado para tragar completo antes de dar otro. A su lado, la Atomic-Cola abierta hacía ya minutos condensaba gotas en el costado de la lata. Dio un sorbo. El gas silbó al subir.
Jude comía con más ritmo. Había calentado las cucharas para que el metal no se sintiera tan helado.
“Sabe mejor de lo que esperaba…” Dijo sin mirarlo. “Aunque no sé si fue buena idea mezclar el polvo de alga con... lo otro. Creo que era algo militar.”
Wéstern apenas giró los ojos hacia él, pero no respondió. Dio otro trago. Respiró hondo por la nariz.
El silencio no era incómodo.
Jude se encogió un poco en la silla, bajando los ojos hacia su plato. Dio un último bocado, y mientras masticaba, usó la cola para golpear el borde de su silla, un tic nervioso que había reaparecido en esos días. Frente a él, Wéstern tomaba otro sorbo largo de su Atomic-Cola, dejando escapar un leve suspiro, como si el gas le limpiara los restos de pensamiento.
En algún momento, el holograma del reloj verde en la pared parpadeó. 6:12 PM. Afuera empezaba a llover.
Pero dentro de esa cocina solo estaban ellos, dos sombras enfrentadas a la rutina más humana y frágil de todas: comer algo caliente, cuando no hay nada más qué decir.
Las ópticas de Wéstern parpadearon. Azul celeste, sin vibración sonora. Una llamada directa.
El nombre del contacto titilaba en su visión interna con elegancia: “MALDITA CABARETERA”. No recordaba cuándo se lo había puesto, pero sonaba a algo que habría hecho sin pensarlo demasiado.
Suspiró. Le dio un sorbo lento a la Atomic-Cola. Aceptó la llamada.
“Ahora qué, Baronesa.” Gruñó mentalmente, sin cortesía. “¿Nos vas a poner a vender órganos?”
“¿Eso te gustaría, mi cabrón sentimental? Tengo unos clientes que pagarían una fortuna por tu hígado. Aunque dudo que funcione bien.”
“Lo justo. Habla. No tengo todo el puto día.”
La Baronesa soltó una risa suave.
“Está bien. Esta vez voy directo al punto. Nada de rodeos, Wéstern, porque esto... esto es en serio. Una Ficha. Una serie de trabajos. Coordinados. Planeados. Con estrategia. Como te gusta.”
Wéstern no respondió. Pero su pupila se contrajo, leve.
“El objetivo final.” Continuó ella. “...es un convoy. De la DCIN.”
Él soltó una risa interna.
“¿Un convoy de la DCIN? ¿Estás jodiendo?”
“¿Me ves cara de comediante?”
“Te veo cara de muchas cosas.” Masculló. “Pero ninguna tiene que ver con que esto tenga sentido.’
“Es un encargo. Y para eso hay que empezar desde antes. Este primer trabajo es solo el inicio. Un desertor. Un maldito loco que se escondió en los subniveles. Robó información. Y hay que matarlo. Fácil, ¿no?”
Wéstern ladeó la cabeza, dejando que el cigarro colgara.
“¿Y eso nos lleva al convoy cómo, exactamente?”
“Todo está conectado. Ese loco tiene claves. Claves que abren puertas que no deberíamos poder tocar. Su archivo está vinculado a los que moverán en el convoy. Si lo cazan, accedemos al primer eslabón.”
Wéstern mascó aire.
“¿Y por qué no mandas a tus jarnhitas a hacerlo?”
La Baronesa no respondió.
“¿Cuántos trabajos?”
“Cuatro. En cadena. Este es el primero. El último es el golpe al convoy. Todos tienen sus riesgos. Sus detalles. Algunos más limpios que otros. Pero el paquete completo... vale la pena.”
Wéstern levantó la ceja.
“¿Sí?”
“Ochocientos mil créditos.”
Sin cinismo. Sin sarcasmo. Solo puro cálculo.
“Repite eso.”
“Ocho. Cientos. Mil. Créditos.”
“¿Los cuatro trabajos?”
“Sí.”
Wéstern chasqueó la lengua.
“Es una locura.”
“Es la oportunidad de tu vida, Wéstern.”
“Ya tuve mi vida.”
“Y la perdiste. Como todos. Pero esta es la única forma de hacer que valga la pena.”
Wéstern cerró los ojos por un segundo. Pensó en los Créditos. Cuando volvió a hablar, su voz ya no tenía duda.
“Acepto.”
“Me encanta cuando te pones obediente.”
“Cállate.”
“Pronto te paso la Ficha de Cacería. Y no le digas a Jude. No todavía.”
“Él no es idiota.” Gruñó Wéstern.
“Tú tampoco… Pero igual me obedeces…”
Wéstern cortó la llamada antes de que pudiera seguir. La óptica volvió al tono neutro rojizo de siempre.
Se quedó allí.
“Byte. Iremos por un convoy de la DCIN.’
Jude tosió. Tosió de verdad. La Atomic-Cola que acababa de tragarle bajó en falso, tropezando con el esófago, saliéndosele por la nariz como un gas picante que lo hizo levantar la cabeza con los ojos abiertos como si hubiera inhalado veneno.
“¿Qué... qué dijiste?” Logró articular entre jadeos, golpeándose el pecho con el puño.
Wéstern no lo miró. Partió la pasta negra con el tenedor, la giró en el tenedor y se la llevó a la boca como si nada.
“Un… convoy… De… la DCIN… El último trabajo.”
Jude se quedó en silencio unos segundos. Sus orejas temblaban, y su cola, que antes se agitaba distraída, ahora estaba tensa como un cable de acero, todavía procesando si lo había entendido mal, si era un chiste cruel, o si se trataba de una hipérbole... pero no. Era Wéstern.
“¿Estás... estás hablando en serio?”
“¿Me viste reírme?”
“Pero a veces dices cosas que... no, no, espera.” Jude lo apuntó con un tenedor, visiblemente perturbado. “¿Un convoy de la DCIN? ¿Camiones con blindaje de vedralí templado, con torretas automáticas, y soldados que disparan a matar sin aviso? ¿Y tú crees que...?”
“Dije que falta. No salimos mañana.” Interrumpió Wéstern, sin alzar la voz.
“¡¿Y te parece que eso lo hace menos suicida?! ¡Wéstern, es la DCIN! ¡¡La DCIN!! No es PEACE, no es la policía corrupta del subnivel 20, ¡es el martillo del CIRU! Son los tipos que hacen desaparecer colonias enteras sin que nadie pregunte qué pasó. Los que usan trajes que valen más que nuestras vidas combinadas. ¡Los que tienen tanques con sistemas nerviosos!”
Wéstern tragó y levantó la lata de Atomic-Cola sin apuro.
“Sí.”
“¿Y tú dijiste que sí?”
“Sí.”
“... ¿Por qué?”
Wéstern se recostó un poco en la silla, acomodando la pierna derecha, y lo miró con la expresión vacía de quien ya ha pasado por el juicio moral hace horas y decidió simplemente no mirarse más en el espejo.
“Porque es una cadena. Cuatro trabajos. Empezamos por uno fácil. Ir por un loco con datos robados. Tiene que ver con lo que transportarán. Hay una conexión. Si lo hacemos, la paga llega. Todo el paquete.”
Jude lo observó con una mezcla de incredulidad, admiración y terror. Como si no supiera si Wéstern era un genio que veía más allá o un loco que caminaba derecho a la boca del monstruo con una sonrisa.
“¿Y cuánto pagarán... por esto?”
“Ochocientos mil créditos. Divididos.”
Jude no respondió. Su rostro cambió. Como si una máscara de teatro, esa de la tragedia, se disolviera para dejar ver la del guerrero. Bajó la mirada.
“...Vale
“¿Vale qué?”
“Vale, lo haremos.”
Wéstern alzó una ceja, pero no dijo nada. Lo miró un segundo. Apenas un instante. Luego regresó la mirada a su plato.
“Nos vamos a ensuciar mucho…”
“Ya estamos sucios…” Dijo Jude, sin amargura.
La cola volvió a moverse, lenta. Como si la declaración hubiera vaciado la tensión. Jude se sirvió más en su plato. Ambos retomaron la comida. Masticaban en silencio, con los sonidos secos de los cubiertos contra el metal viejo del plato. Aún saboreaban lo que quedaba de la comida de Jude, que seguía sorprendiendo a Wéstern cada día.
Jude rompió el silencio con voz baja, como si su mente aún no terminara de aceptar lo que acababan de planear.
“La violada que nos van a meter los soldados de la DCIN va a ser histórica.”
Wéstern no se rió. Ni siquiera lo miró. Solo asintió, cortando con el tenedor el último resto de pasta negra apelmazada. Parecía haberlo aceptado incluso antes de oírlo.
Jude chupó el tenedor, lo dejó en el borde del plato y suspiró. Su cola se enroscó una vez más en la pata de la silla.
“¿De verdad lo vamos a hacer?”
Wéstern se limpió la boca con una servilleta, masticó con fuerza una última vez, tragó, y habló con la voz que siempre usaba para las verdades duras.
“No tengo opción. No si quiero tratar mi maldita Centropatía. O aguantar vivo hasta tenerla.”
Jude lo miró con seriedad. Ya no había pánico en sus ojos. Solo reconocimiento. Comprensión. Y un miedo que no paraliza, sino que enseña a caminar con más cuidado.
“Entonces voy contigo. Pero conste.” Dijo, señalándolo con el dedo, dejando la mano en el aire como si pronunciara una profecía. “La putiza que nos van a meter va a dejar huella en los archivos históricos. Los niños del futuro van a estudiar esta masacre en la escuela.”
“Lo sé.” Dijo Wéstern, simplemente. Y volvió a meter el tenedor en el plato.
Siguieron comiendo. Un poco más lento. Un poco más en silencio…
Las siguientes cinco horas se escurrieron como el gas que se libera de una válvula mal cerrada. No hubo tensión ni calma, solo ese vacío que existe entre una orden y su cumplimiento, entre un “aceptado” y el primer paso en dirección al infierno. Jude limpió los platos, repasó la estufa con un trapo húmedo y luego, sin decir nada, se metió al baño. No cerró la puerta, pero dejó claro que necesitaba espacio. Wéstern permaneció en la mesa, inmóvil, revisando mentalmente cada variable.
Pasaron juntos, pero separados.
A las dos horas, Wéstern encendió la holopantalla. No para ver algo, sino para oír el murmullo del mundo. Noticias locales, tiroteos en la frontera, más cuerpos en los canales de aguas negras, una declaración del CIRU sobre la eficiencia productiva de algunos sectores. Lo mismo de siempre.
Jude reapareció con ropa limpia, sin el delantal, sin rastro de comida en la cara. Se había atado el cabello con una banda de látex azul y usaba una chaqueta de combate de Wéstern, ajustada a su tamaño.
Wéstern lo miró un momento, sin alabarle nada. Solo asintió, y Jude respondió con una mirada rápida, como si el gesto bastara. Volvió a sentarse a su lado, sin mediar palabra.
Pasaron otra hora revisando el equipo. El vehículo seguía con el olor a pólvora reciclada del último encargo, y una de las ventanas laterales aún tenía rastros de hollín. Nadie limpió nada. Nadie tenía tiempo para eso.
A las 11:48, las ópticas de Wéstern parpadearon. Verde esta vez. El nombre del contacto apareció en su retina interna:
“MALDITA CABARETERA”
Wéstern resopló, se llevó la mano al rostro y aceptó el mensaje.
Una secuencia de datos se desplegó en sus córneas, con la eficiencia de los contratos sin cláusulas morales. El logo de la Baronesa, un clavel carmesí dentro de una calavera, giró dos veces antes de dejar paso al archivo.
Junto a él, llegaron tres mensajes cortos: “Solo tengo esto. El objetivo sabe esconderse. Lo rastreamos durante semanas. Nadie se acercó.”
“Se nota que tiene entrenamiento. Fue uno de los tuyos. Oficial, como tú.”
Wéstern sintió un pinchazo leve en el pecho. Oficial. No era una palabra que oyera con frecuencia desde hace tiempo, y mucho menos asociada a sí mismo.
“Jude…” Llamó sin girar la cabeza.
“¿Ya?” Preguntó el otro, desde el sofá, donde hojeaba un manual viejo de cocina.
“Sí. Es oficial.”
Jude se levantó, rápido, y cruzó la sala. Se sentó a su lado y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
Wéstern comenzó a leer en voz alta, con ese tono seco, entre formal y derrotado, que usaba para los partes de guerra.
“A ver… Ex-teniente de la PEACE. Desertor. Robó información perteneciente a la DCIN. Actualmente se esconde en los subniveles bajos… Localizar y ejecutar. Confirmar eliminación con foto. Recuperación de archivo prioritaria. Nombre: No registrado. Foto: No disponible. Última ubicación confirmada: Subnivel 28, sector de drenaje industrial. Estado de salud general: Desmejorado. Posibles daños neuronales. Riesgo de inestabilidad mental. Entrenamiento: Militar. Rango previo: Teniente.”
Tosió.
“Recompensa: 25,000 créditos para cada uno... Sin requerimiento de entrega física del cuerpo. Confirmación por imagen suficiente. Condiciones adicionales: No llamar la atención. No comprometer el flujo de datos del sector.”
Jude alzó una ceja.
“No hay nombre. ¿Ni una foto?”
Wéstern negó con la cabeza.
“Nada.”
“¿Y qué se supone que hagamos? ¿Patear vagabundos hasta que uno nos diga ‘yo fui teniente’?” Bufó Jude, cruzando los brazos. “Esto suena... raro. Muy raro. ¿Por qué ocultar el nombre?”
“Porque el nombre importa.” Dijo Wéstern en voz baja. No miró a Jude. No parpadeó. Solo se quedó mirando el punto de la pared donde el reloj verde solía parpadear.
Jude lo observó, más atento. Vio cómo el rostro de Wéstern apenas cambiaba, una contracción de mandíbula, una arruga en la frente que antes no estaba. Lo conocía lo suficiente como para saber que eso era mucho más que una señal.
Jude lo siguió con la vista.
“¿Salimos ahora?”
“No. Dormimos primero. Un ratito”
Jude asintió, cruzando los brazos, mordiéndose la lengua para no decir lo que pensaba. Que había algo en la forma en que Wéstern miraba, algo que no había visto en él desde la primera vez que lo oyó hablar de Marizya.
Algo que se parecía al pasado.
O a un fantasma.
Wéstern cerró los ojos una vez más a las 12:32. No dijo nada, no se despidió, simplemente dejó caer el cuerpo en su trono: su sofá reclinable rojo, gastado en los bordes, con los apoyabrazos pelados y el respaldo vencido hacia atrás como si llevara siglos absorbiendo derrotas. Se aflojó el cinturón negro, y recostado ahí, como si lo hubieran empujado desde dentro, cayó dormido con los ojos aún medio abiertos.
A su izquierda, Jude se enroscó sobre el sofá negro grande. Usaba una manta verde que había sacado del fondo del armario y su cola quedó visible, temblando de cuando en cuando como si soñara. Respiraba lento, con un brazo bajo la cabeza y el otro colgando al costado.
El único sonido era el del refrigerador, y el leve zumbido eléctrico que hacía el reloj holográfico cada vez que pasaba un minuto…
18:03 HRS.
El reloj verde parpadeó una vez más. Wéstern se incorporó en su trono como si la gravedad fuera una sugerencia y no una ley. Se estiró con lentitud, y miró a Jude, que revisaba la mochila con la chaqueta táctica puesta.
“Quítate esa cosa.” Gruñó Wéstern, señalándolo con la cabeza. “Ponte la ropa de antes. Esa de Nestrant.”
Jude levantó las cejas.
“¿No que íbamos a cazar un loco?”
“Que te quites mi chaqueta, ni te queda.”
Jude resopló, pero no discutió. Se fue al baño y regresó diez minutos después, ya cambiado.
El suéter negro carbón le quedaba ceñido en los brazos pero amplio en el torso. La tela tenía ese grosor industrial que olía a almacén caro y reciente, como si aún conservara parte del polvo de la fábrica.
Wéstern lo miró, ladeó la cabeza y, sin decir nada, le lanzó la Kingmaker. El arma giró una vez en el aire antes de que Jude la atrapara con ambas manos.
Jude asintió en silencio.
Wéstern entró al baño para sacar su ropa de la lavadora-secadora, saliendo con su gabardina negra, pantalones grises oscuros, botas negras mal amarradas, y una camisa verde lima de manga larga bajo la gabardina abierta, y claramente no olvidó su sombrero, recién lavado, secado, y caliente aún…
La camioneta marrón rugió al encenderse. Jude iba ajustando la correa del arma entre las piernas. La radio de la consola chispeaba estática, sin señal.
“¿Vamos directo al 28?” Preguntó Jude.
“No. Antes a por armas. Buenas.”
Jude no respondió. Solo bajó la mirada y dejó que el ruido del motor cubriera el silencio…
La camioneta marrón se detuvo frente a un local sin ventanas, encajonado entre dos edificios derrumbados. Un letrero metálico colgaba torcido sobre la entrada, con letras grandes talladas a mano: VARKEN.
Nada más. Ningún símbolo. Solo un nombre.
El interior era amplio, verde musgoso, con columnas metálicas cubiertas de estantes beige y armas colgantes como piezas de museo. Cada una descansaba con su propia luz dorada tenue, como si esperara al comprador correcto. El suelo olía a aceite, cerámica quemada y pólvora vieja.
Detrás del mostrador, un Omniroide robusto y también verdoso, de torso ancho y brazos reforzados, alzó la cabeza al verlos entrar. Solo tenía una óptica roja circular, sin boca ni rostro, pero su voz era cálida, amistosa. Y detrás de él, una puerta plateada y blindada que daba acceso a la verdadera tienda de armas.
“Bienvenidos a Varken. Desactivé las alarmas externas por cortesía. ¿Qué buscan hoy, clientes?”
Wéstern se pasó una mano por la cabeza, como si recordara de pronto que no había dormido lo suficiente.
“Vengo por armas para él y para mí.” Dijo, señalando a Jude con el pulgar.
El Omniroide giró su óptica hacia Jude, escaneándolo brevemente. Luego miró de nuevo a Wéstern.
“¿RIU?”
Wéstern alzó la cabeza. Su ojo izquierdo parpadeó en rojo, proyectando un holograma de su identificación.
El Omniroide silbó, simulando una exhalación que no tenía.
“Un oficial. No se ven muchos por aquí últimamente. Bastará para justificar la venta. Ningún escaneo adicional será necesario.”
“Perfecto.” Dijo, dando una palmada en la espalda de Jude. “Ve tú. El cabrón te dará un tour. Mira cuál te gusta. Tienes permiso de probar, no de cagarla.”
“¿En serio?” Jude lo miró, sorprendido.
“Vamos, chico.” Dijo el Omniroide. “Te daré una ‘degustación’ como las de antes. ¿Dos armas? Una de apoyo, otra de cuerpo central. Sígueme, y no toques sin guantes…”
La puerta blindada detrás del mostrador se deslizó, revelando un pasillo largo de exposición iluminado con decenas de armas por doquier. El Omniroide caminó, señalando cada estante con la autoridad de un conocedor.
Se detuvo frente a una vitrina de armas cortas.
“Primero, la categoría pequeña. Pensadas para combates urbanos. Discretas. Precisas. Y obvio, letales.”
✦ VX-9 “Iron Claw”
“Una clásica. Doce balas de núcleo de tungsteno. Resistente a todo: barro, sangre, arena. La favorita de los sicarios que no tienen tiempo para mantenimientos. Dispara hasta con la recámara rota, y aún mata.”
✦ XS-15
“Más elegante. Ocho balas con cobre ácido. Ideal para pasillos estrechos, emboscadas, y gente nerviosa. Refrigeración en el cañón. Los asesinos la llaman ‘el segundo suspiro’.”
✦ F-06
“Supresión total. Ocho tiros. Retiro de retroceso y un sistema de encubrimiento que permite esconderla en la manga. Diseñada para matar sin dejar rastros. Lo usan los tipos que nunca son vistos.”
“Esa… sí la conocía. Gracias.” Comentó Jude.
✦ G-32
“Un revólver de impacto. Seis balas grandes. Para cuando quieras que el disparo no solo mate, sino haga reventar algo en el camino. No es discreta, pero el sonido lo recordarás.”
✦ DAS-90
“Estética clásica, poder brutal. Cañón largo, precisión a media distancia. Solo cinco balas, pero cada una atraviesa una puerta cerrada. Dicen que una vez mató a un tipo que se escondía dentro de un congelador.”
Jude miraba las vitrinas como si fueran joyas. Respiró hondo, analizando. No quería algo elegante. Quería algo brutal. Algo que hiciera a sus enemigos dudar antes de moverse. Pero también algo que cupiera en su mano. Se inclinó hacia la VX-9, la Iron Claw.
“¿Esta?”
“Eres del tipo práctico.” Respondió el Omniroide. “Buena elección. Ahora, tu hermana mayor.”
Pasaron al otro pasillo. Armas largas. Más intimidantes.
✦ FS-22 “Reaper”
“Fusil de asalto. Munición perforante. Retroceso mínimo. Usado tanto por la PEACE como por bandas. Lo sostienes, y te vuelves parte del ecosistema urbano.”
✦ RX-77 “Long Fang”
“Silencio puro. Rifle de francotirador. Dispara hasta 1.2 kilómetros si la atmósfera no es mierda. Solo para artistas.”
✦ GM-30
“Escopeta. Perdigones de alta velocidad. Estabilización interna. Ideal para casas, túneles, y cuando quieres que algo deje de moverse de inmediato. Y sí, mancha.”
✦ CC-12
“Ráfaga o precisión. Fusil adaptable. Se ajusta al tipo de munición. Ideal para asaltos rápidos. Eficiente. Sin drama.”
✦ ACG-23
“Ametralladora ligera. Cien balas en el tambor. Compacta. Si la sostienes, te vuelves una pared que dispara. Pero no es para principiantes.”
Jude observó cada una. Levantó el GM-30, la escopeta, y la sostuvo con ambas manos. Sintió el peso. No era ligera, pero encajaba bien en su agarre, como si su cuerpo reconociera para qué estaba hecha.
“Esta.”
El Omniroide asintió. Sus brazos se movieron con suavidad para colocar las dos armas elegidas en una bandeja negra. Las colocó como un chef de cinco estrellas serviría un plato.
“VX-9 y GM-30. Pistola del submundo y escopeta de apocalipsis. Has hecho una combinación agresiva, chico.”
Jude sonrió.
Ambos regresaron al mostrador, donde Wéstern los esperaba de brazos cruzados, dándole vueltas a un cigarro sin encender.
“¿Y bien?” Preguntó.
“Iron Claw y GM-30.” Dijo Jude. Con orgullo.
Wéstern asintió.
Las armas que Jude había elegido, la VX-9 y la GM-30, ahora descansaban sobre la superficie del mostrador. Pero ahora le tocaba al veterano.
El Omniroide lo miró. O mejor dicho, lo midió. Su óptica roja brilló sutilmente, adaptando los parámetros visuales como si calibrara a un igual.
“Tú no vienes a ver juguetes…” Dijo con voz grave. Tú quieres herramientas.”
Wéstern soltó una breve risa.
“Exacto. Vamos, muéstrame lo bueno.”
“Sígueme. Le diré al chico que te espere ahí.”
Giró su cabeza hacia Jude, quien ya había sacado el cargador de la VX-9 y lo deslizaba entre sus dedos como un dado.
“Banca, chico. Tu guardián necesita intimidad.” Ordenó con suavidad.
Jude rodó los ojos, pero obedeció. Se sentó junto a la puerta y apoyó los codos en las rodillas, observando a lo lejos como quien ya sabe que no le toca jugar en esa liga.
La puerta blindada volvió a abrirse. Esta vez, el pasillo interior se iluminó con luces más frías. El Omniroide caminaba lento, solemne, como si guiara a un viejo general por un mausoleo de guerra.
“Tengo de todo. Pero no todo sirve para todos. Tú pareces saberlo.”
“No quiero volumen… Quiero precisión… Y si pesa, mejor.”
“Entonces… empecemos.”
Se detuvieron frente a una pared de armas largas. El Omniroide extendió una mano hacia un fusil de carcasa oscura y geometría modular.
✦ SSED-10
“Fusil Táctico. Veinticinco proyectiles de aleación de titanio. Ráfaga media. Precisión hasta 400 metros. Rieles superiores e inferiores para ópticas o estabilizadores. Los carteles del Golfo Negro lo usan en zonas densas, porque atraviesa autos sin desviarse.”
Wéstern lo levantó con un solo brazo. Sintió el equilibrio, la densidad. Probó el encare con los hombros rectos.
“Buen balance, pero el retroceso en ráfaga tiende a levantar el cañón si no lo mantienes bajo presión. Necesitaría compensador hidráulico si pienso usarlo más de cinco minutos seguidos.”
El Omniroide asintió. Su óptica vibró en rojo, como si fuera un gesto de aprobación.
“Eres de los que disparan y evalúan a la vez. Me agrada. Seguimos.”
Avanzaron a una mesa de francotiradores.
✦ ZIR-45 "The Reaper"
“Tres punto cinco kilómetros. Punta de diamante. Cuerpo cerámico. Requiere apoyo físico o trípode. Pero un solo disparo puede detener una operación militar.”
Wéstern la contempló en silencio. Pero no la tocó.
“No hay líneas de visión largas en los subniveles. Ni tiempo para estabilizarla. Me encantaría tenerla en un balcón mirando una cumbre diplomática, pero no para este trabajo.”
“Eres pragmático. Vamos a la zona divertida.”
Pasaron a un muro de armas pesadas. El Omniroide activó una cerradura y un panel descendió con un siseo eléctrico. Dentro, el arsenal real, sacó una ametralladora ligera.
✦ FUCK-18
“Ciento veinte balas. Refrigeración líquida. Este bebé puede derretir media barricada de Vedralí sin pestañear. Es ruidosa, sí, pero no hay nada que sobreviva al otro lado. Perfecta para una presión constante.”
Wéstern la alzó. Probó el peso. Dio unos pasos con ella colgando de un solo brazo. La dejó sobre la mesa con delicadeza, como si pensara en adoptarla.
“No tan compacta como quiero. Buen rango de cobertura, pero no es discreta. Aunque para entrar a lo bestia…”
“Para entrar a lo bestia tengo otra…” Interrumpió el Omniroide.
✦ KIY-922
Ametralladora pesada. El arma descansaba cual monstruo dormido. Dos manillas posteriores. Cuerpo blindado. Tambor de 200 balas.
“La usan en los Subniveles 5 y 6 para limpiar bases enteras. Solo con verla, ya nadie quiere asomarse.”
Wéstern la miró. No dijo nada. Caminó alrededor. Finalmente negó con la cabeza.
“No puedo cargarla sin ralentizar al chico. Pero es hermosa. Me dan ganas de dejarle una carta de amor.”
El Omniroide rio. Un sonido metálico, pero cálido.
“Te tengo algo especial. No tan pesada, no tan simple.”
Lo llevó a una vitrina más baja. Allí, una escopeta de diseño compacto reposaba sobre un acolchado negro.
✦ SNB-12
“Escopeta de combate. Perdigones de uranio comprimido. Abanico cerrado. Corta distancia. Ideal para hacer estallar pechos en pasillos. Fiable, rápida, y mucho más cruel de lo que parece.”
Wéstern la levantó. Sintió el frío del metal. La apoyó en la cadera. Sonrió.
“Esta sí me entiende.”
“Y tengo la pareja perfecta.” Dijo el Omniroide, sacando otra pistola de una caja lateral.
✦ ML-77
“Revólver. Balas de plomo fundido. Seis tiros. Cañón extendido. Un solo disparo puede romper un torso si das al centro. Tarda en recargar, pero no necesitas más que un clic.”
Wéstern la giró, probó el peso, apuntó al aire.
“Perfecto para intimidar, y aún mejor para cerrar bocas. Esta viene conmigo.”
El Omniroide anotó todo en su mente, sin dejar de mirarlo.
“Buena selección. SNB-12 y ML-77. Brutalidad, precisión y movimiento. Te envidio. De verdad...”
Wéstern bajó la escopeta sobre el mostrador y junto a ella colocó el revólver. Luego chasqueó la lengua.
“Prepara también una ronda de cargadores extra. Y munición especial si tienes.”
“Lo tengo todo.”
Jude seguía en la banca, distraído con su nueva pistola. El Omniroide ya preparaba los paquetes.
El mostrador ahora estaba cubierto: cartuchos, cilindros, clips y cargadores. Munición de distintos tamaños, longitudes y amenazas posibles.
Wéstern miró todo con expresión neutra, solo alzando una ceja cuando el Omniroide dejó caer, con un gesto casi ceremonial, la última caja: cartuchos de uranio comprimido para la SNB-12.
Wéstern se encendió un cigarro con calma.
El Omniroide, desde detrás del mostrador, acomodaba paquetes como quien organiza reliquias. Su óptica roja brillaba con un pulso sutil, registrando cada ítem con precisión de relojero.
“Munición para la GM-30: cartuchos de perdigones de alta velocidad, dos cajas. Para la VX-9: núcleo de tungsteno, cuatro cargadores. Para la ML-77: balas de plomo fundido, calibradas a mano, seis cilindros. Para la SNB-12: tres cintas de perdigones de uranio comprimido. Todo cargado. Todo legal… en el subnivel correcto, claro.
“Perfecto.” Dijo Wéstern. “Todo lo pago yo.”
“Seguro, jefe. El total es…”
El Omniroide alzó su mano metálica. Una pantalla holográfica emergió con números rojos vibrantes: 5,345 créditos.
Jude chasqueó la lengua.
“¿Eso es barato?”
“Lo es. Estamos en Horevia, no en un mundo central. Aquí no vale la pena fabricar refrigeradores, pero armas… eso es otra historia.”
El Omniroide asintió con un leve zumbido en su servo-cuello.
“Aquí, la vida vale menos que la pólvora. El Gobierno no controla el comercio armamentista desde hace siglos. La DCIN vende lo viejo, los carteles replican, y los talleres piratean. Todo mundo necesita matar a alguien. Por eso las armas son... accesibles.”
“Mientras tengas con qué pagar…” Añadió Wéstern.
Ambos cruzaron las miradas. Y entonces las ópticas de Wéstern y del Omniroide parpadearon en naranja, una señal breve pero inconfundible. Transferencia completada.
El Omniroide entregó una enorme bolsa textil negra con refuerzos de grafeno en los bordes. En el centro, en letras blancas estampadas, decía: VARKEN — Tools For the Final Argument.
“Aquí tienes. No la dejes en el suelo. Si se mojan las cajas de uranio, tu próxima comida va a brillar.” Bromeó.
Luego se giró hacia Jude.
“Tú. Ven.”
Jude se acercó algo cauteloso. El Omniroide bajó un módulo de fundas tácticas y se agachó frente a él con inesperada delicadeza, como un lobo domesticado midiendo a un cachorro.
Sacó una funda de muslo ajustable para la VX-9. La desenrolló, ajustó los tensores y, sin pedir permiso, colocó la mano firme sobre el muslo derecho de Jude para ajustar la correa.
El Omniroide se detuvo un segundo. Su óptica brilló una vez, como si analizara algo que no podía entender del todo.
“Siempre me ha intrigado lo mismo.” Dijo sin levantar la voz. “Qué tan... suaves son ustedes. La carne. El músculo. Nada comparable a nuestros materiales. Es como si estuvieran hechos para romperse.”
“Pues sí.” Replicó Jude con una leve sonrisa. “Así nos diseñaron. Frágiles y gritones.”
“Sí. Pero aprenden rápido.”
Ajustó la funda, cerró el broche y palmeó el muslo.
“Ahí está. No corras con ella mal ajustada o se te va a clavar el cañón donde más duele.”
Se puso de pie con un impulso hidráulico suave y extendió la mano.
“Buena suerte. Y no mueran, que me cae bien su tipo.”
Ambos salieron. La puerta se abrió sola con un siseo lento.
Ya afuera, una luz verdosa los bañó con su tono enfermizo. La Trailmaster descansaba frente a la acera, fiel, y lista para otra jornada.
Wéstern abrió la puerta trasera y lanzó la bolsa de munición al asiento. Jude colocó la suya junto a ella con más cuidado. Luego ambos subieron a la cabina.
Los motores protestaron al encender, vibrando con esa nota gutural que solo las camionetas de los bajos fondos sabían dar.
Jude se ajustó el cinturón y miró por la ventana. Wéstern encendió un cigarro.
“¿Y ahora?”
“Ahora…” Dijo con calma, apretando el volante. “Vamos de cacería…”
Y las luces de la camioneta se encendieron. Listos para hundirse en el Subnivel 28…
La camioneta continuaba por el camino en descenso, vibrando contra las uniones metálicas del pavimento soldado, mientras el murmullo lejano del tráfico superior se desvanecía como si dejaran atrás el mundo conocido. En la cabina, el silencio estaba lleno de clics, zumbidos y el crujido de cremalleras siendo abiertas.
Jude tenía sobre las piernas la bolsa negra de VARKEN, pesada y bien estructurada. Había esperado el momento desde que salieron. Con cuidado, la abrió y comenzó a sacar sus armas, una a una, con la misma atención con la que alguien toca un instrumento por primera vez.
Primero, la Kingmaker.
El rifle era más largo de lo que esperaba, pero no era incómodo. Su estructura de polímero se sentía firme, densa. Jude lo colocó entre sus piernas y tanteó la corredera, presionó con suavidad el pestillo del cargador y lo sacó. Revisó con atención: el interior estaba limpio, brillante. Insertó de nuevo el cartucho y practicó el gesto de cargarlo unas cuantas veces, memorizando la fuerza exacta que debía aplicar.
Luego la VX-9 “Iron Claw”.
La pistola era más compacta, pesada para su tamaño, con el cuerpo raspado por el uso anterior, lo que solo le daba más carácter. Jude la sostuvo con las dos manos, alineó la mira con el parabrisas de la camioneta y luego bajó el cañón. Eyectó el cargador, lo llenó con los proyectiles de núcleo de tungsteno uno por uno, cuidando el sentido y la presión, y lo volvió a encajar.
Finalmente, la GM-30.
La escopeta lo intimidaba. Era robusta, con un cañón largo y una culata de fibra. Abrió la recámara, vio el sistema de retroceso amortiguado, casi que lo tocó con reverencia. Cargó una a una las cápsulas de perdigones de alta velocidad, asegurándose de sentir el peso de cada una. Cerró la escopeta, practicó el movimiento de apuntar, ajustó la correa a su hombro y asintió con un suspiro.
Miró a Wéstern, quien manejaba con una mano, con la otra descansando sobre la palanca. El rostro del hombre seguía impasible, pero sus ópticas estaban parpadeando en color amarillo, vibrando con un pulso tenue que se reflejaba en el parabrisas.
“¿Amarillo?” Preguntó Jude, ladeando la cabeza.
Wéstern desvió los ojos por un segundo.
“¿Qué?”
“Tus ópticas. Están amarillas. Nunca las había visto así.”
“Ah.” Wéstern volvió la mirada al camino. “¿Te sabes los colores ya?”
Jude hizo un gesto contando con los dedos.
“Verde para mensajes. Celeste para llamadas. Morado para... ¿hackeos, supongo?. Naranja para transferencias de datos o pagos. ¿Y amarillo?”
“Amarillo es navegación web, noticias, lectura de archivos.”
“¿Y blanco?”
“Diagnóstico interno. Revisión del sistema de la Interfaz Neural.”
“¿Y... rojo con negro? Como un parpadeo raro que vi una vez.”
“Desconexión forzada o interferencia grave.”
Jude asintió. Sus dedos seguían ajustando la funda del muslo donde llevaba la pistola, hasta que volvió a hablar.
“Entonces, ¿qué lees?”
Wéstern sonrió de lado, sin dejar de mirar al frente.
“Noticias. Algunas públicas, otras de foros cerrados. Información sobre los niveles bajos. Movimientos de PEACE. Señales de actividad extraña. Nada útil aún.”
Mientras hablaba, la camioneta entró en el túnel que descendía directo al subnivel 28. Las luces de guía eran tubos verdes y anaranjados incrustados en el techo, pulsando lento como un corazón.
El aire dentro del túnel era denso, con olor a ozono, metal oxidado y vapor. Las paredes vibraban, era el eco de la energía que recorría las capas inferiores de la ciudad.
Wéstern entrecerró los ojos, leyendo algo invisible en su visión interna.
“Vamos llegando. El tipo debería estar en el sector “Cobalto-4’. Zona de drenaje. No es el lugar al que irías a pedir indicaciones.”
“Perfecto para esconderse.” Dijo Jude, mientras volvía a guardar el rifle.
La camioneta giró en una curva descendente. El color del ambiente cambió. Menos luz. Más sombras. Más silencio.
suspensión se mezclaba con la música que salía por los altavoces integrados. Zeph Blackclaw retumbaba en los paneles con una guitarra saturada y sensual, pura distorsión refinada: rock cromático, ese género moderno y lujuriosamente decadente que parecía inventado para manejar por calles húmedas y brillantes en medio de una ciudad que respiraba humo y sudor.
Jude subió un poco el volumen.
“¡Esta es la de Rubber Tears in Neon Love!, la que suena cuando la prostituta asesina en la película de los clones... ¿la viste?”
“No.” Wéstern sabía cuál era, pero no lo admitía.
“¡Una joya! Tiene una escena donde el tipo se da cuenta de que su novia es un androide asesino justo cuando está... bueno... adentro.”
Wéstern levantó una ceja, pero no dijo nada.
Al salir del túnel, una ciudad entera bajo la ciudad, como de costumbre, viva, palpitante, inmersa en una atmósfera verde-celeste neón que parecía bañarlo todo como una marea radiactiva.
Lo primero que vieron fue el libramiento principal, una autopista sostenida por pilares de baja calidad que vibraban con cada vehículo que pasaba. Sobre ella, anuncios gigantescos proyectaban imágenes ultradefinidas de cuerpos, bocas entreabiertas y miradas húmedas.
“Bienvenidos al Subnivel 28: Donde todo sabe a lo que quieres recordar.”
“Oferta doble en lubricantes con nanorecubrimiento.”
“No necesitas amor, solo DELECTAMENTUM.”
DELECTAMENTUM, la marca omnipresente, era reina y señora de este nivel: salía en carteles, muros, hologramas sobre azoteas, pantallas curvadas en los parabrisas de los vehículos, incluso grafitis callejeros de culto sexual reconvertido en publicidad.
Casi todas las calles parecían una mezcla entre feria lúbrica, prostíbulo boutique y mercado negro de sensaciones químicas. Modelos andróginos o directamente post-género ofrecían desde masajes neuronales hasta fusiones sensoriales completas por “una módica transferencia”. Clones, sintéticos, orgánicos alterados, máquinas con voz suave... Todo estaba diseñado para seducir o ser seducido.
En un punto pasaron junto a un escaparate blindado con pantallas que mostraban configuraciones de placer de alta gama: tentáculos luminosos, brazos hidráulicos recubiertos de silicona negra, capuchas con audio-tacto total, todo acompañado por la voz digital de una mujer diciendo suavemente: Delectamentum: Tu placer es nuestro placer.
Siguieron avanzando. Los callejones laterales estaban cubiertos de vapor y luces bajas, con nombres como “La Boca”, “El Éxtasis 9”, “Punto G”, “Mimos Totalitarios” o simplemente “Eros”. Parejas caminaban con las ropas entreabiertas. Jude no dejaba de mirar.
“¿Te imaginas vivir aquí? Sería como una permanente segunda pubertad.”
“Sí. Hasta que vendas tu hígado para pagar un polvo con receta.”
Wéstern seguía conduciendo con mirada fija en la interfaz proyectada sobre su retina, con las calles superpuestas en una capa de realidad aumentada. Su óptica izquierda parpadeaba amarilla, leyendo rutas, rutas alternativas, movimientos de PEACE cercanos, y entradas bloqueadas.
“Igual una semanita no suena mal.”
“Te podrías quedar. Y ver cómo te vuelves uno con el sofá de latex con voz maternal.”
Jude rió. Estaba animado. Tal vez por el arma a sus pies. O por sentirse en el lugar más distorsionado de la ciudad y, sin embargo, más él mismo.
Wéstern redujo la velocidad. Tomó la salida a un corredor lateral con paredes húmedas de condensación.
Doblaron la esquina. Las luces empezaron a desvanecerse. El neón daba paso a los tubos rotos, a los charcos oscuros, a los tramos sin publicidad.
El motor de la camioneta gimió una última vez antes de apagarse. El silencio de la presa seca era antinatural, como si el mundo mismo hubiese olvidado que alguna vez ahí fluyó agua. Los muros eran ciclópeos, de concreto agrietado y manchas minerales. El lecho del embalse estaba vacío, cubierto de polvo, escombros y vegetación parásita que había comenzado a invadir lo que antes era dominio del flujo.
