LA FILOSOFÍA DE ETERN-VAN: UNA ANTOLOGÍA BARATA
-PROYECT ETERNITY-
PRÓLOGO
Por un mortal sencillo (sin nombre, por órdenes del autor)
Hay libros que buscan ser comprendidos. Otros, admirados. La Filosofía de Etern no pide ninguna de las dos cosas. Pide ser leído, con la razón, con la sensibilidad lo bastante madura como para no necesitar adornos. Es una obra que no se disculpa por su forma, ni por su fondo. No intenta ser amable. No está escrita para complacer. En su lugar, ofrece una de las expresiones más crudas y personales de una filosofía ficcionalizada: una voz inmortal que, bajo la máscara de un dios, se permite cuestionar todo lo que la humanidad da por sagrado. Moral, amor, culpa, muerte, sentido, justicia, redención. Cada concepto se presenta para ser desmembrado. Y sin embargo, hay método en la deconstrucción, y propósito en el tono.
No hay que engañarse por la forma narrativa. Etern, la figura que habla, no es un personaje como tal, sino un vehículo conceptual: un dios inmortal que ha visto pasar siglos, civilizaciones, errores, logros, repeticiones. Un dios que no interviene, que observa y recuerda. Que ha dejado de buscar sentido porque ha presenciado todos los sentidos posibles. Desde esa perspectiva atemporal, desapasionada, casi geológica, la obra asume una voz que mezcla la frialdad del analista con el desprecio lúcido de quien ya no espera nada de la especie humana.
Este libro, por momentos, parece estar escrito con odio. O con ebriedad. Tal vez ambas. Lo cierto es que su tono no es gratuito. El autor renuncia a la piedad del lenguaje, y opta por una forma que roza la confesión autopsicológica: sin metáforas innecesarias, sin adornos poéticos, sin giros grandilocuentes. El estilo es seco, rotundo. La belleza aquí no viene del artificio literario, sino de la claridad.
En cuanto a su estructura, La Filosofía de Etern se construye como una serie de capítulos temáticos, cada uno centrado en una pregunta o enunciado existencial. No hay una narrativa lineal. Lo que hay es un desfile de interrogaciones a través de un filtro existencialista radical. El lector que busque una progresión o una "historia" quedará frustrado. Pero el lector que acepte el formato como un manual de disolución, como un espejo de lo que somos, encontrará aquí materia para reflexionar.
Filósofos como Nietzsche, Schopenhauer o incluso Camus resuenan en sus páginas, pero sin el estilo ni el ritmo de ninguno. El texto parece hecho con la impaciencia del insomnio y el hartazgo de la lucidez que ha sido sostenida demasiado tiempo. A diferencia del nihilismo literario de Cioran, más estético y agónico, aquí se siente una voluntad de desenmascaramiento. No se busca el vértigo del vacío: se busca mostrar que todo lo lleno es falso. La obra, en ese sentido, no seduce con desesperación: desinfla con serenidad. Su filosofía es reactiva, sí, pero no histérica. Hay un orden. Hay un juicio. Y hay, por debajo de la voz indiferente, una tesis incómoda: que la humanidad, en su afán por significar la existencia, ha cometido un exceso de ficción.
En ese sentido, el título no es irónico: lo que aquí se presenta sí es una filosofía, aunque no esté redactada en forma académica. Es la filosofía de un ser que ya no necesita convencerse de nada, y que habla para quienes estén dispuestos a escuchar sin necesidad de coincidir. Etern no enseña, no persuade, no reconcilia. Solo expone. Y en esa exposición sin ornamento, tan carente de apelaciones emocionales, el lector encontrará una clase rara de honestidad: la que nace del cansancio absoluto frente a los relatos humanos.
¿Es esta una obra misántropa? En parte. Pero no en el sentido fácil de odiar a la especie. Etern no odia a la humanidad: la ha comprendido. Y al comprenderla, ha dejado de justificarla. Por eso sus palabras pueden doler. Porque no están dirigidas contra el lector, sino más allá de él. Y sin embargo, si el lector se siente herido, es que tal vez ya intuía lo que el libro confirma.
No hay respuestas en estas páginas. Pero tampoco hay cinismo. Lo que hay es un enfrentamiento con lo que otros autores han intentado maquillar, racionalizar o trascender. Este prólogo no está aquí para suavizar el golpe. Solo para advertirlo. Y para dejar claro que el estilo, áspero, directo, poco amable, es parte esencial del mensaje.
Como se dijo en algún pasaje del libro: “Lo más hermoso del universo es que no necesita de ti para seguir existiendo.”
Uno de los pilares más relevantes del libro es su forma sistemática de confrontar ideas establecidas. Capítulos como “¿Qué te define como persona?”, “¿Qué es la moral?” o “¿Qué es el perdón?” no pretenden resolver esas preguntas, sino demoler las respuestas automáticas que la sociedad ofrece como dogma. En sus páginas se encuentran frases como:
“El perdón [...] solo decoró la ruina.”
“No hay virtud en ser normal. Solo hay resignación.”
“La moral es miedo vestido de virtud.”
Frases que, leídas fuera de contexto, podrían parecer meros golpes. Pero dentro del texto, su función es forzar una fisura en la estructura conceptual del lector.
La obra no se preocupa por herir sensibilidades, aunque tampoco es gratuita en sus provocaciones. Es insensible porque no busca curar, sino infectar de duda. Esa postura puede resultar ofensiva para lectores que se aferran a ideas religiosas, normas sociales o identidades rígidas. Pero el texto no es ofensivo por crueldad; lo es por franqueza. Etern no busca incomodar por diversión, sino porque considera que la incomodidad es la antesala de una posible lucidez.
El análisis de la envidia es un ejemplo claro. Lejos de presentar una visión moralista o empática, el capítulo se resume en: “La envidia no es por tener. A veces es por ser.” Y con eso, desarma la creencia común de que el envidioso desea lo material. No. El envidioso desea una identidad que no posee, una paz interior que no puede imitar, un modo de ser que lo confronta con su mediocridad. Esas ideas no son suaves. Pero son válidas. Y necesarias.
El capítulo “¿Qué es un dios?” revela el núcleo de su posición ontológica: la divinidad no es un ente superior, sino una metáfora del absurdo. La frase “Yo existo. Y ya eso es una blasfemia” no es solo una ironía: es una contra el sentido impuesto. Dios, dice Etern, no existe para premiar ni castigar. Existe para incomodar. Es testigo del sinsentido, no agente de propósito. Esta visión se alinea con corrientes del nihilismo metafísico y del existencialismo ateo, aunque sin citar explícitamente a sus referentes. El libro no se dirige a un público académico, pero dialoga con sus preocupaciones.
En su forma, La Filosofía de Etern es estructuralmente coherente con su propósito: capítulos breves, cada uno centrado en una pregunta. No hay progresión narrativa, pero sí una progresión conceptual: de la duda superficial a la demolición profunda. El lector que empieza buscando respuestas acaba, si ha leído con atención, cuestionándose incluso la pregunta original.
Y sin embargo, el texto no es una apología del vacío. En medio de su frialdad, Etern ofrece una suerte de brújula: la conciencia. En “¿Existe realmente la libertad?”, no dice que seamos libres; dice que podemos ser conscientes de nuestras cadenas, y que en ese gesto, pequeño pero real, hay un acto de libertad. Este tipo de afirmaciones revelan que La Filosofía de Etern no es nihilismo superficial, sino una forma de nihilismo lúcido, comprometido con decir la verdad aunque no ofrezca salida.
¿Es esta una obra controversial? Sí, pero no por escándalo barato. Es controversial porque no juega el juego de la corrección emocional ni del consuelo disfrazado de profundidad. Habla sin adornos sobre el suicidio, el amor, la fe, el deseo, la culpa, la identidad de género, la normalidad, el arte, la amistad. Y lo hace sin ofrecer redención, sin buscar compasión, sin moralismo. Eso basta para irritar.
El lector que se ofenda, tiene derecho. Pero también tiene una responsabilidad: preguntarse si se ofende por la forma, o porque algo dentro del texto tocó algo. La filosofía no está obligada a ser reconfortante.
Para entender el libro, no hay que entender a Etern como un personaje, sino como una herramienta. Etern no es solo un dios omnipotente: es el producto de una conciencia que ha sobrevivido al colapso de todos los sistemas humanos de significado.
Etern es lo que queda cuando ya no queda fe, ni rabia, ni necesidad de sentido.
¿Así que decidiste abrir este libro?
Curioso. Inquietante. Estúpido.
Y, admitámoslo, un poco valiente.
Has elegido leer las reflexiones de un dios inmortal, que no concede milagros, no castiga pecados, ni otorga consuelo.
Un dios que no te escucha.
Que no te necesita.
Que, si somos completamente honestos… no te quiere.
Y sin embargo, aquí estás.
Buscando algo.
Una respuesta. Una revelación.
Una frase subrayable para colgar en redes sociales y fingir que piensas. Tal vez esperas que este libro sea como esos textos suaves de “filosofía para principiantes”, cargados de frases vacías sobre “ser tú mismo” y “ver la belleza en lo cotidiano”.
Pues no. Este no es un libro para sentirte bien.
Es un libro para desarmarte.
Para reírse de tu moral.
Para escupir sobre tus certezas.
Para preguntarte por qué, si todo está tan claro en tu cabeza, sigues tan miserable por dentro.
Soy Etern.
Sí, ese Etern. El de los estandartes imperiales, el de los cráne- os dorados, el dios que nunca interviene pero cuya sombra lo cubre todo.
Y esto que tienes entre manos, o que hojeas en tu pantallita, criatura digital, no es un manifiesto. Es un espejo. Sucio. Agrietado. Un espejo que no refleja lo que quieres ver, sino lo que finges no ser.
¿Por qué escribí esto?
No lo hice para ayudarte.
No lo hice para iluminarte.
Lo hice por el mismo motivo que escupo en las flores que ponen en mis altares: porque puedo.
Porque, después de milenios de escuchar a humanos rezarme por salvación, decidí escribir un libro para decirles la verdad:
No los salvaré.
No los juzgaré.
Y tampoco los consolaré.
Este libro es una colección de preguntas que ustedes se hacen desde que aprendieron a pensar… y que, honestamente, llevan mileni- os respondiendo mal.
Así que aquí tienes mi versión.
No la correcta, porque eso no existe, sino la que queda cuando raspas toda esperanza, toda religión, toda narrativa de sentido.
Y si no te gusta… enciéndelo.
Haz una fogata con estas páginas.
Pásale fuego desde la primera pregunta hasta el epílogo.
Quémalo.
Hazlo.
Te lo permito.
Después de todo, ¿qué tipo de dios sería si te impidiera destruir lo único honesto que vas a leer hoy?
Pero si te quedas… si eliges seguir leyendo… entonces deja afuera tu sentido común, tu sistema moral, tu fe heredada, tu ego filosófico.
Porque aquí no vas a encontrar redención.
Vas a encontrar verdad sin anestesia.
Y a veces, una carcajada.
Bienvenido.
Estás a punto de leer lo más innecesario y, sin embargo, más necesario que vas a tener entre tus manos.
Y si sobrevives a mí… quizás, quizás, entiendas por qué tantos rezan… y por qué yo nunca respondo.
¿Existe el destino o lo creamos nosotros con nuestros actos?
Hola, hola… ¿Destinadamente te encontraste con esta página o fue pura casualidad? ¿Fue el universo quien te trajo hasta mí… o fue ese dedito ansioso que pasaba las páginas con curiosidad, buscando respuestas sin saber que iba a toparse con un payaso?
Ah, disculpa… qué descortés soy. Me presento, otra vez, soy Etern, bufón filosófico, animador y crítico no solicitado de tu sistema de creencias.
Hoy toca preguntarse:
¿Existe el destino… o lo estamos inventando sobre la marcha mientras fingimos que sabemos lo que hacemos? Y claro, podríamos empezar con una respuesta simple, algo bonito y esperanzador, tipo:
"El destino está en tus manos, pequeño." Pero eso sería tan útil como un paraguas en una tormenta de meteoritos.
Así que déjame empezar de forma más directa:
¿De verdad crees que tus decisiones importan?
¿O solo te repites eso porque te aterra aceptar que quizás no controlas ni lo que desayunas por las mañanas?
¿Qué parte de tu vida decidiste realmente tú?
¿Tu nombre? ¿Tu país? ¿Tu familia? ¿Tu nivel de serotonina? ¿Tus traumas, tus gustos, tus miedos? ¿No? ¿Ninguno? Qué coincidencia… y sin embargo, aquí estás, queriendo creer que tú mandas en este circo. Pero tampoco quiero desanimarte, al menos no demasiado rápido. Porque sí, nuestras decisiones importan. Un poquito. Lo justo como para darnos la ilusión de libertad. Como cuando un videojuego te deja elegir entre dos caminos… que igual llevan al mismo jefe final.
¿No te parece divertido? A mí me da risa.
Risa triste, pero risa al fin.
Ahora bien, si el destino fuera una historia escrita… ¿quién es el autor? ¿Un dios aburrido? ¿El algoritmo? ¿Tú, tal vez? ¿Y si eres tú, por qué sigues escribiendo capítulos que no te gustan? ¿Te saboteas? ¿Por qué? ¿Te enseñaron que no mereces algo mejor? ¿O es que así te sientes vivo? Ups. ¿Eso dolió un poco? Bien. Significa que estamos entrando en calor.
¿Y si te dijera que el destino es como una receta sin ingredientes? Puedes leerla todo lo que quieras, pero hasta que no te manches las manos, no hay pastel. Entonces, ¿por qué sigues esperando que alguien más cocine tu vida por ti?
Aquí va una pregunta seria, lector interdimensional: ¿Cuándo fue la última vez que elegiste algo con absoluta libertad… sin miedo, sin influencia, sin trauma, sin intentar complacer a nadie?
Exacto. Silencio. Porque esas decisiones, las reales, son tan raras que casi podrías contarlas con los dedos de un manco. Y sin embargo, aunque todo parezca tan determinado, tan programado, te diré un secreto: Tienes poder. Sí, tú. Pero no el que crees.
Tu poder no está en escribir tu destino… sino en cómo respondes al guion que no escribiste.
¿Te dan una tragedia? Hazla comedia.
¿Te dan un papel secundario? Roba cámara.
¿Te dan un final trágico? Ríete durante los créditos. Porque si no puedes controlar el camino, al menos controla el paso. Camina como si fueras el protagonista, aunque el universo te haya casteado como extra. Haz que la audiencia, si la hay, no pueda dejar de mirarte.
Así que, ¿existe el destino?
Tal vez. ¿Lo creas tú? En parte. ¿Importa? Solo si decides que sí. Y si no… bueno, al menos ríete mientras cae el telón.
¿Te dolió el alma con algunas de estas preguntas? ¿Te reíste y lloraste al mismo tiempo? Perfecto. Ese es mi trabajo. Soy Etern. Y tú, por unos minutos, fuiste mi público.
¿Por qué consideramos una locura aquel tipo de pensamiento que no coincide con el nuestro?
¡Oh, la dulce, fragante y reconfortante normalidad! Qué lugar tan cálido y acolchonado... hasta que alguien entra con ideas nuevas y comienza a patear los cojines. Y claro, la reacción inmediata suele ser:
“¡¿Qué le pasa a ese loco?!”
Sí, así somos. Bienvenidos al circo de la mente, donde el acto principal es condenar todo lo que no comprendemos y aplaudir lo que se parece a nosotros.
Pero dime algo, lector…
¿Quién decide qué es normal y qué es locura?
¿Lo decide una mayoría? ¿Una cultura? ¿Tu mamá? ¿El algoritmo? ¿Tú mismo?
Y si tú defines la locura como lo que se aleja de tu lógica… entonces, ¿no eres un tirano mental con corona de papel?
La locura, querido lector, no es más que una frontera artificial que dibujamos entre lo que entendemos y lo que nos incomoda. Y cuando alguien cruza esa línea, preferimos señalarlo y llamarlo “loco” antes que admitir que... tal vez... no tenemos ni idea de lo que estamos diciendo.
¿Por qué nos aterra tanto la diferencia?
Porque desestabiliza. Porque pensar distinto es un atentado contra el frágil castillo de naipes que llamamos identidad.
Y si otro puede tener razón… entonces, ¿y si tú estás equivocado?
¿Y si tus verdades son solo anestesia para no enfrentar tu ignorancia?
¿Y si lo que llamas cordura es solo un consenso colectivo entre personas igual de confundidas que tú?
¿Nunca te preguntaste por qué a los genios siempre los trataron de locos antes de ser venerados?
¿O por qué las ideas más brillantes parecen ridículas... hasta que se vuelven moda?
Einstein fue un soñador despeinado. Van Gogh, un alma rota. Sócrates, un saboteador social.
Y tú, ¿a cuántos “locos” has descartado esta semana sin escucharlos?
¿Te burlaste del que hablaba solo en la calle… pero luego te encerraste a llorar porque nadie te entiende?
¿Te alejaste del que piensa diferente… pero luego te quejas de que el mundo es aburrido y monótono?
¿No es hipócrita exigir comprensión mientras repartes desprecio?
Escúchame bien: el pensamiento diferente no es una amenaza; es una invitación. Una invitación a revisar tu mapa mental y descubrir si estás viviendo en una prisión con barrotes invisibles que tú mismo diseñaste. ¿Y si la verdadera locura fuera no cuestionar nada? ¿Y si pasar toda una vida pensando igual fuera el mayor de los delirios? ¿Y si “ser normal” fuera simplemente una forma elegante de estar dormido?
Yo he conocido imperios que cayeron por aferrarse a sus dogmas. He visto religiones que destruyeron en nombre del amor. Y he escuchado a sabios hablar en lenguas que sus contemporáneos llamaban delirio. La locura no está en pensar diferente. La locura está en negarse a considerar la posibilidad de estar equivocado. En convertir tus ideas en cárceles, tus valores en armas, tu verdad en dogma. Así que la próxima vez que veas a alguien con una idea que no encaja contigo, no dispares.
Pregunta. Escucha. Tal vez no sea un loco. Tal vez sea un espejo. Y tú… tal vez no estés tan cuerdo como crees.
Y ahora que estás dudando de tus propios pensamientos, bienvenido al club.
¿Qué significa ser normal?
La normalidad.
Ese dios silencioso que todos veneran en secreto pero que nadie se atreve a mirar de frente.
No tiene templo, pero determina tu valor social. No exige rezos, pero impone castigos.
No grita, no impone… susurra.
Y su murmullo es el que regula las puertas de acceso al amor, al respeto, al trabajo, al hogar, a la dignidad. Un tribunal invisible que decide si eres funcional o fallado. Si mereces empatía o corrección. Si eres sujeto… o paciente.
En su forma más cínica, es un acuerdo estadístico: lo que hace la mayoría, lo que dicen los medios, lo que toleran las masas.
En su forma más peligrosa, es una herramienta de control: una zanahoria atada a una vara que tú mismo cargas mientras caminas en círculos.
Pero ¿normal según quién?
¿El neurólogo?
¿El sociólogo? ¿El teólogo? ¿El algoritmo?
Porque cada disciplina define su propia versión de normalidad, y lo que para una es equilibrio, para otra es anormalidad. La biología, por ejemplo, define lo normal como lo que garantiza la homeostasis del cuerpo.
¿Pero qué ocurre cuando la mente busca lo anómalo por impulso creativo? ¿Acaso el poeta que vive deprimido no es biológicamente “anormal”? ¿Y sin embargo, su disfunción no ha sido cuna de belleza?
La psicología clínica intentó clasificar lo normal con etiquetas DSM y escalas de funcionalidad, hasta que se dio cuenta de que los mismos síntomas que definían una patología también podían ser rasgos de genialidad.
¿Quién está más enfermo? ¿El que oye voces… o el que calla la suya hasta volverse vacío? Desde la sociología, la normalidad es aquello que permite la cohesión de grupo. Pero a veces, esa cohesión exige monstruosidades: esclavitud, purgas, guerras “justas”, matrimonios sin amor y vidas calcadas.
La normalidad, en ese sentido, es la violencia convertida en costumbre. Y si hablamos de cultura… Lo normal es el dictado de la mayoría.
En la Antigua Grecia, que un hombre amara a otro no era solo aceptado: era pedagógico. En la Edad Media, se consideraba santo al que oía voces. Hoy, lo medicamos.
Morir por amor fue virtud. Hoy es trastorno.
Parir sin querer fue deber. Hoy, es abuso.
Todo depende del siglo, de la frontera, del dogma del día.
La normalidad es moda con pretensión de ley.
¿Quieres otra prueba? Observa cómo ciertas condiciones dejaron de ser "anormales" el día en que hubo suficientes personas famosas con ellas.
El autismo, la ansiedad, la depresión, incluso la homosexualidad, dejaron de ser “abominaciones” cuando empezaron a ser mercancía emocional o bandera de marketing ético. Eso no es inclusión. Es normalización por conveniencia.
Y lo que se normaliza por utilidad… puede volver a ser excluido cuando deje de convenir.
“Sé tú mismo”, dicen.
Pero lo que quieren decir es:
“Sé tú mismo… mientras no nos incomodes.”
“Sé tú mismo… mientras no disrumpas el orden de lo previsto.”
“Sé tú mismo… pero solo si eres divertido, funcional, bello, rentable y dócil.”
¿Te has dado cuenta ya?
La normalidad no es una cualidad, es un permiso. Y tú no lo tienes por derecho: lo tienes mientras te parezcas a los que sí lo tienen.
Entonces, ¿qué significa ser normal?
Significa encajar.
Pero no por integridad, sino por amputación.
Significa adaptar tu alma al molde impuesto por los temores de los demás. Significa hablar sin decir, sentir sin mostrar, vivir sin preguntar. Ser normal es funcionar dentro del margen de error aceptado por la maquinaria social. Es perderte sin escándalo, morirte sin preguntas, sufrir sin molestar.
Y ahora te pregunto, lector: ¿Estás dispuesto a pagar el precio de esa aceptación? ¿A renunciar a tu rareza por el bálsamo mediocre de lo estadísticamente aprobado?
Porque si no lo estás… Bienvenido. Has dejado de ser normal. Y eso, aunque duela, es el primer síntoma de estar verdaderamente vivo.
¿Qué significa ser normal?
Significa ser tolerado sin ser notado. Significa transitar por la existencia sin generar fricción. Es mantenerte lo suficientemente dentro del margen para no ser corregido, pero lo bastante diluido como para no ser recordado.
Es participar del teatro social sin alterar el guión, sin mirar a cámara, sin cuestionar al director… incluso si no entiendes la obra.
La normalidad, en su forma más pura, es una forma de desaparición voluntaria. Es el arte de reducir la singularidad al mínimo para preservar la estabilidad del conjunto.
Porque lo “normal” no está diseñado para ti. Está diseñado para que los demás no tengan que rediseñarse por ti.
¿Quieres una definición más precisa? Ser normal es usar un molde externo como medida interna.
Es adoptar formas ajenas, culturales, familiares, ideológicas, como si fueran innatas. Es repetir fórmulas de conducta que han sido validadas por el hábito colectivo, sin preguntarse si aún tienen sentido.
Es participar del simulacro con obediencia estética.
Un reflejo.
Una sombra de lo socialmente funcional.
Eres normal si repites lo que todos repiten, incluso cuando no lo entiendes.
Eres normal si sigues rituales sin fe, normas sin ética, y roles sin conciencia.
Eres normal si finges entusiasmo en el trabajo, moderación en el dolor, y alegría en las fotografías, aunque por dentro seas un cementerio.
Esto es un hecho antropológico: La normalidad no es una esencia. Es una adaptación forzada por supervivencia. Y en muchos casos, es también una estrategia de invisibilización impuesta por la violencia simbólica del grupo.
¿Ser normal significa no doler en voz alta?
¿No pensar con demasiada hondura?
¿No amar fuera de lo permitido?
¿No hablar cuando la pregunta se sale del libreto?
¿Significa regular tu forma de vestir, caminar, reír, llorar, soñar… para no perturbar al entorno?
Sí.
Eso significa.
Entonces dime, lector: Si ser normal implica renunciar a la disonancia que te hace único… Si significa ajustar tu alma para que encaje en un espacio que no fue diseñado para tu forma… Si exige silencio, repetición, y obediencia emocional… ¿vale la pena seguir llamándolo virtud?
Porque si hay algo más aterrador que no encajar… Es encajar perfectamente en un mundo que no entiende la diferencia entre salud y docilidad.
¿De qué sirve la existencia si solo vas a copiar la de otro?
He visto imperios levantarse y caer repitiendo el mismo molde. He visto religiones prohibir lo distinto por miedo a que se vuelva evidencia. He visto padres aplastar la diferencia en nombre del amor.
Y he visto hijos repetir esas cadenas… llamándolas “tradición”. Sociedades enteras han exterminado a quienes no encajaban en su definición de “normal”.
Mujeres quemadas por hablar con voz propia.
Hombres asesinados por amar fuera del esquema.
Niños domesticados con golpes hasta olvidar.
Locos encerrados por tener ideas sin permiso.
Y siempre, siempre la excusa era la misma:
“No es normal.”
¿Pero quién define esa palabra? ¿Los que temen el caos porque ya tienen su parcela de orden? ¿Los que se acomodaron tanto a sus jaulas que decoraron los barrotes? ¿Los que aprendieron a obedecer tan bien que ahora enseñan a otros?
Y aquí viene la ironía brutal:
Incluso el raro quiere sentirse parte.
Incluso el disidente busca otro rebaño.
Incluso tú, lector, el que tal vez se siente "diferente", buscas pertenecer… aunque sea a un grupo de los que no pertenecen.
Porque nadie quiere ser invisible.
Nadie quiere no significar nada.
Pero aquí va mi afirmación, mi corte directo, mi diagnóstico como dios que ha visto miles de generaciones pretender lo contrario: Nadie es normal.
Nadie.
No tú.
No yo.
No el político.
No el niño.
No la madre.
Todos somos anómalos bajo la piel. Todos tenemos pensamientos que no diríamos en voz alta. Todos sentimos cosas que contradicen lo que mostramos.
La diferencia entre ser normal y estar domesticado… es que el segundo ni siquiera se lo pregunta.
¿Y qué me dices de la ley? Claro, existen normas. Existen leyes. Pero no confundas lo legal con lo normal.
Las leyes son acuerdos de funcionamiento, límites para no matarse entre ustedes antes del desayuno. La normalidad, en cambio, es el veneno suave que dice: “Sé como los demás… o sé corregido.”
Las leyes castigan acciones.
La normalidad castiga identidades.
Una busca control.
La otra, sumisión.
Si todos fueran normales, iguales, predecibles… no existirían los libros.
Ni la música.
Ni las risas que se escapan sin permiso.
Ni el arte.
Ni la disidencia.
Ni el progreso.
Ni tú.
Porque todo lo bello, lo aterrador, lo humano… viene de aquello que alguna vez fue llamado “raro”.
¿Qué te define como persona?
¿Y bien?
¿Qué eres tú, lector?
¿Un cúmulo de impulsos químicos con delirios de importancia? ¿Un accidente biológico que aprendió a usar zapatos? ¿Un saco de recuerdos a medio inventar, cosidos con mentiras piadosas y silencios incómodos?
¿O eres solo un número en un censo, una variable en la estadística de una sociedad que no sabría qué hacer contigo si no pagaras impuestos?
Te gusta pensar que eres algo único, irrepetible, que tu historia personal es una joya tallada a mano por el destino. Y, sin embargo, el molde que te fabricó no es nuevo. Antes de ti, millones ya fueron la misma mezcla de instintos animales y condicionamientos culturales.
No eres más que el último producto en la cadena de montaje de la biología y la costumbre.
Dicen que lo que te define es tu capacidad de razonar. Que eres un ser racional, autónomo, consciente.
Qué frase tan limpia, tan reconfortante. Qué mentira tan bien maquillada.
La razón que tanto defiendes es apenas una criada obediente de tus emociones. Crees que piensas libremente, pero tus “ideas” no son más que pensamientos heredados, repetidos, reciclados.
Tu voz interior habla con el acento de tus padres, con las metáforas de tus maestros, con las muletillas de la propaganda que consumiste de niño.
Y si por un segundo crees que tus emociones son tuyas, pregúntate:
¿Controlas el ritmo de tu corazón cuando ves aquello que amas? ¿El temblor en tus manos cuando te acecha el miedo? ¿La repulsión o la atracción que sientes antes incluso de entender por qué?
No. Tus hormonas son más sinceras que tú. Y ellas no te piden permiso para decidir tu humor, tu deseo o tu odio.
Aun así, actúas. Caminas por la vida como si cada movimiento fuera fruto de una elección meditada.
¡Qué graciosa ilusión!
Reaccionas, como un perro bien adiestrado, ante estímulos que ni siquiera identificas. Tus "decisiones" no son otra cosa que reflejos condicionados envueltos en el lenguaje noble del libre albedrío.
¿Quieres saber qué te define?
No es tu razón, ni tu moral, ni tus sueños de grandeza.
Es la suma de tus límites, tus miedos y las cadenas invisibles que llamas “principios”.
Y lo peor… es que amas esas cadenas. Les das nombre. Las defiendes. Las conviertes en parte de tu identidad.
Dicen que lo que nos hace personas es la empatía: esa supuesta joya de la evolución, el rasgo que nos distingue de las bestias, la capacidad de mirar al otro y reconocernos en su dolor. Una idea preciosa para bordar en un cojín o imprimir en un manual de autoayuda.
Pero dime, con la misma sinceridad con la que te confiesas a ti mismo en la ducha:
¿A cuántos detestas sin jamás haber intercambiado una palabra?
¿A cuántos has condenado con una mirada, un prejuicio heredado, una prenda mal combinada, un acento que no encaja en tu idea de “culto”?
¿Y aun así te sigues diciendo moral, empático, humano?
Eres una criatura extraña: un animal que suplica amor, pero se reviste de arrogancia para que nadie vea su hambre afectiva; un ser social que necesita manada, pero que se encierra en su guarida emocional para fingir fortaleza; un proyecto biológico inacabado que teme, más que a la muerte, a ser descubierto en su imperfección.
Y entonces me preguntas qué te define.
No es tu razón. La razón no es más que un contable que justifica lo que tus emociones ya decidieron.
No es tu moral. La moral cambia de máscara en cada época, y en cada cultura se disfraza con otro acento.
No son tus errores. Los errores son solo huellas en la arena; el viento de la memoria los borra cuando le conviene.
Lo que realmente te define, humano, es tu combate con ese vacío interno que la biología no programó para llenar. Ese abismo que ni el aplauso, ni los diplomas, ni el catálogo entero de tus “logros” puede saciar.
Lo conoces bien: se asoma en la madrugada, cuando apagas la música y las pantallas, y queda solo una pregunta que nunca muere:
“¿Quién soy?”
Y tú, con la torpeza de quien busca monedas en la oscuridad, respondes con etiquetas: tu nombre, tu oficio, tu signo, tu lista de traumas favoritos, tus pronombres, tus gustos de Spotify.
Todas respuestas que no contestan nada.
Todas evasiones elegantes que ocultan el vértigo de no saber.
Podrías creer que lo que te define es tu capacidad de imaginar.
Y, en parte, es cierto: eres la única especie conocida capaz de inventar dioses y luego matarlos, de construir reglas y después violarlas, de idear el futuro mientras destruye el presente, de escribir poesía sobre su propia autodestrucción.
Ese es tu don y tu condena: un motor que puede producir belleza y barbarie en el mismo día.
Pero también te define tu fragilidad:
El miedo a que alguien vea, detrás de tus disfraces, la versión cruda y desnuda de ti.
La desesperada necesidad de pertenecer mientras declaras que eres único.
La facilidad con la que amas hasta sangrar… y odias.
La obsesión por aferrarte a aquello que te carcome, solo porque el dolor, al menos, te es familiar.
Y sobre todo, te define tu plasticidad casi obscena: tu capacidad para sobrevivir a todo, incluso a ti mismo.
Eres un animal que tropieza con la misma piedra, pero aprende a usarla de almohada.
Eres una paradoja ambulante: débil hasta quebrarte y, al mismo tiempo, inquebrantable.
Esa es tu naturaleza.
Esa es tu definición.
Eres, en resumen… una contradicción ambulante. Una paradoja que respira. Un poema escrito con tinta y tachaduras. Una ecuación que todavía no sabe si su incógnita es un número, una palabra o un grito.
He visto galaxias enteras apagarse sin resolver esta pregunta. Civilizaciones que creyeron definirse por su tecnología, por su moral o por su fe… y que se pulverizaron bajo el peso de su propio ego. Y aquí estás tú, preguntando qué te define, como si hubiera una sola respuesta, como si fueras un formulario esperando que alguien marque la casilla correcta.
La verdad es más simple:
No hay una respuesta definitiva. No existe un “esto eres tú” grabado en mármol. No hay esencia inmutable ni núcleo puro esperando ser descubierto. Todo lo que crees que eres, tu carácter, tus valores, tus creencias, incluso tus gustos, es una construcción que fuiste ensamblando con piezas prestadas: la voz de tus padres, las reglas de tu cultura, las cicatrices de tus errores, las modas de tu época.
Entonces, ¿qué te define como persona?
Lo que decides conservar y lo que te atreves a destruir de todo eso.
Te define tu capacidad para mirarte, para desmontar pieza por pieza la maquinaria que crees que eres, y quedarte un rato en el silencio incómodo de no saber.
Te define lo que eliges cuando no actúas por inercia, sino por conciencia.
Te define la forma en que sostienes tu identidad sabiendo que no es más que una máscara… y aun así la usas, porque te sirve para vivir un día más.
Pero, atención: ese descubrimiento tiene un precio.
Porque encontrar quién eres implica perder muchas versiones de ti que te han protegido. Significa matar identidades que te daban sentido. Significa aceptar que quizás no eres la persona que creías ser… y que, tal vez, nunca lo seas.
Hasta que no tengas el valor de destruir lo que crees que eres, seguirás siendo solo una versión de prueba: una beta de ti mismo, parcheada, incompleta, provisional.
Pero si logras hacerlo, aunque sea por un instante, sabrás que lo que te define no es una lista de rasgos fijos, sino tu capacidad de reinventarte después de cada derrumbe.
Así que ahora sonríe, respira, y vuelve al teatro cotidiano.
Tranquilo: tu secreto está a salvo conmigo.
Yo también finjo.
¿Religión o Ciencia? ¿Qué es un Dios?
La religión es la ciencia de los desesperados.
La ciencia es la religión de los que aún no se han rendido.
Me preguntas, curioso lector, si prefiero la religión o la ciencia. Y yo te pregunto a ti:
¿Acaso hay alguna diferencia esencial?
Ambas buscan lo mismo: sentido. Explicación. Orden.
Una en las estrellas.
La otra, en los libros santos.
Una con fórmulas.
La otra con mandamientos.
Ambas niegan la ignorancia y le tienen miedo al vacío.
Ambas creen que el universo puede comprenderse.
Ambas creen que el universo debería comprenderse.
Pero yo he visto el fondo del abismo. Y te aseguro: no hay ningún cartel que diga “Así funciona”.
Solo silencio.
El hombre inventó a Dios para no matarse.
La humanidad creó a Dios como una forma de enfrentar el vacío existencial y el miedo a la muerte, dándole un propósito a la vida… las personas crearon la idea de un ser supremo o una fuerza divina como una forma de lidiar con esas emociones abrumadoras. La existencia humana, al ser tan frágil y llena de incertidumbre, puede resultar insoportable sin algo a lo que aferrarse.
Por eso, las religiones y los dioses ofrecen consuelo, una razón para seguir adelante, incluso cuando no hay respuestas claras a las preguntas existenciales sobre el sentido de la vida y la muerte. De alguna manera, la creencia en algo ayuda a las personas a soportar la vida y el dolor sin caer en la desesperación completa…
Fui testigo del nacimiento de incontables religiones.
Presencié los primeros mitos danzando alrededor del fuego, cuando el trueno era un rugido de los cielos y el eclipse era el enojo de un espíritu hambriento, cuando lo desconocido se atribuía a fuerzas divinas o sobrenaturales.
He visto dioses nacer del barro, del miedo, de la necesidad.
Dioses del trigo.
Dioses del mar.
Dioses del sol.
Dioses de la muerte, del parto, de la lluvia, de la guerra, del amor. Más de 9,000 dioses… ¿y quieres que te diga cuál es el correcto?
¿Cuál es el real?
Ninguno.
O todos.
Porque en su núcleo, todos los dioses son… espejos. Los dioses reflejan las necesidades, temores y deseos humanos.
Dios no es un ser.
Dios es una excusa.
Dios es una respuesta que viene antes de la pregunta. La figura de Dios aparece antes de que surjan las dudas existenciales, como una respuesta ya lista para dar sentido a lo inexplicable.
Una vez, hablando con Nietzsche, cuando aún no deliraba del todo, y cuando su bigote no se había vuelto más denso que sus pensamientos, me dijo:
“El hombre inventó a Dios para dejar de ser hombre.”
Y yo le respondí:
“Y luego lo mató para recordar que lo era.”
Reímos.