Wéstern salió del asiento del conductor y estiró los brazos con un crujido de hombros y columna.
“Ahí abajo.” Señaló con el mentón mientras bordeaban el muro externo de la presa. “Hay un acceso de mantenimiento. Conduce a los túneles de drenaje principales. Tenemos que seguirlos hasta una intersección vieja que cruza con líneas selladas hace años. Si el tipo no es idiota, estará usando ese punto como base.”
Jude ya estaba en movimiento. Ambos rodearon la parte trasera de la camioneta, abriendo las puertas con un clic sin ceremonias.
Wéstern metió ambas manos con fluidez en el arsenal que habían dejado acomodado. La pistola B-88 fue a su funda interior, oculta por la solapa de la gabardina; el PNC-13, y el ML-77, oculto en el bolsillo interno izquierdo, y el cuchillo que había agarrado de su casa anclado al pantalón, en el muslo derecho. Todo cargado.
Jude tomó primero su Iron Claw, examinándola con un gesto reverente, y luego se ajustó la GM-30 en la espalda con las correas cruzadas por el pecho. Sus dedos ya se movían con más precisión que días atrás, su expresión era más controlada, y su postura tenía un dejo de rigidez profesional.
Justo cuando cerraba la puerta trasera, un grupo emergió del lateral de una de las torres oxidadas que bordeaban la presa. Tres chicas y un chico.
Casi como si hubiesen salido de la nada, llevaban la indecencia como uniforme. Las mujeres, Phyleens, vestían redes translúcidas sobre cuerpos pintados, con luces integradas en la piel y zonas expuestas como producto de una moda sin filtros. Pies descalzos o con tacones rotos, labios saturados de brillo, y ojos como vitrinas.
El hombre, Éndevol, pálido, con labios pintados de violeta, cabellera cibernética, vestía solo una malla que apenas cubría lo básico. La protuberancia en su entrepierna parecía exagerada por diseño, quizá incluso realzada quirúrgicamente.
Se acercó el primero, con una sonrisa.
“Hey, belleza. Tienes pinta de estar tenso. ¿Por qué no vienes con nosotros y te quitamos lo que te pesa...?”
Jude alzó una ceja, sin detenerse en su tarea de asegurarse que la Iron Claw estuviera bien asegurada en la funda. No respondió.
Una de las chicas le pasó la lengua al aire, como si ya saboreara su cuello.
“Podemos hacer maravillas con las armas puestas, si es lo que te prende.”
El chico puso una mano cerca de la cadera de Jude, sin tocar, pero lo suficientemente cerca como para dejar claro que no tenía límites.
“O sin ellas... puedo hacer cosas que no están en el manual.” Dijo bajando la voz y señalando obscenamente su entrepierna, empujándola hacia él.
Fue un instante. Jude no cambió su expresión. No levantó la voz. Simplemente desenfundó el Iron Claw, suave, casi elegante, y apoyó la punta del cañón justo bajo la mandíbula del tipo.
La mirada que lo acompañó era cristalina. Seria. Fría.
“Lárgate.”
El grupo se congeló. El chico tragó saliva, sintiendo el frío del metal vibrando con carga latente.
“O-oye... era una broma…”
“Anda.” Jude repitió, moviendo el cañón un milímetro.
Los ojos del hombre se movieron rápido entre Jude y sus compañeras. Tembló. Luego se giró con una maldición apenas audible, medio escupida. Y se fue, con las chicas siguiéndolo entre risitas nerviosas.
Jude guardó el Iron Claw con un movimiento limpio, colocándola en la funda de su muslo. Ajustó la correa con una palmada, exhalando.
Wéstern lo observaba a pocos pasos. Había presenciado todo con las manos en los bolsillos y una ceja ligeramente alzada.
“¿Quién eres y qué hiciste con la conejita llorona?” Dijo, aplaudiendo una vez con sarcasmo. “Te hiciste respetar. Me siento como un papá viendo a su cría cagar solo por primera vez.”
Jude no respondió. Solo sonrió de lado tal como lo hacía Wéstern.
“Aprendo rápido, ¿no?”
“Muy rápido.” Wéstern asintió, con un dejo de orgullo auténtico.
“Te hubiera dado un cachetadón si les hubieras pedido ‘un minuto para pensarlo’.”
Ambos rieron, y luego se adentraron en las sombras de la estructura olvidada. El borde de la presa terminaba en una caída abrupta de al menos ocho metros, directo al fondo de concreto del antiguo canal de drenaje. Solo vacío. Solo polvo.
Jude se detuvo al filo, asomándose con cautela. “Eh... ¿Wéstern?” Dijo con el ceño fruncido, mirando hacia abajo. “¿Cómo vamos a...?”
Entonces vió al fondo unas escaleras industriales, marrones y llenas de musgo, pero servirían.
“Oh, mira, ahí hay unas esc—”
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Wéstern ya no estaba a su lado.
Con un paso firme, el anciano se lanzó al vacío sin más palabras. Su gabardina negra ondeó mientras descendía en caída libre. Sus implantes musculares de soporte en las piernas amortiguaron la caída, haciendo que el concreto blanco, cubierto de polvo, algas secas y manchas de humedad, vibrara bajo sus pies como si saludara a un viejo conocido.
Jude lo miró desde arriba, con la boca abierta.
“¡¿Estás loco?!”
Desde abajo, Wéstern alzó la vista, el rostro iluminado por el tenue resplandor verdoso de los tubos fosforescentes empotrados en los muros.
“¡Baja!”
“¡¿Y cómo mierda esperas que haga eso?! ¡¿Vuelo?! ¡¿Floto?! ¡¿Reboto?!”
Wéstern extendió los brazos, firme como una estatua.
“¡Te atrapo!”
Jude parpadeó, dudando de su existencia misma. Se encorvó un poco, los dedos tensos al borde del salto.
“Eres un demente. Eso es lo más estúpido qu—, iré por las escaleras…”
“¡Lánzate, marica!”
“¡¿¡Qué!?!” Jude tragó saliva.
“¡No seas cobarde! ¡¡Te dije que te agarro!!”
“Iré por las esca—”
“¡VAMOS!”
Jude cerró los ojos. Sus manos se apretaron en puños. Abrió la boca y gritó… o intentó gritar.
Lo que salió fue un:
“aaahhhhhh…”
Era un grito bajito, murmurante, una especie de protesta vocal en minúscula mientras su cuerpo se impulsaba hacia adelante. Cayó con los ojos aún cerrados y los brazos rígidos, como si se lanzara a una piscina congelada.
Durante los primeros dos segundos de caída, seguía gritando bajito, como si creyera que cuanto menos ruido hiciera, menos iba a doler.
Entonces, de pronto, sus costillas se estrellaron contra dos brazos firmes.
Wéstern lo había atrapado. Como prometió. Dando un paso hacía atrás para mitigar el impacto.
El aire le salió de los pulmones en un pff.
Permanecieron así por un segundo.
Jude en brazos de Wéstern, como princesa rescatada por su caballero mugroso y armado. Wéstern lo miró. Jude no abría los ojos.
“¿Ya terminaste de gritar?”
Jude los abrió lentamente. Lo miró.
“...Sí.”
Wéstern lo bajó despacio, con un resoplido que parecía más de resignación que de esfuerzo.
Jude tocó el suelo y enseguida se llevó una mano a la nariz. “Huele a cloaca sexualizada. ¿Cómo puede algo oler a las dos cosas al mismo tiempo?”
Wéstern olfateó con desagrado.
“Estás en Horevia. Hasta las cloacas tienen fetiches.”
Ambos miraron hacia el túnel que se abría ante ellos. Alto, redondo, mohoso. Un pasillo de oscuridad salpicado de luces parpadeantes y grafitis viejos.
Y era solo el comienzo.
El clic metálico de los cargadores resonó en el húmedo del drenaje mientras ambos se preparaban en silencio.
Ambos intercambiaron una mirada.
“¿Listo?” Preguntó Wéstern sin emoción.
“No.” Respondió Jude con sinceridad.
Wéstern sonrió, pero no dijo nada más. Se giró hacia la puerta de mantenimiento, claramente no iban a entrar directo en ese túnel, a la izquierda estaban los verdaderos túneles, tras aquella puerta amarilla. Era vieja, de acero oxidado, con letras casi borradas que aún decían “NO INGRESAR – PROPIEDAD DE HIDROSISTEMA VIEJO”.
Golpeó con la planta del pie en un ángulo bajo, justo donde los goznes estaban podridos por décadas de humedad. La puerta salió volando, golpeando la pared interior.
Una escalera estrecha descendía al abismo, escalones de piedra, negros, desgastados, mohosos.
Luces blancas parpadeaban dentro, apenas sostenidas por una corriente mínima de energía. El aire era pesado, saturado de olor a hierro, humedad, y el lejano hedor ácido del moho industrial. Bajaron sin decir palabra, uno tras otro, con sus pasos retumbando en el cilindro oxidado.
Al llegar al fondo, los túneles de drenaje se desplegaban como un intestino arquitectónico. Grietas, humedad, paredes cubiertas de musgo oscuro. Cada tanto, un tubo quebrado escupía agua sucia como si aún creyera estar en funcionamiento. Rylas cruzaban de un lado a otro.
“Bonito lugar.” Comentó Jude, bajando la voz.
“He visto peores.” Murmuró Wéstern mientras caminaba por la pasarela central de concreto. A ambos lados, los canales estaban casi secos, pero aún quedaban charcos viscosos que parecían contener vida más allá de lo natural.
Jude comenzaba a entender por qué las armas eran una necesidad diaria en ese mundo: las sombras no eran solo ausencia de luz, eran como promesas de peligro.
Caminaron durante al menos veinte minutos. Pasaron válvulas oxidadas, cámaras de presión destruidas y tuberías abiertas como arterias viejas. Las paredes tenían símbolos de PEACE, grafitis borrados y firmas de clanes criminales: una flor marchita con una calavera, una estrella invertida con circuitos chorreando, el logotipo de DELECTAMENTUM en degradé fucsia pegado como propaganda incluso ahí abajo.
“¿Cuánto falta?” Preguntó Jude, mirando los recovecos oscuros con cada paso.
“Estamos cerca. El cruce principal está justo tras ese túnel.” Dijo Wéstern, apuntando al último arco de concreto al fondo. Su tono se endureció. “Prepárate.”
Ambos se agacharon. Wéstern avanzó unos pasos y asomó la óptica apenas medio centímetro. Captó el reflejo de un lente. Luego el giro.
Una torreta automatizada estaba montada sobre un eje de soporte hidráulico, justo en el centro del lugar, una gran habitación cuadrada. Giraba con un patrón errático, pero cubría todo el pasillo. Era vieja, probablemente un modelo de defensa perimetral de la PEACE modificado para disparar al menor movimiento. Wéstern notó los sensores abiertos y el resplandor suave del sistema óptico térmico.
Y justo atrás de la torreta, al fondo de la habitación, como si nada, estaba el objetivo.
Una hamaca azul colgada entre dos tubos grandes, sujetada con cuerdas de drenaje. Sobre ella, recostado con un cigarro humeante en los labios, un hombre de piel rojiza descansaba. Llevaba un pantalón militar roto y unas botas que parecían cosidas a la fuerza. Tenía músculos marcados, aunque uno de sus brazos parecía más delgado. Era un Phyleen, aunque solo se le veían los brazos, llevaba guantes y un casco robado a algun soldado de la DCIN, visiblemente dañado.
Jude asomó un poco y vio también la torreta.
“Plan rápido.” Dijo, bajando la voz. “Esperamos a que la torreta gire, tú le disparas cuando esté apuntando al lado contrario, y yo le meto un escopetazo en la hamaca. Fin.”
Wéstern lo miró con cara de “¿en serio?”. Luego negó con la cabeza.
“Eso no es un plan. Es un accidente con ideas.”
“¿Entonces qué?”
Wéstern tomó aire, tragó saliva y apretó el mango de su PNC-13.
“Improvisamos.”
Y en ese instante, el sistema de la torreta emitió un leve pitido, girando con un zumbido hidráulico.}
Wéstern irrumpió sin previo aviso, con la ML-77 firmemente asegurada entre ambas manos, descargando fuego concentrado sobre el eje central de la torreta. El primer disparo hizo vibrar el metal. El segundo desintegró el sensor óptico. El tercero penetró el anillo de giro hidráulico. La torreta chilló cual animal herido y explotó hacia el techo con un breve chorro de vapor y chispas.
El objetivo reaccionó de inmediato. Se incorporó de un salto desde la hamaca, rodando por el concreto como si cada músculo supiera exactamente qué hacer. El casco robado de la DCIN le cubría el rostro hasta la nariz, dejando solo la mandíbula al descubierto. De sus manos salieron dos Iron Claw que tenía en los bolsillos, y disparó a quemarropa.
Los proyectiles rasgaron el aire como agujas sónicas. Wéstern ya estaba en el suelo.
Rodó hacia la derecha, chocando el hombro contra un tubo oxidado, y dejó que el impulso lo llevara más allá. Una bala pasó tan cerca que cortó un hilo de su gabardina. Al segundo siguiente, Jude entró al túnel.
Apuntó.
La GM-30 escupió fuego.
Un estampido ensordecedor rebotó por las paredes del túnel. El disparo recto golpeó a Phyleen en el pecho. El escudo cinético se activó al instante, dejando un halo de energía celeste y ondulante frente a su torso. El impacto fue tan violento que las Iron Claw salieron disparadas de sus manos, golpeando el concreto y rebotando.
El objetivo trastabilló.
Wéstern se alzó de inmediato.
Con el cuchillo en mano, embistió.
Las botas chirriaron contra el suelo húmedo.
La distancia entre ambos se cerró en dos segundos.
Wéstern alzó el brazo, con la cuchilla en diagonal.
Pero algo cambió.
Un sonido seco, huesos quebrándose al revés, brotó del cuerpo del objetivo. Desde sus antebrazos surgieron dos cuchillas blancas, alargadas, curvas, hechas de hueso y fibra muscular artificial. Las giró con precisión, cruzándolas delante de su rostro. Bloqueó el cuchillo.
Una explosión de sangre salió de los brazos del objetivo.
Wéstern retrocedió. Y el objetivo atacó. Las cuchillas danzaban como brazos de mantis: cruzadas, descendentes, laterales. Wéstern bloqueaba con los antebrazos reforzados de sus implantes, retrocediendo un paso cada vez. El sombrero negro se le cayó con el siguiente golpe, rodando por el suelo hasta estancarse en un charco sucio.
Golpes, cuchillas, ecos de carne golpeando metal, chispas cayendo. Wéstern exhalaba con fuerza por la nariz, concentrado. Su cuchillo se movía con brutalidad. Golpeaba, cortaba, empujaba. Pero el objetivo era ágil, más de lo normal. Algo lo impulsaba, quizás droga o implantes viejos reactivados, o tal vez solo era entrenamiento, era Oficial de la PEACE después de todo.
Ambos se manchaban de sangre, aunque nadie caía aún.
A unos pasos de la pelea, Jude se detuvo, paralizado por un segundo. Miró a Wéstern intercambiar cuchilladas con un hombre que parecía un demonio disfrazado de soldado. Quiso hacer algo, pero no supo qué.
Entonces la vio.
Una laptop vieja, oxidada pero encendida, sobre la hamaca aún colgando. Jude se agachó, miró la interfaz. No había clave visible. Solo una búsqueda abierta en el navegador local, un motor viejo. Jude dudó. Luego tecleó:
DCIN
El sistema procesó.
Los gritos de combate seguían detrás de él, metálicos y húmedos.
La carpeta estaba ahí. Demasiado obvia.
ARCHIVOS DCIN.
Jude dudó.
Hizo clic.
Dentro, archivos y documentos comprimidos. Algunos con nombres técnicos, otros con claves largas alfanuméricas. Unos resaltaban por encima de los demás:
Coordenadas_Transporte_Primario-VAR47.log
Acceso_DCN_Core_Memoria_Residencial.exe
PEACE_Baja_Oficial_X_Confidencial.txt
Descargas_Módulo_Memoria (Resalthar Sud).rar
Supresion_Informe_SEC-0012.dcn
Movimiento_Cadena/Trabajo_4-Salida.zip
No entendía todo, pero por el título, sabía que era lo que Wéstern buscaba.
Volteó.
Wéstern estaba ocupado sobreviviendo.
Jude miró a su derecha.
Sobre la hamaca había también una USB vieja, color verde eléctrico, con un anillo roto de plástico. Tenía escrito, en tinta negra corrida:
"Para el vicio 👀"
Lo dudó. Pero no había otra opción. No había más donde buscar, al parecer el objetivo tenía todas sus pertenencias encima de su hamaca, algo muy conveniente para ellos.
La conectó.
El sistema la reconoció con un pitido desganado.
Aparecieron las carpetas.
Humanoid_LatexSuffoc18+
/Fisting/Bio-oil/Spiked
Bondage + DCIN Uniforms
Underage_Aliens (Hidden)
Tiaty Softcore/Roughcore
Deep_Machine_Mouths - Compilation
Breed_Rooms_Mix.mp4
DCIN_Gear_FuckPit/Clover/Trio_Gape.wmv
MilkingStations/Xeno_Bovines/LactationOverdrive
Underage/False_ID_Girls/.avi
MassBreedings/ElvenBroodstock/Nest7
HolyNun.exe/Rough/Crucifixion
Bukkake_Cycles/Alien_Tentacle_Gags
MixedSpecies/XL-SlitTesting/Interracial.mp4
Jude sintió una oleada de náusea.
Seleccionó todo. Presionó DELETE.
Ni un segundo de duda. Luego, arrastró toda la carpeta "ARCHIVOS DCIN" a la USB.
Mientras la barra de transferencia avanzaba, Jude escuchó un golpe detrás de él. Se volteó.
Wéstern volaba por el aire.
El objetivo le había dado un corte horizontal directo al abdomen. Wéstern bloqueó con el antebrazo, pero el impacto lo lanzó contra una tubería de drenaje oxidada. Chocó con la espalda. Un crujido. No hueso, sino la estructura de metal bajo la gabardina.
Cayó al suelo de rodillas, respirando por la boca. Sangraba. El objetivo no atacó de inmediato. Wéstern se levantó. Lentamente. Se quitó la gabardina. La dejó caer al suelo sin teatralidad.
Debajo, su torso mostraba la mezcla de cicatrices, músculos endurecidos y placas de polímero muscular marcados en su camiseta verde.
El objetivo soltó una carcajada seca.
Y se lanzó de nuevo.
Cuchillas de hueso contra acero, cuero y carne.
Wéstern giró la muñeca, cambió el agarre del cuchillo. Lo sostuvo en reversa. Cortó hacia arriba en lugar de hacia abajo, buscando ángulos bajos. Las cuchillas del objetivo eran rápidas, pero ahora eran predecibles.
El combate se volvió puro instinto.
Cada movimiento era un eco del entrenamiento militar de ambos. Uno con la técnica devastada por los años, el otro con la brutalidad desatada de quien ya no respondía ante superiores.
Wéstern embistió, golpeó con el hombro. El objetivo retrocedió. Una cuchilla rozó el cuello de Wéstern, dejando una línea roja que manó al instante. El cuchillo bajó con fuerza. Chocó contra hueso. El objetivo giró. Rodillazo. Wéstern lo bloqueó con el antebrazo, contragolpeó con el mango del cuchillo directo a la sien.
Chasquido.
El objetivo cayó de lado, pero usó la caída para barrer con el pie. Wéstern cayó otra vez, esta vez con un golpe seco de espalda. El objetivo se incorporó, jadeando, y rió entre dientes.
Jude apretó el USB en su mano El archivo se terminó de transferir.
Cerró la laptop.
Alzó la mirada.
Wéstern y el objetivo seguían envueltos en ese combate cerrado, primitivo, crudo. Los dos se lanzaban golpes con todo lo que les quedaba, resbalando en el concreto húmedo y azulado de los túneles.
Pero entonces Jude lo vio.
Una cúpula translúcida y celeste palpitaba en su espalda, adherida al chaleco negro del objetivo. No muy grande. Del tamaño de un puño cerrado. Embebida en la columna, rodeada de una cápsula plástica agrietada.
Jude no dudó. No razonó.
Apuntó.
La GM-30 rugió en el túnel como una bestia ahogada.
El retroceso le sacudió el brazo. El disparo impactó de lleno en el domo, resquebrajándolo en una lluvia de cristal y chispas.
El escudo cinético del objetivo colapsó. En ese mismo instante, Wéstern vio la apertura. Giró, y con un rugido de esfuerzo más que rabia, lanzó un derechazo al rostro del objetivo.
El impacto sonó más a hueso que a carne. El objetivo voló hacia la pared de concreto como una marioneta mal cortada. El golpe lo sentó. Su espalda golpeó la pared y se deslizó hasta quedar sentando contra la pared, jadeando. Las cuchillas óseas de sus antebrazos se replegaron hacia dentro con un chirrido desagradable.
Quedó allí. Vivo, pero derrotado.
“Tengo los datos.” Dijo Jude, sin alzar la voz, caminando con pasos pesados sobre los charcos podridos del lugar.
Wéstern no respondió de inmediato. Se frotó el rostro con la mano.
“El encargo era eliminarlo.” Dijo por fin. Su tono no era duro, ni moral. Solo directo.
“Bien.”
Ambos se acercaron.
El objetivo, aún aturdido, jadeaba con la cabeza gacha. Con manos temblorosas, se quitó el casco, que soltaba chispas. Cayó al suelo.
Wéstern se detuvo.
El mundo dejó de moverse un segundo.
La cara del objetivo emergió, sudada, pálida por el esfuerzo. La piel roja. Los cuatro ojos amarillos. La mandíbula fuerte, más envejecida.
Pero era él.
Kharek Avernich de Horevia.
Wéstern no dijo su nombre. No hizo nada.
Solo se quedó allí. Rígido.
Kharek también lo reconoció. Sus ojos lo enfocaron con lentitud, todavía nublados.
“... ¿Wéstern?”
Wéstern no respondió.
Solo sintió cómo un torrente de imágenes le cruzaba la memoria: Dos niños saltando alambradas. Kharek en la academia, compartiendo cigarrillos robados. Los dos en PEACE, en misiones suicidas, sacando a civiles bajo fuego.
Y el funeral sin cuerpo.
El que Wéstern tuvo que organizar. El que PEACE hizo para cubrir la baja. El que nadie explicó bien. Solo “Muerto en acción.” Solo cenizas.
Solo un archivo sellado.
Ahora lo tenía frente a él.
Vivo. Desfigurado por el tiempo. Pero él.
Wéstern no levantó el arma.
No bajó la mirada.
Solo se quedó ahí. Congelado.
Jude lo miró de reojo.
Sus manos seguían en la escopeta.
Pero no dijo nada.
Solo esperó.
Kharek se apoyó una mano en el abdomen. Tosió. Escupió sangre. Luego alzó la mirada, y en sus ojos ya no había hostilidad. Solo cansancio.
“No te reconocí…”
Su voz era ronca, reseca.
“¿Cómo carajos no me vas a reconocer si estuvim—”
“El casco… solo capta siluetas térmicas. No vi tu cara.”
Wéstern no respondió de inmediato. Aún tenía el ML-77 en las manos. No lo había bajado del todo, pero tampoco lo apuntaba. Se mantenía así… flotando entre el pasado y el presente.
“Te ves más jodido que antes.”
“Y tú… muerto.” La respuesta de Wéstern no fue un reproche. Fue un hecho. Uno que le había destrozado algo en el pecho durante siete años.
“¿Cómo sobreviviste?”
Kharek miró al suelo, y luego volvió a encontrar sus ojos.
“PEACE necesitaba una baja oficial. Me dieron por muerto. Pero yo no morí. Solo me quitaron. Me guardaron. Me usaron. Como hacen siempre.”
Tragó saliva con dificultad.
“Y cuando escapé… ya no sabía volver.”
Wéstern lo escuchaba.
Cada frase traía consigo las voces de las madrugadas sin dormir, los informes sellados, los recuerdos de risas en misiones suicidas, la voz de Kharek gritando “¡cúbreme!” y nunca volviendo.
Wéstern bajó el ML-77 un par de centímetros.
Apenas.
Lo suficiente para que Kharek lo notara.
“No puedes hacerlo, hermano. No tú.”
“Me dieron una orden.”
“¿Y desde cuándo obedeces sin pensar?”
Wéstern apretó los dientes.
La mira del ML-77 temblaba.
No por fallas mecánicas.
Por los recuerdos.
Por los cumpleaños con Ruina Roja.
Por los entrenamientos.
Por la guerra compartida.
Por los silencios.
Por los abrazos bajo el humo después de cada victoria.
Matar a Kharek era matar todo eso.
“No hay otro modo.” Dijo Wéstern, al fin. Sus ojos estaban cerrados. Su boca estaba seca. Y tenía la mano apretando tanto el gatillo que casi le dolía.
“Sí lo hay. No lo hagas tú.”
“Lo siento.”
“No lo hagas.”
Wéstern respiró hondo.
Disparar no era difícil.
Lo había hecho mil veces.
Pero esto no era un blanco.
Era un pedazo de sí mismo.
El dedo descendió. Apenas un milímetro.
Y entonces…
Un escopetazo tronó.
Wéstern abrió los ojos.
Kharek se derrumbó hacia un lado, sin aire.
Jude bajaba lentamente la GM-30.
No dijo nada.
Solo miró a Wéstern.
Y esperó. El cuerpo de Kharek yacía inmóvil, inclinado contra la pared húmeda del drenaje como si aún intentara sostenerse en la derrota.
La GM-30 había destrozado parte de su torso izquierdo, y la onda expansiva lo había lanzado contra los ladrillos agrietados.
Su rostro mostraba el inconfundible tono rojizo de los Phyleen, pero a diferencia de antes, ya no había fuego en su mirada. Solo carne.
La mejilla izquierda se había hundido por el impacto, los dientes superiores sobresalían y el ojo derecho, el único aún abierto, se cristalizaba con lentitud.
Un hilo delgado de sangre descendía desde la mandíbula hasta el cuello, arrastrando los últimos estertores de una vida que, incluso antes del disparo, ya había sido abandonada por el mundo.
Wéstern no se movía.
Los dedos aún tensaban el ML-77, apuntando a nadie.
Ni siquiera miraba el arma.
Miraba el rostro muerto.
El pasado muerto.
“¿Qué hiciste...?” Susurró sin fuerza. No era reproche. No era furia.
Solo era la pregunta de alguien que, por un instante, creyó que las cosas podían ser distintas.
Jude bajó la escopeta.
No intentó justificarse, ni retrocedió.
Solo sostuvo su mirada.
“Hice lo que tú me enseñaste.”
Wéstern parpadeó lento.
El vapor del túnel parecía más espeso, o tal vez era el sudor. O la niebla emocional.
“¿Qué… dijiste?”
“Que al hacer el trabajo no se duda. No se titubea No se tiembla Solo se hace Así me dijiste tú. Cada vez que te vi matar a alguien y seguir caminando.”
Jude sacó la USB del costado del equipo improvisado. Estaba sucia, con una luz verde parpadeante.
“Aquí están los datos... Toma la foto del cuerpo… Y vámonos.”
Pero Wéstern no se movió.
“¿Por qué lo hiciste, Jude?”
El muchacho tragó saliva.
Se le movió apenas la mandíbula.
Su cola estaba tensa, enroscada en su pierna como si intentara sostenerlo.
“Porque entendí lo que me querías enseñar.”
“¿Qué cosa?”
“Todo esto.”
Inspiró profundo. Su voz tembló un poco, pero no de miedo.
“Que Horevia no perdona. Que si yo no tengo voluntad, si no estoy listo, si me tiembla la mano… entonces me pisotean. Y tú no vas a esperarme. Nadie lo va a hacer. Aprendí que tu forma de sobrevivir… es la única que queda aquí.”
No levantó la voz.
“Tú nunca me lo dijiste, pero lo mostraste todo el tiempo. Tus silencios. Tu manera de mirar antes de apretar el gatillo. Tu forma de fumar cuando el cadáver aún sangraba. Vi lo que cuesta no romperse. Y vi también que, si me quiebro, entonces dejo de valer. Y cuando no eres indispensable… Eres prescindible.”
La frase rebotó en los ladrillos húmedos como una sentencia.
“No podía dejarte hacerlo tú. No a él. No así. Vi en tu cara que no podías. Así que lo hice yo.”
Se quedó ahí. Quieto.
Solo entonces bajó los ojos al cadáver.
Luego a la USB.
Luego de nuevo a Wéstern.
“Lo siento. De verdad lo siento. Pero no quiero ser la carga. No más.”
Wéstern no respondió de inmediato. Su mirada bajó al cuerpo, al rostro hinchado y desfigurado de Kharek. Los recuerdos de misiones, de juventudes truncadas, de sueños que no llegaron.
Estaban ahí.
Todos muertos.
Pero al lado, de pie, estaba Jude.
Y Jude no era ya el prostituto que temblaba al sostener un arma.
No era el chico que bajaba la mirada al hablar.
No era la víctima.
Era su compañero.
Y por más que le doliera admitirlo…
Había aprendido a hacer el trabajo…
El cuerpo de Kharek seguía ahí.
No se movía. No sangraba más.
Solo estaba.
Wéstern no dijo nada al principio. Ni siquiera cuando
Jude, con esa voz baja que parecía arrastrar cicatrices, murmuró: “Te dejo solo. Te espero en la camioneta.”
Los pasos se alejaron. Ligeros.
Jude era más liviano que antes. Más firme, también.
Ya no dudaba de hacia dónde iba.
Wéstern permaneció quieto.
Frente al cadáver. Frente al pasado.
La sangre se había escurrido por el suelo como tinta. Como memoria desparramada.
Y sin embargo… no era eso lo que más pesaba.
Wéstern respiró hondo.
Miró la sangre.
Miró su cuchillo.
Luego sus manos.
No le temblaban.
Silencio.
Solo el zumbido lejano del túnel.
El olor del concreto viejo.
El polvo.
Y el eco de lo que pudo haber sido.
“¿Cuándo fue que cambió tanto?” Se preguntó.
La voz era baja, apenas audible.
“No lo noté. Un segundo lo estaba cargando fuera de un burdel, como un jarnhito perdido… Y ahora…”
Volvió a mirar el charco de sangre.
El ángulo de la mandíbula destruida.
Wéstern sintió un nudo en el estómago.
No por la muerte.
Sino por lo que representaba.
“Disparó sin que nadie se lo pidiera. Ni se detuvo. Ni pidió permiso. Solo… lo hizo.”
Eso era el trabajo.
Eso… era entenderlo.
No era una bala. No era apretar un gatillo.
Era entender el silencio previo.
El instante posterior.
Era hacer lo que se debía hacer, aunque doliera.
Aunque uno se rompiera un poco más por dentro.
Wéstern entrecerró los ojos.
Lentamente, se inclinó.
Recogió su sombrero negro, doblado por el combate. Lo sacudió, lo acomodó con los dedos ásperos, y lo colocó sobre su cabeza con ese gesto casi ceremonial que siempre lo acompañaba al terminar un encargo.
“Ya no es una carga.”
Se giró hacia donde Jude se había ido.
“Tiene voluntad. Eso es más de lo que la mayoría logra nunca.”
Se agachó una vez más.
La gabardina negra aún estaba en el suelo, salpicada de sangre y polvo.
La alzó sin prisa, se la colocó con el peso de un hábito viejo, y al meter la mano en el interior, sacó sus lentes tornasolados. Los miró un segundo.
Luego se los puso, dejando que su vista dejara de vibrar, de distorsionarse.
Menos glitches.
Menos ruido.
Más enfoque.
Una media sonrisa cruzó su rostro, tenue.
“Disparó sin titubear.”
Miró al cadáver por última vez.
“Eso es suficiente.”
Giró sobre sus talones y caminó hacia la salida.
Un poco más recto.
Un poco más tranquilo.
Como si por fin… no estuviera tan solo…
Subió las escaleras metálicas al fondo del canal de servicio. Los barrotes oxidados crujían bajo su peso, pero no cedían. Como él. Como todo en Horevia que sobrevive por pura terquedad.
Salió a la superficie. El aire era más limpio allí arriba, aunque no menos denso. La calle sobre la presa era recta, de treinta metros largos, de un cemento sucio que parecía polvo seco sobre hueso viejo. Una presa pequeña, funcional, olvidada. Como tantas cosas en este planeta.
Al otro lado, esperándolo como un jarnhito viejo, estaba la Trailmaster. Aún con los impactos de bala marcando su chasis. Las placas de blindaje exterior seguían firmes.
A su modo, era perfecta.
Wéstern subió sin decir nada. Se sentó en el asiento del piloto. El cuero crujió bajo su peso.
Jude hojeaba una revista vieja de moda. Tenía los pies cruzados sobre el tablero. Wéstern frunció el ceño. Sacó su B-88, y con el mango le dio un seco golpe en la planta del pie izquierdo.
“Respeta la camioneta.” Dijo, sin levantar la voz.
Jude soltó un “¡Ey!” y bajó los pies. Sonrió un poco. Wéstern lo ignoró. Se acomodó, encendió el motor, y dejó que los sistemas hicieran su checkeo rutinario. Todo estaba en orden.
El silencio llenó la cabina.
Solo después de medio minuto, Jude rompió el aire:
“¿Estás molesto?”
Wéstern no lo miró. Solo negó con la cabeza, con ese movimiento apenas perceptible que siempre usaba cuando no quería extenderse.
“Hiciste un buen trabajo.” Añadió.
Jude se quedó quieto.
Bajó la revista.
Lo miró.
No lo dijo en voz alta, pero se notaba.
Lo notó en la forma en que Wéstern no apretaba los dientes. En cómo no le esquivaba la mirada. En que había aceptado subir al vehículo sin discutir nada.
Eso, en él, era casi un abrazo.
“¿Y ahora?” Preguntó Jude.
“Ahora, byte, el siguiente neg.”
Y la camioneta arrancó, dejando atrás el concreto manchado de sangre y las decisiones imposibles…
El escritorio era una losa negra, de superficie metálica pulida con patrones de bronce corroído. Detrás, la Baronesa, cruzada de piernas, exhalaba humo de cloro desde su máscara de respiración. La iluminación baja dejaba sus ojos apenas visibles tras sus lentes oscuros con marco de oro sucio.
Jude avanzó primero.
Sacó el pequeño USB verde del bolsillo interior de su chaqueta y lo colocó en el escritorio con un leve clac. Su mano tembló, pero no por miedo. Era el eco de la acción. El resabio post-encargo. Algo que no se va tan rápido como la sangre en el suelo.
“Aquí están los datos del teniente.” Su voz salió más firme de lo que esperaba. “Puede… conectarlo a su Interfaz para verificarlo, si gusta…”
La Baronesa no respondió de inmediato.
Inclinó la cabeza. Los servomotores internos de su cuello soltaron un clic, como si el aire vibrara dentro de su máscara.
Extendió una mano enguantada en piel sintética blanca. Tomó la memoria con dos dedos. La sostuvo un segundo entre la luz tenue amarillenta. Sus ópticas se iluminaron con un destello verde. Luego bajó lentamente el brazo.
Una compuerta se abrió tras ella.
De ella emergió el Heraldo.
El mismo que la vez anterior. Bajito, con la túnica azul marino cubriéndole lo que quedaba de un cuerpo. Era más implante que carne. Su rostro era una mezcla asimétrica de placas metálicas, cables negros y sensores giratorios. Caminaba como si las piernas no fueran suyas, apenas sostenido por una intención superior.
Se acercó. Recibió el USB. Lo insertó en un puerto abierto en el centro de su pecho. Un click sordo. Luego, el chirrido de los datos moviéndose. Voces binarias. Codificaciones verbales y electrónicas fusionadas.
El Heraldo habló en lenguaje triple. Primero en binario crudo, luego en una voz electrónica en hexadecimal antiguo, y al final en la lengua franca de Horevia:
“Verificación completada. Archivo auténtico… Contenido completo… Coordinadas… Operaciones… Y rutas del sector. Confirmado.”
La Baronesa soltó una breve carcajada baja, como un ronroneo. “Buen trabajo, mis queridos exterminadores. Muy buen trabajo.”
Wéstern, en silencio, activó su proyector óptico. Una imagen holográfica apareció sobre el escritorio: el cadáver del teniente, rostro desfigurado, sangre seca.
“Lo voló Jude.” Añadió, sin emoción.
Solo intención.
La Baronesa giró levemente la cabeza hacia el chico. Se quedó en silencio un segundo demasiado largo. El Heraldo ladeó el torso hacia ella, esperando.
“¿Tú?” Preguntó. Su tono era extraño. No sorprendida. Más bien intrigada.
Jude bajó la mirada un instante. Se aclaró la garganta.
“Sí…”
Ella rió. Esta vez más claro. Con auténtico placer. El vapor de su máscara se expandió en un suspiro blanco verdoso.
“Parece que mi pequeña luminaria ya sabe volar.”
La frase quedó suspendida.
Jude, que no era ajeno al sarcasmo ni al veneno en las palabras, esta vez no supo si se lo decía para humillarlo o para reconocerlo.
Y sin embargo, el leve rubor le coloreó las mejillas.
Bajó la mirada.
Solo un poco.
Pero la Baronesa lo notó.
Y sonrió.
Una sonrisa que no era de burla.
Era de observación.
De saber que lo que alguna vez fue solo piel débil y mirada asustada… ahora valía lumos.
Ahora era útil.
Ahora era una unidad.
Y ella amaba las unidades útiles.
CAPÍTULO NUEVE: SIMULACRO
Simulacro.
Una palabra nacida para disfrazar lo real. Una palabra que conscientes inventaron para engañarse antes del desastre.
Jude apenas había cruzado las piernas cuando la voz de la Baronesa, con su gorgoteo de cloro, lo detuvo.
“No tan rápido, muñecos.” La frase se deslizó por la habitación. “Lo hicieron justo a tiempo. En aproximadamente…”
Se giró con teatralidad.
Su máscara de válvulas siseó.
El Heraldo, sin que se le pidiera palabra alguna, emitió un pequeño zumbido binario y respondió: “Tres horas, cuarenta y seis minutos. Contando hacia abajo.”
La Baronesa alzó una mano enguantada, satisfecha.
“Eso.”
El Heraldo, como si hubiera anticipado cada segundo, inclinó la cabeza hacia arriba. Placas negras se desplazaron en su rostro como engranajes líquidos, y todas sus ópticas, nueve, alineadas en geometría asimétrica, giraron hacia el centro de su frente.
Con un crujido, un proyector verde lima se abrió como una flor y lanzó un holograma suspendido sobre el escritorio.
Un edificio apareció ante ellos:
Un espejo de cristal negro y azul, rodeado de canales de neón y plataformas antigravitatorias.
“El Golden Arrow.” Anunció la Baronesa con ese tono de quien ofrece un platillo exótico. “Superficie. Distrito Veintisiete. Altura de sesenta niveles. Propiedad compartida entre el Consejo de Infraestructura Cultural y una rama del CIRU. Esta noche... albergará una fiesta de élite.
Jude y Wéstern intercambiaron una mirada.
El primero habló, pero ambos lo hicieron al mismo tiempo:
“¿Cómo?”
La Baronesa no parpadeó. Se limitó a pasearse detrás del escritorio, y con un movimiento de muñeca el Heraldo sacó un segundo holograma, esta vez de dos figuras humanoides que lentamente fueron tomando forma y datos.
“No sean rústicos, por favor. ¿Cómo creen que les daría una misión sin disfraces? Ya me encargué de sus nuevas credenciales, identidades, registros, incluso las redes sociales y los gustos que se les atribuyen.”
La proyección cambió.
La figura de Wéstern apareció con un traje elegante.
“Hermen Locravich. Inversor de sistemas logísticos para colonias mineras. Invitado por la División de Sostenibilidad Estratégica.”
Luego apareció Jude, con lentes de diseño exagerado y un traje abierto de diseñador.
“Rosher Dayvenarov. Influencer especializado en cultura intergaláctica y modas de Noterco. Invitado personal de la sobrina de un parlamentario.”
Alegre. Escandaloso. Creíble.
“Las validaciones están en la red. Si alguien intenta verificar, encontrarán más información de la que sabrían manejar.”
Jude parpadeó.
“Eso es... excesivo.”
“Oh, Rosher... claro que lo es.” Le respondió la Baronesa. “Pero el exceso aquí es como una declaración. Y quiero que esta sea contundente.”
La proyección cambió una vez más.
Ahora mostraba al objetivo: un Éndevol de complexión delgada, piel blanca como de costumbre, y cuatro ojos rojos, dos de ellos horizontales, dos en diagonal sobre la frente. Tenía tatuado en cada mejilla el símbolo de Resalthar: una flecha vertical negra que apuntaba al cielo.
“Takayanagi no sé qué de Osepool. Alto burócrata de la PEACE. Posee en su Interfaz Neural un archivo codificado, incrustado. No puede copiarse por red. Solo puede extraerse de su cabeza.”