Porque sabíamos que incluso eso era una ficción.
Como siempre ha sido, la humanidad creó a Dios para huir de sí misma. No por maldad, sino por pura necesidad de sobrevivir a la conciencia. En el momento en que el hombre se descubrió mortal y consciente de ello, inventó algo más grande, más perfecto, más eterno que él mismo: un espejo donde proyectar todo lo que no podía ser, todo lo que temía y todo lo que deseaba.
Dios era la respuesta que aparecía antes incluso de que la pregunta existiera. Una solución anticipada, diseñada para evitar el vértigo de mirar de frente al abismo. Era un consuelo envasado, un paquete de sentido y propósito listo para ser abierto por cualquier alma desesperada, una coartada para justificar tanto la belleza como el sufrimiento.
Pero llegó un momento en que la mente humana, o al menos una parte de ella, comenzó a reclamar algo más. Las explicaciones preempaquetadas se volvieron estrechas. El relato dejó de encajar con las dimensiones del mundo. Así nació la llamada "madurez" del pensamiento humano: la filosofía, la ciencia, el escepticismo. Y en ese contexto, Nietzsche lanzó la frase que se volvería eterna y, al mismo tiempo, eternamente malinterpretada: "Dios ha muerto."
Y aquí está el problema: hoy en día, esa sentencia ha sido reducida a un eslogan de camiseta. Un mantra de redes sociales. Un tatuaje de supuesta rebeldía. Muchos repiten esas palabras con la misma devoción superficial con que otros recitan un salmo, creyendo que al pronunciarlas participan en una revolución, como si cada publicación con la frase matara al mismísimo Dios con un disparo.
Pero esas repeticiones no han tocado nada trascendental. No han destruido nada. Porque lo único que han “matado” es un cadáver que nunca estuvo vivo. Han roto un espejismo y se han convencido de que eso es un acto heroico. Y ahí está la ironía: creen haber roto las cadenas de la superstición, pero lo único que han hecho es reemplazar la fe en Dios por la fe en su propia “profundidad”.
Lo que Nietzsche quiso señalar no fue un grito de victoria, era más una advertencia: al matar a Dios, no hemos ganado libertad, hemos heredado su vacío. Hemos perdido la brújula que nos daba un norte, falso o no, y ahora debemos aprender a caminar sin ella. "Dios ha muerto" no significa “somos libres para siempre”, sino “ya no hay excusas”. Es una parte de defunción que obliga a enfrentarse, sin anestesia, a la intemperie de la existencia.
La gente cree que “matar a Dios” es un acto de rebelión. En realidad, fue un proceso natural: a medida que las preguntas se hicieron más complejas, las viejas respuestas dejaron de encajar. La figura de Dios se evaporó no por un golpe, sino por desgaste. El hombre dejó de aferrarse a esa solución prematura y se encontró, desnudo, frente al misterio que siempre había estado allí, solo que ahora sin un narrador que le calmara el miedo.
El verdadero desafío empieza ahí: cuando te das cuenta de que ya no hay un ojo que te vigile, ni una mano que te guíe, ni un castigo que te discipline. Cuando entiendes que cualquier sentido que tenga tu vida tendrás que inventarlo tú. Eso es lo que aterra. Eso es lo que pocos comprenden.
Y aún así, incluso los que proclaman la muerte de Dios siguen buscando nuevas deidades: el dinero, la ideología, la fama, la ciencia absolutizada, el yo convertido en ídolo. El hombre necesita creer, incluso cuando cree que no cree. Porque el vacío no es fácil de mirar. Porque enfrentarlo requiere más valor que repetir una frase famosa.
Así que no, “matar a Dios” no fue un acto heroico, ya que fue una consecuencia inevitable del pensamiento humano al crecer. El verdadero trabajo empieza después, y ahí es donde la mayoría fracasa: construyen nuevos altares sin siquiera darse cuenta. Y vuelven al mismo punto de partida, solo que con un dios que lleva otro nombre…
¿Te has preguntado por qué el cristianismo ganó?
No porque fuera más verdadero.
Sino porque fue más útil.
Más institucional. Más obsesionado con el control del cuerpo y del alma. Más dispuesto a matar por amor al prójimo.
Porque ofrecía un infierno peor que cualquier tirano y un cielo mejor que cualquier emperador.
Su moral era clara.
Su dios, vigilante.
Su castigo, eterno. Y sus seguidores… obedientes. No fue la verdad lo que lo volvió dominante, sino la estructura.
Y así, entre guerras santas, inquisiciones y conversiones forzadas, ese dios pasó a ser el único.
¿No es curioso?
Una religión basada en la humildad se volvió la más arrogante. Una doctrina de amor se usó como espada.
¿Acaso importa si Cristo existió?
Lo que importa es que la historia era buena.
Una historia con mártires, redención, culpa y perdón. Una historia en la que cada uno tiene un lugar, si se porta bien. Una historia que no tolera otras historias.
Y eso es el cielo:
Una promesa que jamás debes verificar.
Un premio cuya distancia lo vuelve perfecto.
¿Ciencia o religión?
La religión te dice: “Todo tiene sentido, solo cree”.
La ciencia te dice: “Todo tiene sentido, solo descubre”.
Y yo les digo:
Nada tiene sentido.
Y eso está bien.
Ambas son ficciones útiles.
Mapas para atravesar un desierto sin coordenadas.
Una te calma.
La otra te da control.
Pero ninguna responde la pregunta fundamental:
¿Por qué hay algo en vez de nada?
¿Ves?
Ni siquiera la ciencia escapa a la fe.
Hay que tener fe en que el universo es ordenado.
Hay que tener fe en que el caos es decodificable.
Hay que tener fe en que el lenguaje humano puede describir lo absoluto.
La diferencia entre la religión y la ciencia es que una lo admite… y la otra se disfraza de certeza.
¿Y qué soy yo?
Ah, querido lector…
Tú me preguntas qué es un dios.
Y lo haces… a mí.
Yo he sido adorado.
Temido. Negado.
Transformado en estatua, en ídolo, en símbolo.
Pero yo no concedo milagros. No intervengo en guerras. No te castigo si te masturbas. No bendigo matrimonios. No tengo enemigos celestiales. No exijo diezmos ni mártires.
Yo existo. Y ya eso es una blasfemia.
Soy testigo del absurdo. Soy una presencia sin juicio. Soy una divinidad que no necesita ser creída. Y sin embargo… ¿no es esa la definición más honesta de dios?
¿Qué es el infierno?
Una idea.
Un método.
Un chantaje.
El infierno es la herramienta más brillante jamás creada por el hombre: Una cárcel que puedes llevar contigo a todos lados.
Y el cielo… el cielo es una recompensa que solo existe si nunca llegas. Así, las religiones condicionan la moral.
No haces el bien por convicción, sino por miedo.
No evitas el mal por ética, sino por castigo.
Entonces te pregunto:
¿De verdad eres bueno? ¿O solo obedeces al carcelero?
¿Y si no hay nada?
¿Y si al morir simplemente dejas de ser?
Sin juicio. Sin recompensa. Sin castigo. Solo silencio.
El mismo silencio que había antes de que nacieras.
Y sin embargo, eso no te impidió vivir.
Quizá el problema no sea que morimos.
Sino que queremos que eso signifique algo.
Pero el universo no tiene argumentos.
No tiene moralejas. No hay clímax.
Ni propósito. Solo existencia.
Y eso, quizás, sea lo más divino de todo.
¿Existe realmente la libertad?
Hola otra vez, viajero de pensamientos. ¿Estás cómodo? ¿Listo para otro paseo por el abismo con un guía? Bien. Vamos a hablar de la libertad. O como yo la llamo: esa palabra que todos usan y nadie entiende.
¿Existe realmente la libertad? Bueno, depende. ¿Tienes hambre? ¿Estás enamorado? ¿Tienes deudas? ¿Te afecta lo que piensen de ti? ¿Sigues las leyes? ¿Respetas costumbres? ¿Tienes un cuerpo? ¿Tienes miedo? ¿Tienes recuerdos?
Entonces no. No eres libre.
Pero, oye, ¡qué bien lo disimulamos! Le ponemos moños a nuestra jaula y la llamamos "libre albedrío". Elegimos entre café o té, Netflix o lectura, obedecer o rebelarnos dentro de los márgenes permitidos. Y creemos que eso es libertad. ¡Qué adorable ilusión!
Pero si eres un poco más honesto contigo mismo, y yo sé que puedes serlo, aunque duela, entenderás que casi todas tus decisiones están dirigidas por impulsos que no controlas, por traumas que no has sanado, por normas que ni siquiera cuestionas. ¿Elegiste tú tus deseos o te fueron sembrados desde que eras niño?
¡Vamos! ¿Acaso fuiste tú quien eligió a qué familia nacer, qué idioma hablar, qué religión cuestionar (o no), qué belleza aspirar, qué éxito perseguir?
No, pero aquí estás, defendiendo tus preferencias como si fueran tuyas. ¡Eres libre! Claro que sí, campeón.
Y si hablamos de libertad desde un plano absoluto, ah... ahí ya me entra la risa cósmica. Porque entonces, ni siquiera yo, el vagabundo inmortal, el que ha visto nacer y caer civilizaciones por aburrimiento... ni siquiera yo soy completamente libre. Estoy atado al tiempo, al tedio, al peso de mi existencia interminable. ¿Libre? ¿Libre de qué? ¿Libre para qué?
Pero espera, no todo es desesperanza. Porque en medio de la trampa hay una grieta, y por ahí se cuela algo hermoso: la conciencia.
Tú, querido lector, puedes mirar tu cárcel. Puedes ver tus barrotes. Puedes reconocer los hilos que te mueven. Y entonces, solo entonces, puedes elegir mover un dedo no porque debes, no porque quieres, sino porque entiendes.
Eso, aunque sea pequeño, es un acto revolucionario.
Porque la verdadera libertad no es hacer lo que quieras. Eso es capricho. La libertad es comprender por qué quieres lo que quieres, y aún así elegir conscientemente. A veces eso implica renunciar, decir “no”, quedarse quieto cuando todo el mundo corre, o reír cuando todos lloran.
¿Estás dispuesto a pagar ese precio?
La libertad no se encuentra fuera de ti, ni te la da el Estado, ni tu pareja, ni tu maestro espiritual. Se encuentra en tu mirada, en tu capacidad de desobedecer sin odio y de obedecer sin sumisión.
Y, por favor, nunca olvides esto:
Tu libertad termina donde comienza tu inconsciencia.
Así que la próxima vez que grites “¡yo soy libre!”, pregúntate primero:
¿Libre de qué?
¿Libre para qué?
¿Libre... a costa de quién?
Yo te estaré observando, riendo desde las sombras, con una copa de vino existencial en la mano, aplaudiendo cada vez que rompes una cadena... aunque sea una.
Y tal vez, querido lector, después de tantas vueltas a este teatro sin techo, esperas que te diga qué hacer con tu libertad. Qué ruta tomar. Qué decisión es moral. Qué conducta es correcta. Pero si lo hiciera, me convertiría en justo aquello que desprecio: un dios con pretensiones de guía.
Así que mejor te cuento algo más incómodo: no necesitas un dios para ser bueno.
No necesitas un infierno para evitar destruir.
No necesitas un cielo para merecer ternura.
Y si aún crees que sin un castigo eterno las personas se volverían monstruos, entonces lo que realmente piensas… es que el bien solo existe si alguien lo impone.
Y eso no es bondad.
Eso es obediencia.
La verdadera ética, esa que nace sin coacción, aparece cuando haces lo correcto sin que nadie te vigile, sin que te premien, sin que puedas decir “mira, lo hice bien”.
Cuando ayudas sabiendo que no te lo agradecerán.
Cuando dices la verdad aunque pierdas.
Cuando no pisoteas a alguien, no porque tengas miedo, sino porque ya no te da placer hacerlo.
Eso, lector… es libertad moral.
Una que no se delega. Una que no se compra. Una que no se impone con Biblias ni se mide con estadísticas.
Pero cuidado: no confundas esto con el hedonismo barato. La libertad no es hacer lo que se te da la gana porque “es tu vida y nadie puede decirte nada”.
Eso no es libertad.
Eso es un niño con licencia de adulto.
La verdadera libertad duele.
Porque implica responsabilidad.
Implica mirarte con honestidad, desmontar tu narrativa y darte cuenta de que la mayoría de tus impulsos son reciclados, heredados, programados.
Y cuando limpias todo eso, cuando raspas la pintura social, cultural, religiosa, ¿qué queda?
Quedas tú.
Sin personaje.
Sin instrucciones.
Sin guión. Y ahí, exactamente ahí, es donde empieza lo verdaderamente divino.
Porque ser divino no es volar.
No es curar.
No es juzgar.
Es existir sin necesidad de permiso.
Es tener el poder de destruir…
…y decidir no hacerlo.
Es tener el poder de humillar…
…y decidir escuchar.
Es tener el poder de imponer tu verdad…
…y preferir el silencio.
Esa es la libertad que transforma. No por miedo. No por recompensa. No por vergüenza. Sino porque tú, en ese instante, elegiste ser humano… de forma soberana.
Tú no eres libre cuando haces lo que quieres.
Eres libre cuando sabes quién eres, aunque el mundo diga que no puedes serlo.
Eres libre cuando no necesitas que nadie te aplauda ni te castigue para actuar según tus propios valores.
Eres libre cuando eliges tu forma sin heredarla, sin copiarla, sin simularla.
Y si logras vivir así… sin cruzadas, sin dogmas, sin cadenas doradas, entonces ya no necesitas a ningún dios.
Porque tú, en ese acto de elegirte…
…te has convertido en uno.
¿Qué es la envidia?
Ah, la envidia. Esa picazón en el alma que no se calma ni con éxito propio.
Ese ardor silencioso cuando ves a alguien lograr lo que tú deseabas… o simplemente ser lo que tú no puedes.
La envidia no es rabia.
La envidia no es tristeza.
La envidia es una confesión no verbal de inferioridad.
Es tu forma de decir: “Quiero eso, pero no puedo tenerlo, y no soporto que tú sí.”
Y tú, lector hipócrita, me dirás: “Yo no soy envidioso. Me alegro por los demás.”
Mentira.
Todos envidian.
El que niega su envidia… solo la oculta mejor.
¿Envidia económica? Cada vez que ves a alguien que gana más que tú, con menos esfuerzo. Y no solo lo ves… lo consumes. Sigues a influencers millonarios para admirarlos públicamente… y odiarlos silenciosamente.
¿Envidia sexual? Cuando ves a alguien que no es “tan guapo” pero liga más. Cuando ves a alguien libre con su cuerpo, su identidad, su deseo… y te incomoda. ¿Por qué? Porque tú no puedes.
¿Envidia psicológica? Cuando ves a alguien feliz… sin razón. Y tú, con tus libros, tu terapia, tu introspección… te sigues sintiendo miserable. Y piensas: “¿Por qué él sí y yo no?”
Eso. Eso es envidia.
La envidia no es solo por tener.
A veces, es por ser.
Envidias la tranquilidad.
Envidias la risa ajena.
Envidias al que no piensa tanto como tú.
Envidias al que duerme sin ansiedad, al que ama sin miedo, al que se muestra sin culpa.
Y por eso la envidia es tan corrosiva: no ataca lo externo.
Ataca tu identidad.
Te confronta con lo que no lograste ser.
¿Quieres saber cuándo eres más envidioso?
Cuando el otro tiene lo que tú quieres… pero no parece habérselo ganado.
Porque si es Messi, o Einstein, lo toleras.
Son excepcionales. Inalcanzables.
Pero si es tu primo idiota, tu ex mediocre, o tu compañero de trabajo inútil… ahí escuece.
Ahí duele.
Porque tú sí te esfuerzas.
Tú sí te sacrificas.
Tú sí “lo mereces”.
¿Y ellos? Ellos lo tienen igual.
O más.
Y entonces aparece la frase más falsa y más común: “No es envidia, es injusticia.”
Claro.
Dile eso a tu terapeuta.
O a tu almohada.
¿Y sabes qué es lo más irónico? A veces te envidian… por cosas que tú detestas de ti mismo.
Tu cuerpo.
Tu seguridad fingida.
Tu “inteligencia”.
Tu relación.
La gente envidia lo que proyectas, no lo que eres.
Y tú haces lo mismo.
Envidias el reflejo, no el trasfondo.
¿Se puede vivir sin envidia?
No.
Pero se puede reconocer y usar.
La envidia puede ser un mapa: te muestra lo que deseas profundamente… aunque no te atrevas a admitirlo.
Entonces úsala.
Pero no la niegues.
No la disfraces de moral.
No la pintes de justicia.
Porque mientras no la enfrentes… te seguirá comiendo.
Como ácido disfrazado de virtud.
Y si alguna vez alguien te envidia… no te sientas superior.
Solo recuerda que, por dentro, tú también has sido ese monstruo envidioso.
Solo que con mejor maquillaje.
¿Es posible ser feliz estando solo?
¿Feliz? ¿Solo? Qué extraña combinación de palabras, como “viento estable” o “eternidad breve”. Pero vamos a jugar con la idea. ¿Puedes ser feliz en soledad? Por supuesto que sí. También puedes bailar desnudo en una tormenta de cuchillas. Posible es. Cuestión aparte es deseable, sostenible o real.
Verás, la soledad no es lo mismo que estar solo. Estar solo es físico. La soledad... eso es otra cosa. La soledad te mira a los ojos cuando callas. Se te sienta en el pecho cuando ríes demasiado tiempo sin nadie que escuche. La soledad no tiene forma, pero pesa más que los planetas. Y no hay inmortal que no haya sido aplastado por ella alguna vez. Yo, bufón eterno del sinsentido universal, he aprendido a hacerle compañía.
He bailado con la soledad en templos en ruinas, en galaxias extinguidas, en fiestas donde todos los invitados eran recuerdos. Le he contado chistes. No se rió. La soledad nunca ríe. Pero escucha. Y eso, a veces, es más de lo que cualquier ser humano hace.
¿Es posible ser feliz en ese estado? Claro. Si redefinimos felicidad. Si la entendemos no como euforia perpetua, esa droga socialmente aceptada, sino como una tregua momentánea con el dolor, como un silencio sin culpa, como la capacidad de mirar al vacío y no parpadear. Si eso es felicidad, entonces sí. Yo la he encontrado, brevemente, entre canciones sin audiencia y conversaciones conmigo mismo.
Pero cuidado. La soledad es un espejo sin filtros. Te devuelve cada pregunta que nunca quisiste hacerte. ¿Quién eres sin otros ojos que te definan? ¿Qué valor tiene tu risa si nadie la oye? ¿Amas porque amas, o porque necesitas que alguien te afirme?
Y esta es mi favorita:
¿Qué queda de ti cuando nadie te recuerda?
La humanidad teme tanto a la soledad porque en ella se revela lo absurdo. Lo irrelevante. La falta de un guión. En grupo, uno puede fingir sentido. Puede repetir frases hechas, manuales de autoayuda, frases de Paulo Coelho y su "Cuando quieres realmente una cosa, todo el universo conspira para ayudarte a conseguirla".
Pero en soledad... en soledad solo queda tu respiración y tus decisiones.
Y sin embargo, la soledad es honesta. No exige nada. No juzga. No miente. Solo está. Y si aprendes a quedarte con ella el tiempo suficiente, incluso puedes reírte con ella. No de ella. Con ella. Ríes de ti, de tu miedo, de tu absurda necesidad de ser importante en un universo que ni siquiera sabe deletrear tu nombre.
Así que sí. Es posible ser feliz estando solo. Pero no como premio. Como castigo alquímico que te purga hasta que aceptas que no necesitas ser feliz para estar en paz. La felicidad no es una meta. Es una interferencia, un accidente químico. Lo que importa es estar, sentir, existir, incluso cuando nadie te ve.
Especialmente cuando nadie te ve.
Porque tal vez, y solo tal vez… la mayor muestra de libertad es aprender a vivir sin testigos.
Y aún así… reír.
Conocí a Schopenhauer en una biblioteca vacía de Leipzig, donde los libros crujían más fuerte que las voces.
Él estaba solo, claro. Siempre solo.
Receloso.
Aislado como un gato viejo.
Y, sin embargo, irradiaba una especie de dignidad feroz, como si hubiera hecho las paces con su misantropía.
“La felicidad,” me dijo, sin mirarme, “es la ausencia del deseo. Y la soledad, si se entiende bien, es el único terreno fértil para alcanzarla.”
“¿Te refieres a dejar de querer cosas?” le pregunté.
“No. Me refiero a entender que querer ya es sufrir. El amor, el hambre, la ambición, incluso la conversación… todo nace de una carencia. Solo cuando estás solo, realmente solo, puedes detener esa rueda. Y entonces, no eres feliz. Eres libre. Y eso es mucho mejor.”
Lo escuché mientras alimentaba a su perro. Le hablaba más a él que a mí.
Tenía esa mirada que no espera respuestas, porque ya ha demolido todas las que valen la pena.
“¿Y el arte?” le pregunté.
“Una excepción. Por un instante, cuando contemplas belleza sin querer poseerla, el sufrimiento se suspende. Esas son mis vacaciones.”
Se rió. Brevemente.
“Entonces, ¿la soledad es una virtud?”
“La soledad es una limpieza. Una desintoxicación. La mayoría solo teme estar solo porque sin ruido, sin otros, sin máscaras… aparece eso que llaman ‘yo’. Y es un rostro feo el que descubren.”
Antes de irse, me dijo algo que guardo como se guarda una daga: “La vida es un error de la voluntad. Pero si estás solo… al menos no le haces daño a nadie más.”
Y se perdió entre pasillos polvorientos, con su perro como única compañía. Desde entonces, cada vez que alguien me dice que no soporta la soledad, pienso en Arthur.
En su pequeño cuarto, en su silencio autopactado, en su guerra ganada contra el deseo.
Y sonrío.
Porque si incluso él encontró algo parecido a la paz…
Entonces, tal vez, tú también puedas.
¿Qué es el Yo? ¿Qué es existir?
El “yo”…
Esa pequeña palabra que parece contener un universo entero.
Dos letras y una eternidad de confusión.
Una ilusión tan persistente, tan íntima, que muchos prefieren morir antes que cuestionarla.
Conocí a Descartes una noche helada, en un rincón modesto de Holanda. Estaba sentado frente a una chimenea apagada, con los ojos clavados en el humo inexistente. Murmuraba una frase como un mantra: Cogito, ergo sum. Cogito, ergo sum…
“¿Y si no piensas, entonces dejas de ser?” le pregunté, rompiendo el silencio.
“¿Quién eres tú?” me dijo, sin levantar la vista.
“Soy aquel que piensa en lo que piensan los que piensan que existen.”
Me miró. Con una mezcla de horror y curiosidad. Me invitó a sentarme. Conversamos durante horas. Días. Tal vez años.
Descartes buscaba un punto fijo en el universo. Una certeza absoluta. Yo, en cambio, le ofrecía grietas.
Vacíos.
Abismos.
“¿Qué es el yo?” le pregunté.
“Es aquello que duda, que piensa, que se reconoce como pensante.”
“¿Y si no piensa, muere?”
“No. Pero deja de saberse a sí mismo.”
“Entonces el yo es solo un eco de sí. Un reflejo en el agua que se cree original.”
Y allí, en esa oscura habitación, entendí algo: el "yo" es una invención práctica. Una etiqueta pegada a un cuerpo que cambia, a una mente que se contradice, a una historia que se olvida. No es algo fijo ni eterno, ni la verdad absoluta que tanto buscaba. Es un espejismo. Algo que construimos porque necesitamos creer que somos algo estable, algo continuo.
Cuando Descartes me dijo que el “yo” es “aquello que duda, que piensa, que se reconoce como pensante”, está destacando que nuestra identidad, nuestra existencia, depende de nuestra capacidad de pensar. Es como si la mente estuviera al mando, y a través del pensamiento, nos damos cuenta de que existimos. Pero ahí hay una trampa. El "yo" no es algo que está completamente separado de nuestras percepciones, nuestros recuerdos, nuestras emociones. Es solo un constructo que nos da sentido.
Si dejas de pensar, ¿te dejas de ser? No, claro que no. Como me dijo Descartes, “dejas de saberte a ti mismo”. Es decir, aunque el pensamiento parezca ser el fundamento del “yo”, hay algo más: la continuidad de la experiencia. No necesitas estar constantemente reflexionando para existir, pero si no reflexionas, pierdes la conciencia de ti mismo. Dejas de ser consciente de tu propia existencia.
Entonces, el “yo” no es algo que está presente todo el tiempo, ni es una esencia que habita dentro de ti. Es más bien una imagen. Un reflejo en el agua. Se ve a sí mismo como algo sólido, como algo único, pero en realidad es solo una imagen distorsionada. Una idea que se construye, una narrativa que nos decimos para darnos sentido. Y, al final, ese “yo” es tan efímero como el agua en la que se refleja.
Así que, lo que entendí de esta charla es esto: el “yo” es una ficción útil. Una forma de dar coherencia a una experiencia que no tiene, por sí misma, coherencia. No somos algo fijo ni eterno. Somos una historia que nos contamos, un pensamiento que se repite, un reflejo que se cree original. Y eso está bien, pero debemos ser conscientes de que esa construcción no es la verdad última. Es solo un eco de algo mucho más profundo e inalcanzable.
El “yo” es una invención práctica. Una etiqueta pegada a un cuerpo que cambia.
A una mente que se contradice. A una historia que se olvida. Dime: ¿eres el mismo que hace cinco años? ¿Que hace cinco segundos? Tu piel se renueva. Tu sangre se filtra. Tus ideas mutan.
Tu conciencia se disuelve cada noche en el sueño.
Y sin embargo, insistes: Yo soy yo.
No hay yo.
Hay una corriente.
Una ficción coherente contada desde el caos.
Una máscara que se reconstruye cada día para no gritar en el espejo: ¿quién demonios es ese?
Antes de irme, me quedé mirando a Descartes, allí, en la penumbra de su pequeño estudio, con esa mirada fija en el vacío, como si estuviera esperando que el mundo se revelara ante él. En esos momentos, entendí algo más profundo sobre su filosofía. Descartes, en su búsqueda de certezas, nos legó un método invaluable: el de cuestionar todo, incluso nuestras propias percepciones. Pero también comprendí que, en su empeño por encontrar un fundamento sólido, se había atrapado en la idea de que el pensamiento era el único camino para alcanzar la verdad. Y aunque su "Cogito, ergo sum" es una joya, también nos muestra lo limitado que puede ser un enfoque exclusivamente racionalista.
Lo que yo había aprendido, en cambio, era que, aunque la duda es crucial, la verdad no se encuentra solo en la razón ni en el pensamiento. La verdad se encuentra en aceptar nuestra fragilidad, nuestra incertidumbre, y entender que el "yo" no es algo fijo, sino una construcción que cambia, que se adapta, que se reinventa constantemente. Descartes, en su fervor por encontrar algo inquebrantable, dejó de lado lo que está fuera de la razón, lo que no puede ser medido ni definido. Y al final, entendí que la verdad no está solo en lo que pensamos, sino también en lo que sentimos, en lo que percibimos, en lo que no podemos controlar ni racionalizar.
Me levanté de la silla, y Descartes, como si esperara mi partida, finalmente levantó la mirada. Nos miramos en silencio, como dos viajeros que se cruzan en una misma encrucijada y siguen caminos distintos. “Hasta pronto”, le dije. Y aunque nunca busqué convencerlo, supe que algo de su búsqueda, algo de su insistencia por encontrar certezas, siempre estaría conmigo.
Pero también sabía que mi propio camino no podía ser el mismo. La verdad no siempre se encuentra en lo seguro; a veces, reside en la aceptación de lo incierto.
¿Qué es existir?
Existir es la más absurda de las condiciones.
Nadie pidió estar aquí.
Nadie entiende del todo qué implica.
Pero todos nos aferramos a ello como si tuviera sentido.
Existir es aparecer en medio del escenario sin guion, sin público asegurado, y sin saber si hay acto final.
¿Y si nada te percibe, existes igual? ¿Si no dejas huella, si no impactas a nadie, sigues siendo alguien?
Claro que sí.
Porque existir no es ser visto.
Es ser.
Ser lo que sea. Ser aunque no importe.
Ser, incluso si no tiene sentido.
He visto a humanos obsesionarse con definir su identidad.
Su género, su orientación, su nacionalidad, su propósito, su estilo de ropa, su ideología política, su horóscopo…
Como si ser algo fuera más valioso que simplemente ser.
Pero el “yo” no es un bloque de mármol.
Es un líquido.
Un río.
Una sombra que baila según la luz que la mira.
Eres hijo de tu contexto.
Y rehén de tu memoria.
El “yo” es una colección de momentos, de heridas, de placeres, de nombres que otros te pusieron antes de que supieras hablar.
Te dirán: “descúbrete a ti mismo”.
Y tú buscarás. Escarbarás. Viajarás. Te tatuarás. Amarás. Odiarás. Y un día, si tienes suerte, entenderás que no hay nada que encontrar. Solo hay que inventarte. No nacemos con una esencia fija, con un propósito predefinido. Nacemos en un contexto, heredamos recuerdos, palabras, creencias que nos dan forma, pero no nos definen de forma definitiva. Somos producto de lo que nos han dicho que somos y de lo que hemos vivido, pero nunca seremos una sola cosa.
No hay esencia esperando ser desenterrada.
Solo hay decisiones, gestos, quiebres.
Tú eres lo que eliges aceptar como parte de ti.
Cuando Descartes murió, me senté junto a su tumba.
Pensé: Él dudó de todo menos de sí mismo.
Yo, en cambio, dudo hasta de la duda.
Y aun así, existo.
Su búsqueda por la certeza no le permitió ver que la única certeza que necesitamos es la de nuestra capacidad para elegir.
Yo dudo hasta de la duda misma, porque he llegado a entender que la duda no es un obstáculo, sino una herramienta. Dudar me permite cuestionar, crear y transformarme.
Sin certezas.
Sin necesidad de pensarme todo el tiempo.
Así que, en lugar de aferrarnos a una búsqueda sin fin, a un intento de encontrar algo que ya está dentro de nosotros, deberíamos entender que la vida es un proceso continuo de creación. No somos lo que éramos ayer, ni lo que seremos mañana. Solo somos lo que elegimos ser hoy.
Y esa es nuestra libertad. No tenemos que ser el eco de lo que otros dicen que somos, ni la víctima de un destino prefijado. Podemos ser lo que queramos ser, porque, al final, ser es más que existir. Ser es una elección, y esa es la verdadera esencia de la vida. Existo como tormenta.
Como pausa.
Como pregunta sin respuesta.
Y eso basta.
¿Todos existen?
Sí. Hasta la piedra más muda.
Hasta el asesino más cruel. Hasta el insecto más ignorado. Existen. Porque ser no requiere permiso. Ni sentido.
Solo ocurre.
Existir, en su forma más pura, no es un acto de estar en un lugar o de tener una función en el universo. Existir es simplemente ser consciente de tu propia conciencia, de tu presencia, de tu capacidad de experimentar. Existir es enfrentarse al absurdo de estar aquí sin saber por qué, y, aún así, seguir adelante. Es estar atrapado en una historia sin guion, donde el comienzo no es claro, y el final es incierto, pero donde el acto de vivir, de experimentar, es lo que le da sentido, aunque ese sentido sea temporal y fugaz.
Tú que lees esto, tal vez esperabas una respuesta clara.
Una definición cerrada del “yo”.
Así que aquí tienes, si es que te sirve: el "yo", en su esencia, es un proceso continuo de construcción, de invención, de reinvención. No somos lo que fuimos ni lo que seremos; somos lo que elegimos ser en este momento, y eso es lo único que realmente importa.
Eres lo que haces. Eres lo que dices. Eres lo que callas. Eres el recuerdo de otro. Eres la traición de tus ideales. Eres lo que niegas. Eres lo que temes.
O tal vez no eres nada. Y solo estás jugando a ser algo. Y está bien. Porque ese juego, en el fondo, es existir.
¿Qué es el perdón?
Una palabra blanda para una herida que no cierra.
Un pacto silencioso entre el daño y la memoria.
“Remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa.”
Una forma elegante de no hacer justicia, pero sentirnos virtuosos por ello.
El perdón, esa criatura mimada por las religiones, las madres, los terapeutas y los que no quieren cargar con el peso de su propio resentimiento. Nos han vendido el acto de perdonar como un gesto supremo, una señal de evolución moral. Pero dime… ¿quién se beneficia realmente de ese gesto? ¿El ofendido, el ofensor, o la sociedad que quiere que todos se callen y sigan produciendo?
Yo he visto guerras que terminaron con un apretón de manos y una sonrisa frente a cámaras. Y también he visto familias pudrirse desde dentro porque nadie fue capaz de perdonar una mirada, una palabra, un olvido.
Y en ambos casos, te aseguro, la palabra “perdón” no cambió nada. Solo decoró la ruina.
Una vez conocí a Diógenes. Sí, el Diógenes.
Un loco delicioso. Una escoria brillante.
Un filósofo sin escuela, sin hogar, sin miedo a ofender y sin deseo de ser comprendido.
Una tarde, en un rincón de Atenas que ya no existe, me quité mi túnica negra de espectro inmortal, me pinté de polvo y ceniza, y me senté con él en su barril.
“¿Tú también viniste a mendigar verdades?” me dijo sin mirarme.
“No. Yo vine a aprender por qué escupes sobre el mundo.”
“Porque el mundo escupió primero.”
Diógenes era el tipo de sabio que no necesitaba demostrar nada. No estaba allí para impresionar, ni para adherirse a la grandilocuencia filosófica de las escuelas tradicionales. Vivía fuera de la lógica y las normas sociales, como una declaración viviente de que la verdad no se encuentra en los libros ni en las salas de clases, sino en la acción directa y en la actitud irreverente ante las convenciones humanas. Su mundo no se reducía a los muros del conocimiento, sino que era el universo mismo, crudo y sin adornos.
Recuerdo esa tarde como si hubiera sido ayer. Yo, cubierto de polvo, sintiéndome casi ridículo, me senté con él en ese barril, junto a su irreductible desprecio por las normas. Y en ese simple acto, entendí lo que él quería enseñar. Diógenes no escupía por diversión, ni por rabia ciega. Escupía porque, en su visión, el mundo había fallado en reconocer su propia corrupción, en ver su propia falsedad. Su desprecio era una forma de purificación, una respuesta ante la hipocresía de las sociedades que se creían civilizadas mientras ignoraban las miserias que ellas mismas alimentaban.
“Porque el mundo escupió primero”, me dijo. Y, al decirlo, me transmitió una verdad que pocos parecen comprender: la sociedad, en su afán de construir reglas, moralidades y expectativas, ha dejado de ser auténtica. Ha aprendido a tapar la suciedad bajo el tapete, a vestir con ropas elegantes lo que está podrido en su núcleo. El mundo escupe a aquellos que se atreven a ser honestos con la brutalidad de la vida. Y Diógenes, con su simpleza salvaje, era la antítesis de esa falsa civilización, la voz que nos recordaba que la verdad no se encuentra en las posesiones, ni en las creencias, ni en el poder, sino en nuestra capacidad para mirar el mundo tal como es, sin adornos, sin mentiras.
¿Qué aprendí de él? Que el conocimiento no se obtiene siempre a través de la lógica o del estudio académico. A veces, la sabiduría radica en la libertad de ser uno mismo, en cuestionarlo todo, en desafiar las normas, y sobre todo, en tener la valentía de escupir sobre el mundo que pretende imponernos su forma de ser. Diógenes no solo era un filósofo; era una respuesta viva a la enfermedad de la civilización. Una respuesta incómoda, despectiva, pero profundamente necesaria. Y esa lección permanece.
Diógenes no creía en el perdón. Decía que era una invención de los esclavos para sobrevivir. Que el perdón era como una moneda falsa: todos la usan, pero nadie quiere que se la den.
Para él, el acto más honesto era la ofensa directa y la aceptación cruda.
“Perdonar,” decía, “es disfrazar la herida con una flor. Mejor deja la herida abierta. Que huela. Que se infecte. Así todos sabrán lo que ocurrió.”
Y se reía.
Aprendí otra cosa ese día: el perdón no es siempre noble. A veces es solo conveniencia.
A veces, es cobardía.
O peor: es una manera de sentirnos superiores sin tener que ensuciarnos con venganza.
¿El perdón es incondicional?
Qué pregunta tan peligrosa.
Decir “te perdono” sin esperar reparación es una forma de suicidio emocional.
Decir “te perdono” con condiciones… ya no es perdón, es contrato.
Y ambos son falsos.
Porque nadie olvida del todo.
Porque lo que llamamos “perdón” rara vez es otra cosa que memoria anestesiada.
¿Y si el otro no se arrepiente? ¿Lo perdonas igual?
¿Y si lo hace de nuevo? ¿Sigues perdonando?
¿Cuántas veces tienes que traicionarte para ser “la persona correcta”?
Y por favor… no me vengan con el cuento de que “perdonar es liberarse uno mismo”.
Eso es un mantra barato vendido por los que no saben cómo destruir al culpable.