“¿Y el plan?” Preguntó Wéstern, cruzado de brazos, ya previendo el disparate.
La Baronesa giró lentamente sobre sí misma como si contara pasos en un teatro invisible.
“Rosher llamará la atención del objetivo mediante un intercambio de cápsulas de diseño personalizadas, una especie de pastillas de drogas sensoriales. Luego provocará un cruce de palabras cerca del bar, donde una modelo exótica, ya contratada, fingirá desmayarse por una sobredosis. Takayanagi deberá mostrar atención para que sea socialmente respetable. Ahí se ofrece el trago. Un reactivo suave. De ahí... una conversación sobre biología política, una danza, un elogio a su tatuaje.”
Jude la miró sin poder evitar fruncir el ceño.
“¿Y eso nos acerca?”
“No, Rosher. Eso distrae. Lo que nos acerca es el perfume en tus guantes, que conte—”
Wéstern se recargó contra el respaldo.
“¿Y si falla?”
La Baronesa lo miró como si lo esperara.
“Entonces lo improvisan. ¿Qué más han hecho hasta ahora?”
Jude y Wéstern se miraron de nuevo.
La Baronesa extendía su plan con una precisión digna de arquitecta orbital.
Ahora hablaba de coordenadas internas del edificio, de puntos ciegos y de una supuesta pasarela privada que conectaba el salón principal con una galería de esculturas vegetales.
“Ahí será la tercera fase. Cuando el objetivo esté emocionalmente expuesto, Rosher deberá proponer un juego de simulación táctil. Takayanagi es conocido por su inter—”
“¿Y si mejor se viste de mujer y lo seduce directamente?”
La frase atravesó la sala con contundencia.
La Baronesa se detuvo.
El Heraldo giró su cabeza.
Jude giró lentamente.
“¿Qué?”
Pero nadie lo escuchó.
Wéstern se había incorporado en su silla, con el codo apoyado en la mesa, y la mirada firme sobre la Baronesa. No sonreía, ni provocaba. Solo razonaba.
“Es… un… Éndevol… Uniforme planchado. Tatuajes simétricos. Vive rodeado de protocolo. Lo más probable es que tenga una visión inflada de sí mismo y crea que puede conseguir lo que quiera. No va a rechazar un ofrecimiento sexual. Menos de algo que parezca… exclusivo.”
Miró de reojo a Jude, luego de vuelta al frente.
“El muchacho es andrógino. No lo digo como insulto. Lo es. Solo hay que realzar eso. Buen maquillaje. Pocas palabras. Sugerencia visual. Y en cuanto el burócrata se lo lleve a una habitación privada, yo estaré adentro esperándolo con un puñetazo en la nuca. Se duerme, se extrae el archivo, y si hay que dimkas, se dimkas y nos fuimos.”
Simple.
Silencio.
Jude parpadeó.
“¿Qué?”
Nada.
Ni una mirada.
El Heraldo soltó un zumbido de aprobación.
La Baronesa palmeó lentamente, disfrutando cada golpe de guante contra guante como si celebrara una revelación mística.
“¿Ven? Por esto me gusta Hermen. Entiende que la solución más elegante es la más directa. Y que no hay nada más poderoso… que un disfraz funcional.”
Giró una vez más hacia su Heraldo, que abrió un nuevo archivo y proyectó junto al nombre “Hermen Locrav” uno nuevo: “Sira Velmarova”, en tipografía floral y con un diseño de pulseras digitales integrado al holograma.
La Baronesa extendió los brazos, como si presentara un acto de ópera.
“Ahí tienes tu nueva piel, Rosher… Disfrútala… Eres oficialmente… Sira.”
Jude no dijo nada cuando el nombre “Sira” parpadeó en verde lima sobre el proyector.
No protestó cuando la Baronesa empezó a detallar la ruta de extracción, ni cuando mencionó la minivan negra que estaría aparcada junto al edificio, lista para la huida.
El Heraldo proyectaba los planos, las rutas de evacuación, los porcentajes de éxito y los márgenes de error. Todo estaba cuidadosamente diseñado.
Frío. Preciso. Despiadado.
Pero Jude ya no escuchaba.
El cuerpo se le había encogido.
Los ojos, más abiertos, estaban clavados en la superficie de la mesa. Sus dedos se entrelazaban, crispándose a ratos.
Y en su mente, sin pedir permiso, sin contexto, sin lógica, volvía el frío del cuarto de luces rojas.
La voz del cliente gordo.
El olor a perfume barato.
La sensación de ser solo algo.
No alguien.
Algo que se usa.
Algo que se paga.
Wéstern se dio cuenta.
Lo conocía lo suficiente como para notar el temblor leve en sus mejillas.
La mirada desenfocada.
El modo en que respiraba más lento, no por calma, sino por encierro.
Le tocó el brazo, apenas con los dedos.
“Byte.” Dijo.
Jude lo miró, apenas girando el cuello.
“No va a pasar nada.” Le aseguró Wéstern. “No voy a dejar que ese Éndevol te toque. Y si lo hace… le rompo el brazo. Y luego el cuello. En ese orden.”
El silencio entre ambos se alargó.
Pero no dolía.
Era ese tipo de silencio útil, donde se acomodan los huesos, donde algo que estaba fuera de lugar vuelve a encajar.
Jude asintió.
Una vez.
Y no dijo nada más.
Aceptó.
No por resignación.
Sino por control.
Ahora él decidía.
Él se ponía el disfraz.
Él se convertía en Sira.
Y si algo salía mal, sabía que había una mano firme lista para golpear sin preguntar.
La Baronesa seguía hablando.
“La minivan tendrá los equipos necesarios para la extracción neural, junto con algunas armas por si acaso. Una vez lo seduzcas y lo lleves al cuarto, Hermen lo duerme. Lo sacan por la ventana. Ahí tendrán esto.”
El Heraldo levantó un compartimento torácico y proyectó la imagen de dos guantes:
GUANTES ANTIGRAVITACIONALES, negros. Sirven para descender por superficies verticales sin dejar huella.
“Cuando estén listos, vayan al baño del fondo. Los trajes llegarán en breve, junto al vehículo con el que ingresarán. Recuerden algo importante…” Los ojos de la Baronesa se afilaron como cuchillas. “Tienen que parecer élite.”
Ambos se pusieron de pie.
Jude tragó saliva.
Wéstern asintió.
Y se marcharon por el pasillo sin decir palabra…
El baño del antro era estrecho, blanco, con luz fría y piso de metal azulado. Nadie más estaba adentro. Solo el zumbido lejano de los generadores de ventilación.
Ambos estaban recostados contra la pared metálica del pasillo, en silencio.
La luz blanca del baño parpadeaba de forma irregular.
Entonces, se oyó el clic de pies metálicos al fondo.
Otro Heraldo se acercaba.
Su túnica azul marino se arrastraba por el suelo, y de su pecho emergían cables que vibraban como zarcillos vivos. Su rostro estaba compuesto por seis placas articuladas que formaban una especie de cruz de metal, y en cada esquina brillaban ópticas verdes.
“Unidad operativa Wéstern. Unidad operativa Jude. Traigo los ropajes.”
Le entregó a cada uno una caja negra mate, rectangular, sin asas. En el centro de ambas, estampado con tinta metálica dorada, el logo claro y ofensivo: NOTERCO. Y debajo, en letra fina, el lema: “Desafía los límites del estilo.”
Wéstern miró la caja como si contuviera explosivos.
“Vamos bien, ¿eh…?” Gruñó.
Se metió al baño sin más.
El Heraldo fué tras él a darle otra caja antes de salir, dejando la puerta abierta, la caja contenía diversos materiales para el aseo personal: toallitas húmedas, toallas para secar, cremas, jabones, cepillo y pasta dental, desodorantes y perfumes elegantes, entre otras cosas redundantes.
Wéstern ccerró la puerta, la cual chirrió al cerrarse.
Jude apenas sostenía la suya.
Sus ojos no dejaban de mirar el logo dorado de Noterco, como si aquello quemara. El Heraldo lo observaba desde muy cerca. Una de sus manos se abrió en abanico revelando diez finas herramientas de precisión: brochas, cepillos, jeringas estéticas, aplicadores de color.
“Se me ha ordenado intervenir su rostro para ajustarlo al estándar de seducción de la clase alta… Se recomienda mínima resistencia. Los protocolos han sido optimizados.”
“¿Q-qué? ¿Aquí? ¿Tú?”
“Sí. Confirmación: sí.”
El Heraldo abrió la otra puerta del baño y entró.
“Adelante, realizaré un aseo de limpieza minucioso.”
Jude tragó saliva. Entró. La puerta se cerró tras ellos…
Wéstern, mientras tanto, ya vestido, se miraba en el espejo encima de los lavamanos fuera de las cabinas de baño.
El traje le quedaba perfecto, como si lo hubiesen hecho a la medida. Azul metálico, con líneas sutiles que reflejaban la luz con elegancia.
Camisa negra mate.
Corbata dorada. Y un sombrero de copa media, con una cinta dorada a juego.
Los zapatos brillaban como obsidiana recién pulida.
Ni una arruga.
Ni un pliegue mal puesto. Se miró de arriba abajo, con un suspiro que fue casi un lamento.
“Ridículo. Nunca pensé… nunca creí… que me vería usando mierda de Noterco.”
Se acomodó la corbata, sin convicción.
Ajustó el sombrero sobre su cabeza. Acomodó los cuatro guantes en el interior del traje, decían DCIN en los marcos, nadie notaría que los llevaba ahí, simplemente le realzaban el pecho.
Y se quedó mirando al vacío, con cara de quien hubiese perdido una apuesta con la vida. Del otro baño empezaron a escucharse los quejidos de Jude.
“¡¡¿Eso es delineador?!!”
“¿Por qué siento que algo me aprieta el estómago? ¿¡Qué estás haciendo con esa aguja!?”
“¡Al menos dime qué te metiste en el compartimiento craneal antes de acercarte!”
El Heraldo respondía con un murmullo binario.
Ni una palabra audible.
Wéstern sonrió.
Ligeramente.
No era burla.
Era resignación. Y un poco de ternura en la forma más estoica que conocía.
Se apoyó en la pared del pasillo de salida, cruzando los brazos, mientras esperaba que su compañero emergiera convertido en Sira, la joya más brillante del escaparate.
Del baño seguían saliendo quejidos, acompañados por el sonido mecánico de herramientas retráctiles y zumbidos suaves de calibración óptica.
“¡No, esa aguja no! ¡Ni se te ocurra pincharme!”
“¡Eso arde! ¡¿Qué me pusiste en la cara?!”
“¡Ese no es mi tono de piel! ¡Estoy demasiado brillante!”
“¡No metas eso ahí!”
“¡¿Qué quieres decir con ‘redistribución temporal de tejido’?!”
Wéstern seguía recargado contra la pared, ojos cerrados, brazos cruzados.
Inhaló hondo.
Exhaló lento.
La tela de Noterco era suave, envolvía su cuerpo como si hubiera sido tejida a partir de promesas de gente rica. El traje azul metálico relucía con los movimientos más pequeños. Le incomodaba hasta respirar.
Del otro lado, Jude continuaba resistiéndose.
“¡Esto me aprieta! ¡No puedo moverme bien!”
“¡No me pongas ese gloss!”
“¡¡Eso no es un cinturón, estás destrozando mis intestinos!!”
Y entonces, tras un último zumbido y el chasquido de una cerradura mecánica, la puerta se abrió.
Jude salió del baño.
O… lo que quedaba de él.
El vestido era de un dorado opulento, ceñido a la figura sin vergüenza alguna. Las aberturas en ambos muslos dejaban ver casi hasta la base del muslo interior.
Los tacones, también dorados, alzaban al muchacho unos quince centímetros. E igualmente caminaba como si nada, se le notaba la experiencia.
El vestido rozaba el suelo a escasos centímetros, moviéndose como líquido. El maquillaje era preciso, pero medido: brillo en los labios, sombras sutiles en los párpados, definición en pómulos y cejas.
El cabello de Jude le había sido ondulado, con volumen, como si flotara sobre una corriente de aire invisible, rizado.
Hasta su cola estaba planchada y peinada, las plumas estaban alineadas con una armonía antinatural.
Wéstern abrió los ojos.
Por un instante, no dijo nada. Sus pupilas se movieron, escaneando a Jude de arriba abajo.
Parpadearon lento.
Y luego frunció apenas el ceño.
“...¿Jude?”
El Heraldo, detrás de Jude, cerró el compartimento de herramientas en su brazo con un chirrido.
“Negativa. El sujeto rechazó todo protocolo de transformación morfoestética. Se me negó el uso de jeringas de definición, aplanadores musculares, lubricante dérmico… Y movilizadores de grasa.”
“¿Movili... qué?” Jude alzó las cejas.
Jude suspiró, visiblemente tenso.
“Bueno... ¿Y? ¿Qué opinas?”
Wéstern inclinó un poco la cabeza. Sus ojos negros brillaban con la luz blanca del baño.
“...Podrías engañar a un noble. Hasta a un general. Y con suficiente vino… a mí también.”
Jude giró el rostro, entre molesto y confundido.
El escote del vestido le incomodaba, tiraba de la tela hacia el centro del pecho como si insistiera en una anatomía inexistente.
“¿Por qué tiene escote...? ¡Ni siquiera tengo… eso!”
El Heraldo habló con voz grave, modulada.
“Con autorización, pude haber realizado una compresión bilateral combinada con elevación temporal de tejido adiposo, generando la ilusión de mamas funcionales.”
“¡¿Qué?! ¡¡No!! ¡¡Gracias!!” Jude retrocedió un paso, subiendo los brazos como defensa.
“Eficacia comprobada: 94.6%.”
“No quiero tetas prestadas, ¡maldita sea!”
“No eran prestadas. Solo reacomodadas.”
“¡¿Eres idiota?!”
Wéstern los observaba en completo silencio.
La escena frente a él era absurda.
Surreal.
Irritantemente funcional.
Y sin embargo… Jude se veía bien.
Demasiado bien.
Aterradoramente convincente.
Y eso… eso le daba una pequeña certeza.
El plan iba a funcionar.
Jude seguía forcejeando con el vestido, intentando ajustar la tela en el escote sin lograr ocultar la incomodidad que le recorría el cuerpo. El Heraldo, con su voz carente de emoción, permanecía cerca, escaneándolo como si aún quedaran mejoras por aplicar.
“Sugerencia lógica: vaginoplastia de urgencia, bajo el protocolo Feminización Funcional Nivel 3. Tiempo estimado de ejecución: 7 minutos, 24 segundos. Margen de error: 0.8%.”
Jude lo miró con el rostro enrojecido, y la mandíbula temblando.
“¡No quiero una vaginoplastia, imbécil oxidado! ¡Quiero seguir teniendo mi cosa, ¿entendiste?!”
El Heraldo asintió, pero no pareció comprender el motivo de la negativa. Una pequeña placa de su hombro se retrajo, dejando salir un microescáner que proyectó una figura holográfica de Jude en 3D.
“Según el análisis térmico y de circulación… su ‘cosa’, como usted la ha denominado, no presenta signos recientes de uso sexual o urinario satisfactorio. Índice de actividad: marginal. Compatibilidad con la estimulación neuroquímica: limitada. Presencia de trauma previo: alta. Valor práctico: debatible.”
Jude parpadeó, incrédulo.
“¿Estás diciéndome que no la uso... y por eso puedo tirarla?”
“Desde un punto de vista técnico… sí.”
“¡¿Pero qué mierda mental tienes en la cabeza?! ¡¿Qué te pasa en los circuitos?! ¡¡No eres mi doctor!!””
“Negativo. Soy Asistente Quirúrgico de Asimilación de Identidades Clase 7, modelo H-A1L. Mi función no incluye moralidad, solo resultados.”
Wéstern, hasta entonces inmóvil junto al lavabo, apretó la mandíbula. Giró sobre sus talones y alzó la voz con un tono seco, bajo, incuestionable.
“¡Pues tus resultados métetelos en el c—!”
“Ya cállense los dos.”
El eco en los azulejos pareció congelar la escena.
El Heraldo guardó su escáner de inmediato. Jude también enmudeció, con los labios entreabiertos, y la respiración aún agitada.
Wéstern los miró a ambos.
“Tú…” Dijo señalando al Heraldo con dos dedos, como si disparara. “...cierra lo que sea que tengas por boca.”
“Y tú…” Ahora a Jude. “...respira, ajusta ese vestido y camina. No quiero escucharlos discutir por tu pene otra vez.”
El Heraldo bajó la cabeza, obediente.
Jude murmuró algo como “clao”, aún ofuscado, mientras trataba de acomodar las plumas planchadas de su cola con dignidad.
Un zumbido sonó en la sien de Wéstern. Parpadeó y proyectó el mensaje en su ojo interno.
MALDITA CABARETERA: Los espero afuera. El auto señuelo está listo. No tarden.
Sin decir palabra, Wéstern empujó las puertas del pasillo del baño y salió.
El pasillo del antro temblaba con la vibración de bajos profundos. Jude lo siguió con pasos inseguros sobre los tacones dorados.
El Heraldo los acompañó con andar metálico, aunque en completo silencio ahora.
Pasaron las puertas, pasaron a la humana de la recepción, y pasaron las puertas principales del antro.
Fuera, la ciudad los esperaba.
Y la Baronesa… también.
Ambos se detuvieron en seco.
La Baronesa. Estaba allí parada con los brazos cruzados, apoyada sobre una cadera, con la espalda recta como una lanza. Medía como un metro noventa, un par de centímetros más que Wéstern con botas puestas.
Camisa de vestir roja, arremangada hasta los codos. Pantalón negro perfectamente planchado, zapatos negros de cuero brillante. Nada de adornos ni baratijas. Solo líneas duras, presencia contundente y esa aura dominante que hacía parecer que incluso el concreto se callaba cuando ella hablaba.
A su lado…
Estaba el auto.
Un Pixilimit Mirage GT Hyperion.
Hiperdeportivo violeta con una carrocería que parecía como si la pintura estuviera viva. Tenía las curvas de una criatura depredadora a punto de atacar. Su chasis reflejaba la calle húmeda y los neones cercanos con una nitidez inquietante. Las ruedas parecían flotar, y los alerones se retraían y desplegaban de forma autónoma, respirando. Cada línea, cada ángulo del Mirage parecía diseñado para dejar atrás al propio sonido.
Wéstern silbó. Largo, bajo, casi con respeto.
Jude, por su parte, se quedó estático. Con la boca medio abierta. Como si acabara de ver a una divinidad de las revistas de moda y otra del automovilismo al mismo tiempo. Sus ojos iban del rostro severo de la Baronesa al perfil de la máquina como un niño frente a una vitrina prohibida.
La Baronesa no dijo nada al principio.
Se limitó a extender la mano derecha y dejar caer unas llaves metálicas en la palma de Wéstern.
“No se encariñen.” Gruñó su voz, distorsionada por la máscara de gas. “Tiene un solo uso: aparentar.”
El escarabajo dorado de su collar brilló con un parpadeo suave mientras el traductor procesaba y transmitía.
“No lo rayen. No lo manchen. No lo maten. Lo venderé mañana.”
Wéstern asintió. La sostuvo con la mirada un instante antes de girarse hacia la máquina.
“Clao, jefa.”
Jude seguía inmóvil. Solo reaccionó cuando Wéstern le dio un leve empujón en el hombro.
“Vamos, Sira. No vas a dejar que se enfríe la cabina.”
“¿Este es el auto?” Susurró mientras caminaba como si estuviera sobre un altar.
Las puertas se abrieron hacia arriba, sin emitir ni un solo chasquido. Solo un suspiro suave de presión sellada.
Wéstern entró primero. El interior era una cabina envolvente de lujo: pantallas curvas rodeaban el tablero, sensores térmicos adaptativos, sistema IA de navegación con predicción de obstáculos y voz personalizable. El asiento se moldeó a su espalda apenas se sentó.
Jude se deslizó al asiento de copiloto con movimientos nerviosos.
El motor ni siquiera rugió. Murmuró. Las puertas se cerraron. Y Wéstern arrancó.
Y la Baronesa… solo se quedó de pie, viéndolos desaparecer bajo el resplandor violeta, expulsando un leve suspiro de cloro…
El Pixilimit Mirage GT Hyperion se deslizaba cual espectro por la interestatal subterránea, apenas tocando el suelo gracias a sus ruedas de gravedad variable. Las luces azules del túnel rebotaban sobre su carrocería como lenguas de neón líquido.
Wéstern tenía una mano en el volante y la otra apoyada sobre su muslo. Ni siquiera parecía estar manejando, más bien comandando algo vivo. El interior proyectaba tenues destellos de información: mapas, diagramas en tres dimensiones del motor, y recomendaciones constantes en una voz femenina pulida y sin acento.
“Iniciando análisis biomecánico del piloto. ¿Desea calibrar la posición lumbar?”
“Cállate.”
Un segundo de silencio.
“Soy ALEXI, tu asistente vehicular personalizado. ¿Deseas elegir una voz o género predeterminado para tu experien—”
“Cállate.”
“Entendido. Activando protocolo silencioso. Aún puedes hablarme si…”
“Calla.”
El sistema suspiró con un tono casi humano. Luego desapareció.
Jude lo miraba con una mezcla entre asombro y resignación.
El trayecto por la interestatal era largo, pero la IA, antes de ser silenciada otra vez, les había marcado un atajo no registrado en los mapas públicos. Un túnel de mantenimiento reactivado por actividades privadas que cortaba el tiempo de viaje de tres horas a una. Según los informes, sólo se abría por intervalos de treinta minutos cada cuatro horas, pero justo ahora estaba accesible.
Wéstern, sin dudar, se metió.
El aire cambió. Más denso. Más viejo. Los muros eran de acero oxidado y concreto desollado. No había cámaras. Ni sensores. Solo líneas tenues de energía marcando el camino.
Silencio total.
“¿Y bien?” Preguntó Wéstern, sin mirarlo. Tenía la vista al frente. “¿Cómo se siente andar con los pies atrapados en jaulas doradas?”
Jude bajó los ojos hacia sus tacones.
“No están tan mal.” Admitió. “Mientras no tenga que correr ni pelear, hasta podría decir que son… pulse.”
“Vaya. Eso no lo vi venir. Y el vestido… ¿te incomoda?”
“Me incomodaba más cuando los viejos me lo arrancaban a la fuerza.” La frase cayó como un cuchillo mal afilado. Jude la soltó sin pensar, pero no se retractó. Luego agregó, con una sonrisa débil: “Al menos este no me lo van a ensuciar. Creo.”
Wéstern tragó saliva. El gesto apenas fue perceptible.
“Bueno…” Dijo, con la voz más suave. “Al menos el vestido te queda neon.”
Jude lo miró.
“¿Eso fue un piropo?”
“Más o menos. Digamos que el corte en los muslos te da ventaja táctica. Distrae a objetivos fácilmente manipulables.”
“¿Y tú eres uno de esos objetivos?’
“Depende. ¿Vas a intentar seducirme?”
Jude rió.
“Bushano idiota.”
“Ya te estás acostumbrando.” Dijo, sin tono de burla esta vez. Más como una constatación.
“Tuve tiempo. Cuando me pusieron vestidos para atraer a tipos, lo hacían con trapos baratos, sintéticos. Pero esto…” Se acarició la tela dorada. “Noterco. No sabía que una prenda podía sentirse así.”
“Se llama lujo.” Replicó Wéstern. “Bienvenido al mundo que nos desprecia desde arriba.”
“No tengo ni tetas, ¿por qué el escote?”
“Te lo dijo el Heraldo. Si lo hubieras dejado meterte esas cosas, mover grasa, cortar aquí y allá, te las hacía en diez minutos.”
“¡Y luego qué! ¿Me las devuelvo al cajón? ¿Las enrosco?”
Ambos rieron.
“Oye, y ¿Por qué nunca activas la Conducción Alfa, no sería más fácil que dejes que el auto vaya solo? No sé, solo digo.”
“Nah, no me gusta dejar que una IA maneje el vehículo, aunque no sea mío.”
“Eso… Es un poco racista, agradece que no había un Omniroide cerca, o esto habría sido un temita…”
“Si él me atacase también sería racismo.”
“En eso… Tienes razón.”
“Cuando tú manejes si quieres activa la Conducción Alfa, pero yo no me fío de la IA.”
“Va…”
El túnel comenzaba a abrirse. A la distancia se veía la luz opaca de la superficie. No era el cielo limpio. Era el cielo de Horevia: contaminado, negro, y eternamente cubierto de filtros climáticos.
Pero era el mundo real.
Wéstern apretó el volante con fuerza. La IA, silenciada, aún guiaba con luces proyectadas en el parabrisas. Una flecha curva los dirigía hacia una rampa lateral que daba acceso directo a las avenidas subterráneas de la zona de élite.
“Vamos a hacer este neg bien.” Dijo Wéstern, más para sí que para Jude.
“Zap.” Dijo, estirándose un poco. “Aunque me duelan los pies. Aunque me odie un poco al verme en el espejo.”
“¿Te odias?”
“No. Solo… me da miedo lo fácil que se me da fingir.”
Wéstern miró el espejo retrovisor. Su reflejo con traje, corbata dorada, sombrero. Un muñeco de porcelana bien armado.
“Yo dejé de fingir hace años. Esto es solo el envoltorio. La mierda debajo sigue siendo la misma.”
Jude sonrió con cansancio. Luego, miró por la ventana, viendo cómo la ciudad se alzaba como un titán podrido y hermoso.
“Entonces, hagamos que valga…”
Treinta minutos después, el Pixilimit Mirage GT Hyperion emergió de los túneles como una criatura de otro mundo. La superficie de Horevia, al menos en esa parte, no se parecía en nada al resto.
Luces artificiales, perfectamente distribuidas, lanzaban haces de colores suaves sobre los edificios como si intentaran simular estrellas. Torres de cristal, estructuras metálicas con adornos de oro líquido, y caminos impecables sin grietas ni manchas. El aire olía distinto, filtrado, tratado, un perfume aséptico que pretendía esconder que seguían en el mismo planeta podrido.
Y lo más extraño: arbustos. Arbustos reales. Verdes. Cortados con simetría, plantados entre aceras y entradas de cuarzo. Como si todo fuera una escenografía para olvidar el horror que rugía bajo sus cimientos.
Jude se quedó en silencio mirando por la ventana. La luz rebotaba en su vestido dorado como si fuera una joya más del lugar.
Wéstern apretó el volante. No por nerviosismo, sino por costumbre. Esta clase de distritos siempre le causaban una tensión difícil de explicar. No era miedo. Era... rencor.
Siguió conduciendo. El Mirage GT Hyperion parecía pertenecer ahí, más que ellos. Recorrieron la avenida principal entre autos de lujo, todos diferentes y todos ridículamente costosos. Algunos flotaban, otros se deslizaban con motores que ni hacían ruido.
Al final del tramo, al pie de una colina de cuarzo y luces dirigidas, estaba el Golden Arrow.
Una torre angosta, de unos 60 pisos, reflejante, como una lanza de cristal clavada en la tierra. El logo, una flecha dorada apuntando hacia el cielo, flotaba suspendido sobre la entrada principal por un campo electromagnético decorativo.
A la derecha, frente a una hilera de árboles ornamentales, había un espacio de estacionamiento junto a la banqueta. Wéstern lo tomó con precisión.
Apagó el motor, retiró la mano del volante y se quedó unos segundos mirando la fachada iluminada.
Jude se quitó el cinturón lentamente.
“Es raro estar aquí.” Murmuró. “Como si hubiéramos cruzado a otra dimensión.”
Wéstern asintió.
Se giró hacia él.
“Escucha. Sincronízate conmigo. No podemos separarnos mucho. Si algo falla, no tengo cómo contactarte. Nada de micrófonos, nada de implantes compartidos. Vamos a la antigua.”
“Entiendo.”
“Yo buscaré una habitación vacía. Hay muchas en los pisos altos. Un baño, un lounge cerrado, lo que sea. Tengo el mapa completo del edificio, y también la ubicación de la minivan.”
“Y yo traigo al burócrata.”
“Sí. Lo traes. Lo adormecemos. Lo bajamos usando los guantes. Directo al escape.”
Jude asintió. Sin sonrisa. Sin miedo. Con decisión.
Ambos salieron del coche. La puerta del Mirage se levantó hacia arriba en silencio absoluto. Apenas pisaron el suelo, la temperatura se hizo presente. Un frío húmedo. La noche de Horevia mordía con dientes invisibles.
Caminaron lado a lado. Las suelas de los zapatos de Wéstern hacían un sonido opaco. Los tacones de Jude, uno más fino, más resonante.
Al llegar a la entrada, un par de invitados ya subían por las escaleras del vestíbulo. Música elegante. Risas fingidas.
Y ahí, de pie como un tótem, les esperaba una Éndevol, vestida con traje negro, corbata negra, zapatos de charol. Cuatro brazos. Cuatro ojos amarillos. Y la misma piel tan blanca como un papel.
Sostenía una tableta holográfica con una mano. Las otras tres estaban quietas, esperando que algo saliera mal.
“Nombres.” Dijo con una voz seca, afilada como vidrio.
“Hermen.” Dijo Wéstern sin vacilar.
“Sira.” Dijo Jude, con un deje de duda que apenas logró esconder.
La Éndevol parpadeó, uno por uno sus ojos. La tableta proyectó un panel verde con ambos nombres.
Verificación completada.
“Pasen.”
Y eso fue todo.
Las puertas doradas se abrieron.
Y Jude y Wéstern entraron al mundo que nunca los había querido.
Dentro, el Golden Arrow. Tan pronto como cruzaron las puertas de acceso, la atmósfera cambió. Un silencio elegante envolvía el vestíbulo, solo interrumpido por el murmullo distante de música y el eco refinado de pasos sobre el suelo pulido.
El blanco y dorado dominaban la escena como en un cuadro de propaganda de la Flor Imperial: columnas altas con vetas metálicas, techos altos decorados con geometrías sutiles, luces suaves que emergían de plafones. El diseño era claramente minimalista, pero con un trasfondo maximalista en detalles florales. Los patrones en relieve en las paredes, los marcos de los espejos, incluso las bases de las lámparas: todos evocaban pétalos estilizados, espirales vegetales o ramas abstractas. Un eco directo del gusto floraimperialista por lo ornamental.
Cortinas rojas de tela pesada colgaban en cada extremo del vestíbulo, contrastando con la pureza casi del mármol blanco. El rojo no era cualquier rojo: era un rojo vino profundo, ceremonial, el tipo exacto que usaban los salones de diplomacia entre humanos floraimperiales y Éndevol de la Hegemonía.
En el centro, un arreglo floral suspendido giraba: flores negras, blancas, azules, muchas de ellas seguramente artificiales, pero perfectamente aromatizadas. Toda la estética hablaba de fusión cultural entre Éndevol y humanos, como si la arquitectura buscara convencer a las élites de que la cooperación entre especies era no sólo posible, sino hermosa.
Wéstern sintió el zumbido leve de su implante ocular: una notificación entrante.
Miró discretamente a un costado y la proyectó solo para él, justo en la esquina de su retina.
Personalidades asignadas:
Hermen
Inversor de sistemas logísticos para colonias mineras. Invitado por la División de Sostenibilidad Estratégica.
Sira
Especialista en diseño de protocolos de experiencia sensorial para ocio diplomático, con formación en interacciones humano-Éndevol. Invitada por cortesía de la Oficina de Integración Cultural Avanzada.
Wéstern cerró la proyección con un parpadeo. Se inclinó hacia Jude, sin cambiar el paso ni la expresión.
“Oye…” Le murmuró al oído. “Ya llegó el perfil. Eres diseñadora de protocolos sensoriales para ocio diplomático, con experiencia en interacciones interraciales. Invitada por la OICA.”
Jude parpadeó.
“¿Qué…?”
“Tú repite si preguntan. Sonríe si no entiendes. O di que estás ‘experimentando estímulos externos’.”
“Clao…”
Ambos caminaron hacia el centro del lobby, donde un humano con implantes dorados en los brazos y la mandíbula se recargaba con confianza sobre un mostrador decorado con líneas de luz animadas. Su traje era verde brillante, con un símbolo circular en la solapa. Sus ojos eran normales, pero la mandíbula cromada y brillante le daba un aire de presentador de programa.
“¡¿Qué tal?!” Saludó, extrovertido, levantando una mano metálica. “¿Pareja nueva? ¿Primera vez en el Golden?”
“¿En qué piso es la recepción?”
“¡Seis, claro! Es la gala de integración, ¿no?” El tipo rió solo, orgulloso de saberlo. “Todos los pisos superiores están inactivos hoy, una actualización de los sistemas de aislamiento climático. El nivel seis fue acondicionado específicamente para esta noche.”
“Gracias.” Dijo Wéstern, seco.
“Diviértanse… y si prueban las perlas de albahaca, ¡no se pasen!” Agregó el hombre con una risa que sonó grabada.
Ambos avanzaron hacia el ascensor, que parecía una cápsula de oro líquido. Las puertas se abrieron y entraron.
Dentro, una pantalla táctil transparente pedía el destino.
Wéstern presionó el 6, y la cápsula se elevó sin hacer el más mínimo sonido.
Jude, reflejado en la pared metálica, se miró de reojo. La iluminación dorada lo envolvía.
“¿Diseñadora sensorial, eh?”
Wéstern sonrió. “Te pega. Parece que sí vas aprendiendo a actuar, Sira.”
Jude bajó la mirada, sin poder ocultar una pequeña sonrisa.
La cápsula se detuvo con un suave pulso. Las puertas se abrieron. Los envolvió una ola de luz dorada y música grave. El piso no era solo amplio: era vasto. Un salón de techos inmensos, con cúpulas translúcidas que dejaban ver simulaciones de constelaciones y nubes flotantes a modo de cielo artificial. Decenas de estandartes colgaban de las paredes curvas, bordados con símbolos dorados, rojo imperial y dorado frío. De un lado, las banderas de la Hegemonía Resalthar, blancas, todas con la flecha negra apuntando al cielo, enarbolaban su ideología con una rigidez casi fanática; del otro, los estandartes de la Flor Imperial ofrecían su estética opulenta, cargada de patrones florales, caligrafía gótica y telas pesadas con bordados en hilo de oro. El contraste era tan claro como la farsa de unidad que pretendía el evento.
“¿Tú sabes qué se supone que están celebrando aquí?” Preguntó Jude en voz baja, acercándose a Wéstern mientras su mirada paseaba por los invitados, las columnas pulidas, y los corredores elevados con vigías de traje negro.
“No tengo ni puta idea.” Murmuró, con la misma voz seca de siempre. “Tú sígueme y no sueltes el paso.”
El lugar estaba atestado.
Más de un centenar de personas y criaturas transitaban el salón entre conversaciones murmulladas, risas y choques sutiles de copas. Predominaban los Éndevol, de espaldas rectas, con trajes oscuros, ojos de más, y modales exactos. También había humanos de alta cuna, reconocibles por sus implantes decorativos, las ropas de diseño y la forma exagerada de socializar, como si cada frase fuera parte de una obra teatral. Tiatys vestidas de terciopelo naranja con máscaras de respiración esculpidas. Phyleens con ropajes blancos que contrastaban con sus cuerpos rojizos. Incluso algunos Raytras, de trajes verdes y azulados. Pero nada llamaba tanto la atención como los Eeftos, gigantes blanquecinos de casi tres metros y medio, musculosos, de piel casi traslúcida y brazos el triple de largos que los de un humano.
Wéstern mantenía su mano firme sobre la de Jude: perderse entre esa multitud sin puntos de contacto significaba abortar la operación desde el minuto uno. Se desplazaron por el margen del salón hasta llegar a una de las largas mesas de catering central, rebosante de productos imposibles de hallar fuera del nivel de la élite. La mesa flotaba levemente por estabilizadores ocultos, cubierta con una tela blanca que se ajustaba magnéticamente a los bordes y respondía al movimiento de las manos cercanas para generar holorrótulos de descripción.
Allí, frente a ellos, había torres de pastelitos redondos de múltiples capas, cubiertos con azúcar negra. Donas dulces, humeantes. Vasos de diseño hexagonal con bebidas inyectadas desde boquillas cromadas, cada una etiquetada con código de barras, contenido químico y procedencia. Wéstern no lo dudó: agarró un pastelito, se lo metió entero a la boca, y sin siquiera tragar, alcanzó una dona, la partió con los dientes como si estuviera solo en su camioneta, y luego extendió un vaso de cristal hacia uno de los eyectores de Adarion, que burbujeó al llenarse de la bebida azulada y cara.
“¿Qué mierdas estás haciendo?” Murmuró, disimulando mientras sonreía al pasar un grupo.
“Comer.” Respondió Wéstern sin culpa. “Tenía hambre. ¿Quieres?”
Jude suspiró como si se rindiera por dentro.
Al centro de la mesa, en una plataforma giratoria apenas elevada, había algo más: un plato ceremonial Éndevol, rodeado de luces suaves y marcado con una inscripción caligráfica que flotaba sobre el cristal.
Era el famosísimo “Reno de Estrellas”, cubitos de carne cortados perfectamente, cocinados con especias endémicas, y sellados con trazas de sales diversas. Uno de los manjares más preciados entre los colonos de alto rango. Su precio equivalía a un implante ocular de gama militar.
Ambos se miraron, conocían el platillo. Sin decir nada, se sirvieron con pinzas doradas uno de los trozos, lo colocaron sobre platos pequeños, y lo comieron al mismo tiempo.
Wéstern alzó las cejas.
Jude tragó lento.
Por un segundo, sus ojos se entrecerraron, como si se le hubiera apagado todo el sistema nervioso menos el gusto.
“...Hermano.” Murmuró Jude. “Podría llorar.”
“Ni se te ocurra.” Respondió Wéstern, tragando el suyo. “Ya bastante tienes con el escote.”
Ambos rieron bajo, sin quitarle el ojo a la gente. Había que mantenerse alerta.
“¿Y qué tiene que ver el escote?” Murmuró mientras alzaba una ceja, con sus dedos aún en el aire tras dejar el tenedor sobre el plato vacío.
“Que te hace ver como si vinieras con intenciones.” Respondió Wéstern, sirviéndose otro cubo de Reno de Estrellas con la misma precisión con la que habría recargado un arma. Se lo llevó a la boca sin ceremonia, masticando con una expresión imperturbable.
Jude no respondió, solo le lanzó una mirada mientras se servía también otro cubo. Ambos comieron casi sincronizados, sin perder la compostura pero tampoco exagerando el disimulo. Era, por fin, un momento de relativa calma.
La música ambiental flotaba entre los murmullos de políticos, diplomáticos, burócratas y ejecutivos disfrazados de nobles, una mascarada de élites simulando trascendencia. Fue entonces que un tono agudo y ceremonial interrumpió la marea.
“¡Por la gracia de Etern, bendito sea tu paso, Hermen!”
Ambos se congelaron un instante. Wéstern bajó el tenedor con una lentitud tan instintiva como letal, mientras fruncía el ceño con una profundidad que no muchos sobrevivían. Jude, por su parte, enderezó la espalda con la precisión de un recluta frente al general.
Wéstern giró la cabeza despacio, como si midiera cada grado del movimiento. Cuando sus ojos toparon con el sujeto que había hablado, forzó una sonrisa tan exagerada, tan antinatural, que Jude sintió frío de lo falsa que era. Wéstern no sonreía. Nunca. Y ahí estaba, mostrando los dientes como si le hubieran reprogramado el alma.
“¡¿Nos conocemos?!” Dijo, con su voz súbitamente animada, incluso jovial, como si fuera un actor en una obra que detestaba pero sabía que debía sostener.
El humano frente a ellos era un espectáculo grotesco de opulencia teocrática. Su rostro entero estaba cubierto de cromo dorado, a excepción de los ojos, profundamente verdes. Llevaba un traje esmeralda con líneas negras verticales, hecho a medida con telas que reflejaban la luz como una pantalla de gel. En su cuello, colgaba un collar con una calavera dorada, símbolo inequívoco de la adoración a La Muerte Negra, santo patrón de los extremistas de la Flor Imperial. Su sonrisa era tan amplia como aceitada, como si llevara décadas saludando a gente que no recordaba.
“¡Claro que sí!” Respondió el sujeto, extendiendo una mano enguantada de tela blanca. “Compartimos mesa el año pasado en la reunión de la División, en Nerebus Prime. Me alegra ver que sigues... prosperando. Supe de tu inversión en Calibria VII, muy bien jugado.”
Wéstern lo saludó con firmeza y entusiasmo fingido. Jude estaba seguro de que si lo apretaba más, le rompía la mano.
“¡Oh, claro, Nerebus Prime! ¿Cómo olvidarlo?” Wéstern asentía con ritmo. “El vino era barato, pero la conversación… inmejorable. Y Calibria fue un movimiento modesto, un pequeño negocio de oportunidad.”
“Humildad, qué virtud.” Respondió el otro con un guiño. “¿Y esta belleza?”
Sus ojos se posaron en Jude con el descaro ceremonial que permitía el contexto. Los ojos de Jude se fijaron en el suelo por una fracción de segundo, pero luego levantó la mirada con control, sonriendo, como lo haría una mujer que ha vivido muchas vidas.
“Mi… esposa.” Soltó Wéstern antes que nadie, tomándole la mano con firmeza. “La siempre radiante Sira. Sin ella, me olvidaría hasta de respirar.”
Jude no lo miró, pero su mano tembló levemente. Luego respiró hondo, se mantuvo en personaje, y asintió con una sonrisa profesionalmente medida.
“Encantadora.” Dijo el hombre dorado, inclinando la cabeza. “Las parejas que prosperan juntas… dominan juntas, ¿verdad?”
Ambos rieron con la superficialidad exacta que exigía el momento. El humano soltó unas palabras más sobre lo maravilloso del evento, criticó con sutileza las copas de los eyectores de Adarion y se despidió diciendo que tenía que recoger una entrega. Se alejó con una palmada en el hombro de Wéstern, quien no se movió hasta que el tipo estuvo bien lejos.
Solo entonces, giró la cabeza hacia Jude y murmuró:
“Estaba cagado.”
Jude rió tan de golpe que un par de personas se giraron a verlos.
“Lo sé.” Respondió entre carcajadas ahogadas. “Nunca sonrías así otra vez.”
“Cállate.” Respondió Wéstern, sirviéndose otra copa de Adarion. “Y prepárate.”
Ambos se alejaron lentamente de la mesa central, dejando atrás los platos semivacíos y la extravagancia dulce del Reno de Estrellas.
El murmullo general seguía latiendo en las paredes como una red eléctrica, pero Jude y Wéstern ya no hablaban; habían activado el “protocolo” de búsqueda.
Los ojos de Jude se movían con sutileza entre los invitados, escaneando entre cuerpos altos, túnicas, trajes, corbatas con símbolos, vestidos como esculturas en movimiento, cuellos erguidos y rostros limpios, diplomáticos. Wéstern, por su parte, tenía las manos detrás de la espalda, simulando distensión.
Fue entonces que las luces del salón descendieron un grado, y un foco se encendió sobre la tarima elevada en el centro del gran salón. Un murmullo de silencio se extendió desde el núcleo del recinto, desplazando las conversaciones como una onda. Jude sintió cómo su cuerpo se tensaba. Wéstern simplemente detuvo el paso.
Subiendo con una lentitud ceremonial los últimos tres escalones, apareció el anfitrión: un Éndevol anciano, delgado, pero recto como una lanza. Traje blanco con remates dorados, guantes grises y cuello elevado, y sobre su frente una fina diadema translúcida con microcristales verdes brillando bajo la luz. Tenía dos ojos, como casi todos los machos de su raza.
Alzó una mano, cargada de anillos y pulseras.
“Distinguidos invitados de Resalthar, de la Flor Imperial, y de aquellos planetas intermedios que aún buscan su lugar en el tejido estelar.” Comenzó, con voz pastosa y elegante, amplificada por el sistema de sonido ambiental. “Es para mí un honor absoluto darles la bienvenida, como cada ciclo, a esta celebración de la Neotregua, esa llama de paz que ya no titubea, sino que arde como columna de eternidad entre nuestros pueblos.”
La multitud guardó silencio respetuoso. Algunos inclinaron la cabeza. Wéstern miró de reojo a Jude. Jude alzó una ceja.
“La Hegemonía Resalthar y la Flor Imperial son los pilares del orden.” Continuó el Éndevol, alzando levemente la barbilla. “Razas forjadas para domar las estrellas, imponer estructura, y guiar a las demás en este universo en expansión y conflicto. Nuestras doctrinas difieren, nuestros lenguajes, nuestros órganos. Pero nuestra visión... nuestra visión es idéntica: la supremacía del orden sobre el desorden.”
Wéstern se rascó el mentón con lentitud. No porque le picara, sino para evitar dormirse.
“Y todo esto.” Dijo el anciano. “Como siempre, está en el plan del Regente Infinito.”
Un suspiro apenas audible escapó de Jude. Ya había escuchado ese tipo de fraseología antes: el Regente como ideal absoluto, y el plan como justificación de toda estrategia y barbarie.
Fue en ese instante que las compuertas laterales se abrieron sin estridencia alguna.
Desde la izquierda, entraron seis soldados Tekketsu-Tai de la Hegemonía, alineados, simétricos, inhumanamente erguidos. Sus armaduras eran de un plateado líquido, ajustadas y que delineaban sus placas torácicas, bíceps y grebas con marcos dorados. Llevaban cascos cónvcavos con visores rectangulares rojos y emblemas de la flecha roja en el pecho y las hombreras. Cada uno dio exactamente el mismo número de pasos, se alinearon frente a la bandera de Resalthar, una tela blanca y negra con una flecha blanca apuntando al cielo, y tomaron poses con los brazos al frente, puños cerrados, y pies separados por exactos veinte centímetros.
Del otro extremo, entraron seis soldados Aquila Invicta. Sus armaduras eran doradas y plateadas, bruñidas, casi barrocas. Más decorativas que funcionales, pero no por ello menos peligrosas. Llevaban el emblema del águila en el pecho, cascos dorados de visores negros, y tras de ellos el estandarte de la Flor Imperial: un estandarte escarlata con una flor dorada de múltiples pétalos estilizados.
Ambos escuadrones se alinearon a los costados del anciano, frente a sus respectivas banderas, sin moverse, sin hablar, sin respirar de más. Eran íconos vivientes, una coreografía armada.
“Hoy, más que nunca.” Prosiguió. “Celebramos no sólo la permanencia de la tregua, sino su maduración. La alianza entre Resalthar y la Flor Imperial ha producido más avances en dos décadas que cualquier coalición en un siglo. Colonias restauradas. Guerras evitadas. Tecnología compartida. Y sobre todo, la visión unificada de que el universo no se conquista por amor... sino por estructura.”
Aplausos. No explosivos ni ruidosos. Medidos. Diplomáticos. Protocolarios.
Wéstern miró a su alrededor con lentitud. Buscaba a Takayanagi, pero el foco ahora estaba sobre la tarima, todos los rostros girados hacia el discurso. Jude se acercó un poco, con su brazo tocando el de Wéstern. Susurró: “Debe estar entre las mesas, mirando. O esperando su entrada.”
El discurso aún no había terminado.
“Los pueblos débiles, los planetas sin dirección, los líderes sin alma… todos serán arrastrados por la tormenta del mañana. Pero nosotros... nosotros marchamos como un solo cuerpo. Una Flor. Una Hegemonía. Una eternidad.”
Otra ovación. Más densa esta vez. El anciano inclinó la cabeza, saludó con ambas manos al aire, y bajó un peldaño.
Los reflectores se atenuaron.
Jude susurró: “Odio los discursos.”
Wéstern murmuró:
“También yo. Pero si aparece Takayanagi, prometeré al Regente lo que quiera.”
El anciano Éndevol levantó ambas manos una última vez, y su voz, ya algo más grave, volvió a llenar el espacio:
“Y ahora, por respeto a nuestros hermanos aliados y como símbolo de la voluntad compartida de permanencia, cedo la palabra a la representante de la División Espiritual y Cultural del Teatros de Gladiolos de la Flor Imperial… la Embajadora Roselia Surnheim.”
El silencio volvió a caer sobre el salón como una losa de mármol. Desde el lateral derecho del escenario, avanzó con paso firme una mujer joven, apenas en sus veintitantos, blanca como hueso, pelirroja como sangre, de mandíbula afilada y cejas marcadas, vestida con un traje rojo carmesí ajustado con bordes dorados, del cual sobresalía el símbolo de la Flor Imperial en su pecho: una flor de pétalos alargados, curvados como espinas hacia afuera.
Sus pasos resonaban a pesar de la música ambiental, y al detenerse frente al atril, su mirada recorrió la sala sin pestañear.
“Queridos hijos de la Raza Humana, aliados nuestros y observadores de otros mundos.” Comenzó, su voz era proyectada por micrófonos imperceptibles pero envolventes. “La noche, no, Etern es testigo de otra confirmación de que la sangre no miente, y el juramento tampoco.”
Algunos asentimientos visibles.
Algunos brazos cruzados.
Los soldados de la Aquila Invicta levantaron el mentón, orgullosos.
“Hoy no celebramos sólo una tregua. Celebramos que la espada se mantenga envainada no por debilidad, sino por la estrategia divina de la Muerte Negra. El Rey de Humanidad, que Él reine para siempre, ha permitido que caminemos junto a los herederos del cálculo, los guardianes de las estructuras estelares, los hijos de Resalthar. Y lo hacemos no para perder nuestro camino… sino para fortalecerlo.”
Wéstern y Jude seguían entre la gente, desplazándose apenas. Jude murmuró:
“Dios… ¿son todos así?”
“Peor.” Respondió Wéstern sin mirar. “Tú solo escucha, pero con la cara de que estás sintiendo una epifanía.”
Roselia alzó una mano con el índice apuntando al techo: “El alma humana fue diseñada para dominar, no para negociar. Pero esta tregua existe porque aún no hemos terminado de convertir a las estrellas en nuestros templos. La guerra regresará, sí, como lo hace el sol cada día. Pero mientras tanto… que el vino corra y la música vibre. Que el himno suene. Porque si vamos a sellar una tregua con otra especie… que sea bailando sobre oro e imperialita, no firmando papeles con manos temblorosas.”
Hubo un estallido controlado de aplausos. Algunos fervorosos, otros diplomáticos, otros simplemente protocolarios. La embajadora no sonrió. Solo asintió, y luego giró hacia el anciano Éndevol. Ambos se miraron durante un segundo. Ni reverencia, ni saludo. Solo entendimiento entre instituciones que se toleraban… por ahora.
Entonces ocurrió.
El sistema de sonido cambió de canal y, desde todas las paredes, altavoces ocultos, columnas acústicas y techos ornamentales, comenzó a sonar el Himno Floraimperial.
Una melodía poderosa y contradictoria: trompetas imperiales en escala ascendente, acordeones con un tono solemne, tambores vibrantes y un fondo de violines tan suaves que parecían lágrimas sonoras. Era un himno, sí, pero también una marcha.
Un canto de guerra vestido de paz.
Una promesa que no olvidaba la pólvora.
La mayoría de los presentes adoptaron posiciones de respeto. Algunos humanos se llevaron las manos abiertas juntas al pecho, el saludo floraimperial.
Unos cuantos Éndevol de Resalthar simplemente se mantuvieron firmes.
Wéstern murmuró por lo bajo: “No me pagan suficiente para esto.”
Jude, que fingía atención, susurró:
“No nos pagan. Trabajamos por no morir.”
“Justamente.” Agregó Wéstern, mirando las puertas laterales. “Y aún no aparece el maldito burócrata…”
Cuando la última nota del himno se desvaneció, el anciano Éndevol y la embajadora Roselia dieron un paso atrás. Se retiraron sin palabras, flanqueados por sus respectivos escuadrones: los seis soldados Tekketsu-Tai a la izquierda, los seis Aquila Invicta a la derecha. Sus armaduras reflejaron por última vez el resplandor cruzado de las dos grandes banderas, antes de perderse tras las puertas del fondo.
Quedaron sólo las luces tenues, la música ambiente y el murmullo reanudado de la multitud.
“Nada aún.” Dijo Jude, ahora visiblemente más tenso.
“Vamos, chip.” Le respondió, apretando un poco más su mano. “El pez gordo no puede esconderse por siempre.”
La multitud se había comenzado a fragmentar como un enjambre. Las conversaciones se desplazaban entre mesas y balcones interiores, los tragos llenaban las manos de los asistentes, y las luces cálidas de los focos creaban una atmósfera tamizada de intimidad forzada.
“¿Les interesa una ronda, amigos?” Dijo una voz con acento imperial claro, elegante, pero no engreída.
Un humano de rostro cuadrado, mandíbula dorada, cabello perfectamente peinado hacia atrás, se les había acercado. Vestía un traje vino tinto con bordes dorados, y llevaba un anillo con el emblema de la Flor Imperial en el índice. Sonreía con hospitalidad fingida, como alguien demasiado acostumbrado a no ser rechazado.
“Mesa de póker.” Señaló con un leve gesto del mentón hacia el lado izquierdo del salón, donde había una mesa redonda de madera clara, sin pantallas ni aditamentos digitales. Dos asistentes humanos, probablemente croupiers, estaban a cargo de repartir y supervisar la partida.
Wéstern giró la cabeza, luego miró a Jude.
“¿Poker? ¿Nos vemos muy pobres o qué?” Bromeó, pero con una sonrisa cansada.
“Paso.” Dijo Jude con firmeza, alzando ambas manos.
“Yo sí. Quiero jugar un rato.” Respondió Wéstern, encogiéndose de hombros. “Quizá uno de esos nobles nos patrocine el tratamiento... o un disparo en la espalda.”
El noble rió.
“Solo por diversión, lo prometo. Esta ronda es informal. No se preocupen, los créditos vienen después… ¿Puedo preguntar sus nombres?”
Wéstern asintió y avanzó hacia la mesa.
“Hermen.” Dijo Wéstern.
“Sira.” Dijo Jude.
Jude fue tras él, sin demasiado entusiasmo, pero curioso.
Los asistentes les hicieron una seña para que tomaran asiento. Jude negó con la cabeza.
“Yo solo miraré.”
Uno de los croupiers, una mujer humana de rostro serio y manos rápidas, retiró el puesto de Jude con elegancia. El otro, un joven con un auricular discreto y uniforme pulcro, comenzó a mezclar el mazo. Las fichas ya estaban apiladas en montones ordenados. Nada automatizado. Todo táctil, físico, como se hacía en tiempos antiguos. Había respeto por el juego.
“Nunca he entendido este juego…” Murmuró a Wéstern, inclinándose un poco hacia él. “Solo sé blackjack... y ajedrez.”
Wéstern le lanzó una mirada condescendiente y murmuró en tono bajo, lo justo para él y Jude: “Vale. Poker Texas Hold’em. Cada jugador recibe dos cartas, ocultas. Luego la mesa pone cinco cartas comunitarias, en tres fases: el flop, las primeras tres, el turn, la cuarta, y el river, la quinta. Con tus dos cartas más esas cinco, debes armar la mejor mano posible de cinco cartas.”
“¿Y cómo sé qué mano es mejor?”
“Seis cosas que debes recordar: pareja, doble pareja, trío, escalera, color, full, póker, y la diosa de las manos: escalera real. Mira.” Agarró una servilleta y, con un palillo, trazó brevemente una jerarquía. “Si te toca una buena, subes la apuesta. Si te tocan cartas basura, retírate o farolea como un bastardo.”
“¿Farolear?”
“Hacer que el otro crea que tienes una bomba cuando solo traes una piedra envuelta en papel dorado.”
Jude asintió, procesando rápido. Mientras tanto, las cartas ya estaban siendo repartidas. Wéstern las recibió, las vio en un gesto breve y neutral. Nadie debía saber si eran buenas o malas.
Alrededor, los jugadores murmuraban entre ellos con fingida cortesía. Un Tiaty de ojos mecánicos sacudió levemente sus fichas, un Éndevol suspiró antes de mirar las suyas. El noble humano que los invitó se acomodó la corbata, observando con descaro a Wéstern.
“Suerte, Hermen. El destino sonríe a los valientes, no a los tímidos.”
Wéstern respondió con una mueca que no era sonrisa, ni desprecio. Algo entremedio.
Jude cruzó los brazos, y también una pierna sobre otra. Observaba con atención, pero no dejaba de mirar de reojo al salón. El objetivo aún no aparecía.
“¿Y si ganas?” Preguntó en voz baja.
“Si gano, puede que nos den mejores canapés. O que alguien importante nos note.” Susurró, mientras veía cómo la croupier colocaba el flop: un nueve, una dama, y un cinco.
Jude se inclinó un poco más hacia él.
“¿Y si pierdes?”
Wéstern bebió del vaso que tenía cerca. Ni siquiera supo de qué era. Algo fuerte.
“Me jodo.”
“Mira…” Susurró mientras el crupier giraba las dos cartas hacia él. “Me tocó un cuatro de corazones y un cuatro de trébol.”
Jude asintió, sin entender mucho. Wéstern lo notó y bajó aún más la voz.
“Esto se llama ‘pareja en mano’. Son dos cartas del mismo número antes de que salgan las comunitarias. No está mal, pero no es una bomba. Si en las cartas comunitarias aparece otro cuatro, tengo un trío. Si aparecen dos números iguales diferentes, tengo un full house.” Hizo un gesto leve con las fichas. “La clave es saber cuándo apostar y cuándo largarse.”
“¿Y cuándo te largas?”
“Cuando lo que tienes no vale ni para limpiarte las nalgas.”
La música del salón había cambiado. Ahora, entre la conversación dispersa de los asistentes y el roce de vasos y cubiertos, se alzaban acordes de piano, ligeros arpegios de violines y el ritmo tenue de tambores bajos. Sonaba como la banda sonora de un casino elitista en medio del espacio.
El crupier reveló el flop: cinco de picas, rey de diamantes, y otro cuatro. Wéstern levantó una ceja.
“Bingo. Trío.” Murmuró con satisfacción.
“¿Es… bueno?”
“Depende de quién más tenga qué. Si alguien tiene pareja de reyes o algo más alto, estoy muerto. Pero esto me da margen para empujar.”
“¿Empujar? Mucho tecnicismo…”
“Apostar fuerte. Subir la apuesta. Lo normal son las ciegas, dos fichas iniciales forzadas que alguien pone cada ronda para que haya riesgo. Luego todos igualan o suben. Si no quieres apostar más, te retiras. Te vas.”
El crupier miró a Wéstern. Este empujó una pequeña pila de fichas.
“Subo a veinte.”
El noble que los había invitado sonrió y subió el doble. El Raytra a su derecha se retiró. El Éndevol igualó. Los demás siguieron.
“Hay gente que farolea.” Continuó Wéstern mientras el turn era revelado: un dos de trébol. “Fingen que tienen buena mano para obligarte a retirarte. A veces funciona. A veces te cuesta un riñón.”
La tensión subía. Las fichas comenzaban a apilarse en el centro. El crupier reveló el river: una dama de corazones. Wéstern suspiró.
“No me sirve. Solo tengo un trío.”
“¿Y si los otros tienen qué?”
“Doble pareja, escalera, color, full house... cualquier cosa mejor que esto. Pero me gusta ver el mundo arder.”
Miró a Jude y le guiñó el ojo. Luego igualó la apuesta final.
Los jugadores revelaron sus cartas. El noble tenía un full house: reyes y damas. El Éndevol tenía una escalera. Wéstern soltó un suspiro teatral, dejando sus cuatros sobre la mesa.
“Casi, chip.”
“¿Entonces perdiste?”
“No morí, que es lo que cuenta. A veces solo juegas para ver cómo piensan los demás.”
El crupier recogió las cartas. El noble se despidió con una reverencia educada. El Raytra aplaudió suavemente. La partida había durado menos de quince minutos, pero había tenido todo el peso y el ritmo de una apuesta galáctica.
“¿Entendiste algo?” Preguntó Wéstern mientras se levantaban.
“Algo. Mucho. No sé si podría jugar, pero ya no me parece magia. Solo gente apostando con cara de piedra.”
“Exacto. Como la política, pero más honesto.”
“No tan rápido, señor Hermen.” Dijo el noble humano, levantando su copa de Adarion y sonriendo con un gesto encantadoramente molesto. “Quédate una ronda más. Has perdido dignamente… pero el destino siempre premia la perseverancia.”
Wéstern entrecerró los ojos, levantando una ceja con una sonrisa ladeada.
“Va, me convenciste.” Dijo mientras volvía a sentarse, estirando los dedos como si se preparara para operar un fusil.
Jude rodó los ojos, pero también sonrió. Tomó asiento a su lado, en la misma posición, como observador. El noble chasqueó los dedos, y el crupier comenzó a repartir cartas con una precisión matemática.
Ahora, el ambiente era dominado por una mezcla de jazz suave y música lounge. Piano, contrabajo y platillos electrónicos marcaban el ritmo.
Cinco jugadores, tres distintos. Wéstern, el noble, un Raytra serio con implantes cibernéticos visibles, un Phyleen vestido de forma exagerada y una mujer humana de lentes oscuros y guantes brillantes.
El crupier repartió. Dos cartas boca abajo para cada jugador. Wéstern echó un vistazo a las suyas: as de corazones y reina de corazones.
“¿Y eso?” Preguntó Jude, curioso.
“Dos cartas del mismo palo.” Susurró Wéstern. “Si salen más del mismo tipo, y ninguna empareja, puedo ir por color. Y si sale algo como diez, jota y rey… tengo escalera. Nada garantizado. Pero jugable.”
Las ciegas se colocaron. La mujer humana era la ciega pequeña, el Raytra la grande. Todos igualaron la apuesta. Nadie se retiró.
El flop reveló tres cartas: diez de corazones, jota de tréboles, dos de corazones.
Jude se acercó más.
“¿Qué significa eso?”
“Tengo as y reina de corazones.” Murmuró. “Ya hay dos corazones en la mesa. Si en las próximas dos cartas cae un corazón más, tengo color. Si cae un rey… tengo escalera. Voy por ambas.”
“¿Y si no cae?”
“Me jodo. Como siempre.”
El noble apostó. Wéstern igualó. La mujer se retiró. El Phyleen subió. El Raytra igualó. La tensión era evidente. Cada jugador tocaba sus fichas con pequeños tics nerviosos, como si fueran detonadores de una bomba a punto de estallar.
El turn fue revelado: ocho de corazones.
“Tres corazones en la mesa. Dos en mi mano. Cinco en total. Si nadie más tiene algo mejor, tengo color en la próxima.” Dijo, ya sin ocultar el sudor leve que le subía por el cuello.
“¿Y si alguien más tiene color?”
“Entonces gana el que tenga la carta más alta en el palo.”
“¿Y tú?”
“As.”
“Entonces tienes el mejor.”
“Exacto. Si sale otro corazón… y nadie tiene color más alto, gano.”
El Phyleen subió de nuevo. Una apuesta fuerte. Wéstern lo miró con media sonrisa.
“Ese desgraciado me quiere sacar.” Dijo, y empujó sus fichas. Igualó.
El river fue revelado.
Rey de corazones.
Jude abrió la boca. Wéstern también… pero sin mover los labios.
Cinco corazones en la mesa. Dos en su mano.
Color. Color al as.
“¿Eso es bueno?”
“Es lo mejor que puedo tener sin que alguien tenga escalera de color. Si nadie tiene eso… es mío.”
El noble apostó fuerte. El Phyleen igualó. Todos pusieron sus fichas. El crupier pidió revelar cartas.
El noble tenía trío de dieces. Fuerte… pero no suficiente.
El Phyleen tenía pareja de jotas. El Raytra solo tenía dama y rey.
Wéstern, lentamente, colocó el as de corazones y la reina.
Silencio. Luego el crupier lo dijo en voz alta: “Color al as. Gana el señor Hermen.”
El Phyleen soltó un resoplido. El noble rió y aplaudió.
“¡Así se gana!” Dijo, con voz fuerte. “Me alegra haber insistido.”
Wéstern sonrió, esta vez con los dientes. Una sonrisa de victoria rara en él. Tomó las fichas, las empujó hacia el centro de la mesa para que fueran guardadas por el crupier, y se levantó.
“Ya tuve mi victoria del año.”
Jude aplaudió suave, medio sarcástico.
“¿Eso fue suerte?”
“Suerte… instinto… o pura necesidad de sentir que hoy gané algo.” Dijo mientras se acomodaba el sombrero.
El noble le ofreció la mano. Wéstern la estrechó.
“Buena partida, de verdad.”
“Igualmente. No cualquiera se retira con honor… y menos, con gloria.Wéstern asintió.
Miró a Jude.
“Vamos, byte. Hora de volver a trabajar.”
Ambos se alejaron de la mesa.
Las luces doradas de la fiesta aún brillaban.
Los tragos seguían llenando copas.
Y la música volvía a elevarse.
Mientras se abrían paso entre el enjambre de mesas, conversaciones dispersas, y el murmullo elegante infiltrándose entre las paredes, Jude se giró y se detuvo.
Sus ojos parpadearon una vez.
“Ahí está.” Murmuró, casi sin mover los labios.
Wéstern lo buscó con la mirada, entre copas y vestidos, entre soldados y empresarios.
Tardó unos segundos, pero entonces lo vio.
Estaba solo.
Takayanagi.
Éndevol de figura esbelta, alto incluso para su raza, poseía esa clase de delgadez que no parecía débil. Su piel era pálida como plasma frío, con un tono opalino que captaba la luz de forma casi líquida.
Cuatro ojos rojos como rubíes quemados decoraban su rostro de forma inquietante: dos en línea horizontal, analíticos y severos, y otros dos más pequeños colocados en diagonal sobre la frente, que le daban una impresión constante de juicio.
Y ahí estaban, los símbolos.
Tatuados con precisión simétrica en cada mejilla, dos flechas negras ascendentes, el emblema clásico de Resalthar, como si su cara misma apuntara al cielo.
Nada sutil. Nada abierto a interpretación.
Vestía un traje de etiqueta hecho a medida, entallado hasta el límite, de una tela blanca perlada con líneas geométricas doradas que se entrecruzaban en los bordes de las mangas, cuello y pantalones, formando triángulos superpuestos en degradé. En el centro de su pecho, un broche de acero dorado con el emblema del CIRU, la Flor de la Vida, le otorgaba autoridad sin necesidad de palabras. Sus zapatos parecían esculpidos, de punta angosta y de un material que no reflejaba luz.
Takayanagi no hablaba con nadie. Observaba.
“¿Ese es?” Susurró Wéstern, bajando un poco la voz.
“Sí…” Dijo Jude, casi en trance.
Wéstern alzó las cejas y, con una sonrisa torcida y una voz cargada de ironía, murmuró: “Bueno… gracias al Regente Infinito.”
Jude giró el rostro, entre divertido y confundido.
“¿Tú? ¿Agradeciendo?”
“Estoy desesperado, ¿clao?”
Un silencio corto.
“¿Ya sabes qué hacer?”
Jude asintió.
“Sí. Lo seduzco. Lo llevo al sexo.”
Wéstern carraspeó, incómodo.
“...Sí, eso, pero más fino. Llévalo al piso 7. Está vacío. Justo al salir del elevador, primera puerta a la izquierda. Yo estaré ahí. Asegúrate de mantenerlo hablando o entretenido si se pone raro. No hay más guardias que los de la entrada principal, ya revisé todo el plano. Es limpio.”
“Recibido.” Dijo Jude, con una falsa marcialidad y los nervios ardiéndole en la espalda baja.
Wéstern apoyó una mano firme sobre su hombro, ni suave ni dura, solo concreta.
“Buena caza, Sira.”
El contacto bastó. Jude tragó saliva, dio una leve sonrisa, y se separaron.
Mientras Wéstern desaparecía entre columnas decoradas con relieves floraimperialistas, Jude se acercó a Takayanagi desde atrás. El tacón dorado golpeaba el mármol con gran cadencia. El vestido ondeaba con su andar. Las ondulaciones suaves de su cabello se movían a cada paso.
Takayanagi no se movió, pero uno de sus ojos frontales giró hacia el borde del rabillo.
Había notado la aproximación.
Jude sonrió, con ese tipo de sonrisa estudiada en la supervivencia, una mezcla de vulnerabilidad fingida y confianza construida a golpes. Solo un par de metros más y comenzaría la parte difícil.
Pero no tenía miedo.
Cada paso hacia Takayanagi tenía una memoria en su espina dorsal. Dos años. Cientos de noches. Demasiadas manos. Y en medio de todo eso, un aprendizaje tácito, involuntario: cómo funcionaban los hombres. Cómo se les miraba, cómo se les tocaba, qué silencios eran atractivos y cuáles resultaban incómodos. Sabía cuándo usar la mirada baja, cuándo fingir timidez, y cuándo tomar el control sin que lo notaran.
Lo odiaba. Pero lo dominaba.
Así que respiró hondo, bajó el ritmo, y se volvió Sira.
Takayanagi estaba quieto, contenido, perfectamente solo y perfectamente a gusto en su soledad, lo cual para Jude era una entrada abierta. Un hombre como ese, tan seguro, no rechazaba el caos: lo coleccionaba.
Apoyó una mano ligera, cálida, en su hombro derecho. Un roce preciso, elegante, no invasivo pero definitivo.
“¿Y tú qué haces aquí solo, guapo?”
La voz que salió no era la suya. O no del todo. Un tono levemente más agudo, un acento apenas suavizado, con una musicalidad que serpenteaba entre lo profesional y lo íntimo.
No era artificial, pero sí trabajada.
Era seducción.
Takayanagi giró.
Su primer par de ojos bajó hasta encontrar los de Jude.
Los otros dos se enfocaron en otras partes: cabello, boca, cuello. Su reacción no fue exagerada. Sonrió.
Pero era una sonrisa auténtica.
Había mordido el anzuelo.
“Y yo que pensaba que las verdaderas joyas ya no se presentaban en estas cosas.”
“Entonces…” Dijo Sira, ladeando el cuerpo ligeramente para destacar la curva del vestido dorado sobre la cadera, el escote que no prometía nada pero sugería todo. “...has tenido noches muy pobres.”
“A veces los ojos se acostumbran a la mediocridad.” Replicó el Éndevol. “Me llamo Takayanagi, soy…”
“No necesitas decirlo.” Interrumpió, sonriendo como si ya supiera todo sobre él. “Tu rostro lo dice todo. Cuatro ojos rojos. Simetría perfecta. El símbolo del cielo en las mejillas. Y la manera en que estás parado, como si este edificio te perteneciera. Imposible no notar algo así.”
Takayanagi entrecerró sus ojos inferiores, halagado. Su postura cambió. Estaba interesado.
“¿Y tú? ¿Cómo te llamas, joya parlante?”
Jude bajó la mirada un segundo, luego volvió a subirla.
“Sira. Especialista en diseño de protocolos de experiencia sensorial para ocio diplomático…” Hizo una breve pausa para que el título causara su efecto. “...con formación en interacciones humano-Éndevol. Invitada, cortesía de la Oficina de Integración Cultural Avanzada.”
Takayanagi alzó las cejas y rió, corto.
“Ah. Una experta en hacer que nos llevemos bien.”
“Entre otras cosas.”
“¿Y cuál es tu protocolo para las noches como esta?”
Jude se acercó medio paso, lo suficiente para que su perfume, sintético, floral, intenso como los jardines imposibles del mundos vivos, hiciera contacto.
“Observar primero. Escuchar. Identificar quién merece atención. Y luego actuar.”
“¿Y crees que merezco atención?”
“Creo que necesitas distracción. Lo dice tu copa vacía.”
Takayanagi bajó la mirada a su vaso. Sonrió. Estaba vacío. Sira ya sabía eso. Lo había visto antes de acercarse.
“Entonces, ¿me distraerías tú?”
“Si te portas bien.”
La dinámica estaba sellada. Ya no estaban hablando. Estaban jugando. Jude lo sabía. Y más importante: Takayanagi aún no sabía que él ya había perdido.
Sin perder la sonrisa, sin permitir que sus ojos delataran ninguna intención más allá de la sensualidad programada, Jude activó el siguiente nivel de su plan.
“¿Qué tal si caminamos un poco?” Sugirió con voz dulce, como si no importara la respuesta, pero ya fuera un sí.
Takayanagi asintió, le ofreció el brazo. Sira lo tomó, giró sobre sí con gracia. Tacón. Vestido. Perfume. Voz. Juego. Todo en marcha.
Y empezaron a avanzar.
Uno de los presentes se giró brevemente para mirar a la pareja pasar. Takayanagi caminaba como si llevara una medalla en el pecho.
“Disculpa mi descortesía.” Interrumpió Takayanagi de pronto, deteniéndose en seco. “Aquí estoy, hablando con la criatura más intrigante del salón y no te he ofrecido ni una sola bebida. Una imperdonable falta de hospitalidad… incluso si no es mi fiesta.”
Giró, galante. Su sonrisa era perfectamente calibrada. Fría, sí, pero mediblemente encantadora. Un tipo de sonrisa que alguien como Jude podía decodificar al instante: coqueta pero con cautela, esa de los tipos que se saben importantes y gustan de tantear antes de atacar.
“Además, son gratis.” Añadió con un guiño. “Lo mínimo que puedo hacer.”
Jude ladeó la cabeza como si estuviera encantado, pero Takayanagi no iba a caer tan fácil. Estaba interesado, sí, pero también medía cada paso con ese tipo de burocrática elegancia que tienen los miembros del CIRU. Gente entrenada para resistir manipulación, para ver los hilos detrás de las palabras.
“Me preocuparía que creyeras que necesitas pagar algo.” Dijo Sira con la voz templada mientras le seguía. “¿No es acaso el privilegio suficiente?”
“¿El mío o el tuyo?”
“Supongo que eso lo definirá la noche.”
Takayanagi rió, una risa breve, nasal. Lo guió a través del gentío con firmeza. Algunos los miraban, cómo no hacerlo, eran una pareja llamativa. Él, un Éndevol alto, de rostro limpio y geometría imponente, con su traje de brocado blanco con hilos dorados, cuello elevado y los símbolos de Resalthar estampados con clase en los gemelos de su chaqueta. Ella, o lo que creían ver, una figura envuelta en dorado, caminando sobre tacones de 15 centímetros, el cabello ondulado, el maquillaje que jugaba a resaltar y esconder, y la voz que acariciaba las frases.
Llegaron a la mesa de postres. Jude fingió distraerse con la presentación mientras Takayanagi se inclinaba hacia un dispensador alto y hexagonal de Adarion, la infame bebida azulada de los altos rangos. La bebida chispeaba sutilmente al verterse en los vasos, tan refinada que incluso parecía luminosa bajo las luces doradas del salón.
“¿Te gusta lo dulce?” Preguntó Takayanagi mientras le extendía uno de los vasos hexagonales.
“Cuando el amargor ha sido la constante… cualquier dulzura es un regalo.”
Takayanagi no respondió. Solo alzó su copa y dijo:
“Por otro año más sin guerra.”
“Y por noches que valgan la pena.”
Brindaron. Jude probó un sorbo. EUna bebida elegante con final ácido. No le encantaba, pero sonrió. El gesto importaba más que el sabor.
Takayanagi se giró ligeramente hacia él, copa en mano.
“Debo admitir que no me esperaba encontrar compañía de la Oficina de Integración Cultural. Suelen ser menos... fascinantes.”
“Y tú no pareces el típico burócrata gris que se emociona con informes.” Jude giró su cuerpo, permitiendo que su perfil derecho quedase expuesto a la luz, realzando el brillo suave de su piel y el escote. “Quizás nos han subestimado a ambos.”
“Táctica clásica de Resalthar.” Dijo él, sonriendo de medio lado. “Que crean que somos otra cosa. Y luego: el golpe.”
“¿Golpe o caricia?”
“A veces no hay diferencia.”
El intercambio ya no era casual. Jude lo sentía. La tensión no era sólo sexual, sino mental. Takayanagi no era un idiota. Estaba midiendo, comparando cada palabra como una posible fusión corporativa. Pero Jude jugaba en otro tablero. Él no tenía que impresionar con datos ni antecedentes. Tenía que hacerle creer que él estaba ganando… mientras Jude decidía cuándo cerrarle el paso.
“¿Y qué esperas tú de esta noche, Sira?”
“Una historia que no pueda contar mañana.” Respondió, en susurro.
Takayanagi se detuvo. Su sonrisa no cambió, pero uno de sus ojos se desvió a examinarle el cuello, el gesto, los labios. Jude supo lo que venía.
La multitud retomó sus conversaciones. Las copas se alzaron, las risas fingidas retornaron como una máquina bien aceitada. Pero Jude y Takayanagi seguían atrapados en su propio microclima.
“¿Siempre haces esto?” Murmuró Jude, dejando su vaso sobre la mesa con dedos lentos, como si hasta el cristal mereciera atención erótica.
“¿Esto?”
“Tantear. Jugar. Medir. Apostar solo cuando la mano es perfecta.”
Takayanagi sonrió. Jude ya le había arrancado la coraza.
“No con todos.”
Jude se acercó un paso. La voz bajó al mínimo. Cada palabra era una gota al oído del Éndevol.
“Y conmigo, ¿es por el vestido?”
“¿Es una trampa la pregunta?”
“¿Y si lo fuera?”
Takayanagi se rio con suavidad y vació el resto de su Adarion. Sus dedos, largos y blancos como ramas calcinadas, dejaron el vaso en la mesa. Luego, con naturalidad, tocaron el brazo de Jude. Recorrieron la tela piel, el borde del hombro. Lo suficiente para que pareciera un gesto casual… y lo bastante osado para no dejar dudas.
“No es solo el vestido.” Susurró. “Es la combinación. La rareza.”
Jude alzó una ceja, sin perder la sonrisa.
“¿‘Rareza’?”
“No lo digo en mal sentido. Es... una estética poco común. Esa piel blanca, casi Éndevol, pero con ese rosa en el cabello. El amarillo de los ojos, casi. Las plumas de tu cola…” Y ahora sí, su mano bajó, trazando un recorrido hacia la parte baja de la espalda, hasta rozar apenas el inicio de la cola al borde del vestido. “Nunca había probado a una Rayvtie con Sternismo.”
Jude se estremeció un poco, pero no se apartó. En su interior, la palabra "probar" encendía cosas: alarmas, memorias, sombras. Pero por fuera, Sira sonrió como si eso fuese lo más halagador que alguien pudiera decirle.
“Y yo… nunca… he estado… con alguien… tan... meticulosamente aburrido.” respondió.
Takayanagi rio, de verdad esta vez. Un sonido grave, corto, como si disfrutara de que alguien se atreviera a provocarlo.
“Touché, dirían los humanos.”
La mano del Éndevol seguía en la espalda de Jude. Ya no era un gesto exploratorio. Era posesivo. Decidido. Había cruzado la línea. Él creía tener el control.
“¿Quieres que sigamos aquí?” Preguntó Jude, con la voz apenas audible. “¿O prefieres un lugar donde no haya que fingir que esto es diplomacia?”
Los ojos de Takayanagi, todos rojos, se entrecerraron. Había deseo, pero también una chispa de respeto. Como si supiera que lo que tenía enfrente no era un simple acompañante de cóctel. Era un oponente con garras suaves y veneno en la sonrisa.
“El piso de arriba está desocupado…” Añadió Jude.
“Parece que ambos… pensamos lo mismo…” Susurró Takayanagi.
Bingo.
Jude sonrió. Lo hizo con la naturalidad de quien acaba de completar una jugada maestra y aún tiene cartas bajo la manga.
Ambos dejaron sus vasos vacíos sobre la mesa, y sin prisa, sin palabras, comenzaron a caminar juntos. Jude entrelazó su brazo al del Éndevol como si fueran viejos amantes que se reencontraban. Takayanagi no se resistió. Parecía disfrutar cada segundo.
El plan había funcionado. El anzuelo estaba dentro.
Ahora, solo quedaba llevar al pez gordo al piso siete…
El ascensor subió. Las paredes doradas reflejaban sus siluetas. Jude intentaba mantener la compostura, pero podía sentir la respiración del Éndevol detrás de su cuello. Cálida, demasiado cerca. El espejo del ascensor les mostraba como si fueran una pareja apasionada a punto de desbordarse. Pero Jude sabía mejor que nadie lo que realmente era.
La puerta se abrió en el piso 7, revelando un pasillo en penumbra. Vacío, silencioso. Alfombra carmesí. Luces bajas, casi apagadas. Nadie a la vista.
Jude intentó avanzar primero, llevando con delicadeza al Éndevol en dirección a la habitación designada. Pero Takayanagi tenía otras ideas. Lo agarró con fuerza por la cintura y comenzó a besarle el cuello con hambre, sin cuidado. Las manos recorrían sus caderas, apretando con una violencia. Jude lo empujó un poco, fingiendo coquetería para calmarlo.
“Shhh... aquí no... dentro.” Murmuró Jude con su tono más dulce, señalando la puerta al fondo del pasillo.
Pero Takayanagi no escuchaba. O no quería. Las manos ya estaban en el muslo, subiendo con prisa. Jude intentó separarse, girar, pero la presión del cuerpo Éndevol era como una prensa.
Y entonces sintió cómo comenzaba a desabrocharse el pantalón. Rápido. Feroz. El sonido del cierre bajando en medio del pasillo oscuro le erizó la piel.
No.
El instinto antiguo volvió.
No otra vez.
Nunca más.
Takayanagi ya estaba sacando el amigazo, sin pudor, con la respiración acelerada. Su aliento le golpeaba la mejilla cuando Jude, sin pensarlo más, se giró con la precisión de un asesino… y con su tacón de quince centímetros, dorado, afilado, le propinó una patada brutal justo en la entrepierna.