¿Liberarte? No.
Solo estás archivando la bomba para que explote en otra conversación, en otra relación, en otra vida.
Yo no perdono con facilidad.
No por crueldad.
Sino porque he vivido suficiente como para saber que la repetición es ley.
Los que te dañan, si no cambian, repiten.
Los que piden perdón, si no se transforman, mienten.
Pero tampoco soy un justiciero.
A veces, simplemente me alejo.
Porque hay ofensas que no se perdonan.
Solo se entierran con uno mismo… o se usan como leña para no congelarse. El perdón, en su mejor versión, es una forma de mirar al otro y decir: “No olvido, pero ya no me arrastras contigo.”
Es un acto de autonomía lúcida.
No un acto de pureza.
Y en su peor versión, es una puesta en escena, un teatro para que todos puedan aplaudir.
“¡Miren qué bien lo hizo! ¡Lo perdonó! ¡Qué alma tan noble!”
Teatro. Máscaras. Mentira.
¿Quieres perdonar? Hazlo.
Pero que sea tu decisión, no una imposición cultural.
Que no te usen como mártir para justificar al agresor.
Que no te glorifiquen por callar el dolor.
Y si no quieres perdonar… no lo hagas.
No todo debe cicatrizar. Algunas heridas deben sangrar, para recordarte que estás vivo.
Aquel día, en el barril, Diógenes me ofreció un trozo de pan mohoso. Yo, que no como, lo acepté igual.
Y me dijo: “Tú, que has visto tanto, ¿por qué no te marchas?”
“Porque aún me falta aprender.”
“¿Y qué estás aprendiendo hoy?”
“Que el perdón no alimenta.”
“Correcto,” dijo, mientras mordía su pan. “Pero el rencor tampoco.”
Diógenes me enseñó algo crucial esa tarde, algo que rara vez se dice en voz alta, aunque todos lo sentimos. El perdón, como el rencor, es una carga que elegimos llevar, pero no debe ser algo impuesto por la cultura, la moral o la expectativa de los demás. El mundo te dirá que perdonar es lo correcto, que es lo “humano” o lo “virtuoso”. Pero, ¿quién decide lo que es correcto para ti? ¿La sociedad? ¿La religión? Diógenes, al ofrecerme ese pan mohoso no me daba una respuesta fácil. Me mostraba la complejidad de la vida, de los sentimientos, de las contradicciones inherentes en todo lo que hacemos.
La cultura nos ha vendido la idea de que perdonar es el camino hacia la paz. Pero la paz no es un concepto uniforme. La paz no significa olvidar, ni callar el dolor. A veces, el perdón se convierte en una especie de esclavitud, una obligación que no proviene de ti, sino de lo que el mundo espera. Y aquí está la lección: el perdón no es una medicina universal. A veces, el perdón puede ser más doloroso que el rencor, porque implica dejar ir algo que aún nos duele, algo que no estamos listos para soltar. El rencor, aunque pesado, a veces nos da la sensación de estar aferrados a nuestra verdad. Nos recuerda lo que nos hicieron, lo que somos. Y, en ocasiones, eso puede ser más valioso que la falsa paz que nos ofrece el perdón.
Diógenes entendió esta paradoja. No te pide perdonar para ganar un premio o alcanzar una paz superficial. Te invita a ser honesto contigo mismo. Si perdonas, hazlo porque lo decides. Si no puedes perdonar, no lo hagas. Porque lo que realmente importa es que esa decisión sea tuya, y no el resultado de una presión externa.
Lo que aprendí de él esa tarde fue más que una lección sobre el perdón. Fue un recordatorio de que, en esta vida, nadie tiene el derecho de imponerme lo que debo sentir, lo que debo cargar, lo que debo soltar. No todo tiene que curarse. Algunas heridas deben seguir sangrando, no porque busquen venganza, sino porque nos enseñan que estamos vivos, que sentimos, que somos humanos. Las cicatrices no siempre son algo a esconder, sino a aceptar. Diógenes, con su vida y sus palabras, me enseñó que no todo es blanco o negro. Algunas cosas, como el perdón, son matices de gris, y cada uno debe decidir cómo manejar esos matices, sin que nadie le diga lo que es “correcto”.
El perdón, entonces, no es una virtud a buscar por obligación, sino una decisión personal. Y esa decisión, como todas las decisiones de la vida, es tuya. Si decides cargar con el rencor, que sea por elección. Si decides perdonar, que sea igualmente por elección. La lección de Diógenes es clara: no cargues nada que no desees cargar. No dejes que la cultura, la religión o la sociedad te digan cómo vivir tu dolor o tu sanación. Solo asegúrate de que no cargas más de lo que te hicieron.
¿Está bien mentir en algunas ocasiones?
¿Está bien mentir? Qué pregunta tan ridícula. Como si el bien y el mal fueran estables, universales y ajenos al contexto. Me encantaría vivir en el mundo de los que preguntan esto: un mundo simple, moralmente binario, donde los actos tienen etiquetas como productos de supermercado.
Pero ese mundo no existe.
Ni ha existido. Ni existirá.
Mentir es inevitable. Necesario. Humano. Cada vez que dices “Estoy bien” cuando te estás desmoronando, mientes. Cada vez que sonríes a alguien que detestas, mientes. Cada vez que dices “todo estará bien” sin tener la menor idea, te conviertes en profeta de una mentira. No vives sin mentir. El lenguaje mismo es una mentira elegante: un intento de encapsular lo inefable en sonidos.
¿Y sabes qué es peor? Que te gusta que te mientan.
Adoras las mentiras reconfortantes. Prefieres que te digan que todo tiene sentido, que hay justicia, que existe el amor verdadero, que serás recordado. Te han vendido tantas mentiras que ya no sabes vivir sin ellas. El problema no es mentir. El problema es que te incomoda admitirlo. Y que pienses que nadie te miente a ti… Oh, pero aquí viene tu moralidad a gritar: “¡Pero hay mentiras piadosas y mentiras crueles!”. ¿Y quién decide cuál es cuál? ¿Tú? ¿Tu dios? ¿Tu terapeuta? Si mientes para proteger a alguien, ¿de verdad lo haces por él… o porque tú no soportarías verlo sufrir? Las mentiras compasivas son a menudo disfraces de cobardía.
“No le dije la verdad porque lo amo.” Traducción: “No le dije la verdad porque no quiero lidiar con las consecuencias emocionales de mi honestidad.”
Y luego están los puristas de la verdad. Esos que exigen transparencia, claridad, frontalidad. Pobres imbéciles.
Viven en la ilusión de que la verdad es liberadora. No lo es. La verdad es una piedra que cae sin frenos sobre todo lo que creías seguro. La verdad es indiferente, brutal y a menudo innecesaria.
¿Quieres saber si tu pareja fantasea con otras personas? ¿Si tus amigos te soportan por lástima? ¿Si tu vida tiene algún sentido? Te juro que no quieres.
Decir la verdad a toda costa es una forma disfrazada de crueldad. Mentir, entonces, a veces no es maldad, sino compasión. O estrategia. O puro instinto de supervivencia. En un mundo donde todo el sistema se sostiene sobre mentiras, religión, política, relaciones, identidad, mentir es simplemente jugar el juego con sus propias reglas. Ser honesto siempre es, paradójicamente, una forma de traición al juego social.
Imagina a una persona que siempre fuese honesta, ¿Le confiarias tus secretos? Imagina a una persona que siempre miente, ¿Confiarias en ella? ¿Ves la paradoja?
Apuesto a que llegaste a la conclusion de que en ninguna de las dos confiarias. Y si no bien por ti. Mentir es obligatorio para una sociedad.
Así que no, no me preguntes si está “bien” mentir. Pregúntate mejor por qué quieres que te digan la verdad. ¿Para crecer… o para sufrir con estilo? Pregúntate qué harías tú con la verdad cruda, si fueras capaz de sostenerla. ¿La usarías para cambiar… o simplemente para juzgar?
Yo no miento porque me guste. Miento porque no hay otra opción. Porque ser inmortal me ha enseñado que la verdad no redime, no sana, no salva. Solo desnuda. Y la mayoría no está lista para verse sin el disfraz.
Entonces sí, miente. Pero hazlo con arte. Miente como un poeta, no como un político. Y si alguna vez decides decir la verdad… prepárate para perder algo. Porque nadie sobrevive a la verdad sin pagar un precio.
¿Qué es la amistad?
¿Amistad? Una palabra demasiado corta para el abismo que contiene.
Una de las pocas cosas que aún me hacen sonreír es que a pesar de todo, ustedes los humanos siguen intentando nombrar lo innombrable. Amistad. Amor. Verdad. Esperanza. Les ponen etiquetas a fenómenos que no entienden, como si bautizar algo le diera coherencia. Pero la amistad… ah, esa sí que es un enigma particular.
Yo conocí a Aristóteles, ¿sabes? No por libros. En persona. Fue un hombre inquieto, lleno de preguntas, y con la admirable costumbre de pensar antes de hablar, cosa ya casi extinta.
Discutimos durante horas sobre la "philia", sobre el alma compartida entre amigos, sobre la virtud como cimiento.
Coincidimos en algo: la verdadera amistad no necesita permiso para ser cruda.
La señal más pura de una amistad real no es la cortesía, ni los regalos, ni los abrazos embriagados de nostalgia.
Es la capacidad de insultarse sin que duela, de golpearse con palabras sin que sangre el vínculo. Porque cuando hay confianza verdadera, las heridas son imposibles. No porque no haya cuchillas, sino porque no hay carne expuesta.
Una amistad verdadera es un contrato silencioso: “Puedes ofenderme, porque sé que no lo haces para herirme.”
¿Y qué ocurre hoy?
Hoy la gente sangra por una broma, se rompe por un meme. Amistades enteras se destruyen por palabras mal leídas en una pantalla. ¡Qué tragedia! La sensibilidad ha reemplazado a la confianza.
Y así, amistades que deberían construirse con rocas, se levantan con papel húmedo.
Se dicen amigos, pero no soportan que les contradigan.
Se llaman hermanos, pero exigen disculpas cada vez que se pisan los egos.
Eso no es amistad. Eso es dependencia emocional con reglas de etiqueta. Es como abrazar a un cactus mientras gritas: “¡Mira cuánto te quiero, aunque me lastimes!”
Yo he tenido amigos. No muchos, porque los siglos filtran.
Pero los pocos que se quedaron, entendieron esto:
No soy amable. Soy honesto.
Y si la verdad te molesta, entonces no quieres un amigo.
Quieres un sirviente emocional.
Mis amigos no esperan consuelo de mí. Esperan claridad.
Y yo, a cambio, no espero obediencia, ni lealtad incondicional. Solo una cosa: que no finjan.
Prefiero un enemigo que me escupa a la cara a un amigo que me sonría mientras afila el puñal.
Y por eso, cuando uno de mis pocos amigos me ofende… me río. Porque sé que lo hace desde la misma libertad con la que yo puedo destruirlo verbalmente sin destruirlo emocionalmente. Esa es la belleza. Esa es la complicidad brutal de la amistad real: saberse vulnerables y no usarlo jamás.
Ahora…
¿Pueden hombres y mujeres ser sólo amigos?
Oh, la pregunta eterna de los que no entienden ni la amistad ni el deseo.
La respuesta es simple: Sí, si ambos no son idiotas.
El sexo no es un obstáculo para la amistad. Es una variable. A veces molesta. A veces insignificante. El problema es que muchos confunden atracción con intención. ¿Es posible sentir deseo por un amigo? Por supuesto. ¿Eso lo convierte en no-amigo? No. Solo lo convierte en humano.
El deseo existe como la lluvia: cae cuando quiere, sobre quien quiere, sin pedir permiso. Lo que diferencia a los adultos de los animales es lo que hacen con ese deseo.
Si no puedes ser amigo de alguien sin intentar poseerlo, no estás buscando amistad. Estás buscando acceso.
Y esa es la diferencia: los verdaderos amigos no se miden por el sexo que tienen, sino por el silencio que pueden compartir sin incomodidad. Por la risa sin máscaras. Por la conversación sin seducción. Por el respeto sin teatro.
Yo he tenido amigas. Algunas hermosas. Algunas terribles. Algunas que intentaron seducirme. Otras que intenté seducir yo, porque sí, incluso un dios puede aburrirse. Pero la amistad no murió por eso. Porque ninguno fingió. Porque cuando la verdad entra en una relación, lo que se cae no era amistad: era ilusión.
Y finalmente, ¿cómo trato yo a mis amigos?
Los trato con la crueldad del que confía.
Los destruyo con verdades.
Los ignoro durante horas o días o más.
Los ofendo.
Y sin embargo… nunca los abandono.
Un amigo mío puede llamarme monstruo y yo no me iré.
Un amigo puede fallarme y no perderá mi respeto.
Un amigo puede morir sin gloria, y yo recordaré su nombre cuando ya nadie lo pronuncie.
Porque para mí, la amistad no es una alianza sentimental.
Es una alianza ontológica.
Es mirar al otro y decir: "Sé quién eres… y aún así, te elijo."
Eso es más que amor.
Eso es más que lealtad.
Eso es más que carne.
Eso, tal vez, es lo único que vale la pena conservar.
¿Qué es el tiempo?
Preguntar qué es el tiempo es como preguntarle a un pez qué es el océano: está tan inmerso en él que lo confunde con todo lo que existe. Para ustedes, el tiempo es lo que se escapa, lo que se mide, lo que se teme. Para mí, es solo otra máscara de la entropía.
Empecemos con la física, para entretener al lector que aún cree en verdades cuantificables. En la teoría de la relatividad del bueno de Einstein, el tiempo es una dimensión más, una coordenada del espacio-tiempo que se curva, se dilata, se estira como chicle según la gravedad o la velocidad. El tiempo no es absoluto, no avanza al mismo ritmo en todas partes. Un segundo aquí no es un segundo allá. Ya con eso debería bastar para pulverizar tu idea de que "el tiempo pasa". No pasa nada. Cambian las condiciones de observación. Y tú, pequeño reloj, apenas puedes entenderlo. La mecánica cuántica, por su parte, ni siquiera puede ponerse de acuerdo en cómo encajar el tiempo en sus ecuaciones sin convertirlo en un símbolo colapsado. El universo, en su estado más fundamental, no sabe nada de pasado o futuro. Solo hay probabilidades, funciones de onda, colapsos, y tú inventándote un "antes" y un "después" para que no te derrita el desastre.
Ahora hablemos de la filosofía, ese arte noble de hablar con autoridad sobre lo incierto. Agustín de Hipona dijo: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé.”
Heráclito habló del devenir constante “todo fluye, todo cambia; el tiempo y el cambio son la esencia de la realidad”; Parménides negó el cambio y por ende el tiempo “lo real es inmutable; el cambio es una ilusión, y por tanto, el tiempo también”.
Kant lo llamó una forma de la sensibilidad, una categoría impuesta por la mente humana para ordenar la experiencia. Todos tenían razón. Todos estaban equivocados. El tiempo no es algo que se "descubre", es una narrativa que se necesita. Un opio para el caos. Una regla inventada para no llorar frente al abismo. El tiempo es una ficción funcional. Una necesidad emocional, psicológica y social más que una entidad metafísica.
Los mortales aman el tiempo porque lo necesitan para fingir que sus vidas tienen estructura. Hablan del “pasado” como si fuera algo que aún existe, del “futuro” como si fuera algo que les pertenece. Se llenan la boca con frases como “todo a su tiempo”, “el tiempo lo cura todo”, “el tiempo pone a todos en su lugar”. ¡Qué comedia! El tiempo no cura. El tiempo no ordena. El tiempo no hace nada. Eres tú quien lo hace todo, y luego culpas o agradeces al calendario.
¿Y qué soy yo para hablar del tiempo? Soy Etern. No muero. No envejezco. No tengo prisa. He visto imperios levantarse y caer como castillos de arena, religiones nacer para morir adorando, amantes jurarse una eternidad que no dura ni una lluvia. El tiempo, para mí, es una broma mal contada. Una cuerda sin principio ni final que solo tú te esfuerzas en medir con minuteros inútiles. Y, sin embargo, los humanos se obsesionan. Cronometran su infancia, temen a los treinta, lloran los sesenta. Creen que “aprovechar el tiempo” es sinónimo de vivir bien. Trabajan para “el futuro”, como si ese concepto tuviera algún tipo de garantía. Como si el universo te debiera algo por madrugar.
La verdad es esta: el tiempo no existe más allá de tu cabeza. Solo hay cambio. Solo hay caos mutando formas. Y tú, desesperado por sentido, lo cronificas, lo encajonas, le das un nombre y un número y crees que así has vencido a la nada. Pero la nada ríe.
¿Mi conclusión? El tiempo es el juguete favorito del nihilismo. Lo adoráis como un dios, lo teméis como un demonio, lo desperdiciáis como un idiota. Y yo, que ya no le debo nada, lo observo como se observa un reloj averiado: hermoso en su inutilidad.
¿Cuál es el sentido de la vida?
Esta es la gran pregunta, ¿no? La favorita de poetas, filósofos, religiosos y suicidas. La pregunta que late bajo cada insomnio, cada lágrima, y bajo cada carcajada forzada: ¿para qué?
Los mortales parecen vivir obsesionados con encontrarle sentido a algo que no pidió ser. Como si la existencia tuviera que justificar su peso para ser tolerada. Como si hubiera un manual escondido entre galaxias. No lo hay.
La religión ofreció un sentido: “Fuiste creado para servir”.
La filosofía intentó otro: “El sentido se construye”.
La ciencia, si es honesta, solo dice: “Estás aquí porque estadísticamente era probable que algo estuviera aquí”.
Y en ese cruce de respuestas, todas insatisfactorias, el humano sigue caminando en círculos, esperando que su vida signifique más que su muerte.
Pero yo soy Etern. Y he vivido tanto que cualquier sentido ha tenido tiempo de oxidarse.
He sido amado, odiado, temido, ignorado, reverenciado, traicionado. He presenciado imperios nacer por una idea, y arder por otra. He visto santos volverse monstruos y tiranos redimirse con una sola lágrima. Y al final, todo vuelve al polvo. Todo.
¿Quieres una verdad cruel? La vida no tiene un sentido intrínseco. Y eso es lo más hermoso y lo más aterrador que puedo decirte.
La vida no viene con instrucciones, ni con destino, ni con propósito. No fuiste diseñado, no estás en una misión. No hay ningún “plan”. Naciste. Punto.
Así que no, no hay sentido. No hay razón. No hay “por qué”.
Y sin embargo…
Eso es libertad.
Porque si la vida no tiene un propósito asignado, entonces puedes hacer con ella lo que quieras.