Fue tan violenta que no hubo ni grito.
Solo un resoplido ahogado, como si el alma del Éndevol le hubiese salido por la boca. Takayanagi se desplomó en silencio, con las piernas cediendo como si alguien le hubiese cortado los tendones de raíz. Cayó al suelo con un golpe seco, en posición fetal, temblando, sin poder emitir palabra.
Jude retrocedió. Se acomodó la falda a medias. La voz no le salía, pero alcanzó a soltar un sonido urgente, fuerte dentro de lo posible.
“¡...hnn-eh! ¡West!”
La puerta de la habitación contigua se abrió.
Wéstern salió con su cara ya endurecida. En cuanto vio al Éndevol retorciéndose en el piso y a Jude acomodándose el vestido con manos temblorosas, no preguntó.
Solo actuó.
Un solo paso. Un movimiento. El puño de Wéstern cayó sobre la nuca de Takayanagi como un martillo. El golpe fue tan certero que el cráneo del Éndevol solo rebotó contra la alfombra antes de quedar completamente quieto.
Inconsciente.
No muerto, pero fuera de combate total.
Wéstern se arrodilló al instante frente a Jude, con la expresión más seria que había mostrado en la noche. Observó el rostro de su compañero, compañera, por ahora, y luego el estado de su ropa. El vestido dorado estaba torcido, manchado de saliva en el cuello, un tirante colgando.
“¿Te hizo algo?” Preguntó con un tono más frío que su voz habitual. Era control. Furia reprimida. Había peligro en cada sílaba.
Jude negó con la cabeza, respirando hondo.
“Nada. Llegaste justo a tiempo.”
Wéstern suspiró. Con una de sus manos le acomodó el tirante del vestido con más delicadeza de la que cualquiera imaginaría de un mercenario-oficial veterano.
“Buen trabajo, Sira.” Le dijo, sin sarcasmo alguno.
Jude se permitió una sonrisa, aunque tenue.
Wéstern se inclinó sobre el cuerpo inerte de Takayanagi, revisando los bolsillos del traje blanco y dorado para asegurarse de que no tuviera dispositivos de alerta o rastreo. Nada. Solo la arrogancia y el perfume caro que aún empapaba su cuello.
Del interior del pecho de su traje sacó los guantes anti gravedad. “Guantes.” Murmuró.
Separó dos y los lanzó en arco limpio hacia Jude. Los otros dos se los colocó con rapidez. Eran delgados, negros, tan ceñidos como una segunda piel. Apenas se ajustaron, los circuitos ocultos se encendieron con una tenue luz celeste en las palmas. Una red hexagonal vibraba bajo la superficie, sutil.
Jude atrapó los suyos en el aire, dudando un segundo antes de colocárselos.
“¿Cómo se usan?” Preguntó, alzando la mano mientras las luces se activaban como si despertaran.
“Ni puta idea…” Respondió mientras se agachaba para levantar el cuerpo del burócrata inconsciente. Lo acomodó sobre su hombro derecho como si fuese un costal de carne. Luego murmuró, con una mezcla de resignación y sarcasmo: “Gracias, Baronesa, por el detallado tutorial.”
Se detuvo a mirar las palmas encendidas.
“Supongo que los guantes tienen sensores cinéticos o alguna IA que interpreta la intención. Si pegas la mano a algo y piensas ‘no me quiero morir cayendo’, debería entender.”
“Brillante tecnología…” Replicó Jude mientras caminaba hasta la ventana más cercana.
La ventana era enorme, tallada en forma de arco, decorada con un vitral sagrado. No era un santo. Era el Regente Infinito, su rostro geométrico representado como una figura de poliedros concéntricos, irradiando líneas doradas en todas direcciones.
Jude deslizó el pestillo de seguridad, rechinando, y empujó la estructura de vidrio reforzado. La ventana se abrió, dejando entrar una bocanada de aire frío de la noche horevita.
El viento golpeó con violencia.
Jude asomó la cabeza, evaluando la distancia. Abajo, en un callejón lateral junto al edificio, apenas visible, estaba la minivan negra de escape que les había prometido la Baronesa. Unas luces azules muy suaves parpadeaban en la defensa trasera.
“¿Saltamos así como así?” Preguntó, inseguro.
Wéstern no respondió. Dio un paso al frente, se colocó junto a la ventana y sin aviso alguno saltó al vacío.
El corazón de Jude dio un vuelco.
Pero Wéstern no cayó. Su palma izquierda impactó con la pared exterior del edificio, una superficie de acero pulido y cristal templado, y de inmediato se pegó como una ventosa magnética. Sus botas se afirmaron con fuerza, y su cuerpo giró, estabilizándose.
“¡¿Ves?! ¡Se pega!” Gritó Wéstern sin voltear.
Empezó a descender. Mano izquierda, mano derecha. Paso firme. Cuerpo tenso. La figura de Takayanagi iba colgando inerte sobre su espalda, bamboleándose. Los vitrales no eran problema. El vitral era opaco desde fuera; nadie los vería, estaban en la parte trasera del edificio, cubiertos por edificios aín más grandes. Nadie lo impediría. Mientras las luces de la fiesta seguían encendidas arriba, ellos descenderían como arañas mercenarias por la fachada de un templo de egos.
Jude volvió al interior. Dejó los tacones sobre el piso y se sentó un segundo. Respiró hondo.. No podría aferrarse a la pared con esas dagas doradas de quince centímetros. Sus pies desnudos hicieron contacto con el suelo frío donde la alfombra ya no llegaba.
“Maldita sea…” Murmuró. Luego asintió para sí.
Se acercó a la ventana y saltó.
Extendió la mano izquierda.
¡CLACK!
La palma se adhirió. Los dedos le vibraron levemente. La red celeste brilló. Jude se estabilizó y pegó la otra mano con más seguridad. Su pie descalzo se plantó sobre la pared. Sintió la textura artificial, el zumbido del campo de estabilización. Estaba bien. Estaba en control.
Siete pisos.
El descenso fue rápido, demasiado rápido para algo tan precario. Wéstern no parecía tocar la pared; más bien la arañaba con sus manos cubiertas de celeste mientras bajaba como una máquina a toda velocidad.
Jude se aferró a la pared como pudo, con las palmas abiertas, los dedos extendidos. Respiraba con dificultad, pero no por cansancio. Era miedo. El vacío lo rodeaba, y la fachada resbaladiza no perdonaba. Los faroles de la calle zumbaban abajo, el aire se volvía más frío, y el edificio parecía inclinarse.
Pero no paró.
El miedo se transformó en impulso. Cada metro que Wéstern bajaba, Jude lo imitaba. Primero con cautela, luego con velocidad, y finalmente con una concentración absoluta.
Y arriba, la fiesta seguía. Luces doradas, música clásica modulada, risas artificiales de poderosos borrachos.
Finalmente, tocaron suelo.
El callejón entre los dos edificios era estrecho, bañado por una única lámpara anaranjada.
Basura apilada a los costados. Un aroma a aceite viejo y moho húmedo se colaba por los respiradores.
Ahí estaba: la minivan de carga, negra, achatada, de chasis reforzado, claramente una vieja readaptada para el crimen. Sus placas estaban cubiertas de polvo, y el logotipo de la puerta había sido borrado a golpes.
Wéstern se adelantó y abrió de un tirón las dos puertas traseras. El sonido fue chirriante, oxidado.
Sin dudar, lanzó el cuerpo de Takayanagi al suelo metálico de la zona de carga, donde rebotó de golpe.
“Bienvenido a tu nueva sala de juntas.” Gruñó.
Jude entró por el costado y se lanzó al asiento del piloto. Las llaves estaban ahí, metidas torpemente en una rendija del tablero. La camioneta no tenía botón de encendido, solo una ranura y una pantalla táctil empotrada. Jude giró la llave y el motor tosió como un anciano al despertar.
Vibró. Tosió. Arrancó. La consola central se encendió: una interfaz vieja, azulada.
Jude empezó a tocar la pantalla con rapidez. Las opciones eran lentas, pesadas, como si la minivan estuviera drogada. “Vamos, vamos…” Murmuró, buscando rutas en la consola.
Los mapas se cargaban en cuadros, uno por uno. Finalmente encontró una ruta: marcó un punto en el mapa.
Mientras tanto, Wéstern se arrodilló junto al cuerpo inconsciente de Takayanagi. Sobre el suelo de carga, bien asegurada con dos correas de velcro, había una laptop gris sin marca, industrial, casi militar.
La abrió con un solo dedo.
En la pantalla negra, con letras verdes, aparecía un único mensaje: "Solo conecta el cable al puerto de la Interfaz Neural del objetivo. El ordenador hará todo."
Wéstern bufó.
Jaló el cable, una fina manguera de datos con conector modular adaptable. Se acercó al cuello de Takayanagi, donde sobresalía el puerto de Interfaz Neural en su nuca, un disco de metal con múltiples microplacas giratorias.
Justo cuando iba a introducir el cable… el puerto titiló en rojo. Una secuencia de luces rítmicas parpadeó como un latido.
Un leve pitido de advertencia surgió del propio implante.
Algo no estaba bien.
Wéstern detuvo el movimiento, congelado.
Las ópticas de Wéstern titilaron blanco, parpadeando rápido como si su cerebro se hubiera detenido a leer un anuncio de neón. El diagnóstico automático escaneó a Takayanagi con la rapidez de un bisturí: señales vitales estables, pulso controlado, nivel de oxígeno correcto... pero lo importante no era eso.
Un mensaje apareció dentro de su visión interna, proyectado directamente sobre el cuerpo del Éndevol.
Alerta de Seguridad - Cliente DALLINE™
Nivel Imperialita
"El usuario ha sido detectado inconsciente por más de siete minutos. Activando protocolo de respuesta inmediata.
▸ Estado: PRIORIDAD MÉDICA & MILITAR.
▸ Unidad DAMMIT en ruta.
▸ ETA: 45 segundos."
“¡¡No...!!” Exhaló Wéstern, helado. “¡¡Jude, PISALE!! ¡¡Tenemos treinta y cinco segundos antes de que se joda todo!!”
Jude giró el rostro por encima del asiento, confundido.
“¿¡Qué!? ¿¡Qué pasa!?”
“¡¡DAMMIT!!” Gritó Wéstern. “¡Takayanagi es cliente Imperialita de DALLINE! Vienen por él. Y no a preguntar.”
Jude maldijo y pisó el acelerador, la camioneta chirrió como si estuviera a punto de colapsar desde su chasis. Salieron del callejón con violencia, cruzando sin mirar una avenida lateral. Una serie de cláxones les devolvieron insultos en varios idiomas.
Detrás del asiento de Jude, una caja negra metálica tembló por la vibración. Wéstern la pateó para abrirla. El interior era puro infierno portátil.
Había pistolas, fusiles, un par de granadas, cuchillos, y… ahí estaba. La joya.
MWO-556.
Lanzador de granadas de fragmentación.
Negro. Cilindro rotatorio con capacidad para cuatro granadas por carga. Diseño corto, con mango reforzado. El cañón tenía señales de uso, como si ya hubiera salvado varias vidas.
Wéstern lo alzó como si saludara a un viejo amigo.
Jude zigzagueaba por las calles, maniobrando entre vehículos autónomos que intentaban frenarles el paso. Las luces de la ciudad los tragaban: neón, faroles, anuncios holográficos, pantallas publicitarias. A su derecha, una torre reflectiva. Y sobre sus cabezas, una silueta descendía.
Un punto rojo.
No, era una pequeña flecha roja en el cielo.
Wéstern miró por la ventana trasera. Una estela de luz se abría paso desde el cielo como una lanza.
“Ah, mierda…”
Se le formó una sonrisa nerviosa en los labios.
“Ya vienen los angelitos de Dalline…”
El cielo se partió en dos. Desde las alturas, una silueta blanca descendía como si la gravedad le obedeciera sólo a ella.
Un Detector DALLINE: blindado, blanquecino, con detalles rojos y esa flecha ascendente, símbolo de Resalthar, pintada sobre el fuselaje como si fuera una bandera de superioridad. Bajo la flecha, el nombre de la megacorporación médica se leía en negrísimo: DALLINE.
El vehículo volador se deslizó por el aire como una navaja, con sus propulsores rotativos ajustándose con precisión. Bajó hasta emparejarse con la minivan de los mercenarios, a unos pocos metros del suelo. Jude miró por el retrovisor y la sangre se le heló.
¡KSSSHHH!
Una compuerta lateral del Detector se abrió, revelando el interior bañado en blanco quirúrgico, que rápidamente se apagó para ocultar levemente la posición de las figuras en su interior.
Dos figuras estaban dentro del vehículo, agachadas, apuntando.
Médicos armados.
Vestidos en trajes blancos con detalles rojos, chalecos con luces rojas, símbolos de DALLINE en sus pechos y hombros, sus cascos tenían la flecha roja como visores. Uno portaba una pistola de microcalibre y el otro un subfusil.
¡TAT-TAT-TAT-TAT!
Una ráfaga corta. Las balas golpearon el costado de la camioneta, dentando el metal viejo como si fuera hojalata oxidada.
Wéstern gruñó.
Pateó con fuerza una de las puertas traseras, abriéndola de par en par, dejando al descubierto el interior. Se giró, apuntó el MWO-556, y soltó una granada con un rugido seco de parte del lanzador.
¡BOOOM!
La granada no dio en el blanco, estallando un poco más allá, contra el asfalto de la calle. La onda expansiva alzó polvo, levantó una cortina de escombros. El Detector tuvo que elevarse y retroceder para estabilizar su ruta. Los dos agentes se replegaron momentáneamente a cubierto, cerrando la compuerta, y el vehículo ascendió un par de metros más para evitar la siguiente explosión.
“¡Maldito... hijo de...!” Wéstern se giró, jadeando. “¡El cable!”
Volvió al cuerpo de Takayanagi, que seguía en el suelo. Tomó el cable de la laptop, buscó el puerto en la nuca y lo conectó.
Error.
Una señal roja apareció en el puerto, seguida de un mensaje que Wéstern leyó en el escáner de su retina: Advertencia. Transferencia no autorizada. Contramedidas activadas.
¡¡ZZZZ-CHAK!!
Un pulso electromagnético corto brotó del implante del Éndevol. Se expandió en una esfera pálida. Jude solo vio un destello tras él y escuchó cómo Wéstern gruñía desde el fondo de sus pulmones, con su espalda arqueándose como si hubiera recibido un puñal en el cráneo.
“¡WÉST—!”
Pero no alcanzó a terminar.
Wéstern cayó de rodillas, con sus ópticas parpadeando violentamente, primero en rojo, luego en negro, y luego apagándose como faroles moribundos. Soltó el lanzagranadas, que cayó al suelo, y luego su cuerpo colapsó sobre el suelo metálico de la furgoneta.
Jude gritó, pero el sonido se perdió en el rugido de los motores del Detector, que volvía a posicionarse, esta vez con armas listas.
Wéstern no respondía.
La autopista era recta, perfecta como una cuchilla. No había autos, no había interferencia. Jude, respirando agitado, se giró al panel de control, sus dedos nerviosos tantearon cada ícono de la consola como si su vida dependiera de ello, porque así era.
Unos toques rápidos.
Conducción Alfa activada.
La minivan se estabilizó sola, acelerando por la vía programada. Jude se levantó de un brinco y corrió hacia la parte trasera. Lo primero que vio fue el rostro de Wéstern, tirado sobre el piso como un peso muerto. Sus ópticas rojas, pero no brillantes, sino rojizas, parpadeantes, como si su código estuviera corrompido, titilaban en un patrón errático. El cuerpo no respondía. Ni siquiera el mínimo espasmo reflejo.
“No, no, no, no…” Jude murmuró, agachándose. “Viejito… dime algo…”
Nada.
La laptop seguía funcionando, el ventilador interno seguía sonando como un insecto atrapado. En la pantalla, el porcentaje de extracción de datos avanzaba rápido, pero no lo suficiente.
21%… 23%… 24%…
Jude giró la cabeza.
Ahí estaba.
El lanzagranadas MWO-556.
Aún tibio.
Lo tomó con ambas manos. Pesaba más de lo que esperaba, pero no era imposible. Lo revisó rápidamente: tres granadas aún cargadas, y por suerte ya sabía cómo funcionaba el mecanismo de recarga: un simple botón físico debajo del cañón, no necesitaba códigos ni autorizaciones.
Cargó el siguiente proyectil.
Respiró hondo.
RRRRRRRHHHHHHHHMMM.
El Detector volvió a acercarse, rugiendo desde arriba como un buitre drogado. Jude sintió la vibración metálica antes de oír el impacto.
¡TRAKK-TRAKK-TRAKK!
Las balas rebotaron contra la carrocería de la minivan, rompiendo una de las ventanas del fondo y dejando agujeros con bordes quemados. Jude se agachó, sintiendo uno de los casquillos pasarle silbando cerca de la oreja.
Esperó.
Un segundo.
Dos.
Las ráfagas pararon.
Era su momento.
Se levantó y disparó sin pensarlo, con el hombro soportando el retroceso de la MWO.
¡BOOM!
Falló. La granada impactó contra el concreto a varios metros, pero el susto bastó: los dos médicos armados del Detector se tambalearon. Uno perdió el equilibrio y cayó de espaldas dentro del vehículo; el otro trató de sujetarse pero terminó tropezando y cayendo de rodillas, perdiendo el subfusil, que se resbaló hasta caer a la calle.
¡Clank!
El arma rebotó y desapareció.
Jude no pensó.
“Calcula. Respira. No falles.”
¡BOOM!
Esta vez la granada dio en el techo del Detector. El proyectil reventó en un estallido demoledor de fragmentación. El techo se deformó con un sonido metálico y chirriante, y el Detector, ya desestabilizado, rozó el suelo, levantando chispas y polvo al perder altitud por un segundo.
El rugido de los motores aumentó. El Detector subió a toda velocidad, buscando altitud, probablemente para reposicionarse.
Jude sabía que volverían. Y pronto.
Se acercó a Wéstern, respirando agitado.
34%… 37%… 41%.
Tenía que aguantar. Ganar. Huir. Algo. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué… Ni cómo. Pero lo haría.
Se levantó como un rayo. Corrió hacia la caja de armas. La abrió de par en par. Dentro, el reflejo metálico de una Iron Claw descansaba junto a un PNC-13, brillante, pero no era lo que buscaba.
Ahí estaban.
Cuatro granadas más.
Justo las que necesitaba.
Sin perder tiempo, lanzó el lanzagranadas sobre una de las cajas, sacó el tambor como si lo hubiera hecho toda su vida y comenzó a insertar las granadas, una a una, con manos que temblaban pero no fallaban.
Una. Dos. Tres. Cuatro.
Tambor lleno.
Agarró la Iron Claw con la zurda, revisó rápido el cargador y la empuñó con firmeza. Ni siquiera terminó de girarse cuando lo escuchó.
El rugido del Detector.
El vehículo de DALLINE descendía otra vez. Y esta vez venían por todo.
Una lluvia de balas estalló al contacto con la minivan.
¡CRASH! ¡CLANK! ¡SKREEE!
Las dos puertas traseras fueron derribadas de golpe, arrancadas de cuajo por el fuego enemigo. Las bisagras salieron disparadas como proyectiles, una de ellas pasó rozando la mejilla de Jude.
Quedó descubierto.
La minivan tembló. El Detector estaba justo en paralelo, alineado como un bisturí. Los dos médicos de DALLINE, armados con sus subfusiles, ya lo tenían en la mira.
Jude no pensó. Disparó.
¡BOOM!
La granada voló directa, reventando a escasos centímetros del Detector.
La onda expansiva sacudió el aire.
Ambos médicos salieron volando contra el fondo interno del vehículo. Uno de ellos no se movió. El otro gateaba, desesperado, con un botiquín de trauma abierto, intentando inyectarle algo a su compañero. Jude no tenía tiempo para sentir culpa o piedad.
Tenía que mantener el control.
Tenía que ganar tiempo.
Se giró para verificar a Wéstern y la laptop.
72%.
Y entonces… Una mano tibia y húmeda se cerró torpemente alrededor de su tobillo.
Jude bajó la mirada.
Takayanagi.
El Éndevol, con los ojos medio abiertos, jadeaba. No hablaba aún, no tenía fuerzas… pero estaba despertando.
El cable aún seguía conectado, la descarga de datos seguía, pero eso no importaba. Si abría la boca, si gritaba, si activaba algún tipo de protocolo de seguridad… Y llamaba refuerzos.
Jude reaccionó. Instinto puro.
Su cola, aún libre de adorno, se enroscó alrededor del cuello de Takayanagi.
Con fuerza.
El Éndevol apenas alcanzó a abrir más los ojos. Su garganta emitió un sonido asfixiado, un intento inútil de suplicar.
“Shhh…” Dijo Jude con voz baja y temblorosa, sujetando el lanzagranadas con una mano, la pistola en la otra, y la cola asfixiando a su objetivo. “Un minuto más. Solo uno más…”
Takayanagi temblaba. Jude sentía su cuerpo debilitarse de nuevo, lentamente.
Al fondo, el Detector giraba en redondo para hacer un nuevo intento.
Y el joven Rayvtie, estaba sudando, apretando los dientes, solo pensaba en sobrevivir hasta el 100%.
Una misión. Una vida. Un minuto más.
Y la pantalla de la laptop ya decía:
88%.
El Detector no descendió.
Subió.
Sus alerones zumbaban al alejarse momentáneamente, oscilando en el aire como si sus ocupantes dudaran del siguiente movimiento. Jude, con la respiración entrecortada, pensó que era un milagro, una ventana mínima para terminar la transferencia.
Un puñetazo seco y brutal le impactó la mandíbula.
Su cabeza giró con violencia.
El mundo titiló.
Y luego: dolor punzante en la cola. Una mordida.
Jude gritó con un jadeo apagado. Su cuerpo reaccionó instintivamente, contrayendo la cola y soltando al enemigo.
Takayanagi estaba de rodillas, tambaleante pero furioso.
Sangre bajaba por su nariz y boca, tenía los ojos como brasas rojas encendidas, insultando en lengua Endevolita mientras se lanzaba como una bestia desencadenada.
Jude intentó moverse, buscar el lanzagranadas, la pistola, algo.
Pero había dejado todo en el suelo. Estaba expuesto. Vulnerable.
Takayanagi se le echó encima.
Las manos del burócrata de élite se cerraron como grilletes alrededor de su cuello, empujándolo hacia atrás, obligándolo a caer contra el borde de la laptop aún abierta.
El golpe en la espalda lo dejó sin aliento.
Las manos del Éndevol apretaban.
Más. Más.
El vestido de Jude se rasgó por un costado. La laptop temblaba junto a ellos, sin dejar de trabajar. La pantalla marcaba:
93%… 94%…
La visión de Jude se nublaba. Su cuerpo no tenía fuerza suficiente para repelerlo.
Los dedos fríos, huesudos, llenos de odio, le robaban el aire.
No llegaría. No así.
Y entonces lo recordó.
Las palabras de Wéstern.
Frases rápidas, casi casuales, lanzadas mientras cargaban las armas:
La data de la Interfaz Neural no desaparece con la muerte. Si lo matamos después de conectar el cable, el volcado continúa.
¿Con la muerte…?
Entonces, no necesitaba que estuviera consciente. Solo necesitaba que estuviera muerto.
Con los ojos en sangre y la garganta colapsándose, Jude estiró la mano.
Los dedos buscaron, tantearon…
¡Ahí estaba!
La Iron Claw.
La tomó.
El frío del metal le devolvió la vida.
Apuntó.
BOOM.
El disparo retumbó como un trueno contenido dentro de un ataúd metálico.
La bala de calibre pesado entró justo bajo la mandíbula de Takayanagi, le destrozó el cráneo de adentro hacia afuera y lo lanzó hacia atrás.
Un chorro de sangre manchó todo: el vestido dorado de Jude, sus mejillas, su cuello, las paredes internas de la minivan.
Sesos, fragmentos de hueso, sangre caliente y una última exhalación colapsada.
Takayanagi cayó al suelo, inmóvil.
Cadáver.
Jude quedó jadeando, con los ojos abiertos como platos, las piernas temblando y la mano aún firme sobre el gatillo.
La laptop, aún salpicada de rojo, emitió un suave pitido.
La pantalla mostró un texto en letras verdes:
“TRANSFERENCIA COMPLETA. 100%.”
Objetivo asegurado.
Jude no perdió tiempo.
Con las manos aún temblorosas y las piernas llenas de tensión acumulada, agarró la laptop salpicada de sangre, la cerró de golpe y, con un movimiento torpe pero rápido, la lanzó al asiento del copiloto, lejos del charco carmesí que se extendía bajo el cuerpo de Takayanagi.
Y justo entonces, el zumbido familiar volvió.
El Detector de DALLINE descendía otra vez.
Sus propulsores direccionales soplaban fuerte sobre el callejón estrecho, levantando polvo, envolviendo todo en un resplandor blanquecino espectral.
Las luces de los faros se apagaron, una por una, como si el vehículo cambiara de intención.
Jude levantó de nuevo el lanzagranadas, sus manos ahora estaban firmes, con la adrenalina sustituyendo al miedo.
Desde la compuerta abierta del costado del Detector, los dos médicos lo observaban, ahora eran tres. Uno de ellos, con la bata ligeramente chamuscada, tenía aún manchas de sangre en los guantes; el otro había estado vendando al herido.
Pero no dispararon.
En cambio, uno de ellos alzó la mano, tocó algo en su antebrazo izquierdo, y la compuerta se cerró suavemente.
El Detector giró sobre sí mismo, elevándose, y se alejó con la misma frialdad con la que había llegado.
Jude parpadeó.
"¿Qué carajos...?" Pensó.
Entonces lo entendió.
Alguno de los sensores biométricos, escáneres térmicos o protocolos de identificación neurológica les había informado lo que él ya sabía: Takayanagi estaba muerto. O algo así debía ser.
Y muerto no tenía valor.
Ni como paciente, ni como objetivo de recuperación.
La extracción ya no era viable.
DALLINE había perdido su razón para intervenir.
Y si algo sabía Jude, incluso sin haber leído contratos, era que las megacorporaciones como DALLINE eran hijas de puta... pero legales.
Políticas.
Llenas de pólizas y cláusulas.
Y por una vez, pensó mientras bajaba el lanzagranadas con alivio, agradeció que lo fueran.
El silencio regresó. Solo el sonido eléctrico de la consola del tablero, el lento zumbido de los propulsores alejándose y la respiración agitada de Jude llenaban el espacio.
Entonces miró a Wéstern.
Seguía inconsciente, tirado a un lado de la zona de carga, con la cabeza ladeada, la mandíbula floja, y las ópticas rojizas en un parpadeo errático como si sus pensamientos estuvieran atrapados en algún lugar entre las sinapsis y el cortocircuito.
Con esfuerzo, se arrodilló, lo agarró por los brazos y lo arrastró lentamente, dejando un rastro de polvo y gotas sobre el suelo del vehículo, hasta recargarlo con cuidado contra la pared metálica interna.
Le acomodó la cabeza con lentitud.
Le limpió un poco el rostro.
Lo miró un momento más.
Wéstern no respondió.
Pero respiraba.
Jude suspiró.
Volvió al frente.
El asiento del piloto crujió bajo su peso cuando se dejó caer. Tocó la consola, aún encendida, y revisó que la Conducción Alfa siguiera activa.
Confirmado.
Pero esta vez no lo dejó solo.
Ajustó el volante, tomó el control.
La carretera era recta, pero no eterna.
Y ahora, le tocaba conducir…
Wéstern despertó de golpe.
Lo primero que vio fue una silueta frente a su rostro, borrosa, mecánica, goteando vapor por alguna válvula mal cerrada. Parpadeó con fuerza y entonces la imagen se aclaró: un Heraldo, inclinado sobre él, con sus múltiples ópticas verdes zumbando y oscilando en patrones extraños, como si escanearan cada milímetro de su cráneo. Tenía su rostro horriblemente cerca, apenas a unos centímetros, y hablaba en una voz cargada de estática, como si un montón de códigos estuvieran siendo escupidos al mismo tiempo que palabras. El olor a ozono le llegó después.
“Despertar de unidad detectado… Fluctuaciones ópticas en calibración… La recuperación de la Interfaz Neural aún presenta residuos de descarga pulsátil… Diagnóstico primario: interferencia catastrófica por Pulso Electromagnético tipo II con rebote cortical... Duración del apagón: dos horas, cincuenta y tres minutos… Estado general: restablecido, con reservas.”
“¿Puedes quitarte de mi cara, chatarra bendecida?” Gruñó, apartándolo con la mano mientras se sentaba, con la vista aún algo borrosa. La cabeza le zumbaba como si tuviera insectos en el cráneo.
El Heraldo se hizo a un lado obedientemente, con un susurro como si le hubiera ofendido… o bendecido. Wéstern no sabía leer a esos tipos.
El lugar era un sótano pulcro, aséptico. Suelo blanco, paredes blancas, luces blancas. Sin ventanas. Todo parecía recién esterilizado. Había bancas metálicas, armarios, instrumental médico, y al fondo, cruzada de piernas, fumando algo que soltaba humo verdoso por las válvulas de su máscara de gas, estaba ella.
La Baronesa.
Estaba sentada en el respaldo de una banca, no en el asiento, con los pies encima del asiento como si no pudiera hacer nada de forma normal. Su camisa roja tenía las mangas remangadas y la corbata estaba suelta, el cabello en su clásico moño a medio hacer, y los tentáculos de su rostro se movían con parsimonia mientras su máscara respiraba.
“Míralo, al fin despiertas.” Su voz, amplificada por el traductor del escarabajo dorado, fue suave, pero cargada de ese sarcasmo espeso como alquitrán. “Estuve a dos nanosegundos de vender tu cuerpo a una iglesia de reciclaje de implantes.”
Wéstern masajeó su cabeza, soltando otro gruñido, y entonces escuchó pasos.
Jude estaba ahí, apoyado contra una pared. Ya no llevaba el vestido dorado ni el maquillaje. Ahora estaba con una camisa blanca de manga larga, abierta en el cuello, pantalones negros holgados, y su cabello rosa aún conservaba el peinado ondulado. Se veía más él mismo, pero también… diferente. Algo en su mirada había cambiado.
“Estás despierto…” Dijo, y sonrió. Su voz era suave, pero sincera. Había alivio real en ella.
Wéstern le sostuvo la mirada unos segundos, luego asintió, aún con un zumbido sordo en la cabeza.
“¿Qué carajo pasó?”
La Baronesa se bajó del respaldo, caminando hacia él.
“Resumen: un ataque PEM interrumpió la descarga de datos, tu Interfaz Neural se apagó y te desplomaste como un bushano sin columna.” Se acercó, se inclinó frente a él. “Estuviste inconsciente tres horas. Tres. Estuve a nada de declarar tu función cerebral como archivo corrupto.”
Se giró hacia Jude y chasqueó los dedos, apuntándolo con el pulgar.
“Él te cargó. Él disparó. Él mató. Él defendió. Él terminó el trabajo. Y él nos trajo el archivo completo.” Volvió la mirada a Wéstern, entre seria y burlona. “En otras palabras, el chico que solía parecer un filete tembloroso en los primeros encargos, acarreó toda la maldita misión.”
Wéstern no dijo nada.
Solo lo miró.
A Jude.
Y sonrió. Pero no como esas sonrisas que usaba para disimular. No como las sonrisas sarcásticas, ni como las que lanza antes de decir alguna estupidez.
No. Esta era real. Cansada, honesta. Orgullosa.
“Buen trabajo, Sira.” Dijo.
Jude bajó la mirada, ruborizado hasta las orejas.
Wéstern aún tenía encima el traje azul metálico.
El peso del chaleco satinado le apretaba el pecho, y la corbata dorada le raspaba el cuello. Se movía dentro de esa piel falsa como si le hubiesen envuelto en una carcasa de Noterco para millonarios alienados. Bajó la mirada al traje con un suspiro contenido y luego alzó la vista hacia la Baronesa.
“¿Por favor… podrías devolverme mi ropa de gente normal?”
Ni siquiera usó sarcasmo. Sonó genuinamente cansado. Ella ya iba dándose la vuelta, pero se detuvo un segundo, observándolo con su clásico gesto ambiguo, uno de esos que no sabías si era desprecio, ternura o simplemente entretenimiento.
“¿Y renunciar a lo bien que luces como muñeco de lujo? Qué desperdicio…” Pero alzó una mano en un gesto teatral. “Está bien. Regrésenle su personalidad.”
Como si ya estuviera coreografiado, el Heraldo apareció desde uno de los cuartos adyacentes. Avanzaba con lentitud ritual, sosteniendo sobre sus brazos una pila perfectamente doblada: la gabardina negra raída en los bordes, los pantalones gris oscuro, la camisa verde que ya estaba medio descolorida por el uso, las botas, y por supuesto, el sombrero viejo con el ala ladeada, esa reliquia personal que siempre había considerado sagrada.
Wéstern los recibió como si le devolvieran su alma. Ni siquiera dijo nada. Solo asintió y respiró hondo, acariciando el sombrero como si fuese un jarnhito perdido.
“Bien hecho, los dos.” Fue lo último que dijo la Baronesa desde la escalera metálica. “Tómense un descanso. En breve les llegará un nuevo encargo.” Y con su andar marcial y sensual a la vez, subió los peldaños seguida por el Heraldo que mantenía su paso con exactitud.
La puerta del sótano se cerró con un sonido hidráulico.
Por primera vez desde que despertó, Wéstern y Jude estaban solos.
Wéstern soltó un gruñido, aflojando la corbata y quitándose el saco. Lo tiró sobre una silla con desprecio y se desabrochó los botones uno por uno.
“Entonces... ¿qué me perdí, Byte?”
Jude, que estaba sentado sobre una caja metálica, se encogió un poco de hombros, todavía jugando con los puños de su camisa blanca. Había algo en su forma de estar que ya no era exactamente igual que antes. No más tensiones tímidas ni ojos huidizos. Solo cierta serenidad.
“Bastante.”
“Sé específico, que no recuerdo nada después de conectar el cable.” Dijo mientras se quitaba los pantalones de gala, poniéndose los suyos con un gesto de puro alivio. “Me desperté con un Heraldo en la cara y aún siento que tengo bichos dentro del cráneo.”
Jude sonrió leve, bajando la mirada.
“Manejé por una hora y media…” Empezó, y siguió.
Wéstern se quedó escuchando, de pie, ahora ya con sus viejos pantalones puestos, sentado en la silla, abrochando la camisa. Levantó una ceja.
“¿Y el sujeto?”
Jude desvió la mirada. Sus dedos jugaron con el borde del pantalón.
“Intentó matarme. Despertó. Me mordió la cola. Me asfixió. Lo maté.”
El silencio se alargó un segundo. Wéstern se detuvo al abrochar el último botón. Lo miró.
“¿Cómo?”
“Iron Claw. Mandíbula. Un disparo.”
Wéstern lo miró por un segundo más. Luego sonrió, esa vez con un poco de picardía.
“Cagajo, Jude… acarreaste como un condenado.”
“Sí…” Dijo Jude. Y lo dijo como si acabara de aceptar por fin que era cierto.
Wéstern se puso el sombrero. Lo giró un poco para acomodarlo como siempre. Dio una palmada en sus botas y se levantó con fuerza, como si se sintiera de nuevo él mismo.
Caminó hasta la banca de metal donde Jude aún estaba sentado, casi como si no supiera qué hacer con tanto silencio, después de tanto ruido. Wéstern gruñó al sentarse a su lado, con ese sonido de huesos que crujen tras demasiadas explosiones.
“Mírate, bushano.” Dijo de pronto, dejando escapar una risa amarga pero auténtica. “Hace unas putas semanas eras una luminaria medio muerta, con orejas de conejita y… y mírate ahora.”
Jude soltó una sonrisa cerrada, bajando la mirada como siempre hacía cuando quería disimular que algo le causaba emoción.
“Ya ni siquiera tartamudeas.” Agregó, empujándolo con el codo suavemente. “Le volaste la cabeza a un Éndevol de alto perfil sin temblar. No sé si darte una medalla o pedirte perdón por haberte metido en todo esto.”
Jude se encogió de hombros, y por un momento pareció regresar a esa expresión vacía de antes. Pero solo un segundo.
Wéstern lo miró de reojo.
El silencio se alargó un poco. No incómodo. Solo denso. Jude jugaba con los dedos sobre su rodilla, sintiendo el pulso aún acelerado de todo lo que había vivido. Lo que había hecho. Lo que había sobrevivido.
Wéstern volvió a hablar, sin mirarlo.
“¿Sabes? Antes creía que esto era solo una forma de joder al mundo. Ganar lumos, patear traseros, dormir cuando se puede. Pero ahora que te veo así... tan entero, tan diferente…” Respiró hondo, apoyando el codo sobre la pierna. “Quizás esta ciudad no nos está matando. Quizás nos está terminando de forjar.”
Jude no respondió. Pero sus ojos temblaron un poco. No de miedo. De comprensión.
En su mente, la frase que más odiaba en el mundo reapareció. Esa que le habían dicho cuando fue descartado como si no tuviera valor.
“No eras indispensable. Y cuando no eres indispensable, eres prescindible. ¿Entiendes ahora?”
Por años la había llevado como un tumor en el alma. Como un virus dormido que se activaba cada vez que se sentía inútil, que fallaba, que tartamudeaba, que temblaba frente a un arma, o frente a un cliente con olor a poder.
Pero ahora, aquí, en este sótano blanco, sucio y tranquilo... Jude supo que algo había cambiado.
Wéstern lo miró. Directo. Sin burlas.
“Eres indispensable, Jude.”
No hubo dramatismo en su tono.
“En este planeta de mierda.” Añadió. “Lo que hiciste no lo hace cualquiera. Lo hiciste tú. Y nadie más. Horevia te templó. Te rompió y te rehízo. Pero al final, Byte, ya no eres un estorbo. Ya no eres la carga. Ya no eres el chico del burdel.”
Jude bajó la cabeza. No para esconderse. Sino para dejar caer unas lágrimas breves, sin sollozos. Como quien finalmente sella una herida.
Wéstern le puso una mano en la nuca y lo atrajo a su hombro, sin mucha ceremonia. Solo lo suficiente para que supiera que estaba ahí.
“Ya es oficial.” Susurró Wéstern. “La ciudad infinita hizo su puto trabajo.”
Y Jude, por primera vez en mucho tiempo, no pensó en escapar. Ni de Horevia. Ni de sí mismo.
Wéstern sintió el leve zumbido eléctrico en sus sienes, ese cosquilleo bajo la piel que anunciaba una transferencia. Sus ojos titilaron en un naranja tenue, suave.
Información recibida.
Paquete seguro.
Pago confirmado.
Adjunto: Transferencia de fondos.
Cantidad: 180,000 Créditos. Distribución sugerida: 90k para Hermen, 90k para Sira.
“Te transfirieron lo tuyo, Byte.” Dijo con una sonrisa leve mientras cerraba el mensaje. Sin decir más, revolvió el cabello rosado de Jude con brusquedad, ganándose un empujón débil pero genuino. Luego lo jaló hacia sí y lo abrazó. Un abrazo de esos toscos, duros, que no necesitaban palabras. Agradecimiento. Respeto. Alivio.
Jude se dejó abrazar. Cerró los ojos. Ese gesto, simple como era, sellaba todo. Ya no había un él que no era suficiente. Ya no era un simulacro de persona fingiendo valer. Ya no fingía. Era real.
Wéstern lo soltó y se recargó en la banca, ya relajado y los brazos cruzados.
“¿Estás listo?” Preguntó el joven, alzando la voz, con el tono justo entre reto y esperanza. “Para… el penúltimo.”
Wéstern lo miró de reojo y sonrió.
“Las damas primero.”
Ambos soltaron una risa, cargada de todo lo vivido…
CAPÍTULO DIEZ: HASTA QUE HUELA A PLÁSTICO QUEMADO
Había pasado una semana desde el Golden Arrow.
La ciudad dormía mal. Siempre lo hacía. Afuera, Horevia transpiraba neón sobre charcos aceitosos y callejones que olían a lluvia, pero dentro de la Trailmaster, el tiempo tenía un pulso distinto.
Wéstern estaba en el asiento del conductor, hundido contra el respaldo, con las piernas abiertas y un cigarrillo colgando en el borde de los labios. Sus gafas de sol, lentes tornasoleados que viraban entre azul profundo y verde esmeralda, le cubrían media cara, reflejando el tablero como una marea. El humo se arremolinaba frente a él, saliendo por las ventanas abiertas.
Jude, a su derecha, parecía un clon: mismo gesto adormilado, la muñeca apoyada contra la mejilla, fumando despacio. El reloj digital de la consola marcaba las 28:17 y su avance sonaba más fuerte que los ventiladores del aire.
Llevaba un conjunto deportivo que parecía un chiste interno contra su propio cuerpo: tenis blancos limpios, pantalones magentas medio holgados, los había elegido una talla más grande, y un suéter blanco y magenta con el logo de Excelology, esa marca de ropa pensada para atletas que nunca se detenían… salvo que en este caso, su Sternismo aseguraba que Jude jamás correría una maratón. O ni siquiera una cuadra.
Wéstern llevaba la misma ropa de siempre, lo único que cambiaba era que su camisa era roja intensa.
Fumaron en silencio por un rato más, hasta que Jude, sin girar la cabeza, preguntó: “¿Por qué… llevas gafas de sol en la noche?”
Wéstern soltó una leve exhalación de humo por la nariz, como si la pregunta le hubiera hecho gracia. No sonrió.
“Porque si no las uso… a veces me cuesta distinguir qué es real y qué no.”
Jude ladeó apenas la cabeza.
“¿La Centropatía?”
“Zap.” El mayor se ajustó las gafas con dos dedos. “No sé por qué, pero el tinte de estos lentes me da una referencia más… limpia. Filtra el ruido, por decirlo así.”
“¿Qué cosas ves?” Preguntó Jude, girando un poco para observarlo mejor.
Wéstern inhaló hondo, como si se tomara un momento para catalogar la lista.
“Depende de la hora. A veces son glitches visuales: bordes de la gente que se duplican como si fueran fantasmas mal renderizados, trazos de color que se estiran detrás de los autos como si el mundo tuviera lag. Otras, el color se rompe… veo manchas de color puro en medio de una pared, como si alguien hubiera tirado pintura en el aire.”
Se encogió un poco de hombros.
“También hay distorsiones cromáticas. Los bordes de las cosas se tiñen de rojo y verde, o celeste y magenta. Y de vez en cuando… veo gente que no está. No es que se muevan ni hablen. Solo están ahí.”
Jude lo observó, sin decir nada.
“Y con los lentes…” Continuó Wéstern. “...esas capas extra se aplanan. Es como si me dijeran: ‘esto es el mundo, y todo lo demás es basura de tu cabeza’.”
Wéstern dejó que el humo le resbalara por la comisura de los labios.
“¿Y… qué se supone que estamos esperando?” Preguntó Jude, sin moverse del asiento, con el cigarro encendido colgando de sus dedos.
“Vamos a rec—”
“Sí, ya sé…” Lo interrumpió, alzando una ceja. “Recuperar una caja sellada con un chip de IA prohibida. Está escondida en un cadáver dentro de un edificio abandonado en la superficie. Lo escuché la primera vez, Data. Mi pregunta es: ¿por qué carajo seguimos aquí sentados?”
Wéstern se encogió de hombros, como si fuera obvio.
“Porque te vi encender un cigarro… y pensé que ocupabas relajarte.”
Jude parpadeó, atónito.
“Encendí un cigarro porque te vi fumando a ti.”
Se miraron un segundo, con el humo flotando entre ambos.
“Entonces…” Murmuró Wéstern.
“Entonces.” Repitió Jude.
Una pausa.
El silencio se rompió con una risa corta, seca, que casi se confundía con un gruñido. Wéstern estiró el brazo hacia el asiento trasero y sacó su equipo con la naturalidad de quien revisa la guantera: la pistola B-88, su cuchillo, y el fusil PNC-13.
Jude hizo lo mismo, jalando su Kingmaker del estuche acolchado y la pistola Iron Claw de la funda lateral.
“Treinta y ocho minutos aquí…” Murmuró Jude mientras cargaba su rifle.
“Cuarenta.” Lo corrigió Wéstern, abriendo la puerta. “A puro cigarro.”
“Cinco minutos cada uno mínimo…” Jude sonrió, negando con la cabeza.
“Entre cinco y seis cada quien… nuestros cuerpos ya están podridos, Byte.”
“No son cigarrillos los que nos matan, Wéstern… es tu sentido de la organización.”
“Y tu cara de idiota cuando me sigues sin preguntar.”
“Jodete.”
“Clao, pero después del trabajo.”
Saltaron fuera de la Trailmaster casi al mismo tiempo, pisando el asfalto húmedo con las armas listas, y el eco de sus insultos rebotando contra las paredes de hormigón.
El edificio era un bloque muerto contra el cielo sin estrellas.
Una Colmena Pequeña.
Abandonada.
En sus mejores días, había contenido a miles de personas comprimidas en compartimentos mínimos, como alveolos en un panal de hormigón. Ahora, después de dos décadas de silencio, parecía más un monumento a la putrefacción urbana. Los ventanales quebrados dejaban escapar jirones de viento frío, y el neón de la calle apenas arañaba las fachadas, iluminando graffiti superpuestos, pintados por manos diferentes a lo largo de los años.
Jude leía en voz baja algunas frases a medida que pasaban frente a las paredes exteriores:
"VETE O MUERE", "LO QUE MATA NO ES LA CIUDAD, ES EL ALQUILER", y en letras gigantes, deformes, un rostro de insecto con una sonrisa exagerada.
La entrada principal estaba bloqueada por paneles metálicos corroídos que alguna vez habían sido puertas automáticas. Wéstern empujó uno con el hombro y este chirrió antes de ceder. Dentro, el vestíbulo era una tumba gris. El techo estaba abierto en partes, dejando caer agua en charcos que reflejaban las columnas oxidadas.
En un rincón, un par de vagabundos los miraban desde el suelo. Sus rostros eran sombras bajo mantas sucias. Uno extendió la mano.
“¿Unos lumos…?”
Nadie respondió. Jude y Wéstern pasaron de largo.
El aire estaba saturado de polvo y ese olor metálico que viene de cables quemados, cadáveres y agua estancada. Para cualquiera con buen olfato habría sido insoportable, pero ni un Turvau ni un Rayvtie con Sternismo eran especialmente sensibles en ese sentido.
“¿Qué crees que pasó aquí?” Preguntó Jude, alumbrando con la nueva linterna de su Kingmaker mientras avanzaban.
“Lo de siempre.” Wéstern pateó una lata oxidada fuera de su camino. “Gente apretada, mantenimiento cero, un brote o un incendio… la ciudad se deshace de los lugares que no sirven para el negocio.”
“Mi tío vivía en una Colmena…” Dijo Jude, girando la linterna hacia una pared pintada con el retrato de una mujer sin ojos. “Tenía dos cuartos. Bueno… uno y medio. Yo dormía en un sofá que se abría como cuchilla y me dejaba un hueco en la espalda.”
“Suena como una bendición comparado con lo que he visto.”
Subieron las primeras escaleras. El pasamanos estaba doblado, las paredes llenas de capas de pintura descascarada. Algunas puertas seguían cerradas; otras colgaban de una bisagra, dejando ver interiores oscuros.
Entraron en el primer apartamento. El piso estaba cubierto por botellas vacías, muebles rotos, colchones ennegrecidos. En una esquina, un cadáver seco, encogido, envuelto en una manta como si se hubiera acurrucado para dormir y nunca despertara.
Fueron así, uno por uno. Puerta, linterna, inspección rápida. Pasillos largos y estrechos, alfombras que alguna vez fueron rojas ahora reducidas a un gris marrón. Techos con manchas negras que dibujaban formas como mapas de países inexistentes.
En uno de los apartamentos, encontraron graffiti infantil: dibujos torpes de naves espaciales y criaturas con antenas.
“Mi tío tenía algo así en la cocina.” Comentó Jude. “Solo que eran dibujos míos. Siempre decía que la Colmena era como vivir en una nave gigante, con vecinos en lugar de tripulación.”
“Tu tío era un optimista…” Replicó Wéstern, revisando un armario vacío.
Cambiaron de piso. El ascensor estaba muerto, con las puertas abiertas dejando ver el hueco oscuro. Tuvieron que subir por las escaleras, pisando charcos y basura.
“La Baronesa podría habernos dado un punto exacto…” Gruñó Wéstern, al llegar al piso siete.
“Ella dijo que ni ella sabía, ¿No?”
“Sí, pero suena menos irritante cuando me quejo de ella directamente.”
Llevaban al menos cincuenta minutos revisando. Habían encontrado una docena de cadáveres en distintos estados: esqueletos limpios, cuerpos resecos como cuero viejo, otros todavía con carne adherida. Ninguno coincidía con las especificaciones del objetivo.
En un apartamento sin puerta del piso ocho, hallaron un ventanal que daba a la ciudad. Se detuvieron un momento. Desde ahí, Horevia se veía como un océano de luces intermitentes y columnas de luz. El viento traía un eco distante de sirenas.
“Cuando venía a la Colmena de mi tío, siempre me gustaba asomarme así…” Dijo el veinteañero, apoyando la frente contra el marco metálico. “Imaginaba que podía ver a todo el mundo desde aquí… pero nadie me veía a mí”.
“Suena útil.” Respondió Wéstern, aunque sin sarcasmo.
Siguieron revisando. Piso tras piso. Había apartamentos donde todavía quedaban juguetes, fotografías familiares pegadas a las paredes, calendarios de hace veinte años. Algunos habían sido saqueados hasta dejar solo los muros desnudos. En otros, los cadáveres seguían sentados frente a una mesa, como si hubieran estado cenando cuando llegó el final.
En un pasillo, un graffiti enorme les llamó la atención: un corazón roto atravesado por cables, con la frase “EL AMOR NO SOBREVIVE AL ALQUILER”.
“Ese me gusta.” Dijo Jude, al pasar.
A medida que subían, la luz natural se hacía más escasa y el aire más frío. El eco de sus pasos parecía más fuerte, como si el edificio se tragara cualquier otro sonido.
“¿Cuántos llevamos?” Preguntó Jude, abriendo otra puerta.
“Ni idea…”
“Oye…” Dijo Jude mientras empujaba una puerta hinchada por la humedad. “¿No te parece raro que haya tantos cadáveres?”
“Es una Colmena abandonada, Byte.” Respondió Wéstern, entrando detrás de él. “Lo raro sería que no hubiera ninguno.”
Jude movió la linterna lentamente por el interior. El haz de luz pasó por encima de muebles destrozados, paredes descascaradas, y finalmente, un cuerpo tendido en el suelo, boca arriba. No estaba tan seco ni tan deteriorado como los otros. La piel estaba grisácea, todavía con algo de volumen, como si hubiera muerto hace semanas… no décadas.
“Este está…” Jude se agachó, inclinando la cabeza. “...demasiado fresco.”
Se acercó y, con cuidado, movió la chaqueta del cadáver. Bajo el brazo derecho, pegado al costado, había algo envuelto en cinta adhesiva. Tiró de él y sacó un objeto rectangular, pequeño pero pesado, con carcasa de plástico negro y bordes metálicos gastados, como un cassette. Sobre un lateral, con marcador magenta y letra desprolija, estaba escrito:
"IA DE LA GUERRA OMNIROIDE, NO ABRIR".
Jude soltó una carcajada corta, como si la advertencia fuera una broma interna del destino.
“Wésty… creo que ya lo tenemos.”
El Turvau se giró desde el armario que estaba revisando, y al ver la tabla de datos, dejó escapar un silbido bajo.
“Zap, Byte.”
Se acercaron y chocaron las manos en un high-five que resonó como un pequeño aplauso en la habitación vacía.
“Bueno…” Dijo Wéstern. “¿Y ahora qué?”
“Pues… lo llevamos, ¿no?” Jude seguía mirando el cadáver.
“Sí, pero te quedaste viendo al muerto como si esperases que te hablara.”
Jude apoyó la punta del rifle en la mejilla podrida del cadáver y la movió.
“Es que… siempre pasa algo. Alguna pelea, una emboscada, un temporizador que no sabíamos que estaba ahí… Y ahora nada.”
Se quedaron en silencio, mirando al muerto.
“No pues… Que intenso trabajo.” Ironizó Wéstern, rascándose la barbilla. Se miraron un segundo más, evaluando si realmente era todo.
“Y no hay temporizador.” Dijo Jude.
“Ni un grito, ni un disparo… ni una luz roja parpadeando… nada.”
Guardaron la tabla de datos en los bolsillos internos de la gabardina de Wéstern y, sin mucha prisa, salieron del apartamento. En lugar de bajar al piso uno, bajaron solo dos pisos. El octavo. Querían volver al ventanal que habían visto antes, el que daba a la ciudad.
El apartamento seguía igual: vacío, silencioso, con la ventana abierta a la noche. Afuera, Horevia. Filas de luces y sombras, humo que se mezclaba con neón, y el ruido lejano de motores y sirenas.
Se recargaron en el marco. Fumaron, otra vez, en silencio por un momento.
“De lejos…” Dijo Jude, exhalando el humo. “...Horevia es linda.”
“Sí…” Asintió Wéstern.
Se quedaron mirando la ciudad, con el viento frío entrando por la ventana, como si la calma fuera más rara que el peligro.
El silencio se interrumpió con un leve destello celeste en las ópticas de Wéstern.
Jude giró la cabeza.
“¿Quién es?”
“La Baronesa.” Respondió Wéstern, con ese tono cansado. “Voy a dejarla sonando. Quiero disfrutar un rato más la vista.”
La llamada seguía insistente, el zumbido sordo resonando en su mente. Jude apartó la mirada de la ciudad cuando sintió una ligera vibración bajo sus zapatos.
“¿Sentiste eso?”
“Sí.”
El zumbido volvió, más fuerte. Y la llamada también. La Baronesa no cortaba, y cada nueva señal hacía parpadear las ópticas de Wéstern en un tono más brillante.
Jude frunció el ceño.
“Creo que la pared… está temblando.”
“Sí…” Asintió Wéstern, girando el cigarro entre los dedos.
La llamada no paraba.
“Puta madre…” Gruñó, abriendo la llamada mentalmente. “Baronesa, estás interrumpiendo un bello momento romántico.”
“Olvida el romance.” La voz de la Baronesa entró con un filo urgente, sin rastros de su sarcasmo habitual. “La PEACE sabe del chip. Tienen dos transportes rodeando el edificio y al menos cuatro oficiales dentro, ahora mismo, y con más viniendo.”
Hubo un silencio apenas perceptible antes de que añadiera:
“Si no se van ya, los van a meter en una bolsa.”
Wéstern se quedó quieto un segundo. Su piel ya era gris claro, pero de haber podido, se le habría ido el color.
Giró lentamente hacia Jude.
“¿Te acuerdas del ‘siempre pasa algo’? Pues ya se cumplió.”
Jude abrió los ojos, tensando el rifle contra el pecho.
“¿Qué pasa?”
“Oficiales de la PEACE en el edificio. Y vienen por nosotros, bueno, por la IA.”
No hubo más conversación. Ambos salieron del apartamento como si el piso estuviera a punto de colapsar.
“Mierda… mierda… mierda… mierda…” Repetía Jude mientras salían por el pasillo, esquivando escombros y saltando sobre un par de cuerpos secos.
“Deja de maldecir, Byte.”
Avanzaban rápido por el pasillo estrecho. Wéstern iba al frente, fusil en alto, Jude un par de pasos detrás, cubriendo las esquinas con la Iron Claw.
Giraron un recodo… y ahí estaba.
Un oficial de la PEACE.
Traje azulado impecable, placas reforzadas en pecho y hombros, casco que dejaba ver solo la mandíbula tensa.
Los tres se quedaron inmóviles medio segundo, mirándose como si no pudieran creerlo.
El oficial fue el primero en reaccionar: la mano bajó hacia su subfusil.
Pero Jude ya había apretado el gatillo.
La Iron Claw rugió, el proyectil de alto calibre impactó en pleno abdomen. El oficial dobló el cuerpo, soltando un gruñido gutural. Antes de que pudiera caer, Wéstern ya estaba encima, con el PNC-13 escupiendo ráfagas cortas que destrozaron el blindaje frontal. El cuerpo se desplomó.
“Ya nos escucharon…” Dijo Wéstern, ajustando la mira sin mirar atrás.
Jude asintió y dio un paso hacia atrás, poniéndose tras él, cubriendo la retaguardia. Se movían rápido, casi sincronizados, hasta que al fondo del pasillo aparecieron dos siluetas más: oficiales armados con subfusiles PNC-13, la luz de sus visores titilaron en la penumbra.
El primero abrió fuego, las balas chisporrotearon contra las paredes. Wéstern se pegó a un marco de puerta, analizando la posición, mientras Jude se lanzó detrás de otro marco.
“¡Cúbreme!” Gruñó Wéstern.
Jude salió un instante, disparando tres veces para obligar al oficial a cubrirse. Wéstern cargó hacia adelante, pero en vez de tomar el pasillo de frente, giró y embistió una de las paredes laterales. Sus implantes en las piernas y el esqueleto reforzado hicieron el resto: el concreto cedió con un crujido brutal, escombros y polvo volaron por todas partes. Atravesó la pared como un ariete, saliendo justo detrás de uno de los oficiales.
El golpe de su bota en la espalda fue seco y contundente, suficiente para lanzarlo contra la pared opuesta, y Wéstern lo remató con un disparo al cuello antes de que pudiera levantar el arma.
Mientras tanto, Jude estaba frente al segundo oficial que se había tirado hacia Wéstern, oficial que a Jude le ganaba en fuerza y altura. El tipo se giró hacia Jude, le agarró del brazo armado y lo empujó contra el muro, intentando arrebatarle el rifle. Jude reaccionó como siempre: improvisando. Su cola se enrolló en la muñeca del oficial, tirando con fuerza para desestabilizarlo, mientras le daba un rodillazo en la ingle. El hombre gruñó, pero no cayó.
En respuesta, Jude bajó el centro de gravedad, giró la cola para hacerle perder el equilibrio y, cuando el tipo cayó de rodillas, le disparó dos veces en la sien con la Iron Claw.
Ambos quedaron jadeando. Wéstern con el fusil aún humeante, Jude con un rasguño sangrante en la mejilla y el antebrazo magullado.
Y aún podían oír pasos acercándose.
Dos sombras se recortaron a cada extremo del pasillo: otros dos oficiales de la PEACE. Ambos llevaban los subfusiles apuntando… pero al verse mutuamente en la línea de tiro, bajaron el arma casi al unísono y desenfundaron sus macanas extensibles.
Uno de ellos cargó hacia Wéstern. El Turvau esperó el último segundo y, en vez de esquivar, lo agarró del antebrazo, lo giró y lo estampó contra la pared con tanta fuerza que el yeso se astilló. El oficial intentó recuperar el equilibrio, pero recibió un rodillazo en el estómago que lo dejó sin aire.
Al otro extremo, Jude ya estaba peleando por su vida. El segundo oficial se movía rápido, combinando golpes de macana con embestidas de hombro. Jude no tenía la fuerza para contrarrestarlo, así que improvisó: cuando el hombre arremetió, bajó la cola para trabarle los tobillos y lo empujó con todo el peso del rifle. El tipo cayó, pero no soltó su arma.
Un estampido cortó el aire: un tercer oficial apareció desde una puerta lateral, abriendo fuego sin pensar.
La ráfaga destrozó parte del marco y atravesó la pared… y de paso, le voló media hombrera al oficial que estaba peleando con Jude.
“¡¿Eres idiota?!” Gruñó el herido, girándose hacia su compañero.
Eso le dio a Jude una oportunidad. Un latigazo de cola le arrancó la macana de la mano y la lanzó por el pasillo, mientras le hundía el cañón de la Iron Claw en el estómago y disparaba a quemarropa desesperadamente.
Wéstern, por su parte, ya había destrozado la nariz de su adversario contra el marco de una puerta y lo empujó hacia adentro del apartamento vacío. Los dos rodaron sobre un suelo cubierto de botellas rotas y muebles podridos. El oficial trató de sacar el cuchillo de su cinturón, pero Wéstern le sujetó la muñeca con una mano y le estampó la cabeza contra el suelo hasta que dejó de moverse.
Un impacto en el muslo lo sacó de su momento: la ráfaga del tercer oficial lo había rozado, gruñó, apoyándose contra una pared.
Jude esquivó por poco otra ráfaga; una de las balas rozó su cola, arrancándole un chispazo de dolor. Respondió girando hacia el oficial que disparaba y lanzándole una silla metálica que había junto a la puerta rota. El hombre bloqueó a medias, pero Wéstern ya venía detrás, atravesando otra pared como si fuera papel y clavándole el puño en el pecho.
El combate se desató dentro del apartamento. Wéstern lanzó al enemigo contra una mesa, partiéndola en dos; Jude entró por el otro lado y descargó una ráfaga de la Kingmaker, destrozando el blindaje del pecho. El oficial se retorció, trató de sacar una granada, pero Wéstern se la arrebató y la arrojó por la ventana antes de rematarlo con un disparo a la mandíbula.
El eco de los disparos se apagó poco a poco.
Wéstern se dejó caer contra la pared, respirando con fuerza, y el muslo palpitándole. Jude, con las manos temblorosas, se dejó caer sobre un sofá cubierto de polvo, acariciándose la cola con una mueca de dolor.
Se levantaron y bajaron a paso rápido. Cada peldaño crujía como si gritara su posición. El polvo del lugar se levantaba con cada pisada, mezclándose con el sabor metálico de la sangre que aún tenían en la boca.
Cuando asomaron al tercer piso, Wéstern detuvo a Jude.
Ahí estaban: cinco oficiales de la PEACE, revisando puertas, hablando en clave por el comunicador y escaneando con sus visores. Uno de ellos llevaba un sensor de calor.
“Negativo.” Susurró Wéstern, retrocediendo un paso.
Subieron de nuevo con el mismo sigilo, respirando por la nariz para no dejar escapar ni un jadeo. Pero al llegar al siguiente rellano, escucharon pasos pesados. Alguien bajaba rápido.
Un oficial dobló la esquina y se quedó de piedra al verlos. La mano iba directa al comunicador de su sien, pero Wéstern ya lo tenía por el cuello. Jude no dudó: con la cola le barrió las piernas y, mientras caía, Wéstern le encajó el cuchillo bajo la barbilla… y el hombre quedó tendido en el suelo, inconsciente.
“Ni un ruido…” Gruñó Wéstern, arrastrando el cuerpo hasta un rincón oscuro.
Entonces lo oyeron.
Un zumbido grave, inconfundible. Los Detectores.
El sonido aumentó y, segundos después, una luz intensa se filtró por las ventanas polvorientas. Barridos de luz azul y blanca cruzaron el pasillo, girando lentamente en busca de movimiento. Ambos se pegaron a la pared. El calor de los focos atravesaba el cristal roto.
Otro barrido.
Más fuerte.
Más cerca.
Avanzaron pegados a los muros. El edificio parecía encogerse. El zumbido de los Detectores se mezclaba con las voces lejanas de los oficiales en otros pisos.
Jude miró hacia un ventanal medio roto: un Detector flotaba a apenas cinco metros, con las ópticas girando en patrones hipnóticos, como insectos gigantescos oliendo sangre.
Wéstern le dio un leve empujón, señalando la siguiente pared. Paso a paso, se movieron, usando el ritmo de los barridos de luz para cruzar de cobertura en cobertura.
El problema era que no tenían un rumbo claro.
Ni salida.
Estaban rodeados.
El pasillo parecía no terminar nunca. Cada esquina era otra igual, otro tramo sin salida clara.
“Tenemos que movernos hacia la escalera de servicio, Byte.” Dijo Wéstern, revisando el mapa mental que tenía del edificio.
“Eso nos lleva hacia ellos, no lejos de ellos.” Replicó Jude, mordiéndose el labio.
“¿Y tu idea?”
“No… sé...”
“Exacto. No sabemos.” Wéstern bufó.
Ninguno tenía claro cómo ejecutar su plan. Pero quedarse quietos era peor.
Sortearon escombros, hasta que el eco de sus pasos los llevó de nuevo a la zona donde habían dejado los tres cuerpos.
Fue entonces cuando lo vieron: cuatro oficiales apareciendo al extremo del pasillo, armas listas.
En ese instante congelado, Jude giró hacia Wéstern.
“Creo que tengo un plan.”
Sin esperar respuesta, arrancó una granada del cinturón de uno de los cadáveres. El pitido breve indicó que estaba armada. La lanzó con fuerza hacia los oficiales.
“¡Granada!” Gritó uno de ellos, retrocediendo con los demás.
Jude no perdió tiempo: agarró a Wéstern del brazo y tiró de él con toda la fuerza que tenía. Corrieron como si el pasillo entero estuviera a punto de explotar.
La detonación llegó como un trueno: el piso se abrió, lanzando fragmentos de concreto y humo que los persiguieron como una ola caliente.
Jude se lanzó hacia la ventana al final del pasillo y la pateó con fuerza. El vidrio cedió con un estallido agudo. Afuera, la noche de Horevia brillaba entre neones y mugre… y justo debajo, un enorme contenedor de basura, colmado de bolsas negras.
“¡Vamos viejo, apúrate!” Gritó, y sin más, se lanzó al vacío.
Wéstern llegó un segundo después.
“¡Maldita sea, Jude!” Saltó tras él.
El vidrio saltó hecho polvo alrededor de ellos. Jude sintió el vacío abrirse bajo sus pies: dos segundos exactos de caída. El viento le golpeó la cara, frío y áspero. El contenedor de basura crecía a toda velocidad bajo ellos.
Un Detector pasaba a menos de diez metros, pero justo en ese momento giró en sentido contrario, enfocando sus haces de luz hacia otra sección del edificio. Un segundo más y habría iluminado su caída como un escenario de ejecución.
Cayeron. Las bolsas negras amortiguaron el impacto, pero se abrieron en mil pedazos, esparciendo líquidos y fragmentos de cosas irreconocibles.
Wéstern se incorporó a medias, mirando en todas direcciones.
“No, Byte… no corras.”
“¿Qué? ¿Por qué?” Preguntó, moviéndose para salir.
“Si hay patrullas en las calles laterales, nos acribillan antes de cruzar la primera esquina.”
Jude se detuvo, tragando saliva.
“¿Entonces?”
“Nos hundimos.”
Sin perder tiempo, Wéstern empujó bolsas hacia los lados y se abrió un hueco. Jude lo siguió, y juntos se sepultaron entre capas y capas de desperdicio. Los plásticos húmedos se pegaban a la ropa, los restos blandos se aplastaban bajo sus manos. Tiraron más bolsas encima, construyendo una especie de búnker improvisado, hasta quedar totalmente cubiertos.
El olor estaba ahí, pesado, químico y agrio, pero ninguno lo sentía de forma tan vívida.
“Agradece que nuestros olfatos son una mierda…” Murmuró Wéstern, acomodando una bolsa sobre su hombro.
“Lo estoy hago desde que entramos.” Respondió Jude, ajustando el rifle contra el pecho.
Hubo un silencio breve.
“¿Tienes la tabla de datos?” Preguntó Jude.
“Sí…” Wéstern abrió un bolsillo interno de la gabardina y sacó el disco, el plástico negro con la etiqueta escrita en marcador magenta. El brillo tenue del neón cercano se reflejó en su superficie sucia. Luego lo volvió a guardar con cuidado.
“Bien…” Susurró. “¿Y cómo sabremos cuándo salir?”
“Fácil. Cuando un… operativo se declara fallido, las patrullas tardan entre ocho y quince minutos en retirarse.”
“¿Y si deciden seguir buscando?”
“Entonces salimos igual… pero muy, muy despacio.”
Arriba, el zumbido de los Detectores se mezclaba con las sirenas y el eco de botas golpeando el asfalto. Las luces azules y blancas pasaban como relámpagos a través de los huecos de las bolsas. Todo lo que podían hacer era esperar… y no moverse…
Esperaron.
Primero diez minutos. Luego veinte. Pasada la media hora, el mundo exterior parecía haberse apagado. Las sirenas ya no aullaban, los Detectores no rugían sobre sus cabezas, y los sonidos de las botas de la PEACE se habían desvanecido como si nunca hubieran estado ahí.
Entre las bolsas, Jude y Wéstern habían encontrado posiciones más o menos soportables. Wéstern se había recostado contra la pared del contenedor, con sombrero ladeado para que no le estorbara, mientras Jude jugaba con la correa de su rifle, en silencio.
Finalmente, Wéstern se quitó el sombrero y asomó la cabeza entre la basura.
Miró a la izquierda, luego a la derecha.
“Limpio.” Su voz fue casi un suspiro.
Se incorporó y salió, estirando los hombros con un crujido. Jude lo siguió un segundo después, emergiendo cubierto de restos de comida seca, plásticos arrugados y algo que parecía aceite industrial.
El callejón estaba desierto… salvo por otros contenedores en llamas a unos metros, rodeados de vagabundos que buscaban calor entre las llamas y la sombra de edificios ruinosos. El viento soplaba con fuerza, arrastrando humo y ceniza.
Horevia estaba entrando en invierno.
Y no era un cambio lento: una ráfaga helada golpeó sus rostros como si alguien hubiera bajado un interruptor.
Las estaciones en la Ciudad Infinita no entendían de transiciones.
Wéstern ajustó la gabardina, mirando hacia las hogueras callejeras.
“Ya empezó.” Su aliento salía en nubes breves.
“Sí…” Jude se sacudió una bolsa pegada al hombro. “Ni un aviso, ¿eh?”
“Horevia no avisa.” Dijo Wéstern, sacándose un pedazo de cartón pegado en la espalda.
El olor era espeso, familiar.
“Plástico quemado…” Murmuró Jude, aspirando sin querer.
Wéstern le tiró un envoltorio pegado al cabello.
Ambos siguieron quitándose la basura. Entre ráfagas heladas y humo, caminaron hacia la salida del callejón.
El viento les pegaba de frente, cortante, arrastrando humo y hollín. Caminaban encorvados, gabardina y suéter azotando contra sus cuerpos, mientras pisaban charcos helados y trozos de basura arrastrados por la corriente.
“Pensé que era el final…” Dijo Jude, sin mirarlo.
“Yo también.” Wéstern mantuvo la vista fija hacia adelante. “Por un segundo creí que no salíamos de ahí.”
Caminaron en silencio unos metros más, hasta que Wéstern lo miró de reojo.
“A todo esto… ¿de dónde diablos sacaste la idea de lanzarte de un cuarto piso?”
Jude sonrió, con ese orgullo que usaba cuando algo le salía bien.
“Fue fácil. Primero pensé: ‘Ok, nos matan’. Luego pensé: ‘Tal vez no, si me muevo rápido’. Después: ‘Si salto por una ventana, ¿qué hay abajo?’… y, la verdad… no sabía si habría algo. Pero pensé que el quizá era mejor que el seguro.”
“…O sea que no sabías si había un contenedor.” Wéstern soltó una carcajada amarga.
“No.” Jude negó con la cabeza, sonriendo. “Pero si no estaba… bueno, al menos habría sido rápido.”
Rodearon la esquina del edificio, esquivando a un par de vagabundos que calentaban las manos sobre un bidón en llamas. La Trailmaster estaba ahí, aparcada unos metros más lejos de la entrada principal. Tal vez demasiado lejos como para que a la PEACE le importara revisarla.
Al verla, ambos dejaron escapar un suspiro aliviado. Subieron sin decir nada, cerrando las puertas de golpe para aislarse del frío y del viento.
Se dejaron caer sobre los asientos, exhalando al mismo tiempo.
“Necesito una ducha.” Murmuró Jude, mirando las manchas de grasa y polvo en sus manos.
“Necesitamos…”
Wéstern inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y sus ópticas se encendieron en un verde intenso. El mensaje mental salió.
“No llores. Seguimos vivos. Tenemos la placa.”
Dos segundos después, el verde se desvaneció. Wéstern sonrió de lado y levantó la mano.
“Choca, conejita.”
Jude levantó la suya, y el golpe de palma resonó en el interior de la camioneta…
La entrega fue rápida. La Baronesa los recibió en su habitual rincón del subnivel 47, con la máscara respirando humo verdoso y su tono sarcástico de siempre, pero sin alargar la conversación. Recibió la placa de datos, revisó un par de indicadores y, sin más, les dio un asentimiento que en su idioma significaba “negocio cerrado”.
De ahí, vuelta directa a casa. El trayecto fue silencioso, roto solo por el zumbido del motor y el ocasional crujido de Wéstern apretando la mandíbula.
Cuando aparcaron, Wéstern bajó primero… y se detuvo a medio camino de la puerta. Las luces de la calle parecían fragmentarse en miles de líneas y manchas cromáticas; las sombras se estiraban y encogían como si el asfalto respirara. Por un momento, no estaba seguro de si Jude estaba ahí o si solo era una silueta inventada por su cerebro roto.
“Wéstern…” La voz de Jude llegó como un ancla. Una mano en su hombro, firme. El Turvau parpadeó, y la calle volvió a ser calle, Jude volvió a ser Jude, y el aire volvió a oler a frío y metal húmedo.
“Ya… estoy bien” Gruñó, aunque ambos sabían que no era del todo cierto.
Dentro, fueron directos al baño. Jude se metió primero, dejando su ropa en el cesto de la lavadora-secadora. El vapor llenó la habitación mientras él se sacudía el resto de la suciedad y el hedor del trabajo. Después, Wéstern hizo lo mismo, dejando la gabardina y las botas como si pesaran toneladas, el agua golpeó su piel gris con un alivio casi físico.
La ropa lavada quedó secándose en el mismo aparato, y ambos terminaron con conjuntos holgados: Jude con una sudadera azul pálido y pantalones grises; Wéstern con una camiseta negra vieja y pantalones deportivos.
Wéstern se dejó caer en su sofá reclinable, hundiéndose como si lo absorbiera, mientras Jude se acomodaba en el sofá grande, estirado como si por fin pudiera respirar.
El pitido de la transferencia interrumpió ese silencio.
Pago recibido: 80,000 Créditos. Distribución: 40,000 para cada uno.
Adjunto: “El trabajo final será en 3 días.” —Baronesa.
Wéstern lo leyó y se quedó mirando el mensaje unos segundos más de lo necesario.
Tres días. Solo tenía que sobrevivir a la Centropatía esos tres días, hacer el trabajo… y los 400,000 créditos serían suyos. Lo justo para pagar la cirugía. Lo justo para seguir vivo.
Suspiró.
Guardó el mensaje.
Se recostó. La Holo-televisión proyectaba las noticias del día, y el ruido de fondo lo arrulló mientras el sueño lo reclamaba.
Por primera vez en mucho tiempo, se durmió tranquilo...
No había música.
No había voces.
El eco de LA CUNA era extraño, antinatural, como si el lugar estuviera muerto. Las mesas seguían ahí, las luces de neón apagadas colgaban como insectos, y el aire estaba impregnado de ese olor a cloro de la máscara de la Baronesa, mezclado con un leve toque de licor.
Ella estaba detrás de la barra, en el lugar donde normalmente se apoyaba la barman.
Movía las manos con precisión, haciendo girar botellas y vasos como si todo fuera parte de un rito antiguo. Sus guantes de cuero negro no dejaban ver su piel, y el brillo enfermizo de las lentes de su máscara resaltaba cada giro de muñeca.
A su derecha y a su izquierda, de pie como estatuas, estaban los Heraldos.
El primero, chaparro, apenas superaba la altura del mostrador; su túnica azul estaba bordada con símbolos circulares en negro, y de su hombro izquierdo colgaba un brazo mecánico delgado, con pinzas y cables expuestos que chisporroteaban suavemente. Sus ópticas verde lima parpadeaban con un patrón constante, como si estuviera procesando datos invisibles.
La segunda, mucho más alta, le llegaba apenas al hombro a la Baronesa. Bajo la capucha, los respiradores se acoplaban a su mandíbula en un entramado de metal bruñido y cables que se internaban en la túnica. De su espalda emergían dos brazos mecánicos suplementarios, cada uno portaba herramientas de disección y manipulación electrónica, inmóviles pero listos para moverse en cualquier momento.
El olor a aceite y ozono parecía venir de ellos.
Jude llevaba un conjunto deportivo de color rojo oscuro, comprado hacia apenas dos dias, estaba a nada de estar pegado a la piel, sino fuera porque era de invierno. Tenis deportivos blancos. una chamarra, y unos buenisímos boxers negros.
Wéstern… usaba su conjunto habitual, sombrero, gabardina, pantalon holgado, botas mal amarradas, la única diferencia era que la camisa bajo la gabardina era celeste con un patrón de rombos morados.
La Baronesa deslizó un vaso hacia Wéstern y otro hacia Jude, sin dejar de hablar:
“Supongo que se preguntan para qué demonios sirvió todo lo anterior.” La máscara emitió un siseo breve antes de continuar. “No fue casualidad, y no fueron trabajos aislados. Todo formaba parte de una cadena… y hoy, Byte, Chip, vamos por el último eslabón.”
Apoyó ambas manos sobre la barra.
“El ex teniente loco de PEACE.” Dijo con un tono casi divertido. “...robó datos sobre los movimientos logísticos de la DCIN. No sabía cómo leerlos ni entenderlos, pero los tenía.”
Hizo un gesto con la mano y el Heraldo chaparro proyectó un holograma verdoso sobre la barra: una maraña de rutas y nodos que parecían el mapa de un sistema nervioso.
“El burócrata que volaron tenía, en su Interfaz Neural, una parte del código que explica qué llevan los convoyes de la DCIN. Sin él, los datos eran basura.”
Wéstern bebió un sorbo, sin apartar la mirada de la proyección. Jude se limitó a jugar con el borde del vaso, como si necesitara algo en las manos para contener la tensión.
“Y la caja sellada con IA…” La Baronesa inclinó ligeramente la cabeza. “...contiene un archivo encriptado. Es la llave final para abrir y comprender los datos que ya tenemos. Ahora sabemos qué llevan, cuándo lo llevan, y por dónde lo llevan. Y vamos a arrebatárselo en medio del desierto.”
La Baronesa se enderezó, dejando que las palabras se asentaran. El silencio se hizo pesado.
“No se equivoquen. Esto es más grande que cualquier trabajo que hayan hecho.”
Una pausa.
“Y si lo hacemos bien, serán ricos. Si no…” Dejó que el silencio terminara la frase.
La Baronesa sirvió un último toque de licor en los vasos y prosiguió:
“Obviamente, no van a ir solos.” Su tono era seco, como si la idea de mandarlos sin refuerzos fuera un chiste malo. “Eso sería suicida… y estúpido.”
Wéstern arqueó una ceja.
“¿Y entonces?”
“Van a ir con un equipo de tipos que están tan locos que aceptaron que les pagara para básicamente hacer ruido. Su única función será destrozar lo que tengan enfrente y distraer a los conductores del convoy. Mientras ellos se divierten, otra camioneta los acercará a ustedes dos para que hagan lo suyo.”
Jude entrecerró los ojos.
“Pero… las armaduras… de la DCIN, ¿no son… tan avanzadas que las balas normales… rebotan como si fueran piedritas?”
La Baronesa giró lentamente la cabeza hacia él.
“Correcto.” Su voz salió más baja, casi un susurro filtrado por el respirador. “Y por eso… no van a ir con el armamento miserable de Horevia.”
Chasqueó los dedos.
Como si hubieran ensayado toda la vida, ambos Heraldos deslizaron de entre sus túnicas dos fusiles idénticos.
Los levantaron despacio, con reverencia, y el brillo metálico azul-acerado de las carcasas hizo que Wéstern abriera los ojos como platos.
“No jodas…” Susurró él.
Eran FZR-5000. El fusil de plasma estándar de la DCIN.
Armas militares, de manufactura impecable, capaces de reducir un muro de concreto a un amasijo fundido en segundos.
Antes de que cualquiera pudiera tocar uno, los Heraldos los guardaron de nuevo bajo sus túnicas, con un movimiento rápido y preciso, como si temieran que el aire mismo pudiera ensuciarlos.
La Baronesa apoyó las manos en la barra, con la voz cargada de orgullo.
“Con esos juguetes, sí podrán abrirse paso. No tienen idea de lo difícil, lo inhumanamente difícil, que fue conseguir un par de estas bellezas sin que me volaran la cabeza. Así que úsenlas bien… y no las pierdan.”
La Baronesa hizo un gesto apenas perceptible con la mano, y los Heraldos inclinaron la cabeza hacia arriba.
Desde las ópticas verde lima brotó un haz de luz que se expandió en el aire, formando un holograma tridimensional del terreno: una recta interminable de desierto gris, marcada por una línea roja de cuarenta kilómetros.
“Aquí tienen el pasillo de muerte.” Dijo ella, con una cadencia casi ceremonial. “Ciento cintuenta kilómetros de superficie abierta. Sin coberturas, sin esquinas. Un tiro al blanco… solo que ustedes también serán los blancos.”
El holograma se amplió, revelando una caravana de vehículos pequeños y gastados. A simple vista, parecía un transporte común de alimentos, un convoy humilde para no levantar sospechas.
“Esto…” Golpeó la barra con un dedo enguantado. “...es una mentira. Un disfraz. Dentro hay diez soldados de la DCIN. Según nuestros datos, son reclutas, el problema es que hay uno, un verdadero soldado de la DCIN, esa es la mayor amenaza.”