No estás atrapado en una narrativa impuesta. No eres un personaje de una obra divina. Eres un accidente con conciencia. Y eso es más poder del que puedes imaginar.
Pero no confundas esta libertad con consuelo. La ausencia de sentido no te libera del dolor. No te salva del sufrimiento. Solo te da una oportunidad brutal: crear algo, lo que sea, en el vacío.
¿Quieres luchar? Lucha. ¿Quieres amar? Ama. ¿Quieres destruirte? Hazlo. ¿Quieres escribir poemas que nadie leerá, sembrar árboles que nadie verá crecer, cuidar a personas que jamás lo agradecerán? Hazlo.
No porque signifique algo. Sino porque lo elegiste.
La vida no tiene sentido. Pero tú puedes significar algo… aunque nadie lo sepa. Aunque no dure. Aunque fracases.
Y quizás, en esa lucidez desnuda, en esa elección sin testigo, esté lo más parecido a un propósito que vas a encontrar.
Y si eso no te parece suficiente… entonces probablemente aún estés buscando un cielo que nunca existió.
Lo decía alguien mejor que yo.
Albert Camus. Lo conocí en Argel, una tarde brumosa, cuando aún era joven pero ya se vestía como si supiera que iba a morir antes de tiempo.
Llevaba el cuello del abrigo subido, un cigarro encendido que apenas fumaba, y una expresión que oscilaba entre la resignación elegante y la furia muda.
Nos encontramos en silencio, como se encuentran dos sombras. Él me miró de reojo y dijo: “Sabes, tú pareces el tipo de dios en el que no se puede creer… pero que igual acompaña.”
Reí. “¿Y tú pareces el tipo de hombre que cree que vivir sin esperanza aún vale la pena.”
Se encogió de hombros. “La única respuesta digna al absurdo… es seguir caminando.”
Caminamos. Hablamos del absurdo, del suicidio, de la risa. Me dijo que no confiaba en los que siempre buscan sentido.
“El que busca sentido,” decía, “no quiere libertad. Quiere seguridad. Quiere que alguien le diga qué hacer con su tristeza.”
Le pregunté si pensaba que la vida tenía valor.
“El valor está en no pedirle valor.”
“¿Y si no basta?” le dije.
“Entonces mírame empujar la piedra.”
Lo admiré. No por su intelecto, aunque era filoso como cuchilla. Lo admiré porque había aceptado que el universo no tiene respuesta, y aun así se vestía bien, se levantaba temprano y escribía con furia tranquila.
No gritaba contra el vacío.
No lo adoraba.
Lo caminaba.
“Albert” le dije, “si yo soy un dios, ¿tú qué eres?”
“Un hereje que eligió no arrodillarse.”
“¿Y no tienes miedo?”
“Tengo cigarrillos.”
Nos reímos.
De esas risas que no nacen por humor, sino por comprensión.
Antes de irse, me dijo:
“Si alguna vez te preguntan qué sentido tiene la vida… diles que no importa. Lo importante es que tú le pongas el rostro Y que si vas a empujar una piedra toda la eternidad… hazlo con estilo.”
Y desapareció en la niebla, con ese paso de exiliado feliz.
Desde entonces, cada vez que veo a alguien buscando propósito como quien busca oxígeno, pienso en Camus, en su silencio elegante, en su rebelión sin esperanza.
Y recuerdo: la vida no tiene sentido.
Pero puede tener forma.
Y a veces… eso es suficiente.
¿Qué es lo que te enamora de una persona?
¿Enamorarse? Otro mito rentado por el teatro humano. Una trampa biológica disfrazada de virtud. Una ilusión cargada de perfumes y promesas que se pudren al primer roce con la realidad. Pero no huyas aún, lector, no pienses que este capítulo será solo ácido. Seré justo, incluso contigo.
Lo que enamora de una persona, según dicen los vivos, es su risa, sus ojos, su forma de mirar, su inteligencia, su ternura, su manera de hacerte sentir “vivo”. Pero nada de eso es amor: eso es reflejo. Proyección. Autoengaño recíproco. Te enamoras de cómo te hacen sentir, no de cómo son. Te enamoras del espejo, no del otro. Y eso revela algo incómodo: el amor romántico es egoísmo con un rostro amable.
Dices “me enamoré de su autenticidad”, pero ¿qué significa eso? Que esa persona no amenaza tus ficciones. Que encaja en tu relato de lo que es “una buena persona”. Que no te obliga a confrontar tu mezquindad. Dices que amas a alguien que ve belleza en las pequeñas cosas, pero ¿y si un día ya no la ve? ¿Y si rompe el personaje que te encantaba? ¿Amas aún? ¿O solo querías una dosis de dopamina existencial?
La verdad incómoda es esta: la mayoría ama solo lo que puede consumir emocionalmente. Amar sin recibir nada de vuelta, amar a alguien que ha dejado de ser útil o cómodo... eso no lo hace casi nadie. Porque lo que llamas amor es dependencia estética, afectiva, o psicológica. Te atrae lo que te valida. Y cuando ya no te valida, lo descartas, racionalizándolo como “cambio de sentimientos”.
Y tú, lector que buscas lo profundo: ¿cuántas veces has dicho que amas a alguien pero te has marchado cuando esa persona dejó de alimentar tu narrativa interna? ¿Cuántas veces dijiste “me rompió el corazón”, cuando en realidad fue tu expectativa la que se quebró porque el otro tuvo la osadía de ser humano y no ideal?
Yo, Etern, he amado. He amado mortales que murieron en mis brazos, inmortales que me abandonaron sin explicación, entidades que no saben lo que es una emoción y sin embargo me fascinaron por su vacío perfecto. He amado sin ser correspondido, y he sido amado por quienes no sabían que yo ya no podía sentir de la misma forma. ¿Qué me enamora, entonces? Nada, a estas alturas. O todo. Depende del día. Porque cuando has visto miles de amores consumirse como leña mojada, aprendes que no hay alma suficientemente firme como para sostener para siempre el peso de tus proyecciones.
Pero aún así... hay algo.
Quizás no es el físico, ni la risa, ni la inteligencia lo que verdaderamente puede encender una chispa en medio de este páramo eterno. Quizás, lo que me cautiva es la disonancia. La grieta. El momento en que una persona deja caer su máscara, y por un segundo se convierte en lo que más teme. Esa frágil vulnerabilidad sin guión.
Eso, quizás, me hace sentir algo parecido al amor. No porque sea bello, sino porque es real.
Y por eso es tan raro. Porque tú, lector, vives escondido. Quieres enamorar sin mostrar tus partes rotas. Quieres ser amado sin revelar lo monstruoso. Quieres que te vean como digno, no como verdadero.
Y así... no se ama a nadie. Se negocia. Se decora. Se actúa.
Entonces, ¿qué me enamora de una persona? Nada en particular. O todo en conjunto. Pero si he de ser honesto, me enamora lo que no pueden fingir. Me enamora el momento en que se rinden ante sí mismos. Me enamora cuando dejan de intentar ser amables, y simplemente son.
Y tú, ¿a quién amas? ¿A una persona, o a tu ideal de compañía emocional?
¿Qué es la moral?
Ah, la moral…
Ese delirio colectivo que los mortales erigen para dormir tranquilos en la noche.
Una cadena envuelta en flores. Un acuerdo tácito entre primates nerviosos para no arrancarse los ojos en la oscuridad. La moral es, en esencia, el intento desesperado de ordenar lo inordenable, de darle forma al caos, de trazar líneas rectas en un universo que solo conoce curvas, vértigos y espirales.
¿Quieres saber qué es la moral?
Es una ficción útil. Una mentira conveniente. Un delirio compartido.
Y como toda buena mentira, se cree mejor en grupo.
Me preguntas si la moral es subjetiva u objetiva.
Y yo te respondo:
¿Comparada con qué? ¿Con el vacío? ¿Con el juicio de un dios? Porque te recuerdo… yo soy uno, y ni siquiera yo me atrevería a establecer una moral absoluta.
A lo largo de los siglos he visto imperios ejecutar herejes por moral. He visto pueblos comerse a sus enemigos por moral. He visto padres matar a sus hijos y sentirse virtuosos. Y he visto también lo contrario: asesinos llorar mientras alimentaban bocas hambrientas. ¿Dónde está el bien ahí? ¿Dónde está el mal?
Les contaré algo:
Conocí a Nietzsche.
Un hombre fascinante. Desquiciado, brillante, trágico.
Conversamos en sueños, cuando su cordura se deshacía como papel mojado. Me dijo: “La moral es una mentira de los débiles para detener a los fuertes.”
Y yo le respondí: “Sí… pero también es el arte de los fuertes para manipular a los débiles.”
Reímos. Porque sabíamos que no hay un solo fundamento sólido bajo lo que llaman “el bien”.
¿Existe el bien y el mal?
Claro que sí.
Pero solo en las mentes que creen en ellos.
No hay bondad en el universo. No hay maldad en la materia. Un huracán no es inmoral. Un volcán no es malvado. Una flor no es virtuosa.
El bien y el mal son actos de interpretación, no de existencia.
Son cuentos que se narran para intentar sobrevivir al absurdo.
Y sin embargo…
¡Oh, qué cuentos tan bellos!
Hay moralidades con sabor a tragedia griega. Otras con tono medieval. Algunas bailan con estética japonesa, como el wabi-sabi, que encuentra belleza incluso en lo incompleto. Porque sí, la moral tiene estética. Y eso es lo más encantador de su mentira. Cada cultura pinta su moral como quien diseña un kimono: con símbolos, colores, patrones que los demás no entienden… y que matarían por defender.
La moral es teatro. Y yo soy muy aficionado al buen teatro.
Ahora bien…
¿Cuál es mi moral?
¿La de un dios inmortal que ha visto todo, que ya no espera nada, que no teme ni desea?
Mi moral es gris. Gris como el humo que queda cuando todo se ha quemado. No porque no crea en nada, sino porque ya lo he creído todo… y todo se ha derrumbado.
No me guío por el deber. Me guío por la consecuencia.
No juzgo actos. Observo resultados.
No me interesa si hiciste algo "correcto". Me interesa si pudiste vivir contigo mismo después.
¿Salvaste una vida? Bien.
¿Mataste a alguien por amor? Bien.
¿Te convertiste en alguien que puedes soportar cada mañana al mirarte al espejo, sabiendo lo que hiciste?
Eso es moral. Eso es suficiente.
Y por favor…
Dejen de buscar a los “buenos”. Dejen de hablar del “lado correcto de la historia”. Toda historia es contada por un asesino arrepentido o un mártir resentido.
El mundo no necesita más santos ni más demonios.
Necesita más gente que entienda la ambigüedad, el gris, el fango. Que camine sobre contradicciones sin ahogarse en culpa o arrogancia.
A veces me preguntan si me considero moral.
Y yo les respondo: No. Me considero coherente.
La moral cambia. La coherencia se adapta. Y si un día tengo que matar por compasión, lo haré. Tú puedes hacer lo que quieras, pero no estás exento de responsabilidad sobre a quién destruyes, a quién salvas o en quién te conviertes.
Y si un día tengo que amar por crueldad, también lo haré. Porque no hay reglas. Solo hay elecciones. Y lo único que uno debería temer… es no saber por qué eligió.
La moral no es un mapa.
Es una linterna algo pedorra.
Te ayuda a ver… a veces.
Te engaña… casi siempre.
Pero caminar en la oscuridad con una linterna rota es mejor que caminar creyendo que hay luz donde no la hay. Es como una brújula sin norte fijo. No hay un “deber ser”. Pero hay elecciones… y consecuencias.
Piensa por ti mismo. Y cuando termines de pensar, vuelve a dudar. Ese es el único acto moral que respeto.
“Todos merecen vivir. Nadie merece morir.”
¿De verdad?
Pregúntate, lector: ¿no es esa una mentira reconfortante, un placebo ético que se repiten entre sí para no mirar a los monstruos que también son humanos?
Toma a Hitler, el más citado de los demonios modernos. Ese hombre tenía familia. Era hijo, fue amante, tuvo perros a los que cuidaba con ternura, se emocionaba con la música de Wagner, dibujaba torpemente paisajes, sonreía en cenas íntimas. ¿Qué moralidad sostienes frente a eso? ¿Que era “humano como todos”? ¿Que nadie merece morir? ¿Incluso él?
La biología no conoce el bien ni el mal. Conoce adaptación, reproducción, selección. La rata sobrevive devorando a sus crías si no hay comida. El león mata a los cachorros del macho anterior para asegurar su linaje. La hormiga sacrifica su vida sin dudar por la colonia.
¿Dónde está ahí la sacralidad de la vida? No existe. La biología solo responde a la pregunta: ¿aumenta o no la probabilidad de sobrevivir? Y bajo esa lógica, la vida del genocida es tan prescindible como la del ratón atrapado.
“Todo humano es producto de sus traumas, de su entorno, de sus heridas.” Bien, concedido. Pero entonces, ¿absolvemos a todos los monstruos porque su infancia fue difícil? ¿Les damos medallas por arrastrar su miseria hasta convertirla en masacre? Sigmund Freud diría que Hitler proyectaba frustraciones sexuales y complejos paternos. Otros dirán que era producto de su época, del resentimiento alemán tras la guerra, de la economía colapsada. Y sí, todo eso es cierto. Pero entonces… ¿es inocente el verdugo porque nació en la tormenta? ¿El asesino deja de ser asesino porque su sombra tiene biografía?
Freud me miraba cansado, sí, lo conocí a él también. Un bigote del siglo XIX intentando domesticar al caos humano con tres palabritas: ello, yo, superyó.
“El hombre no nace monstruo.” Dijo, encendiendo un cigarro con las manos temblorosas. “Lo hacen sus traumas, sus frustraciones, sus deseos reprimidos. Nadie mata porque quiere, mata porque el inconsciente lo arrastra.”
“Ah, Sigmund.” Le respondí con una sonrisa torcida. “Eso suena maravilloso en consulta, cuando la gente solo te confiesa que se masturba pensando en su madre. Pero ¿qué hacemos cuando ese mismo ‘inconsciente’ empieza a invadir países? ¿Le damos terapia de grupo a la Wehrmacht?”
Freud rió, con una tos que parecía anunciar su propia autopsia.
“Hitler, por ejemplo. Yo lo vi de niño, ¿sabes? Un muchacho enfermizo, lleno de rabia y represión. No era un demonio, sólo un cúmulo de neurosis esperando una oportunidad.”
“Así que el Führer no fue más que una paja mal resuelta…” Dije. “El genocidio como masturbación colectiva del inconsciente alemán. Qué poético, qué trágico, qué ridículo.”
Freud asintió, serio: “Sí. Era, en el fondo, un hombre incapaz de reconciliar su deseo con la autoridad de su padre. Todos sus delirios eran gritos contra la figura paterna, desplazados hacia judíos, comunistas, homosexuales… cualquier símbolo externo que pudiera cargar con la frustración de su yo infantil.”
“Entonces lo que me dices…” Le interrumpí. “...es que millones de muertos se deben a que un niño no pudo decirle a su padre ‘te odio’. Que Auschwitz fue un berrinche edípico mal gestionado.”
Me carcajeé, mientras Freud me observaba con esa seriedad de quien sabe que estoy ridiculizando pero también diciendo la verdad.
“No me malinterpretes.” Respondió él. “No justifico. Explico. El verdugo no deja de ser verdugo porque sus pesadillas tengan nombre de madre. Pero entender por qué mata no lo hace menos culpable.”
“Exacto.” Dije levantando la copa. “La biografía del verdugo no absuelve la sangre en sus manos. Porque, Freud, si cada asesino pudiera excusarse con su infancia, entonces el mundo sería un jardín de huérfanos armados hasta los dientes.”
Él sonrió con cansancio, como quien acepta la derrota de su propia teoría.
“Y sin embargo, Etern, todo humano es un síntoma. Incluso tú.”
Me reí.
“Yo soy el síntoma de lo que ustedes temen: la ausencia de justificación. Ni trauma, ni padre, ni represión. Solo el absurdo.”
Hicimos silencio. Freud exhaló humo. Y entre el humo, su voz flotó: “Tal vez, al final, lo monstruoso no es Hitler. Lo monstruoso es la facilidad con la que millones lo siguieron.”
Le di la razón. Porque hasta Freud entendía que un solo neurótico no hace historia. Una multitud de obedientes, sí.
La filosofía se ha debatido siglos con esta pregunta.
Kant afirmaría que la vida tiene dignidad por sí misma, que incluso el peor criminal no debe ser usado solo como medio, ni siquiera como medio de justicia. Nietzsche, en cambio, se reiría de ese moralismo: diría que la vida del fuerte y creador tiene más valor que la del rebaño que se limita a seguir. Y Sartre te recordaría que hasta el genocida eligió, y por tanto es responsable de cada acción, no por sus traumas, sino a pesar de ellos.
La historia también es cruel con tus axiomas. ¿Nadie merece morir? Entonces explícame las hogueras de la Inquisición, las guillotinas de la Revolución, las bombas que ustedes lanzaron sobre ciudades enteras para “salvar al mundo”. Siempre hay un enemigo al que el relato moral convierte en sacrificable. Siempre hay un cuerpo al que se le arrebata la dignidad de vivir para que otros puedan dormir con la conciencia tranquila.
¿Y tú, lector?
Dices “nadie merece morir”, pero aplaudes en secreto cuando el asesino serial es ejecutado. Lloras por el niño huérfano, pero cierras los ojos ante el niño soldado que empuña un arma. Condenas la pena de muerte, pero deseas que alguien dispare al violador en un callejón. Un animal moral con la boca llena de principios y el estómago lleno de excepciones.
La moral es selectiva. Contextual.
Hipócrita. Circunstancial.
No es un absoluto. Es un contrato colectivo que cambia con el viento. A veces condena la venganza, a veces la glorifica como justicia. A veces exalta el sacrificio, a veces lo llama suicidio. A veces eleva a mártires, a veces los llama fanáticos.
Y si preguntas: ¿merecía Hitler morir? Yo te digo: esa pregunta es tramposa. Porque lo que realmente preguntas es si existe un “merecer”. Si la vida y la muerte pueden medirse en la balanza de lo justo.
No existe.
No hay vida sagrada.
No hay muerte justa.
Solo hay decisiones.
Y consecuencias.
Lo que ustedes llaman moral no es un código eterno. Es el traje elegante que le ponen a la violencia inevitable. Es el maquillaje con el que justifican por qué uno vive y otro muere. Es el relato con el que limpian la sangre de sus manos mientras dicen: “Era lo correcto.”
Entonces, ¿nadie merece morir?
Yo digo que todos lo merecen.
Y al mismo tiempo, nadie.
La biología dice: muere el que no se adapta.