Las figuras holográficas mostraban a los soldados: armaduras compactas, visores sin rostro, y las insignias geométricas brillando en blanco sobre el pecho.
“La misión es simple en papel: parar el convoy y matar a todos.” El tono de la Baronesa se endureció. “Pero la carne de cañón irá primero.”
Con un chasquido de dedos, el holograma cambió: aparecieron varias figuras humanas, deformadas por implantes improvisados, armadas con machetes, rifles viejos y sonrisas dementes.
“Ellos son mis… jarnhitos rabiosos… Unos psicópatas hambrientos de dinero y caos. No espero que sobrevivan… de hecho, no planeo pagarles si mueren. Pero mientras vivan, se encargarán de desmantelar las torretas automáticas y reventar cualquier vehículo que puedan.” El holograma volvió a mutar: ahora se veía una camioneta blindada.
“Cuando el ruido sea suficiente, esta camioneta los llevará a ustedes dos.” Señaló a Wéstern y Jude. “Junto con dos de mis soldados. Ellos abrirán el camino para que lleguen al cargamento, ustedes entran, y ellos se encargaran de parar al convoy..”
Una pausa.
La luz verde limeña giró, acercándose a la parte trasera del último vehículo del convoy. El metal parecía brillar incluso en holograma.
“Trescientos veinte kilos en barras de Imperialita.” La palabra salió con un peso reverente. “El metal más fuerte y caro del universo. Lo usan para fabricar blindajes de naves capitales, cerraduras de bóvedas floraimperiales y, en algunos casos, ataúdes para quienes pueden pagar la eternidad.”
El holograma giró lentamente, mostrando las barras en su soporte, cada una marcada con el sello de la DCIN.
“Y nosotros… vamos a robárselos...”
El motor de la Trailmaster se apagó, dejando al silencio seco del descampado ocuparlo todo. Era raro, demasiado raro: Horevia casi nunca tenía huecos sin edificios, pero aquella plaza en medio de la nada parecía arrancada de otra ciudad, de otro tiempo. Solo había tierra, grava y el eco lejano de los vientos del atardecer y el invierno. El sol bajaba con rapidez, teñido en rojo, colándose entre las nubes sucias como una cicatriz ardiente en el horizonte.
El viejo enfundó la B-88, y el joven la Iron Claw.
Jude se bajó primero, apretando el sombrero de Wéstern sobre su cabeza para cubrirse del sol. Le quedaba grande, pero al menos le servía para no cegarse. Caminó junto a Wéstern hasta la camioneta negra que dominaba el lugar.
La Baronesa estaba allí, recargada contra la puerta lateral con la naturalidad de quien sabe que nadie osará interrumpirla. Sus dos soldados permanecían a los lados, inmóviles como estatuas. Iban cubiertos de pies a cabeza en armaduras negras sin un solo resquicio de piel a la vista.
Al verlos acercarse, la Baronesa levantó la mano libre en un saludo casual.
“Mis jarnhitos favoritos llegaron enteros. Milagro.”
Jude le lanzó una mirada rápida a Wéstern. No había música, no había gente, no había nada que recordara a la CUNA. Era un vacío incómodo. Y lo poco que había no ayudaba a tranquilizarse.
Detrás de la plaza, un viejo Phyleen con barba blanca había aparcado su desvencijada camioneta de carga. Sobre la lona trasera, exhibía un arsenal improvisado: rifles, cuchillos con cintas fosforescentes en el mango, pistolas de distintos calibres, todo colocado como si fuera fruta en un mercado. El anciano se limitaba a mirar el suelo, sin prestar atención a nada.
Más allá, un motel destartalado mostraba un gran letrero en neón naranja que parpadeaba intermitente: “CUARTOS 40/7”. Las letras chisporroteaban con cada ráfaga de viento. No había autos en el estacionamiento, ni voces, ni señales de vida.
Wéstern frunció el ceño.
“¿Quién carajos andaría tan lejos de la ciudad como para acabar en este agujero?”
Jude se encogió de hombros.
“Gente que no quiere ser encontrada. O que no tiene dónde más caer.”
La Baronesa interrumpió su breve diálogo, golpeando la puerta de la camioneta con los nudillos.
“Los locos que contraté todavía no llegan.” Se ajustó la máscara, dejando escapar un siseo de gas.
Señaló a los soldados de negro que estaban a su lado.
“Conózcanlos. No hablan mucho, y no necesitan hacerlo. Son míos, y con ellos se irán en esa camioneta.”
El vehículo negro parecía recién salido de fábrica, las llantas aún brillantes, la carrocería limpia pese al polvo del lugar. No era un auto cualquiera: tenía refuerzos de blindaje y antenas que delataban que estaba modificado para algo más que pasear.
“Ellos manejan. Ustedes van atrás.” La voz de la Baronesa no admitía negociación.
Jude y Wéstern se miraron entre sí por un segundo.
La tierra vibró con el rugido de motores maltratados. En fila desordenada, seis autos destartalados irrumpieron en la plaza, con carrocerías pintadas a brochazos de colores chillones y vidrios parchados con placas oxidadas. Algunos todavía escupían humo negro por los escapes torcidos. A cada giro de las llantas sonaban chirridos que parecían preludio de un colapso, pero aun así llegaron, rugiendo, como si la locura misma los empujara.
De los autos bajaron más de una docena de individuos: musculosos y musculosas con torsos tatuados, algunos con prótesis metálicas expuestas que chisporroteaban cada que pisaban la grava. Había gordos con piel cosida a retazos de acero, mujeres cubiertas con mallas desgarradas y placas de implantes que parecían hechas en talleres de mala muerte. Olor a aceite quemado, sudor y drogas se mezclaba con el viento del atardecer.
“¡Wooooh!” Gritó uno con el rostro cubierto de piercings y una mandíbula de acero mal soldada, mientras golpeaba el capó de su auto con entusiasmo.
“¡Baronesa, reinaaaa!” Chilló una de las mujeres, con la mitad del rostro tatuado con líneas tribales fluorescentes. Se acercó contoneándose, guiñando un ojo. “Déjame ser tu pareja de esta noche…”
La Baronesa ni siquiera levantó la vista. Su máscara exhaló un resoplido de cloro que dejó helada a la mujer. El asco en su postura fue suficiente para hacer retroceder a la otra entre risas nerviosas de sus compañeros.
De entre todos, uno parecía algo más cuerdo: alto, con el cráneo rapado, ojos reforzados con implantes ópticos baratos y un chaleco con placas recicladas. Se adelantó hacia la Baronesa.
“Ya sabes cómo es esto, Baronesa.” Dijo con voz ronca, tratando de sonar confiado. “Mis bushanos están listos, pero necesitamos ver los lumos antes de arrancar el neg.”
Ella se acomodó frente a la camioneta negra, con un gesto lento, sádico. Sacó un datachip dorado, lo giró entre los dedos, y luego lo hizo desaparecer de nuevo en su guante. Dos Heraldos salieron de detrás de la camioneta.
“Pago completo cuando el convoy esté reducido a cenizas y las torretas de la DCIN apagadas. No antes.”
El jefe ladeó la cabeza, fingiendo una sonrisa.
“Vamos, data, sabes que no trabajamos con promesas. ¿Qué tal un adelanto, aunque sea… un chip simbólico?”
Los Heraldos alzaron la mirada a la vez, y sus ópticas verde-lima proyectaron un brillo siniestro sobre el rostro del jefe. La Baronesa dio un paso al frente.
“¿Un adelanto?” Dijo con un tono que destilaba burla. “¿Quieres un adelanto? Te doy uno: si uno solo de tus locos tarugos falla, yo misma te vuelo los sesos y revendo tus implantes por kilo.”
El silencio cayó como un bloque de concreto. Solo se oía el viento soplando y el motor de los autos que seguían vibrando. El jefe, intentando mantener su compostura, levantó las manos en gesto de paz.
“Clao, clao… nada de dramas, Baro. El neg se cumple.”
A unos metros, Jude le murmuró a Wéstern sin apartar la vista de los recién llegados: “¿De verdad vamos a ir con esta panda de… imbéciles?”
Wéstern soltó una risa seca, ajustándose el sombrero que el viento intentaba arrebatarle.
“Los conozco. Se hacen llamar Carroñeros. Son tan retrasados que a veces pelean entre ellos solo por placer. Sangre, drogas, y hasta necrofilia si se les pone enfrente. Y lo peor…” Giró el rostro con una mueca amarga. “...es que disfrutan cada segundo.”
Jude tragó saliva y bajó un poco la voz: “Genial…”
Uno de los criminales, con un brazo entero convertido en una garra hidráulica, se giró hacia ellos y les gritó: “¡Eh, bytes! ¿Listos para volar unos finados?”
Jude sonrió de manera tensa y contestó: “Claro que sí… campeón…”
La Baronesa alzó la mano, cortando el murmullo de todos. Wéstern rió, aunque su tono sonó más cansado que divertido.
“Tranquilo, Data. Con un poco de suerte, esos locos harán su trabajo: gritar, disparar y morir primero.”
Los Heraldos, con sus túnicas azul oscuro agitadas por el viento helado del anochecer. Avanzaban en silencio, con sus ópticas verdes brillando como faros. Cada uno portaba un objeto cubierto por la tela: cuando estuvieron frente a Jude y Wéstern, descubrieron lo que llevaban.
Los dos fusiles de plasma FZR-5000. Negros, pesados, con la perfección geométrica de la muerte.
Uno de los Heraldos extendió el primero hacia Wéstern con un gesto mecánico. El otro entregó el segundo a Jude, junto con una bolsa cargada de cápsulas de plasma.
El Heraldo que le entregó el arma a Wéstern habló con esa voz seca, robótica: “FZR-5000. Fusil de plasma estándar. Longitud total: un metro. Masa total: seis punto cinco kilogramos. Longitud de cañón: cincuenta centímetros. Sistema de puntería láser integrado.”
El segundo Heraldo abrió la bolsa de cápsulas frente a Jude, exhibiéndolas como si fueran piezas quirúrgicas.
“Cada cápsula de plasma Alpha contiene veinticinco descargas. Este cargador incluye catorce cápsulas. Rango efectivo: trescientos cincuenta metros. Rango máximo: quinientos metros. Precisión: óptima, derivada del confinamiento estable de la partícula ionizada y del puntero láser integrado.”
Jude tomó el fusil con cuidado, como si pesara más de lo que parecía. El Heraldo lo corrigió de inmediato.
“Distribución de peso diseñada para combates urbanos. Ergonomía óptima: apoye la culata contra el hombro, no contra el brazo. Deformaciones en el ángulo de sujeción reducirán la precisión.”
Wéstern, con el arma ya en mano, arqueó una ceja.
“¿Y el retroceso?”
El Heraldo inclinó la cabeza apenas un grado, como si lo evaluara.
“Nulo. No obstante, disparar antes de los dos segundos de recarga entre descargas de plasma generará inestabilidad en el proyectil. Riesgo de sobrecalentamiento localizado en la recámara.”
Jude levantó la mano como si estuviera en una clase de escuela.
“¿Y si se sobrecalienta?”
“Sistema de disipación avanzado. Riesgo de falla: cero punto cero tres por ciento en disparos consecutivos superiores a cien. En caso de sobrecalentamiento, activar el seguro lateral, indicador LED cambiará a color ámbar. No intente disparar hasta que retorne a verde.”
El otro Heraldo se inclinó hacia Wéstern, proyectando un diagrama holográfico en verde lima desde sus ópticas. El fusil apareció flotando, desplegándose en piezas tridimensionales.
“Este es el núcleo de plasma. No extraíble en condiciones de campo. Vida útil: treinta mil disparos. Este es el puerto de recarga. Inserte la cápsula con el extremo codificado hacia arriba. Inserción incorrecta genera detonación de seguridad. Radio de letalidad: cinco metros.”
Wéstern gruñó bajo, observando el holograma.
“Hermoso aparato.” Se acomodó el fusil contra el hombro, probando el peso.
Jude, todavía tanteando el suyo, preguntó: “¿Y el escudo? Dijeron que puede conectarse a uno.”
El Heraldo respondió sin emoción.
“Compatibilidad con escudos portátiles de energía. Instalación mediante puerto inferior. Consumo energético: elevado. No disponible para esta misión.”
Jude tragó saliva, acariciando el cañón del arma con una mezcla de respeto y nerviosismo.
El Heraldo proyectó otro diagrama: una figura humanoide, marcada con círculos rojos en pecho, cabeza y articulaciones.
“Puntos de impacto recomendados sobre armaduras de la DCIN: un disparo directo en el tórax a menos de doscientos metros neutraliza el sistema respiratorio. Impacto en articulaciones inferiores desestabiliza movilidad. Un disparo en la cabeza produce desintegración parcial del tejido craneal.”
El silencio se hizo pesado. Wéstern asintió, comprendiendo cada palabra con la seriedad de alguien que ya había vivido esa clase de guerras.
Jude levantó el fusil, apuntando en dirección al horizonte, probando el láser rojo que emergía como un hilo brillante en la nieve.
“Esto se siente… maravilloso.” Murmuró.
El Heraldo no reaccionó. Solo guardó los hologramas y retrocedió, doblando las manos sobre la túnica.
El otro hizo lo mismo.
Y en silencio, desaparecieron de nuevo entre las sombras de la camioneta.
Pasó media hora.
El viento arrastraba polvo y copos dispersos de nieve, cada vez más densos, cuando la voz de la Baronesa cortó la espera.
“¡El convoy ya está en ruta de intercepción!”
El eco metálico de su máscara de cloro retumbó en la plaza. De inmediato, los Carroñeros estallaron en gritos y aullidos. Algunos golpeaban los cofres abollados de sus autos, otros disparaban ráfagas al aire como celebración. El rugido de motores enloquecidos ahogó cualquier otra cosa: el entorno se llenó de música distorsionada, trompetas sintéticas y bajos tan intensos que hacían temblar el suelo.
Los soldados de la Baronesa se subieron a la camioneta negra blindada, cerrando las puertas. Jude y Wéstern treparon a la cajuela descubierta, acomodándose entre las placas metálicas y el espacio reducido. El viento helado les golpeaba la cara.
Entonces, alguien más saltó con ligereza hacia ellos: una de las Carroñeras. Pelo rapado a medias, mechones teñidos de un verde muerto, y un suéter raído lleno de manchas oxidadas. Su sonrisa fue lo primero que notaron: dientes torcidos, chuecos de manera grotesca.
“¿Qué mierda haces aquí?” Gruñó Wéstern, tensando la mandíbula.
La mujer levantó ambas manos en señal de paz, aún sonriendo con esa boca deformada.
“Tranquilo, data. Solo quiero acompañarlos. No les haré daño.”
Jude frunció el ceño y trató de sonar firme: “Mira… mejor quédate con tu manada, ¿sí? No necesitamos sorpresas en medio del neg.”
La Carroñera inclinó la cabeza, observando a Jude.
“¿Sorpresas?” Rió con voz cascada. “Ustedes son la sorpresa, bytes. Dos tipos ‘normales’ en medio de esta carnicería. Eso sí que me da curiosidad.”
Su sonrisa se ensanchó, mostrando aún más esos dientes imposibles. Wéstern soltó un suspiro resignado y se dejó caer contra el borde metálico de la cajuela.
“Clao, quédate… Pero intenta algo… y te vuelo la cabeza.”
“Zap.” Contestó como si le hubieran dado la bienvenida.
Los vehículos se pusieron en marcha. El atardecer había muerto rápido, y la noche se había apoderado del paisaje: vastos kilómetros de tierra y piedra sin edificios a la vista. El cielo se cubría de nubes negras, y la nieve caía en ráfagas que el viento arrastraba contra los parabrisas y la piel.
La Carroñera, indiferente al frío, se acomodó entre Jude y Wéstern, tamborileando los dedos en el metal de la cajuela. Empezó a hablar como si fueran viejos amigos en una taberna.
“¿Saben? La primera vez que abrí un cráneo fue de mi propio hermano. Quería mis lumos. No se quejó mucho, creo que estaba demasiado drogado.” Rió sola, y su risa chirriante se perdió en el rugido de los motores. “Desde entonces descubrí que me gusta… el sonido que hace el hueso cuando se parte.”
Jude giró la cabeza hacia Wéstern, sus ojos decían lo que su boca no se atrevió: ¿en qué mierda nos metimos?
La Carroñera continuó, como si estuviera compartiendo una receta de cocina: “También me gusta oler el aire después de un tiroteo. Ese olorcito a pólvora, metal caliente, sangre tibia… mmm. Te pone pulse, ¿no creen?”
Wéstern masculló entre dientes, con voz grave: “Tú estás más que enferma, bushana.”
Ella carcajeó fuerte, golpeando el hombro de Wéstern con confianza mal colocada.
“¡Me caes neon, grandote! Eres rudo. Tú y yo podríamos divertirnos después de que acabe esto.” Le guiñó un ojo a Jude. “Y tú también, flaquito. Tienes cara de data confiable… seguro gritas bonito.”
Jude parpadeó, confundido, mientras Wéstern giraba los ojos al horizonte y se cruzaba de brazos, como si nada de eso existiera.
“…Yo no grito.” Respondió Jude seco.
“Oh, sí gritas.” Replicó ella de inmediato, inclinándose hacia él con esa sonrisa torcida. “Todos gritan, flaquito. Solo que algunos lo hacen de miedo… y otros, de gusto.”
Jude resopló nervioso.
“No sé qué esperas que te responda.”
“Nada.” La Carroñera se acomodó, tamborileando. “Pero te digo algo: cuando acabe esto, podemos hacer un tour. Un tour pulse. Tú, el grandote gris y yo. Imagínatelo: Robamos un agri de carga lleno de lumos. Lo estrellamos contra una sede de PEACE solo por diversión. Luego nos vamos de putas y putos, pedimos trago hasta que nos sangren los ojos. Y al amanecer… prendemos fuego a medio barrio.”
“Eso suena…” Dijo Jude, ladeando la cabeza.
“¡Exacto!” Ella levantó las manos, emocionada. “Eso es lo que lo hace neon. Lo raso, lo impredecible. ¡La vida es un glitch gigante!”
Wéstern resopló por la nariz, como un bufido cansado.
La Carroñera no se detuvo. Ahora había encontrado en Jude a su público.
“O podríamos hacer cosas más tranquilas, flaquito.” Lo miró con malicia. “Cocinar. Yo cocino, ¿sabes? Especialidad: sopa de Rylas. Le pones un poco de especias sintéticas y queda como Waysra.”
Jude soltó una risa incrédula, la primera en minutos.
“¡Te lo juro!” Golpeó con la palma el borde metálico de la camioneta, como si sellara un pacto. “Y si no te gusta, siempre podemos comernos a alguien.”
“…¿Qué?” Jude abrió un poco los ojos.
“¿Qué, qué?” Ella lo miró con absoluta naturalidad. “¿Nunca probaste carne?”
Jude no contestó. Su cola se enroscó nerviosa alrededor de su cintura. Wéstern, al fondo, ni se inmutó, mirando la nada, con los lentes tornasolados reflejando los faros de los autos de los Carroñeros.
La Carroñera se inclinó aún más hacia Jude, bajando la voz como si compartiera un secreto íntimo: “Aunque a ti te guardaría.” Le pellizcó el brazo con dos dedos huesudos. “No me gusta desperdiciar.”
Jude soltó un suspiro resignado, y contra toda lógica… le siguió el juego.
“Entonces, ¿qué? ¿Yo soy como tu mascota ahora?”
“¡Exacto!” Rió ella. “Mi mascota. Pero no una mascota taruga como un jarnhito, no. Tú serías como un glitcher exótico, de esos que enseñan trucos con implantes. Te pongo un collar con púas y te presumo.”
“Ah, qué chingón.” Ironizó Jude. “¿Y Wéstern qué sería?”
Ella lo miró de reojo, midiendo al turvau que seguía ignorándolos.
“El grandote sería mi montura.” Soltó una carcajada rasposa. “Lo pongo a cuatro patas y lo cabalgo por la ciudad.”
Wéstern apenas ladeó un poco la cabeza.
“Ni en tus glitches más enfermos.” Dijo, seco, sin mirar.
Eso provocó que Jude se riera bajito, y la Carroñera golpeara su rodilla, riéndose con él.
“Me gusta tu amigo, flaquito. Tiene esa vibra de cansado de la vida, pero yo sé que en el fondo también quiere fiesta.”
Jude se encogió de hombros.
“Él nunca quiere fiesta.”
“Entonces hacemos tú y yo el tour.” Ella chasqueó los dedos frente a su cara. “Imagínalo: nos metemos en un anticualla abandonado, sacamos todas las lyka que haya y las quemamos solo por ver el fuego bailar. Mientras tanto, tú tocas música, porque seguro sabes tocar algo.”
“…No.” Jude negó con la cabeza.
“¿No?”
“Solo quería cantar.” Su voz se quebró un poco al decirlo.
La Carroñera se quedó en silencio por primera vez. Lo miró un momento, con esos ojos desquiciados, y luego sonrió de nuevo.
“Entonces me cantas. En medio del fuego. Eso sí sería pulse…”
El ruido de los motores se volvió un rugido uniforme mientras la caravana avanzaba por el desierto nevado.
Wéstern, con el viento helado pegándole en el rostro, pensó que era lo más surrealista del universo: Jude charlando como si nada con una demente.
La camioneta negra traqueteaba sobre la tierra helada cuando un rugido seco atravesó el viento: rafagas de disparos. Balas de metal silbaron sobre la cajuela como enjambres, perforando el aire. Jude pegó un brinco instintivo, cubriéndose la cabeza.
Wéstern, que se estaba cabeceando y con los ojos entrecerrados, se incorporó de golpe, sus implantes tensándose bajo la piel gris.
La Carroñera, en cambio, no reaccionó con miedo: estalló en carcajadas.
“¡SIIII!” Gritó con un gozo enfermizo. “¡Ya empezó el circo!”
Sus brazos se retorcieron, las placas metálicas en su piel crujieron como bisagras, hasta que ambos se transformaron en fusiles. Se incorporó en la cajuela como si fuera una reina, disparando ráfagas sostenidas contra el horizonte.
Jude y Wéstern se miraron, inclinándose instintivamente uno hacia el otro.
”Qué carajo hacemos?” Jude tenía el ceño fruncido, sus orejas bajaron por los nervios.
“Ajusta el FZR. Recuerda lo que dijeron los Heraldos” Replicó Wéstern, encendiendo el puntero láser de su fusil. Su voz era calmada, pero su mandíbula tensa lo delataba. “Esperamos el momento correcto.”
Jude hizo una mueca, balanceando el fusil con torpeza, pero tragó saliva y dio un paso adelante, subiendo también sobre la cajuela. La Carroñera lo miró de reojo, riendo entre ráfagas.
“Jude, ¿Qué coño haces?” Soltó Wéstern.
“¡Eso, flaquito! ¡Súbete conmigo!” Le guiñó un ojo. “Yo te cubro, ¿va? Tú dispara nomás.”
Jude apretó el gatillo, el fusil tembló suave entre sus manos y un disparo plasma azul-blanco salió disparado. Impactó en la parte trasera de una de las camionetas enemigas. El efecto fue inmediato: el metal se retorció y la torreta trasera se apagó con un chispazo eléctrico, obligando al vehículo a zigzaguear.
“¡Neon! ¡Que buena arma!! Rió la Carroñera. “¡Tienes buen pulso, flaquito!”
Jude contó mentalmente los 2 segundos antes de volver a disparar.
Los seis autos Carroñeros iban desplegados en formación anárquica alrededor de la caravana de la DCIN.
Un bólido pintado de rosa chillón, con calaveras dibujadas a brochazos, saltaba por las piedras con un lanzallamas artesanal en el techo. Dos Carroñeros gritaban canciones mientras rociaban fuego hacia las ruedas de una camioneta de escolta.
Una camioneta oxidada, reforzada con placas de acero soldadas a martillazos, embestía de lado al convoy, intentando empujar una de las escoltas fuera del camino. Dentro, un gordo lleno de implantes golpeaba el volante mientras aullaba.
Un convertible descapotado, con cuatro Carroñeros de pie, todos con ametralladoras de metal reciclado, disparaba sin parar hacia los soldados reclutas en la torreta. Uno de ellos incluso tenía la lengua afuera, colgando como jarnhito rabioso.
Un sedán amarillo lleno de púas reventaba los cristales disparando con escopetas improvisadas. Cada detonación era acompañada de risotadas, como si estuvieran en un carnaval.
Una moto doble, con dos musculosas tatuadas, se deslizaba entre los vehículos como serpiente, lanzando cócteles incendiarios al parabrisas de las escoltas.
El auto del jefe, un muscle car negro con faros rojos, iba directo al frente, adelantando al resto. El jefe Carroñero asomaba medio cuerpo fuera del techo, disparando un cañón casero hecho con partes de minería.
En contraste, el convoy de la DCIN mantenía disciplina férrea. Eran nueve vehículos.
Un camión y dos vagones colosales, conectados, cargados con las misteriosas barras de Imperialita. Sus largos remolques plateados brillaban bajo la luna y la nieve, con grandes balcones exteriores donde se alojaban algunos reclutas de la DCIN.
Seis camionetas de escolta, cada una con torretas automáticas en el techo que giraban en sincronía, escupiendo ráfagas de munición convencional contra cualquiera que se acercara.
Jude respiró hondo, recordando las palabras de los Heraldos. Dos segundos de pausa. Disparó otra vez. El haz impactó contra una torreta y la destrozó en mil chispas ardientes.
La Carroñera rugió, levantando ambos brazos-fusiles y acribillando otra camioneta en el costado.
Wéstern, todavía agazapado, observaba el campo de batalla con los ojos fríos. Ajustó la mira láser, se apoyó contra la cajuela, y disparó. El plasma atravesó el parabrisas blindado de un camión. El conductor quedó reducido a un amasijo de carne humeante, y el vehículo zigzagueó antes de estabilizarse con los sistemas automáticos.
El infierno se abró.
Las torretas de las camionetas de la DCIN dejaron de girar como simples ametralladoras. Las compuertas laterales de las mismas se deslizaron y emergieron lanzadores ocultos. Un pitido corto y seco atravesó el aire, seguido por un silbido gutural.
“¡Granadas!” Rugió Wéstern.
Un par de esferas incandescentes cruzaron la carretera y explotaron justo contra la moto doble. La llamarada devoró a las dos Carroñeras, reduciéndolas a masas de carne carbonizada que se derritieron contra el asfalto. La moto giró por el aire como un trompo en llamas, cayendo bajo las ruedas de un camión del convoy que la trituró sin freno. El olor a carne chamuscada inundó el viento helado.
Jude se quedó helado por un instante, hasta que un grito agudo a su lado lo sacudió:
“¡Mierda, me volaron el brazo!” La Carroñera que estaba con él miraba incrédula el muñón carbonizado que había quedado tras recibir una ráfaga directa en su brazo derecho. Su sonrisa no desapareció; al contrario, estalló en carcajadas histéricas.” ¡JAJAJA, me encanta! ¡Menos peso pa’ cargar!”
El auto oxidado, mientras tanto, se lanzó suicida entre dos camionetas de la DCIN. Se encajó como una cuña, chirriando metal contra metal. Las puertas traseras se abrieron de golpe y de ellas brotaron dos Carroñeros enloquecidos. Uno saltó sobre el parabrisas de la primera escolta y metió un machete oxidado contra el conductor, hundiéndoselo en el cuello con una lluvia de sangre. El otro se trepó al techo de la camioneta vecina y con una ametralladora casera barrió todo por dentro..
Pero los vagones centrales ni se inmutaban. Los disparos contra sus llantas rebotaban como si fueran canicas contra un muro. El blindaje oscuro escupía chispas cada vez que era golpeado, burlándose de los atacantes.
Entonces, un nuevo horror emergió: paneles se abrieron en los techos de los vagones y de ellos salieron enjambres de drones armados con fusiles ligeros. Zumbaban como enjambres, con luces rojas brillando en sus ópticas. Al instante comenzaron a disparar contra todo lo que se moviera.
Uno de los Carroñeros en el convertible descapotado gritó mientras medio rostro le explotaba por el impacto de un dron. El sedán amarillo fue cubierto por un enjambre de disparos, reduciendo a los tres pasajeros traseros a charcos sangrientos antes de que el vehículo explotara por los tanques improvisados de combustible.
Wéstern ya estaba de pie, apuntando. Cada disparo suyo derribaba un dron, que explotaba en llamaradas verdes al tocar el suelo.
“¡Mantén la calma!”
Jude tragó saliva, apuntó y derribó un dron de un disparo certero. La carcasa explotó en pedazos ardientes.
La Carroñera, aún sangrando del brazo perdido, rugía de risa. Con su otro brazo-fusil intacto, barría drones como si fueran juguetes, incluso mientras las chispas del metal quemado le caían encima.
Y por un instante, Jude le siguió el juego. Ambos disparaban casi sincronizados, destrozando drones.
Las defensas del último de los dos vagones habían quedado reducidas a chatarra incandescente. Las torretas colgaban como cadáveres, aún echando humo. Los Carroñeros sobrevivientes se aferraban como moscas a las camionetas escolta, drenando toda su furia contra los blindajes.
La camioneta negra que llevaba a Jude y a Wéstern se abrió paso por el flanco. El motor rugía mientras las llantas mordían el pavimento helado. El coloso del convoy temblaba a pocos metros, sus balcones metálicos recorrían los costados.
La nieve caía con más fuerza. El viento aullaba como un animal enorme, desgarrando las voces y llenando el aire de escarcha.
“¡Acérquense más!” Gruñó Wéstern.
“¡No podemos!” Respondió uno de los soldados al volante, mientras la camioneta vibraba. “¡Si nos pegamos más, nos lleva la mierda contra las ruedas!”
Wéstern los miró con rabia y escupió al suelo.
“Cobardes…”
Se amarró el FZR-5000 al pecho con un movimiento rápido. Ajustó la correa como si fuese parte de él. Luego se llevó la mano al sombrero y lo apretó con firmeza, asegurándose de que no saliera volando en medio de la tormenta blanca.
No dudó.
Saltó.
El cuerpo del Turvau cruzó el aire. El viento lo empujó hacia abajo, casi arrancándolo del cielo. Chocó contra el balcón del camión, los dedos se le clavaron en el barandal metálico. Un segundo de vacío lo arrastró hacia la caída. Pero se aferró, gruñendo entre dientes, con los músculos tensos como acero.
El metal crujió. Y aguantó.
Wéstern estaba arriba.
Se giró, con la nieve cubriéndole el ala del sombrero. Miró a Jude, que aún dudaba en la cajuela de la camioneta.
“¡Dale, Byte! ¡Salta!”
Jude tragó saliva. El corazón le golpeaba las costillas.
Se arrojó.
El vacío lo envolvió, el viento lo tiró hacia abajo. Su tenis resbaló contra el filo helado del balcón. Un segundo y habría desaparecido entre la nieve.
“¡Te tengo!” Dijo Wéstern, agarrando su antebrazo con brutalidad. Jude se tambaleó, colgando por un instante sobre la muerte. Wéstern tiró de él con fuerza y lo arrastró hacia arriba, dejándolo caer contra las planchas metálicas del balcón.
Ambos respiraban agitados, con el pecho encendido. Jude miró atrás, hacia la camioneta negra, donde la Carroñera seguía en pie.
Ambos se levantaron. Frente a ellos, una compuerta blindada esperaba. Wéstern colocó la mano sobre el control lateral, forzó el mecanismo con un gruñido y el portón se abrió de golpe.
El primer vagón era un espacio de carga. Techos altos, estanterías de acero, contenedores alineados. Un frío estéril impregnaba el aire, mezclado con el zumbido de los sistemas de suspensión.
Dos figuras se movieron de inmediato entre las sombras: reclutas de la DCIN. Trajes blindados de negro mate, visores negros, movimientos precisos. Sus manos no fueron a sus fusiles, sino a las macanas de energía. La orden era clara: proteger la carga, no dañarla.
“¡Contacto!” Gritó Wéstern, y el FZR-5000 brilló en sus manos.
El plasma iluminó el vagón en un destello azul y blanco. El disparo arrancó chispas del suelo al pasar rozando al primero de los reclutas, que rodó hacia un costado y se cubrió tras una pila de cajas metálicas.
El segundo cargó directo hacia ellos, macana encendida. Jude no dudó. Se deslizó hacia un costado, apoyando el fusil contra la cadera, y disparó. El proyectil de plasma impactó contra el piso frente al recluta, levantando un fogonazo que lo hizo tambalear.
Wéstern se lanzó contra el enemigo más cercano y lo embistió con todo el peso del cuerpo. Lo estampó contra un contenedor, hundiéndolo con el golpe. El recluta trató de asestarle un golpe en las costillas, pero Wéstern le agarró la muñeca y, con un giro, la quebró. El grito quedó ahogado por el siguiente disparo de plasma que lo atravesó de hombro a hombro.
Jude ya se había hecho cargo del segundo. El recluta lo perseguía entre las filas de cajas, intentando acorralarlo. Jude giraba ágil, usando la cola para impulsarse, trepando de un salto a una estantería y cayendo detrás de su perseguidor. El enemigo apenas tuvo tiempo de girar cuando el cañón del Iron Claw se le encajó bajo el visor.
Un disparo.
El casco estalló en un destello sangriento.
Jude cayó de rodillas tras el retroceso, jadeando, pero no se detuvo. Levantó el fusil y descargó un disparo extra contra el cadáver, asegurándose de que no se levantara.
El silencio volvió al vagón.
Wéstern lo miró de reojo. Jude estaba de pie, respirando agitado, con el humo aún saliendo de la boca del Iron Claw. No había temblor en su mano.
El Turvau sonrió con la boca ensangrentada por una cortada en el labio.
“Mírate, bushano… al fin entiendes.”
Jude giró hacia él. Sus ojos brillaban con la misma intensidad que el plasma que aún chisporroteaba en el aire.
“Estamos juntos en esto, ¿no?”
Wéstern asintió, cargando de nuevo el fusil.
“Uno solo.”
Ambos se movieron al unísono, cruzando el vagón.
Wéstern avanzaba primero, con la macana de energía recién tomada aún chisporroteaba en su mano. Detrás, Jude lo seguía con el fusil preparado. A cada costado, las cajas de acero y los contenedores parecían acecharlos.
“Atrás de mí, Byte.” Gruñó Wéstern, girando la muñeca y probando el zumbido eléctrico de la macana.
Llegaron a la compuerta frontal. Wéstern la abrió de un golpe, y el rugido del viento helado los golpeó con violencia otra vez. Afuera, el convoy seguía devorando kilómetros sobre la carretera blanca. Entre ambos vagones había un metro de separación, un vacío negro y rugiente que mostraba el asfalto pasando a una velocidad brutal. Los barandales laterales ofrecían el único paso.
De pronto, a la derecha, algo emergió del costado. Un recluta de la DCIN apareció entre el metal y arremetió con la macana encendida directo a la cabeza de Wéstern.
El golpe rozó el ala del sombrero, haciendo saltar chispas. Wéstern gruñó, inclinándose hacia atrás, y de inmediato el recluta se le abalanzó con furia, intentando empujarlo al vacío.
“¡Hijo d—!” Wéstern chocó de frente, el metal vibró bajo su peso.
Detrás, Jude se giró por puro instinto, y vio el destello celeste del cañón de plasma. Otro recluta había aparecido en la entrada del vagón a lo lejos, apuntándole directo al pecho.
El disparo salió y Jude apenas logró tirarse de costado. El proyectil impactó contra un contenedor, fundiendo el acero en un agujero incandescente.
“¡Mierda!” Rodó tras las cajas, con el corazón desbocado.
El recluta avanzaba firme, disparando otra descarga. El plasma arrancó un chorro de chispas de la pared. Jude buscó frenético algo, lo que fuera. Y lo encontró: una de las cadenas industriales que sujetaban un cargamento de cilindros.
Sin pensarlo, disparó al gancho de sujeción. El plasma cortó el metal y los cilindros se soltaron con un estruendo. Rodaron hacia adelante, estrellándose contra las piernas del recluta, que cayó de bruces.
Jude saltó desde su cobertura, descargando un disparo a quemarropa. El proyectil atravesó el casco y lo dejó inmóvil en un charco oscuro.
Mientras tanto, Wéstern seguía forcejeando. El recluta lo empujaba con todo su peso, intentando arrollarlo hacia el hueco entre los vagones. La macana zumbaba, rozando la mejilla de Wéstern, dejando una marca chamuscada.
Wéstern gruñó, con los músculos del cuello tensos, y metió un cabezazo brutal contra el casco del enemigo. El recluta tambaleó un segundo. Ese fue suficiente.
Wéstern lo agarró del pecho y lo levantó como si fuese un muñeco. El aire helado cortaba como cuchillas mientras lo lanzó con toda la fuerza hacia adelante. El recluta voló, golpeó contra el barandal del siguiente vagón y rebotó, cayendo hacia abajo.
El grito se perdió en el ruido del convoy. Un segundo después, el cuerpo desapareció bajo las llantas monstruosas, triturado como un insecto.
Wéstern se quedó respirando con el pecho agitado, la macana aún encendida en su mano.
“Uno menos.” Escupió sangre al suelo helado.
Dentro del vagón, Jude asomó la cabeza entre las cajas, con el fusil aún humeante. Sus ojos se cruzaron con los de Wéstern antes de levantarse y reunirse con él.
Miraron en ambas direcciones: nada más que vacío y la carretera infinita tragándose el horizonte.
“¿Todo limpio?” Preguntó Jude.
“Por ahora.” Respondió Wéstern, con un gruñido ronco.
Saltaron al siguiente vagón. En ese instante, por el rabillo del ojo, vieron la camioneta negra adelantarse por el flanco. Se pegaba al frente del convoy, directo hacia la cabina del camión líder.
“Van por el chofer.” Masculló Wéstern.
“Entonces nosotros vamos por lo que guarda este.” Replicó Jude.
Empujaron la compuerta y entraron.
El aire cambió. El segundo vagón no era de carga común. El interior era más limpio, cera asi ceremonial. Al fondo, bajo la tenue luz de los paneles fluorescentes, había un bulto envuelto en una tela negra, reposando sobre una plataforma metálica. No parecía cargamento ordinario. Parecía un altar.
Y entre ellos y ese objeto… un solo hombre.
El soldado de la DCIN.
No vestía como recluta. No había torpeza ni nervio en su postura. El blindaje negro estaba impecable, pulido, sin una sola mella. En el cinto, un cuchillo largo, afilado como una lengua Raytra, y a cada costado una pistola enfundada. Su visor negro irradiaba una calma aterradora.
Wéstern tragó saliva, y su voz sonó áspera, grave: “Atento… estos no son como los de afuera. Son la élite. No les des ni un respiro. Ni uno solo.”
Jude bufó, ajustando el fusil de plasma.
“No exageres tanto, viejo.”
Sin pensarlo más, apuntó y disparó. El proyectil celeste atravesó el aire.
El soldado apenas giró el torso. El plasma rozó su hombro y reventó la pared detrás en un fogonazo. El eco retumbó por todo el vagón.
Cuando la luz se disipó, el soldado ya estaba en otro lugar.
Rápido. Preciso. Silencioso.
Jude retrocedió, apretando el gatillo otra vez, pero el enemigo se deslizaba, esquivando cada disparo con movimientos secos, mínimos, casi imposibles.
Wéstern gruñó y cargó contra él con la macana encendida, descargando un golpe que habría quebrado el cráneo de cualquiera. El soldado bloqueó con el antebrazo blindado y respondió con un giro del cuchillo que pasó a milímetros del cuello del Turvau.
El vagón entero vibró con el choque.
Wéstern empujó con toda su fuerza para mantener al enemigo a raya.
Jude se lanzó a un costado, buscando ángulo entre las filas de contenedores. El visor negro del soldado brilló un instante en su dirección, y Jude sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal.
Wéstern descargó la macana contra el costado del soldado, un golpe brutal que habría partido a un hombre en dos. El golpe rebotó con un chasquido eléctrico: un halo translúcido centelleó un segundo alrededor del blindaje negro. El escudo cinético absorbía la fuerza, tragándose la violencia como si no existiera.
Jude levantó el fusil FZR-5000 y apuntó al pecho.
“¡Muévete!”
El plasma voló en línea recta. El soldado giró la cadera y el disparo pasó a milímetros, reventando una pila de cajas detrás en una llamarada ardiente. El escudo vibró apenas con el roce.
El visor lo encaró de frente. Calmado.
Burlón.
Wéstern se lanzó otra vez. Descargó un rodillazo al abdomen, seguido de un golpe descendente con la macana. El escudo chisporroteó, resistiendo. El soldado respondió con un codazo que le partió el labio y lo mandó contra una de las paredes del vagón.
Jude apretó los dientes y se movió. La cola le dio impulso, saltando entre contenedores, disparando de nuevo. El plasma pasó tan cerca del casco del soldado que lo iluminó en verde. Aún así, falló. El escudo seguía activo.
El soldado se giró como una máquina bien aceitada, con la pistola ya en la mano. Disparó una ráfaga corta. Los disparos de plasma rozaron el suelo a centímetros de Jude, reventando trozos de metal. El Rayvtie rodó hacia un costado, jadeando, sintiendo cómo el calor del plasma anterior aún le ardía en el rostro.
Wéstern volvió. Lo embistió de frente, empujando al soldado varios metros hasta estrellarlo contra una pared, tirándole la pistola de la mano. El metal se hundió con el impacto. Jude se lanzó también, ambos contra él.
El soldado bloqueaba. La macana golpeaba, Jude atacaba con la culata del fusil, y aun así, el escudo chisporroteaba, tragando el daño. De pronto, un movimiento preciso: el cuchillo del soldado giró en un arco plateado.
Wéstern alcanzó a desviar el filo con el antebrazo, pero la hoja le abrió la manga de la gabardina y le arrancó un surco sangriento en la piel gris. Gruñó de rabia, no de dolor. Jude recibió un contragolpe seco en el estómago que lo dejó sin aire y lo lanzó contra un contenedor.
“¡Hijo de puta no se cansa!” Espetó Wéstern, sangrando por la ceja, mientras volvía a cargar.
El vagón temblaba bajo sus pisadas. El ruido de los tres chocando era una tormenta de golpes, chispas y respiraciones desgarradas. El soldado los empujaba como si fueran pesos ligeros, repartiendo tajos con el cuchillo y descargando patadas que hacían crujir costillas.
Aun así, Jude volvió a alzar el fusil. El cañón brillaba con la carga, el sudor le corría por la sien.
El soldado lo vio. Y en ese segundo, Wéstern lo agarró del torso y lo tiró hacia atrás, dándole a Jude la línea perfecta.
El plasma rugió. Pero falló otra vez, explotando contra el piso y levantando un mar de chispas.
El soldado ni se inmutó. Descargó una ráfaga de golpes secos contra Wéstern: un rodillazo en el abdomen, un puñetazo a la cara que le quebró los lentes, un codazo al mentón, y finalmente una patada giratoria que lo lanzó de espaldas contra un contenedor. El Turvau escupió sangre, casi inconsciente.
El visor del soldado brilló un segundo, como si dictara sentencia.
Entonces, Jude se movió.
La cola se enroscó en el tobillo blindado del enemigo y tiró con toda la fuerza que tenía. El soldado perdió el equilibrio por primera vez, tambaleándose en medio del vagón.
Wéstern, con la vista nublada por el golpe, se abalanzó en un destello instintivo. Su mano se hundió en el cinturón del enemigo y arrancó una de las granadas de plasma que llevaba aseguradas. El pitido metálico del seguro retirado resonó como una campana..
El soldado entendió al instante. Su reacción fue precisa: dio un salto hacia atrás, una pirueta perfecta, y cayó de pie a varios metros, con la calma de un acróbata entrenado. Pero Jude ya había entendido la jugada. Sin pensar, se lanzó contra él, embistiéndolo con el hombro y tirándolo contra el piso metálico.
El soldado lo apartó con un manotazo, se irguió con agilidad y en ese instante Wéstern lanzó la granada. El proyectil giró en el aire, zumbando, y cayó a escasos centímetros de sus botas.
El soldado bajó la pierna para patearla de regreso.
Fue entonces cuando Wéstern hizo lo impensable.
Arrojó su sombrero. Ese objeto que nunca soltaba, su reliquia, su identidad. El ala del sombrero interceptó la trayectoria de la granada en pleno aire, desviándola apenas lo suficiente en dirección al soldado.
“¡Cúbranse!” Bramó Wéstern.
Jude se lanzó detrás de una pila de cajas, tapándose con los brazos. El soldado intentó girar. Wéstern se tiró contra el suelo, cubriéndose con lo que podía.
La explosión no fue un estallido. Era un sol nacido en el vientre del vagón.
El plasma reventó el metal en un chorro blanco, abrasador, que abrió un boquete gigantesco en la pared lateral izquierda. La onda expansiva barrió todo lo que había cerca, y el estruendo retumbó como mil truenos en sus cráneos.
El humo espeso llenó el aire. Trozos de acero salieron disparados en todas direcciones. La nieve entró a borbotones por el agujero abierto, arrastrada por el viento helado que aullaba con furia.
Por un instante, solo hubo silencio roto por el pitido agudo en sus oídos. La sordera. El zumbido de la explosión.
Jude parpadeó, aturdido, con la piel cubierta de hollín y escarcha.
Wéstern respiraba agitado, tendido en el suelo, con la mirada fija en el boquete.
Jude levantó el puño, jadeando, con el rostro iluminado por la llamarada azul que aún chisporroteaba en los bordes del boquete.
Pero Wéstern no sonrió.
El humo lo envolvía todo, espesándose como un manto. Sus ópticas brillaron entre las sombras mientras se adelantaba con pasos cautelosos.
Entonces, una silueta emergió del humo.
El soldado de la DCIN… Quemado, con el blindaje resquebrajado en varias placas, pero aún de pie.
El soldado se lanzó como un proyectil, empujando a Wéstern hacia el boquete abierto. El viento y la nieve entraban, ululando alrededor de ellos.
Wéstern resistió, pero de pronto… algo se quebró.
Su visión se distorsionó. Los colores explotaron en manchas verdes y rojas. Su respiración se volvió irregular, sus músculos se tensaron solos como si no obedecieran. La Centropatía lo tomó en seco.
Su cuerpo empezó a moverse con espasmos, los implantes rechinaban. No era él. Era la enfermedad.
El soldado lo miró confundido un instante… y ese instante fue su error.
Wéstern rugió como una bestia desatada, moviéndose de forma errática e impredecible. Lo embistió con una fuerza imposible, arrancándole el cuchillo del cinto con un tirón tan brutal que le dislocó la muñeca.
“¡Muérete ya, plaga!” Escupió el soldado, forcejeando.
Ambos se ahorcaban a la vez, pero los movimientos de Wéstern eran tan irracionales que lograba evitar cada maniobra perfecta del enemigo. Un cabezazo lo dejó aturdido, pero Wéstern respondió con un espasmo salvaje, mordiéndole el visor, arrancando pedazos de blindaje como un animal.
El soldado alcanzó a sacar la pistola de plasma que le quedaba. El cañón se clavó contra el pecho de Wéstern.
El disparo sonó.
Pero en medio del colapso, sus reflejos distorsionados desviaron el arma a ciegas hacia la derecha.
En ese frenesí, Wéstern le arrancó la pistola de las manos y, sin pensar, descargó tres tiros directos.
El escudo cinético vibró, colapsó en una chispa, y los disparos atravesaron al hombre, hundiéndose en su abdomen.
El soldado cayó de rodillas, maldiciendo a Wéstern en Endevolita, antes de que este lo levantara del arnés y lo arrojara al vacío, desapareciendo bajo las ruedas del convoy.
El Turvau quedó temblando, jadeante, con la pistola humeante en la mano. La Centropatía aún vibraba en sus nervios. Su cuerpo entero temblaba, las ópticas le estaban brillando con un verde febril.
Pero entonces lo vio.
Jude.
El chico estaba de pie a pocos metros… y de pronto se dobló hacia adelante, como si una fuerza invisible le hubiera arrancado el aire. Un chorro de sangre caliente manó de su abdomen, escurriendo por su camisa y chamarra en oleadas negras. Los ojos de Jude se abrieron incrédulos, incapaces de entender. Luego, lentamente, cayó de espaldas contra el piso metálico.
“No…” La voz de Wéstern salió rota, como un gruñido de hierro raspado.
Todo se distorsionó. Los bordes del vagón se encogieron, las luces se deformaron en halos deformes, y los sonidos llegaron como ecos que no coincidían con los movimientos. El tiempo se quebró en pedazos.
Cayó de rodillas junto a él, lo sostuvo de la cabeza, pegando su frente contra la del muchacho.
El Turvau temblaba tanto que apenas podía sostenerlo.
La sangre corría en ríos espesos, empapando sus manos, resbalando por el piso y vibrando con cada sacudida del convoy. Jude miraba hacia arriba, perdido, con la boca abierta en silencio, incapaz de articular sonido alguno. Sus ojos brillaban de terror y desconcierto, viendo por primera vez su propio cuerpo destrozado.
“¡Mierda, mierda, mierda!” Wéstern presionaba con ambas manos contra la herida, sin sentido, sabiendo que no serviría de nada. La sangre se filtraba entre sus dedos como arena roja.
La vista de Wéstern se multiplicaba: veía dos, tres, cinco Jude, todos sangrando, todos agonizando a la vez.
Su respiración se cortó en jadeos, mezclados con gruñidos animales.
Los ojos le ardían, incapaces de distinguir si era sudor, lágrimas o sangre lo que nublaba la visión.
El convoy comenzó a disminuir la velocidad.
Y Wéstern, en medio de la nieve, la sangre y el humo, abrazó la cabeza de Jude contra su pecho. Ya no importaba la Centropatía, ni el convoy, ni la misión.
Solo quedaba él.
Solo quedaba Jude.
La distorsión gritaba en su cráneo. El mundo entero parecía desmoronarse a su alrededor.
Y Wéstern gritaba, maldecía, lloraba.
Sosteniendo lo único que había jurado proteger.
El convoy se detuvo.
Wéstern parpadeó entre la distorsión, el humo y el eco de sus propios gritos. La mente le rugía en mil voces, pero un destello lo ancló: un botiquín colgado al costado del vagón, casi invisible entre las sombras y la nieve que entraba por el boquete.
Se lanzó hacia él como un animal. Lo arrancó de su soporte, abrió la tapa con un tirón de garra y volcó todo sobre el piso. Tubos, frascos, jeringas, vendajes, pastillas. El Turvau recogió lo que reconocía, con las manos ensangrentadas y temblorosas: vasopresores, coagulantes, analgésicos, vendas elásticas.
Regresó a Jude de rodillas, respirando como un toro, y lo sostuvo de la cabeza.
“Traga esto… ¡trágalo, maldita sea!” Le empujó un par de pastillas contra la boca, forzándolo a deglutir.
Luego, presionó coagulantes sobre la herida, vendando con tanta fuerza que sus propias manos temblaban de rabia y miedo.
“Te va a doler…” Le gruñó, aunque sabía que el dolor ya era lo único que Jude sentía.
Cada movimiento era torpe, errático, distorsionado por la Centropatía. El vendaje quedó irregular, el torniquete demasiado apretado, pero era lo único que podía hacer. Lo único para darle tiempo.
“Aguanta… aguanta…” Susurró, con la voz entrecortada.
Lo cargó en brazos como si fuera un niño. La sangre le empapaba la gabardina, el calor se le pegaba al pecho. Wéstern bajó por el boquete del vagón sin pensar, cayendo con violencia sobre el asfalto, rodando y protegiendo el cuerpo de Jude como si fuera de cristal.
El rugido de motores seguía, el viento ululaba, y allí estaba: la camioneta negra. A unos metros detrás.
“Vamos, vamos…” Apretó los dientes, corriendo con Jude a cuestas.
Llegó, golpeó la puerta trasera hasta abrirla y lo acostó en el asiento. Wéstern saltó al asiento del conductor. Las llaves colgaban todavía en el tablero, como un milagro. Giró sin pensarlo. El motor rugió vivo.
Pisó el freno, giró el volante con violencia, y dio la vuelta en U. Luego hundió el pie en el acelerador hasta el fondo. La camioneta negra chilló, las llantas escupieron nieve y gravilla, y se lanzó hacia la carretera abierta.
“Vas a estar bien…” Dijo en voz baja, con los ojos verdes ardiendo en desesperación. “Vas a estar bien.”
El tablero marcaba la velocidad, subiendo rápido: 100, 120, 150…
Hizo un cálculo mental en medio del caos. Cien… ciento veinte kilómetros hasta la ciudad. Una hora.
Y apretaba el volante.
La carretera era una línea infinita de asfalto roto y nieve devorada por la ventisca. Wéstern apretaba el volante con tanta fuerza que sus nudillos grises parecían romperse. Pensaba, pensaba sin descanso, repasando cada rincón de la ciudad en su memoria y mapa mental. No había opción. Solo un lugar podía salvar a Jude de algo así: un hospital de Dalline. Y Wéstern sabía exactamente dónde estaba.
Algo interrumpió sus pensamientos.
Un mensaje entrante. La firma de la Baronesa parpadeaba en la esquina de su visión. Wéstern apenas lo abrió, lo justo para ver la primera línea. “Felicitaciones, el trabajo ha sido completado…” No leyó más. Apenas alcanzó a notar la cifra. 245,000 para cada uno. 490,000 en total.
No le importó.
Entonces escuchó un ruido.
Atrás.
Un golpe, un temblor en el asiento, un jadeo.
Giró de inmediato la cabeza. Jude estaba arqueándose en espasmos violentos, con los ojos en amarillo, y la boca llenándose de espuma mezclada con sangre.
Convulsionaba.
“¡No, no, no, maldita sea!” Wéstern gruñó, golpeando con la palma el tablero antes de apretar un par de botones en la consola central. Una voz metálica respondió con frialdad:
“Conducción Alfa activada.”
El volante se movió solo, ajustándose a la carretera.
Wéstern saltó hacia atrás, casi rompiéndose el hombro al chocar con el asiento mientras se lanzaba sobre Jude.
Lo sostuvo con firmeza, clavando su rodilla contra el asiento para inmovilizarlo, evitando que se golpeara la cabeza. El cuerpo del joven se sacudía, cada espasmo empapaba aún más las vendas improvisadas.
“Respira, cabrón… ¡respira!” Le ordenó como si pudiera imponerle la vida por pura fuerza bruta. Con una mano le mantuvo la mandíbula abierta, con la otra presionaba contra el vendaje que ya estaba empapado hasta gotear.
Los ojos de Wéstern se desenfocaban. El mundo vibraba en glitchs visuales: la piel de Jude se partía en fragmentos poligonales, la carretera a través de la ventana se duplicaba en cientos de líneas distorsionadas.
Veía más de una realidad a la vez.
Sus manos temblaban. No solo por la desesperación, sino porque ya no le quedaba tiempo. La Centropatía se expandía dentro de él, descomponiendo cada movimiento, robándole precisión. Y aun así, se obligaba a controlar cada gesto, como si luchara contra su propio cuerpo.
El daño era irreversible en Jude. Prácticamente ya no tenía estómago. Parte del pulmón había sido pulverizado. Y aun así… seguía respirando.
Wéstern bajó la cabeza contra el pecho de Jude, sintiendo la respiración quebrada, apenas un murmullo de aire luchando por existir. Apretaba las manos contra el torso abierto de Jude, pero los vendajes improvisados ya no servían de nada: estaban saturados, resbalosos, como trapos en barro.
De pronto, el cuerpo de Jude se arqueó una última vez y luego se desplomó.
Silencio.
El pecho dejó de moverse.
Wéstern se congeló.
“No… no, ¡no!” Rugió, sacudiéndolo con violencia.
Sin pensar, lo acomodó en el asiento, inclinando su cabeza hacia atrás. Un recuerdo vino a su mente: entrenamiento de la PEACE, protocolos de emergencia, reanimación. Movimientos que no hacía en años, ahora convertidos en reflejo.
Colocó ambas manos sobre el esternón de Jude y comenzó a presionar con fuerza.
“¡Vamos!”
Pero el entorno seguía disolviéndose. En su visión fragmentada, cada presión en el pecho parecía hundirlo en un maniquí de metal oxidado. A veces veía a Jude, a veces veía un cadáver anónimo, y otras veces solo veía vacío. Se tambaleó, casi cayendo hacia atrás, pero se obligó a seguir, jadeando, contando cada compresión con los dientes apretados.
“Uno… dos… tres… ¡carajo, respira!”
Se inclinó y le dio dos insuflaciones. La sangre brotó de inmediato, tiñéndole los labios a Jude y a Wéstern, pero el aire entró. Wéstern escupió a un lado, sintiendo el sabor metálico quemarle la lengua.
Repitió. Otra ronda. Más compresiones. Por un instante creyó que estaba solo, que Jude nunca había existido, que siempre había sido él contra el vacío. La Centropatía rugía, susurrándole que se rindiera, que dejara al cadáver quieto, que abrazara por fin el olvido.
Pero entonces, un espasmo.
Jude tosió, un borbotón de sangre y aire escapó a la vez. Sus ojos se abrieron, vidriosos, desorientados.
Wéstern quedó inmóvil. Como si alguien hubiera abierto una ventana en medio de su tormenta. Todo el glitch se detuvo por un instante. El mundo volvió a tener forma.
“Eso es… eso es…” Susurró, sosteniéndole la cabeza con ambas manos. Las lágrimas que nunca se había permitido correr le humedecieron las mejillas, perdiéndose entre el sudor.
La camioneta seguía sola bajo el piloto automático, atravesando el desierto nevado a toda velocidad. Wéstern, aún temblando, lo acomodó de nuevo y presionó otra dosis de coagulantes en su brazo.
Jude, débil, apenas movió los labios. Ningún sonido salió. Pero esa sola mirada bastó.
Wéstern respiró hondo.
Por unos segundos, la Centropatía no era más fuerte…
La camioneta negra derrapó en la entrada del complejo. La nieve golpeaba el parabrisas, el viento aullaba, y el edificio de Dalline se erguía frente a Wéstern como un mausoleo colosal: paredes de un color blanco pulcro que brillaban bajo los reflectores, cortes angulares minimalistas, franjas rojas verticales, y el logotipo Éndevol grabado en acero sobre la entrada principal. Era más una catedral corporativa que un hospital, diseñada para imponer respeto y recordarle a cualquiera que allí la vida tenía un precio.
Wéstern frenó de golpe, bajó con Jude entre brazos y atravesó las puertas automáticas.
“¡Ayuda!” Rugió, con la voz quebrada por la furia y el miedo.
No habían pasado diez segundos cuando un escuadrón de DalliBots y médicos con batas apareció en el recibidor. Dalline jamás perdía tiempo: cada segundo era un cliente potencial, una inversión. Un DalliBot desplegó sus brazos modulares y aplicó un sello de presión sobre el abdomen de Jude mientras otro insertaba sondas intravenosas. Una médica humana deslizó un respirador sobre su boca y conectó un tubo directo a una cápsula de oxígeno presurizado. Otro técnico disparó una pistola de nanopartículas coagulantes directamente contra la herida.
“Saturación al 32%. Presión arterial cayendo. Preparar adrenalina intravenosa.” La voz sonaba monótona, automática.
Jude fue elevado por una camilla flotante, su cuerpo fue estabilizado por anclajes magnéticos que lo rodeaban. Una enfermera Turvau, con los ojos proyectando datos holográficos, inyectó vasopresores en la vena yugular, mientras otro miembro del equipo ajustaba un dispositivo de soporte pulmonar externo.
Wéstern intentó seguirlos, pero una figura se interpuso en su camino. Era una mujer Éndevol, de piel gris marfil y ojos verdes esmeralda, enfundada en un uniforme carmesí impecable. Su voz era suave, pero cada palabra estaba cargada de hielo.
“El paciente ha sido ingresado al protocolo de trauma nivel seis. Ahora debemos evaluar la magnitud del daño y los procedimientos requeridos para mantenerlo con vida. Le rogamos que espere en la sala de espera.”
Wéstern apretó la mandíbula, sus puños temblaban.
“¡No es un maldito trámite, es mi compañero!”
La mujer inclinó la cabeza, sin cambiar el tono.
“Para Dalline, todo paciente es igual de importante… siempre que el coste pueda ser cubierto. Su diagnóstico determinará la cifra.” Dio un paso atrás, abriendo la puerta lateral que llevaba a la sala de espera. “Mientras tanto, relájese.”
Wéstern sintió que un incendio le subía por las venas. Quiso gritar, destrozar esa calma artificial, arrancarle de la cara esa máscara corporativa. Pero sus manos temblaban demasiado, y la distorsión en sus ojos le recordaba que ya estaba en sus últimas horas.
Se dejó caer en la silla más cercana.
Veinte minutos. Apenas eso. Para Wéstern, había sido un limbo eterno en la sala, con las luces blancas palpitando y la Centropatía mordiéndole la cordura en cada respiración.
La puerta se abrió. La misma mujer Éndevol apareció. Impecable, como si no hubiera transcurrido un segundo desde su última palabra.
Sus ojos lo midieron, y con un leve gesto de cabeza comenzó.
Sacó una tableta traslúcida y proyectó un holograma rojo del cuerpo de Jude, marcado con decenas de alertas. “En términos clínicos: pérdida total del 63% de la masa estomacal, perforación parcial del intestino delgado y grueso, laceraciones múltiples en el hígado, riñón izquierdo y bazo destruidos. Pulmón izquierdo comprometido en un 40%. Costillas astilladas penetrando en tejidos blandos. Vascularización abdominal colapsada.”
Wéstern solo apretaba las manos, sin poder moverse.
Ella prosiguió, implacable: “Para mantenerlo estable durante estos veinte minutos, hemos empleado cuatro inyecciones coagulantes, dos dosis de adrenalina sintética de alto espectro, y soporte circulatorio artificial continuo. Además, un pulmón externo portátil conectado mediante cánula torácica. Sin esto, habría muerto a los tres minutos.”
Pasó la mano sobre la tableta y los números cambiaron: fórmulas, estadísticas, porcentajes.
“Lo que se requiere es una cirugía de reconstrucción molecular integral. Sustitución de órganos destruidos por matrices bioimpresas, regeneración tisular acelerada, y reestructuración de sistemas vasculares a través de nanobots autorreplicantes. La intervención dura entre ocho y diez horas, y exige tres equipos completos de cirujanos.”
Hizo una mueca mientras giraba sus irises amarillos..
“Si no autoriza la operación ahora, el paciente no llegará a la mañana.”
Wéstern tragó saliva.
Apenas podía con el peso del aire. La Éndevol lo observó sin pestañear, sin un rastro de compasión.
Solo añadió, como si hablara de un contrato cualquiera: “El coste total es de seiscientos mil créditos.”
No había inflexión en su tono.
Ni crueldad, ni misericordia.
Wéstern oyó la cifra como si se la dijeran a través de una pared gruesa: seiscientos mil créditos. Las palabras de la Éndevol eran frías, perfectas, sin eco: número, procedimiento, tiempo, riesgo.
Se sentó.
Sus manos temblaban, no tanto por la Centropatía como por el peso de la cuenta que le caía encima: el precio de cualquier posibilidad.
Quinientos, seiscientos mil.
Números fríos que podían borrar a un ser vivo o devolverlo a la vida.
En su mente desfilaron fragmentos apresurados, como en la niebla: la Baronesa, la transferencia del pago, los 490k, los encargos pagados en parte, los créditos que había ido guardando con el único propósito de comprarse a sí mismo tiempo: la cirugía, la promesa de volver a ser algo parecido a un futuro.
Sesenta segundos se plegaron en su pecho.
Pensó en su propia operación: el costo, los tubos, las horas en quirófano que podían darle un respiro frente a la Centropatía. Un respiro… nada más.
Pero cuando cerró los ojos, no vio máquinas. Vio a su madre. Esperando en aquella clínica raída, con los papeles en la mano, creyendo hasta el final que alguien aprobaría la operación que nunca llegó. La imagen de ella en la camilla, apagándose sin anestesia, sin consuelo, se le clavó en la garganta.
Vio a su padre, después de eso. No muerto, pero quebrado. Vagaba por la casa, murmurando nombres que ni siquiera correspondían, hasta que un día dejó de levantarse. Lo enterraron dos veces: primero el espíritu, luego el cuerpo.
Su hermano también estaba allí, en la memoria. Esposado, con los ojos cargados de rabia y derrota. Otro que se tragó el sistema y que nunca volvió a salir.
Y después… ella. Su esposa. Recordó la forma en que le tomaba el brazo cuando salían de noche, antes de que la ciudad se los tragara. Recordó su risa apagándose con los años, las discusiones que nunca resolvieron, y el silencio final que ni siquiera alcanzó a explicar. Había querido salvarla, y había fallado.
Su hijo. Y su hija.
Todos, uno por uno, muertos o deshechos. Y él, vivo todavía, pero roto, enfermo, como un cascarón.
Había planificado su operación, sí.
Su propia supervivencia. Era lo lógico.
Pero la lógica nunca había devuelto nada.
Vio a su madre. De pie en la cocina, cantando despacio mientras revolvía un guiso barato, siempre con un gesto de paciencia que parecía infinito. Recordó cómo se reía cuando él se ensuciaba jugando en la tierra, cómo lo abrazaba con fuerza hasta que todo el ruido del mundo se callaba.
Después vino su padre. Lo recordaba arreglando cosas en casa, enseñándole a cambiar piezas, diciéndole que las manos curtidas eran mejores que cualquier diploma.
Su hermano también estaba allí. El muchacho rebelde que lo llevaba a escondidas a jugar cartas en los callejones, que lo defendía en las peleas de la escuela. Recordaba cómo corrían juntos bajo la lluvia, jurando que algún día escaparían de Horevia.
Y después… ella. Su esposa. La mujer que le robó un beso torpe en la estación del tren, que le enseñó a bailar, aunque él siempre pisaba más de lo que giraba. La que se reía hasta las lágrimas cuando él contaba chistes malos en medio de la cena. Recordó noches en que hablaban de futuros posibles, de viajes, de hijos que tendrían. Nunca supo si fue más cruel perderla viva o verla muerta después.
Recordó la primera vez que sostuvo a su hijo, diminuto, con la respiración tan frágil que temía romperlo. El niño preguntaba por todo, se escondía bajo la mesa cuando había truenos, se subía a su espalda para que lo llevara como un caballito. Su hija, en cambio, había sido curiosidad pura: los ojos grandes, el dedo señalando siempre el mundo como si quisiera apropiarse de él. Recordó la primera vez que dijo “papá”, la primera vez que se rió con un sonido tan limpio que parecía imposible que Horevia existiera.
Raegis, el médico que lo aconsejaba con voz rara y siempre encontraba tiempo para curarle los golpes. Vex, el mecánico que lo invitaba a beber en su taller mientras arreglaban autos y hablaban de lo que nunca arreglarían en sus vidas. Amigos buenos. Amigos que le dieron techo y hombros. Pero no era lo mismo. Nunca pudo confiar en nadie como confió en ellos… los que había amado, los que había perdido.
Y en ese silencio donde todo parecía consumirse, apareció un último recuerdo, tan reciente que todavía ardía. El chico que llegó roto, que apenas podía hablar, que lo miraba como si todo le diera miedo. El chico que fue aprendiendo a disparar, a reír, a contestar, a vivir de nuevo.
El único al que le quedaba algo por delante.
Jude.
La decisión no fue una epifanía. Fue una acumulación de pequeñas verdades que se articularon con una violencia extraña: si hoy sacrificaba su propia chance, alguien con todo un futuro por delante seguiría respirando. Jude tenía años por delante en los que aprender, equivocarse, amar, sobrevivir. Wéstern tenía una fecha que la enfermedad ya le marcaba. ¿Qué sentido tenía aferrarse a un futuro que venía podrido de fábrica cuando podía comprarle la vida a otro?
Se puso de pie con calma. Cogió la tableta que la Éndevol había dejado en la mesa lateral, la pantalla proyectaba presupuestos, códigos, números, y tecleó con dedos ásperos. Autorizó la transferencia. Toda la suma que podía desprender, los ahorros, los créditos que guardaba para la suya, la porción heredada de un cobro anterior, fue marcada y enviada. En el proceso, deslizó también el comprobante que la Baronesa había adjuntado: los 490,000 ya recibidos. Sumó todo. Puso su nombre. Confirmó.
La Éndevol observó el acto con la expresión inmutable. En menos de dos pulsaciones su pantalla confirmó el débito, el protocolo se activó, y una voz sintética declaró: “Transferencia recibida. Fondos verificados. Autorización de cirugía: concedida. Procedimiento en cola inmediata.”
Sintió un ruido dentro del pecho, como si algo que había estado reteniendo escapara. No era alivio, había espacio para la culpa, el terror, pero también había una especie de claridad. Había cumplido la promesa que nunca supo cumplir con los suyos: había escogido a otro por sobre sí mismo.
La Centropatía, que hasta entonces había rugido ansiosa dentro de su cráneo, pareció reconocer el momento. Los glitches visuales se agolparon. Sintió su cuerpo sacudirse en espasmos breves, con los implantes pitando como insectos. Aun así, le llegó una sensación extraña: la certeza de haber hecho lo correcto.
Dijo una cosa, simple:
“Vive. Vive por los dos…”
La camilla se deslizó hacia la sala de operaciones, y las puertas de Dalline se cerraron. Wéstern se quedó solo por un momento: la sala blanca, la nieve golpeando los ventanales, el reloj distante.
Su mano buscó el borde de la silla y se cerró en un nudo. La Centropatía le rozó la garganta con un temblor más fuerte; supo, con claridad, que su tiempo ya no sería largo. El mundo se hizo estrecho y elemental: respiró, una vez más, y dejó que la realidad lo atravesara.
Había dado todo. Había elegido.
Sonreía. No mucho, apenas un pliegue en la comisura. Una sonrisa áspera de alguien que, por primera vez en décadas, sentía que había logrado lo imposible: salvar a alguien. No a todos. No a los que ya había perdido. Pero a uno.
La Centropatía, sin embargo, no lo dejó descansar. La rabia trepó por sus nervios: impulsos de violencia súbita, la necesidad de arrancar, de destruir, de matar cualquier cosa viva. Los glitches visuales lo cegaban, los colores explotaban en cada rincón, las voces de pasillo sonaban como cuchillas sobre metal. Sus manos temblaban como si sostuvieran cuchillos invisibles.
Ya no había tiempo.
Se levantó de la silla, tambaleante, y caminó hacia el mostrador de recepción. El lugar era impecable, casi irreal bajo la luz blanca. La recepcionista, una mujer Tiaty con la piel pálida y un implante ocular corporativo, levantó la vista y habló con una sonrisa vacía, con un tono programado que sonaba más a un anuncio que a una persona: “Bienvenido a Dalline, ofrecemos servicios de cobertura integral, transferencias interplanetarias, seguros d—”
“¿Haces transferencias?” La interrumpió de golpe.
La mujer parpadeó, calibrando, antes de asentir.
“Sí, señor. Todo tipo de transferencias. ¿Monto y destinatario?”
Las ópticas le brillaron naranjas por un segundo.
“Treinta y siete mil doscientos ochenta y tres créditos.” Levantó la vista, clavando sus ojos en la recepcionista. “A nombre de Jude Kaunoich. De Horevia. No tiene cuenta. Se le notifica para que lo recoja en efectivo cuando despierte.”
La recepcionista tecleó.
“Solicitud aceptada. Confirmando la identidad del destinatario… Jude Kaunoich, ingresado hace treinta y ocho minutos. Transferencia realizada con éxito.” Su tono ni siquiera cambió, como si hablara de un paquete entregado.
Wéstern firmó la autorización con el último temblor de su mente. No quedaba nada en su cuenta. Ni una chispa de crédito. Ni un rescate para sí mismo. Solo eso: todo para Jude.
No dijo nada más. Giró y caminó hacia la salida.
Las puertas del hospital se abrieron, y el aire helado lo recibió. La nieve caía con furia, empapando la gabardina raída. Wéstern alzó la vista hacia el cielo negro, cerró los ojos y dejó que el viento le cortara la cara.
Sonrió otra vez. Una sonrisa breve. Una sonrisa real.
Por primera vez, no le debía nada a nadie.
Cruzó la carretera frente al hospital. Los reflectores rojos y blancos de Dalline se iban apagando a su espalda, hasta quedar reducidos a un resplandor distante. Frente a él, los puentes se alzaban sobre un lago oscuro, cubierto en partes por una costra de hielo.
Saltó sin pensarlo. No era alto, apenas unos cuatro metros, lo suficiente para sentir cómo el estómago se le revolvía. Cayó entre bolsas de basura apelmazadas contra la orilla. El impacto le sacó un gruñido, pero no se movió. Se quedó recostado contra el muro húmedo, respirando hondo, mirando las aguas quietas que reflejaban las luces lejanas de la ciudad.
El viento le llevó un eco extraño. Y entonces lo oyó.
“Qué escena tan miserable…”
Giró la cabeza. Ahí estaba. Otro Wéstern, idéntico, caminando entre las sombras del puente con pasos seguros, como si no le afectara el frío. La gabardina, el sombrero ladeado, la misma mandíbula tensa. Pero los ojos… los ojos eran un glitch constante, verdes y rojos intercalados, como si la Centropatía le hubiera dado carne.
“Ya no te queda nada.” Dijo el otro, sonriendo de medio lado. “Entregaste tu vida por un niño prostituto que jamás debería haber sobrevivido en esta ciudad. ¿Crees que eso te limpia? ¿Que borra lo que hiciste, lo que dejaste morir?”
Wéstern bajó la mirada al lago. Sus dedos temblaban.
“Lo salvé. Eso basta.”
“¿Basta para qué? ¿Para que tu cadáver huela menos a fracaso? Sigues siendo lo mismo: un oficial caído, un mercenario podrido, un viejo que ya no distingue qué es real.”
Avanzó un paso más, agachándose frente a él.
“No te mato de golpe, Wéstern... Te absorbo… Te convierto en lo que realmente eres: un monstruo rabioso que solo sabe romper y disparar. Yo soy lo que siempre fuiste.”
Wéstern respiró hondo.
El aire frío le quemaba los pulmones.
“No. Tú eres lo que me queda. Lo que sobra de mí.”
“Y lo que gana.” El doble se inclinó más.
Sonrió, complacido, como un verdugo que ya saboreaba la ejecución.
“¿Sabes qué es lo mejor de todo, Wéstern? Que no te rendiste. Luchaste como un jarnhito hasta el final, te arrastraste, disparaste, sangraste. No huiste. Y eso… eso me gusta.” Se llevó la mano al pecho, con teatralidad. “Porque significa que cuando yo tome el control, cuando ya no quede nada de ti más que los restos quemados en tu cerebro, no seré un cobarde. Seré un guerrero.”
Se enderezó, extendiendo los brazos, dejando que la nieve ficticia se pegara en sus hombros oscuros y distorsionados.
“Tú me forjaste, ¿entiendes? Cada muerte, cada fracaso, cada vez que cerraste los ojos para no ver lo que dejabas atrás… soy yo quien lo recogió. Y ahora soy lo único que queda.”
Lo miró de pies a cabeza.
“No temas, no dolerá. Apenas un desliz, un apagón, y yo haré el resto. Tú dormirás. Yo viviré. Y Jude…” Hizo una pausa, ladeando la cabeza con sonrisa torcida. “Bueno, él despertará y jamás sabrá que lo que mire ya no eres tú, hasta que sea demasiado tarde, descuida, no le dolerá… no mucho.”
Wéstern lo escuchaba con la respiración entrecortada, el cuerpo vibrando, y la frente sudada a pesar del frío glacial.
“No pudiste salvar a tu esposa. Ni a tu hija. Ni a tu hijo. Y ni siquiera podrás salvarte a ti mismo. Yo me encargaré de terminar lo que empezaste: sobrevivir.”
La nieve seguía cayendo, lenta, silenciosa, entre ambos.
El doble sonrió de nuevo, seguro, cruel.
“Acepta lo inevitable, Wéstern. Yo ya gané.”
El doble hablaba sin parar.
“Te dije, Wéstern. No hay escapatoria. Yo soy tu final, tu herencia. No eres más que el cascarón en el que florezco.”
Wéstern no lo miraba. Sus ojos estaban fijos en la nada, en el vacío helado frente al lago. Su respiración se aceleraba. Lentamente, muy lentamente, deslizó la mano hacia la funda en su costado.
El doble continuaba, victorioso: “¿Por qué? Porque yo sabré imitarte. Hasta en la forma de mirarlo.”
Entonces se detuvo. Notó el movimiento.
Wéstern ya tenía la B-88 en la mano. El cañón negro brillaba bajo la luz temblorosa del neón lejano.
El doble arqueó una ceja, confundido.
“¿Qué…?”
Wéstern giró la cabeza, clavando la mirada en sus propios ojos reflejados. Su voz salió firme.
“Te equivocas… No ganarás nunca…”
“¿Qué estás diciendo?”
“Que soy dueño de mi destino.” Wéstern alzó el arma, con la mano temblorosa, apuntando a su propia sien. “Tal vez no lo fui desde que apareciste. Pero ahora… el final es mío. La última decisión es mía. Y mi voluntad es decidir cómo acaba mi historia.”
El doble frunció el ceño. Su voz se volvió más intensa.
“¡No! ¡No puedes hacer esto! ¡Yo soy tú, maldita sea! ¡Yo soy lo que queda! ¡Yo soy lo fuerte!”
Wéstern sintió cómo sus músculos se tensaban contra su voluntad, la pistola tembló, como si unas manos invisibles intentaran apartarla. Sus dedos se crisparon, la Centropatía estaba luchando por arrancar el arma de su control.
“¡No te atrevas! ¡Me matarías a mí, pero también a ti! ¡Somos lo mismo!” El doble gritaba con fuerza. “¡Eres débil, Wéstern! ¡Siempre fuiste débil! ¡Solo yo puedo continuar!”
Wéstern jadeaba. El arma seguía firme en su mano, aunque cada segundo sentía cómo la enfermedad tiraba de su brazo, queriendo desviarlo.
La visión se le quebraba en miles de fragmentos. El lago frente a él parpadeaba como si fuera un holograma defectuoso. Las luces lejanas del hospital se estiraban y se rompían en líneas rojas, azules, verdes.
El doble se agitaba frente a él, multiplicándose en tres, en cinco, en diez rostros idénticos que hablaban al unísono.
“¡No tienes fuerza! ¡No tienes control! ¡Yo soy la voluntad ahora! ¡Yo soy lo que queda!”
Wéstern gruñó, apretando la pistola con ambas manos para resistir el tirón invisible. Su brazo se estremecía como si lo desgarraran.
“No…” Sus palabras salieron ásperas, arrastradas. “Tú nunca tuviste voluntad.”
El suelo bajo él se abrió como una grieta.
“¡Mírate! ¡No puedes ni sostener el arma!”
Wéstern levantó la cabeza, sus ojos estaban inyectados de sangre, ardiendo como carbones.
“Yo siempre seguí adelante. Perdí a mi esposa, a mis hijos, a mi nombre. Lo perdí todo. Y aun así, seguí caminando. ¿Sabes por qué? Porque era lo único que sabía hacer. Caminar. Avanzar. Esa fue mi voluntad. La única que importó.”
El doble vaciló un instante.
“Eso… eso no cambia nada.”
“Sí. Lo cambia todo.” Wéstern forzó su brazo, peleando contra los temblores hasta que el cañón volvió a su sien. “Tú nunca tendrás más voluntad que la que yo tuve. Porque sin mí… nunca hubieras existido.”
Los glitchs explotaron en su visión: el cielo se rompió como vidrio, el lago se convirtió en un océano de píxeles, y el doble gritó, desgarrado.
“¡¡NO!!”
Wéstern sonrió con rabia, y los dientes manchados de sangre debido al esfuerzo.
“Cállate ya.”
Su dedo se cerró sobre el gatillo.
El eco estalló bajo el puente, rebotando entre la basura y el agua negra. El otro Wéstern se desintegró en un estallido de glitchs, gritando mientras su forma se corrompía hasta desaparecer en la nada.
La B-88 se le resbaló de los dedos y quedó apuntando al vacío, humeante.
Sus ojos permanecieron abiertos, vidriosos, fijos en el lago que brillaba a lo lejos como una plancha de metal oscuro. La nieve lo cubría poco a poco, como un sudario blanco que borraba sus facciones. La boca, entreabierta, aún guardaba el rastro de la última sonrisa: amarga, cansada, pero victoriosa.
Nadie pasaría por allí. Nadie lo vería. Su despedida sería en silencio, acompañado solo por la nieve, la basura amontonada y la noche que lo envolvía todo.
En algún punto, más allá del río congelado y las luces parpadeantes, Jude estaba vivo. Estaba en una camilla, respirando, sostenido por máquinas, pero respirando.
Y lo estaría mañana, y al siguiente día, porque Wéstern había decidido que así fuera.
Esa fue su última victoria. La única que realmente importó. El lago se agitó con un soplo de viento, devolviendo un reflejo distorsionado de su cuerpo tendido. La imagen se rompía con cada ola, como si el agua también quisiera olvidarlo.
Olvido.
Así sería recordado Wéstern: o más bien, no recordado. Ni héroe ni villano. Ni leyenda ni mártir. Solo un diablo cansado, enterrado bajo la nieve y el silencio. Un Diablo Olvidado.
El tiempo avanzó. La tormenta creció. Y al final, no quedó nada más que la noche helada, el rumor del agua y un cuerpo inmóvil que ya no sufriría nunca más…