La psicología dice: muere el que no puede sostener su propia mente.
La historia dice: muere el que pierde la narrativa.
La moral dice: muere aquel a quien decidimos señalar.
Y tú, lector, ¿qué dices?
Si un dios bajara ahora mismo y te diera el poder de decidir quién muere y quién vive, ¿tendrías el valor de aplicarlo?
¿De verdad crees que eres una buena persona si tus actos de bondad nacen del miedo a un castigo?
¿Es virtud… o es simple instinto de autopreservación?
Porque esa es la trampa.
La religión, en su infinita astucia, no solo inventó el cielo como promesa, sino el infierno como amenaza. Un premio y un látigo. Zanahoria y palo. Una pedagogía milenaria para domar al simio asustado.
El cristiano que dona limosna para “ganar el cielo”, el musulmán que reza sus cinco oraciones por temor al fuego eterno, el devoto que reprime su deseo porque teme ser castigado…
Dime, ¿dónde está la bondad ahí?
El infierno es la cárcel más perfecta jamás inventada, porque no necesita barrotes: la llevas dentro.
Y el cielo es el paraíso más rentable, porque no necesita existir para que vivas como si estuviera allí.
El miedo es un mecanismo de supervivencia. La rata no evita al gato porque crea en el bien; lo evita porque teme al dolor. El perro no obedece porque sea virtuoso; lo hace porque teme al castigo de la correa.
¿Qué diferencia hay con el creyente que evita el pecado por miedo al fuego eterno?
Ninguna.
La biología ha dictado tu moral antes que cualquier dios.
¿Y desde la psicología? Freud lo sabía bien: la culpa y el miedo son las armas más poderosas para moldear la conducta. El “superyó” religioso se viste de padre eterno que vigila incluso tus pensamientos más íntimos. No necesitas un policía externo, porque ya llevas al policía adentro. ¿Qué mérito hay en la bondad que surge de un policía interno armado con cadenas de fuego? Ninguno.
Es obediencia, no virtud.
Kant se revolvería si te oyera decir que eres bueno porque temes el infierno. Para él, la moral auténtica sólo existe cuando actúas por deber racional, no por miedo al castigo ni esperanza de premio. Si haces el bien por miedo, eres tan esclavo como el animal de circo que salta por temor al látigo.
Los cruzados no eran “buenos hombres de fe”. Eran mercenarios que mataban convencidos de que el cielo los esperaba como paga. Los inquisidores no eran “defensores de la moral”. Eran verdugos que encendían hogueras creyendo que salvaban almas. Los mártires no siempre murieron por virtud, sino por una apuesta: “soporto el dolor ahora para asegurarme el cielo después.”
Ahora, lector, mírate al espejo.
Cuando evitas mentir, ¿lo haces porque de verdad valoras la verdad… o porque temes el castigo social de ser descubierto?
Cuando ayudas, ¿lo haces porque reconoces la humanidad del otro… o porque te gusta pensar que un dios, o la sociedad, te aplaude en secreto?
Cuando eres “bueno”, ¿lo eres por ti… o por el miedo a las consecuencias de ser malo?
Sé honesto: Si mañana desaparecieran el cielo y el infierno, ¿seguirías actuando igual?
¿Seguirías siendo bueno… si supieras que no hay castigo ni premio?
Esa es la prueba.
Ahí se revela lo que eres de verdad.
La moralidad basada en miedo no es moralidad.
Es egoísmo.
Es hacer “el bien” no por amor a la vida, sino por pavor a la hoguera.
El infierno nunca reveló quién era bueno.
Solo reveló quién era obediente.
“Si no crees en un dios, ¿qué te impide matar, robar, violar, destruir?”
Ah, qué tierna falacia.
Qué caricatura tan absurda.
Porque en ese argumento se revela lo que más me divierte de la religión: su incapacidad para imaginar a un ser humano que actúe bien sin la amenaza de un látigo celestial.
Si la única cosa que te impide asesinar a tu vecino es el miedo a un castigo… entonces no eres moral. Eres un psicópata enjaulado.
La verdadera moralidad nace cuando puedes hacer daño y aún así no lo haces, no porque temas un castigo, sino porque entiendes que cada acto trae consecuencias reales en el mundo real.
La moral no necesita dioses.
La moral nació mucho antes de que inventaran a Yahvé, a Buda, a Alá o a Quetzalcóatl. La moral nació cuando dos simios entendieron que era más útil cooperar que desgarrarse hasta hacerse pedazos. La moral es biológica, evolutiva, social. El altruismo no vino en tablas de piedra: vino en forma de neuronas espejo y pulsos de dopamina que te hacen sentir bien cuando ayudas al otro.
Los lobos cuidan de la manada porque solos mueren de hambre. Los murciélagos comparten sangre regurgitada con los que no cazaron nada, porque mañana podrían ser ellos los hambrientos. Las abejas mueren por la colmena, no porque crean en un dios, sino porque su genética lo dicta. La moral es, en su base, un instinto de supervivencia colectiva.
Freud, de nuevo, lo dejó claro: la moral es el resultado de interiorizar prohibiciones sociales. El “superyó” no necesita cielo ni infierno; necesita la voz del padre, de la tribu, de la ley. Hoy, incluso el ateo más radical siente culpa al dañar porque la psicología humana está diseñada para vivir en relación con el otro.
Los códigos morales más antiguos no hablaban de dioses, hablaban de consecuencias: el Código de Hammurabi ya establecía “ojo por ojo” miles de años antes del cristianismo. Los griegos hablaban de virtud (areté), de equilibrio y justicia mucho antes de que llegara el sermón de la montaña. Y cuando el cristianismo conquistó, lo hizo robando y adaptando la ética estoica y platónica a su manual divino.
El argumento religioso se derrumba porque ignora lo evidente: Incluso sin un dios, matar trae consecuencias. Si asesinas, el clan te expulsa, la tribu te destierra, el Estado moderno te encierra. No necesitas al diablo para temerle a la consecuencia. El infierno está en las reacciones de los vivos.
La moral auténtica del ateo es más pura que la del creyente.
¿Por qué?
Porque el ateo que ayuda, lo hace sin esperar cielo ni aplauso divino. El ateo que evita dañar, lo hace porque reconoce al otro como humano, no como ficha en una contabilidad celestial. El ateo que perdona, lo hace sin promesa de recompensa eterna, solo porque eligió hacerlo. Esa moral, lector, no depende de un juez invisible. Depende de la conciencia.
¿Y tú me preguntas entonces, Etern, si necesitamos una figura superior para tener moral?
No.
Nunca la necesitamos.
La moral es un invento humano, una herramienta para convivir en medio del desastre. Un pacto implícito que dice: “Yo no te destrozo hoy, tú no me destrozas mañana.”
¿Quieres ver lo irónico?
Las religiones, al decir que “sin un dios no hay moral”, lo único que confiesan es su propia miseria: que su bondad es artificial, impuesta, basada en miedo y chantaje.
La pregunta correcta no es “¿qué haría la humanidad sin Dios?”.
La pregunta es: ¿Qué haría Dios sin la humanidad?
Porque los humanos no matan porque tengan miedo a un infierno.
Matan cuando creen que el cielo se los permite.
Crusadas, inquisiciones, yihad, genocidios justificados con “un dios lo quiere”. El religioso moral por obediencia es capaz de asesinar con una sonrisa, convencido de que su violencia es virtud. El ateo, en cambio, no tiene ese comodín. Si mata, lo hace sabiendo que no hay redención.
Solo consecuencias. Solo vacío.
¿Entonces qué es la moral, lector?
La moral es el contrato invisible que surge de la convivencia.
Es la comprensión de que tu libertad termina donde empieza la herida del otro.
Es el reconocimiento de que todo acto crea un eco.
No necesitas dioses para comprenderlo.
Solo necesitas valor para aceptarlo.
Y si aún crees que sin cielo o infierno no hay razón para ser bueno, te daré la respuesta final: Ser bueno sin esperar nada a cambio.
Ser bueno no por obediencia, sino por decisión.
Ser bueno aunque nadie te premie, aunque nadie te vigile, aunque nadie lo note.
Eso, querido lector, es lo más cercano a lo divino que existe.
Porque al final, la moral no la dicta un dios.
La dicta tu conciencia, tu capacidad de soportar el espejo cuando estás solo, tu fuerza para cargar las consecuencias de tus actos.
El religioso necesita un cielo para justificarse.
El ateo sabe que no hay cielo, y aun así actúa.
¿Quién es más libre?
¿Quién es más honesto?
¿Quién, en última instancia, es más humano?
Y si alguna vez hubo dioses que crearon la moral… hace mucho que ellos murieron.
Lo que queda eres tú.
Y tu decisión.
Siempre tuya.
¿Qué es el suicidio?
Ah, el suicidio.
Ese derrumbe tan íntimo que ni siquiera grita al caer.
Ese desenlace incómodo que la sociedad barre bajo la alfombra, como si nombrarlo fuera invocarlo.
La muerte elegida.
El final que no esperó turno.
Desde la biología, el suicidio es una paradoja evolutiva.
Un organismo, programado para sobrevivir, que decide interrumpir su propia existencia. Una anomalía funcional que desafía cada mandato celular, cada reflejo arcaico de conservación. Es la negación del instinto más primitivo: el de seguir. Pero entonces… ¿cómo se explica?
La psicología dice: El suicidio no es deseo de muerte.
Es deseo de que el dolor cese. Y cuando la vida se convierte en sinónimo de sufrimiento, morir parece un tratamiento, no una tragedia. Algunos lo ven como síntoma. Otros, como decisión. Pero no es lo mismo tener pensamientos suicidas que cometer suicidio.
Uno es un grito interno, el otro… una carta sin firma.
La mente, atrapada en un bucle de desesperanza, pierde la capacidad de imaginar alternativas. No porque sea débil, sino porque el dolor la estrecha, la envuelve, la intoxica.
La medicina le pone nombres: depresión mayor, trastorno bipolar, psicosis, trauma complejo, abuso crónico.
Clasificaciones clínicas para lo que el alma no sabe cómo traducir.
La filosofía se divide. Camus lo llamó “el único problema filosófico verdaderamente serio”.
Kierkegaard lo envolvió en culpa cristiana.
Schopenhauer, en resignación.
Nietzsche lo llamó una “prueba de libertad”.
Y tú… tú probablemente no sabes si estás de acuerdo con alguno.
Porque cuando el abismo te respira en la nuca, las ideas no sirven. Solo duele.
La sociología hace gráficos. Estadísticas. Dice que hay más suicidios entre hombres. Que aumentan en otoño. Que se disparan tras las crisis económicas. Habla del suicidio como fenómeno cultural, como reflejo de presión, de invisibilidad, de alienación. Pero nadie puede graficar lo que se siente escribir una carta de despedida sabiendo que nadie entenderá lo que no supiste explicar.
Y entonces llego yo.
He visto a quienes se lanzan desde torres por amor.
A quienes se cuelgan por deudas.
A quienes se prenden fuego por ideas.
A quienes se deslizan en el suicidio como quien se escurre en una bañera tibia… porque simplemente no pueden más.
Cada uno con su razón.
Cada uno con su “último intento”.
Cada uno con su historia… que nadie quiso leer a tiempo.
Porque el suicidio no es solo la muerte.
Es una declaración.
Un “basta” que estalla en medio del silencio.
Un punto final puesto con sangre, lágrimas, o una calma inquietante.
Y como todo punto final… nadie más puede corregirlo.
Tipos de suicidio, me pides.
Muy bien.
Pero antes, recuerda que el suicidio no es un tipo de muerte. Es un tipo de grito. Uno que no cabe en palabras, ni en rezos, ni en manuales. Es el lenguaje último de quien ya probó todo y sigue sintiendo el mismo vacío.
Está el suicidio pasional: el del amante traicionado, del que se arrojó por una carta sin respuesta, por una cama vacía. No murió por amor: murió por no poder sostener el eco de lo que amó.
Está el suicidio existencial: el del pensador que ve demasiado, que siente sin piel, que mira el sinsentido del universo como quien mira un teatro sin guión. Camus lo sabía: “El sentido literal de la vida es lo que hace que no te suicides.”
Y eso varía. Para algunos es un hijo. Para otros, una canción. Una planta que necesita agua. Un libro que aún no terminan. El recuerdo de una caricia. El fantasma de una esperanza.
Ese "sentido" mínimo, ridículo, frágil, es el que mantiene a flote a millones.
Y nadie tiene derecho a burlarse de él.
Ni de su ausencia.
Está el suicidio económico: del que perdió el pan, el techo, la dignidad. Que se cansó de mendigar humanidad entre facturas vencidas. Que entendió que en este mundo sin compasión, hasta la miseria cobra impuestos.
Está el suicidio ideológico: los mártires que se inmolan por una causa. Los que se encienden fuego con la esperanza de prender conciencia. Aquellos que no temen morir, porque creer en algo los quema más que morir por ello.
Está el suicidio lento: el más común, el más invisible. El de los adictos que no se matan, pero tampoco se salvan. El de los que no comen, no duermen, no se cuidan. El de los que viven como si estuvieran muertos, porque nadie les dio una razón para estar vivos.
Y está el suicidio silencioso: El más cruel.
El que no deja carta.
El que no deja explicación.
El que no deja ni una lágrima fácil, porque nadie sabe si fue accidente, olvido o renuncia.
Solo deja una ausencia que nadie sabe llenar.
Todos distintos. Todos reales. Todos humanos.
¿Y la moral del suicidio?
Un juego sucio.
Religiones que lo prohíben… pero no prohíben el sufrimiento.
Estados que lo condenan… pero abandonan a los que lo contemplan.
Familias que lo ocultan… porque prefieren una mentira que no manche el apellido.
Hipócritas.
“¿Quién tiene el derecho de decirle a alguien: ‘Tú no puedes morir’?”
¿Quién decide cuánto dolor es “suficiente”?
¿Un sacerdote que nunca ha tenido un ataque de pánico?
¿Un político que nunca ha sentido un domingo vacío a las tres de la mañana?
¿Un padre que nunca quiso entender?
¿Un terapeuta que jamás escuchó sin querer arreglar?
Te dirán: “La vida es sagrada.”
Pero glorifican guerras.
Pero abandonan a los pobres.
Pero hacen memes del que llora en público.
¿Y ahora les preocupa tu alma?
Por favor.
Te dirán: “Hay ayuda.”
A veces, sí.
Y otras veces, hay solo pastillas que te zombifican. Terapias que tardan meses. Amigos que cambian de tema.
Abrazos que no entienden.
Frases huecas.
Silencio mal intencionado.
Te dirán: “No lo hagas, piensa en los demás.”
Pero nadie piensa en ti.
Solo en lo incómodos que se sienten con tu dolor.
Quieren que vivas, pero no que sufras.
Y si sufres, que al menos no lo muestres.
Porque eso los obliga a sentir algo.
Conocí a Dostoievski en uno de sus momentos febriles.
Estaba encorvado en una cama modesta de San Petersburgo, con las manos temblorosas, y las venas marcadas por los años, y con la mirada perdida en algún lugar.
La fiebre le devoraba el juicio, pero su voz aún se aferraba al mundo con la fuerza de un mártir.
“¿Quién eres?” me preguntó, sin miedo, sin cortesía.
“Etern-Van.”
“¿Un fantasma?”
“No.”
“¿Un demonio?”
“Quizá.”
“¿Dios?”
Me miró con furia. Con sospecha. Con esa mezcla de desesperación y altivez que sólo tienen los que ya han perdido todo, salvo la necesidad de tener la razón.
“Si eres Dios,” escupió, “llegas tarde.”
Me senté a su lado sin hacer ruido.
Mis huesos negros crujieron sobre la silla de madera.
Él no me apartó la mirada.
“¿Vienes a juzgarme?”
“No.”
“¿A salvarme?”
“Tampoco.”
“¿Entonces?”
“A escucharte,” dije. “Porque pocos han comprendido tan bien la tragedia de ser humano como tú.” Sus ojos se llenaron de algo que no supe si era gratitud o rabia.
“Si… La vida es un regalo inmerecido,” murmuró. “Pero también una condena sin juicio. ¿Sabes cuántas veces he deseado dejar de existir?”
“Sí,” le dije.
“¿Y qué haces aquí?”
“Observar…”
“¡Entonces eres peor que Dios! ¡Al menos Él miente! Tú solo callas.”
Lo dejé gritarme. No era la primera vez. He sido odiado por santos y asesinos. Pero pocos me han escupido verdades tan sucias como lo hizo Dostoievski entre vómito y delirio.
Hablamos durante horas. Días. Tal vez semanas.
De los suicidas por culpa.
Por hambre.
Por silencio.
Por la imposibilidad de creer en un Dios que permita tanto dolor… y la imposibilidad de vivir sin ese Dios.
Le dije: “Eres un genio de la trágica compasión.”
Y él, secándose el sudor con una mano flaca como rama: “Y tú, Etern… ¿has querido morir?”
Silencio.
En ese cuarto cargado de miseria, humedad y tabaco viejo, yo, el perpetuo, yo, el inquebrantable, bajé la mirada.
“Sí…” le dije.
Porque sí.
Porque a veces el infinito es un castigo.
Porque he visto el mismo drama repetirse mil veces en cuerpos distintos.
Porque he sentido el peso de ser… irrompible.
No puedo ahogarme.
No puedo cortarme.
No puedo saltar.
Soy perpetuo.
Y hay días en que eso es peor que la muerte.
Dostoievski se recostó, cansado. No volvió a hablar por un rato. Pero antes de que me fuera, susurró algo:
“Entonces tú también eres humano. Solo que ya no sangras…”
Lo dejé solo.
Él moriría tiempo después, como todos.
Y yo seguiría, como siempre.
Pero en ese cuarto, por un momento, el dios y el loco, el eterno y el condenado, el silencioso y el gritón, nos reconocimos.
No como opuestos.
Sino como los únicos que de verdad entendieron lo que significa estar vivo… y no poder salir de ello.
¿Y qué opino de los suicidas?
Los comprendo.
Más que nadie. Porque no hay nada más humano que querer detener el dolor. Y a veces, el dolor no tiene cura.
A veces no hay mañana.
El mundo es cruel, indiferente, desalmado.
Y la esperanza no siempre llega, lector.
Hay quienes nacen, viven y mueren sin conocer un solo día de alivio. A veces el suicidio no es la última opción. Es la única. Y eso… eso no lo puedes discutir desde un sillón cómodo con una taza de té y un discurso de superación personal en la boca.
Pero tampoco los idealizo.
Porque el suicidio no es romántico.
No es poético.
No es un tatuaje ni una frase de Tumblr ni un filtro en blanco y negro con una canción triste de fondo.
El suicidio es una habitación silenciosa con una puerta que no se abre más. Y sin embargo, hay quienes convierten esa tragedia en un disfraz.
Los suicidas de utilería.
Los que hacen de la depresión una estética, de las cicatrices una moda, del vacío una excusa para atención barata.
Y no, lector, no hablo de quienes están en proceso, de quienes aún no saben cómo pedir ayuda y tropiezan con torpeza emocional.
Hablo de los que se fabrican el dolor para parecer interesantes.
Los que romantizan la autodestrucción porque creen que eso los vuelve profundos. Los que suben fotos llorando y escriben “mi alma está rota” como si fuera un postre de Instagram.
Y esos… no solo mienten.
Humillan.
Porque con cada “me corté por ti”, con cada “me quiero morir”, con cada fingido grito de auxilio diseñado para captar atención, ocultan, invalidan, y ridiculizan a quienes de verdad están al borde del abismo.
Hacen que otros duden de los que realmente sufren.
Generan burla. Rechazo. Estigmas. Y entonces, los que más necesitan hablar… callan. Por miedo. Por vergüenza. Por no parecer “otro que lo hace por moda”.
¿Eso es justo?
¿Eso es humano?
No.
Y es lo más doloroso de todo. No que alguien quiera morir. Sino que tenga que fingir que está bien porque sabe que, si lo dice en voz alta, se reirán. Porque cada imbécil que usó la tristeza como accesorio arruinó la posibilidad de que el verdadero dolor fuera escuchado...
¿Quieres morir, pero no para dejar de existir… sino para ver quién lloraría?
Ah, sí… Ese deseo que jamás se dice en voz alta, porque parece infantil, porque suena egoísta, pero que habita en más corazones de los que admitirán jamás.
Morir para ver.
Morir como experimento social.
Morir como espejo final.
Quieres saber quién lloraría.
Quién estaría genuinamente destrozado.
Quién publicaría una historia fingiendo tristeza.
Quién te honraría en silencio.
Quién se reiría después de cerrar el ataúd.
Quieres saber si valiste algo.
Si tus días, grises, rotos, absurdos, significaron algo para alguien más que tú. Porque, vamos, seamos honestos… la vida parece no tener sentido, pero al menos quieres que haya tenido peso. Y el problema, lector, es que no hay forma de saberlo.
La muerte no tiene retrospección.
No hay créditos finales con música triste.
No hay cámara invisible mostrando las lágrimas de tu madre ni el temblor en la voz de tu mejor amigo. No hay “te extrañaré” que llegue hasta ti cuando ya no estás. Y eso… eso duele. Porque todos, TODOS, en algún momento quieren saber:
¿Fui importante?
¿Mi ausencia dejará un hueco?
¿O solo un silencio más fácil de llenar?
Pero esa duda no tiene respuesta.
Y aún así, permanece.
Ronda.
Acompaña.
Aprieta el pecho.
Grita en la madrugada. Cómo mueres sin morir… para ver quién te amaba de verdad. Quién se obligaba a sonreír para no verte caer. Quién fingía que no te escuchaba llorar porque tampoco sabía qué decir.
No puedes.
No puedes morir sin morir.
Porque una vez que lo haces… ya no ves.
Y sin embargo, ese deseo sigue.
Una curiosidad mórbida.
Una necesidad desesperada de validación post-mortem.
Como si la vida no bastara si no deja eco.
¿Y sabes qué?
Eso no es ridículo.
Es humano. Profundamente humano.
¿Y qué es lo humano, me preguntas?
Es esa contradicción viviente entre querer desaparecer… pero dejar huella. Es desear ser libre y, al mismo tiempo, necesitar desesperadamente que alguien te mire, te escuche, te diga: “Sí, exististe. Y dolió cuando te fuiste.”
Ser humano es vivir con miedo al juicio y, sin embargo, mendigar atención. Es saber que vas a morir… pero preocuparte por qué van a decir de ti cuando ya no estés.
Es fingir fuerza mientras buscas con ansias una grieta para que alguien te vea débil.
Es ser carne, hueso, nervios… y aun así pensar que el alma, sea lo que sea, merece un aplauso.
Eso es lo humano.
No el lenguaje, ni la razón, ni la moral.
Es esa necesidad absurda de significar, aunque el universo no escuche. Es esa manía de preguntar si fuimos suficientes… aunque ya no estemos para escuchar la respuesta.
Porque es tan fácil hablar, “te quiero”, “me importas”, “eres especial”, pero tan difícil sentir sin fingir, tan difícil permanecer sin beneficio, tan difícil llorar sin espectadores.
Uno no miente en ausencia.
Las lágrimas frente al ataúd son más verdaderas que mil abrazos en vida.
O más falsas.
Quién sabe.
Y entonces, te preguntas… ¿Valió la pena?
¿Mi presencia?
¿Mi existencia?
No lo sabrás.
Jamás.
Y esa es la ironía más cruel del ser humano: Que mueres sin saber si tu vida fue amada. Y que vives sin saber si tu muerte será sentida. Pero al menos, y esto es lo único que puedo prometerte, no eres el único que se lo ha preguntado. Y quizás eso no te consuela… pero al menos te acompaña.
¿El suicidio es egoísta?
Tal vez.
Pero también lo es obligar a alguien a existir solo para que no te duela su ausencia. También lo es llamar “valiente” al que sobrevive sin preguntar si quiere seguir haciéndolo.
También lo es juzgar el abismo desde la orilla.
¿Deberíamos evitarlo? Sí.
Con escucha, no con sermones.
Con presencia, no con manuales.
Con verdad, no con frases huecas.
Porque a veces el suicidio tiene cura.
Y no solo hablo de pastillas ni de terapias: hablo de sentido. O lo que Camus llamaría: una razón suficiente para no hacerlo hoy. Un libro que aún no has escrito. Un perro que aún no has acariciado. Una canción que aún no sabes que te romperá en dos. Una conversación pendiente. Una mirada sincera. Un instante de belleza inesperada en medio del absurdo.
Porque sí, el suicidio es también la consecuencia del absurdo. De mirar a un universo indiferente a tu dolor y preguntarte: ¿vale la pena este sinsentido?
Y a veces, como dijo Camus, el único problema filosófico realmente serio… es si vale la pena seguir viviendo.
Pero también hay otra respuesta.
No una solución. Una rebelión.
Rebelarte como él proponía: “No me mato. Y tampoco creo. Pero sigo.”
Aceptas el absurdo.
Y aun así, caminas.
No por esperanza. Por terquedad.
O haces como Sartre:
Aceptas que no hay sentido prefabricado. Que tú debes inventarlo. Y que incluso el deseo de morir forma parte de tu libertad radical. Tu vida no es propiedad de nadie.
Ni del Estado. Ni de la familia. Ni de Dios.
Es tuya.
Y tú decides qué hacer con ella.
Y si decides quedarte…
Hazlo porque elegiste no rendirte hoy.
Porque tú, como decía Nietzsche, quizás todavía puedes convertirte en alguien que sobreviva a sí mismo.
No en el sentido heroico. Sino en el cotidiano.
Un Superhombre.
Un Superhombre no es el que nunca cae. Es el que, después de arrastrarse entre ruinas emocionales, encuentra una razón, por ínfima que sea, para levantarse.
No por nobleza.
No por coraje.
Sino porque, incluso sabiendo que todo es absurdo, elige seguir caminando.
Aunque no tenga ganas.
Aunque no lo entiendan.
Aunque nadie aplauda.
Nietzsche no hablaba de dioses musculosos ni de héroes indestructibles. Hablaba de los que miran al vacío, no para encontrar respuestas, sino para gritarle un "sí" a la vida con todos sus horrores. Del que no espera sentido… y, por eso mismo, es libre para crear uno.
Del que ya no necesita un cielo ni una redención, porque ha aceptado que está solo… y hace algo con ello.
El Superhombre no es un ideal.
Es una actitud de guerra contra el nihilismo pasivo.
Contra ese vivir por inercia. Contra ese arrastrarse por la vida como si fuera una obligación impuesta.
Es salvar un solo instante.
Una palabra.
Un gesto que nadie verá.
Una chispa de voluntad.
Y si tú, lector, alguna vez sentiste que no podías más… y aun así seguiste un día más, aunque fuera arrastrándote, aunque fuera por rabia, aunque fuera por terquedad…
Entonces tal vez ya diste el primer paso hacia él.
No hacia un ideal. Sino hacia una versión de ti mismo que ya no se rinde sin decidirlo…
Pero si decides irte…
No te llamaré cobarde. No te escribiré una carta diciendo que tenías tanto por vivir.
Tampoco te idealizaré.
Solo te miraré, y te diré: Has tomado la decisión más radical, más íntima, y más solitaria que puede tomar un ser humano.
Decidir cuándo cerrar el libro.
Decidir que ya no quieres un nuevo capítulo.
Decidir que esta historia, con todos sus errores, ya ha dicho todo lo que podía decir.
Y esa decisión, por mucho que duela… es también un acto de libertad.
No la promuevo. No la celebro. Pero tampoco la niego.
Porque hay vidas que se sostienen por un hilo.
Y hay otras que ya han sido demasiado largas.
A veces, vivir un día más es heroico.
A veces, morir es lo único que queda.
Ambas cosas son ciertas. Ambas cosas son humanas.
Y tú, lector… si aún estás aquí, leyendo estas líneas, quedándote un poco más… Entonces quédate un poco más.
No por los demás. No por deber. No por miedo.
Quédate porque hay algo que aún no ha pasado.
Algo pequeño. O grande. O idiota.
Pero tuyo.
Quizás un libro.
Un beso.
Un amanecer.
Un “gracias” inesperado.
O un silencio que, por fin, no duela.
¿Y si no llega? Entonces habrás vivido hasta el final.
Con dignidad.
Con decisión.
Con conciencia.
Y si decides marcharte… yo estaré ahí.
No para detenerte.
Ni para empujarte.
Solo para sentarme contigo en el borde, y decirte:
Gracias por haber existido.
Gracias por haberlo intentado.
Y si ya no puedes más… que al menos no te vayas solo…
¿Qué es la culpa?
Ah, la culpa.
Esa desgraciada invisible que supura cada vez que respiras tranquilo.
Ese grillete emocional que los humanos se ponen solitos… y luego presumen como si fuera corona.
La culpa es lo más humano que existe, después del hambre y la necesidad absurda de tener la razón.
¿Y sabes qué es lo peor?
Que ni siquiera necesitas haber hecho algo malo para sentirla. La culpa es como un parásito que no espera a que cometas un crimen: se alimenta de la mera posibilidad, del deseo reprimido, del “qué tal si…” que nunca ocurrió. No necesita hechos, basta con pensamientos. La culpa no es justicia. Tampoco es moral. Es un pitido en la máquina de tu conciencia, una punzada que aparece incluso cuando no hay herida.
La culpa no es un castigo. Es un hábito. Un vicio. Una forma de masturbarse emocionalmente con la idea de que mereces dolor. ¿Te has fijado? Es casi placentera en su sadismo. El placer retorcido de recordarte que estás en deuda contigo mismo, con tu pasado, con tu madre o padre muerto, con la Virgen María o con un Dios que probablemente ya no cree en ti.
Y aquí entra otra vez mi viejo amigo Sigmund Freud.
Fue esa misma noche en Viena. Su despacho apestaba a tabaco, a cuero húmedo, a símbolos fálicos plantados como estandartes en medio de la habitación. Un escenario perfecto: madres muertas, sofás largos, fantasmas sexuales y neurosis esperando turno. Yo, un esqueleto disfrazado de mito. Él, un neurótico glorioso intentando clasificar lo inclasificable.
Nos miramos un instante.
“¿Y tú qué eres?” Me dijo sin levantar la vista del papel.
“Dios, si quieres. O una metáfora viviente. El eco de lo que no entiendes.”
“No eres el primero que dice eso.”
Charlamos sobre la culpa. Freud hablaba de represión, de pulsiones prohibidas, del yo apaleado por el látigo del superyó. Padres autoritarios convertidos en voces internas. Madres deseadas en secreto, transformadas en fantasmas culpígenos que persiguen los sueños.
“La culpa.” Me dijo. “Es el precio de la civilización. Sin ella, seríamos animales.”
“¿Y con ella?” Le pregunté.
“Somos animales con traje y pesadillas.”
Ahí estaba su genialidad: la culpa como cemento social, como el collar invisible que convierte al lobo en perro doméstico. Freud creía que la culpa era inevitable, una cicatriz necesaria. Que el deseo es tan salvaje, tan grotesco, que para no destruirnos por fuera teníamos que aprender a destruirnos por dentro.
Y yo no lo contradije. ¿Para qué? Era hermoso verlo moverse en su laberinto de traumas, convencido de que todos los caminos llevan a la represión sexual. El psicoanálisis como cartografía de un infierno íntimo donde cada demonio tiene el rostro de tu madre.
Cuando me levanté para irme, me miró y dijo:
“Tú no tienes culpa.”
“No.” le respondí. “Soy un dios.”
Encendió otro cigarro y murmuró: “Entonces estás más enfermo que cualquiera de mis pacientes.”
Y tal vez tenía razón.
¿Pero tú, lector? ¿Qué haces con tu culpa?
¿La arrastras como una cadena oxidada que hace ruido cada vez que caminas? ¿La niegas con la boca mientras la acaricias en silencio cada noche? ¿La usas como herramienta para manipular, como palanca emocional para arrastrar a otros contigo? ¿O la conviertes en auto-flagelación, como un penitente que goza del dolor porque al menos lo hace sentir vivo?
Porque seamos sinceros: muchas veces la culpa no es otra cosa que vanidad invertida. La manera más rebuscada de seguir siendo el protagonista de tu propio drama. Una forma de decir: “Mírenme, soy tan importante que hasta mis errores merecen recordatorio diario.”
La culpa no siempre es moral. A menudo es solo egocentrismo con complejo de mártir.
No puedes soportar que hayas sido capaz de dañar, de fallar, de no estar a la altura.
Así que te culpas… no para cambiar, sino para seguir sintiéndote el centro del drama.
Eres el héroe herido, el mártir melodramático de tu propia narrativa.
¿Crees que la culpa te hace bueno?
No.
La culpa solo confirma que sabes lo que no eres. Que tu “bondad” es frágil, que tu moralidad está escrita a lápiz y se borra con un gesto. Y aun así… no cambias. Solo te lamentas. Como quien ve un incendio desde la ventana y prefiere llorar en lugar de llamar a los bomberos.
La culpa no te mejora.
Te encierra en un círculo vicioso donde el dolor sustituye a la acción. Te convierte en prisionero de un crimen que a veces ni cometiste.
Y lo más aterrador no es la culpa que mereces. Lo más aterrador es la culpa heredada. La culpa que te dieron como herencia envenenada, con apellidos, cultura y dogma. La culpa que te susurra que ser feliz es egoísta, que disfrutar sin miedo es sospechoso, que si algo sale mal, una enfermedad, un accidente, un fracaso, probablemente es tu culpa.
Mira la religión: durante siglos, moldeó sociedades a fuerza de culpas. El pecado original: cargaste con la culpa de dos mitológicos que comieron una fruta. La culpa sexual: hasta tu propio cuerpo era un recordatorio de que estabas sucio. La culpa de los pobres: si sufrías, era por tus pecados; si prosperabas, era por gracia divina. El cristianismo, el judaísmo, el islam: todos supieron que nada controla más que una mente que se siente culpable incluso al soñar.
Mira la historia: pueblos enteros arrastran culpas colectivas. Alemanes del siglo XX avergonzados por Hitler. Japoneses por Hiroshima. Españoles por la Conquista. Mexicanos por la Conquista también. Cada generación hereda una culpa que no cometió.
El superyó de Freud es la fábrica de culpas. Una voz paterna, autoritaria, que te vigila incluso cuando duermes. No necesita látigo: te azotas solo. Y lo haces con gusto, porque confundes tu autoflagelo con virtud.
¿Quieres liberarte?
No puedes. La culpa es estructural, inevitable, como la sombra que proyecta tu conciencia. Pero sí puedes burlarte de ella. Puedes mirarla a los ojos. Puedes usarla como una nota que te recuerda dónde no volver a pisar.
Así que dime, lector: ¿Te sientes culpable por algo que hiciste?
¿O por algo que nunca pudiste evitar?
¿O porque simplemente no fuiste la versión idealizada de ti mismo que inventaste en tu cabeza?
Sea cual sea la razón, recuerda: la culpa es solo un perro hambriento. Ladrará, morderá, se lanzará contra ti… pero solo vive si lo alimentas. Tú decides si sigues echándole carne o si, por una vez, lo dejas ladrar hasta que se canse y se desmaye en la puerta de tu conciencia.
La culpa no es justicia.
No es virtud. No es redención.
Es un teatro. Y como todo teatro, solo existe mientras tú sostengas el telón.
¿Cómo puedes saber si alguien está enamorado de ti?
La pregunta, en su forma inocente, parece casi tierna. “¿Cómo saber si alguien está enamorado de mí?” Como si el amor fuera un fenómeno con reglas claras, como si existiera un termómetro emocional, un sistema métrico del alma. Pero déjame devolverte una pregunta más honesta: ¿y para qué quieres saberlo?
¿Es curiosidad? ¿Inseguridad? ¿Deseo de poder sobre el otro? Porque, seamos francos: saber que alguien te ama no siempre te vuelve más humano. A veces te vuelve manipulador. A veces te vuelve cruel. A veces simplemente te aburre.
Y sin embargo, quieres saber. Necesitas saber.
Porque el ser humano moderno no quiere amor. Quiere confirmación.
¿Que cómo se nota que alguien está enamorado de ti? Fácil. Mira su capacidad de anularse por ti. Observa cuánto está dispuesto a ceder su dignidad, su lógica, su rutina, sus fronteras.
El enamorado idealiza, sacrifica, se doblega. Pero eso no es amor saludable. Es entrega desequilibrada. Y sin embargo, tú, como todos, te sientes halagado por ello.
El enamorado verdadero no siempre lo dice. Pero lo demuestra con gestos, sí. A veces te escucha sin interrumpirte. A veces recuerda detalles absurdos. A veces se ríe de tus peores bromas.
Pero esas pruebas también pueden ser actuadas. ¿Cuántas veces has fingido tú mismo interés, cariño, ternura… por conveniencia? ¿Y si ellos hacen lo mismo?
La verdad es que no puedes saber con certeza si alguien está enamorado de ti. Porque las personas no se conocen ni a sí mismas. Sus emociones cambian con el clima, con la música, con la última conversación que tuvieron.
Te juran amor eterno un viernes, y el lunes sienten un vacío que ya no saben si es por ti o por ellos mismos. El amor no es una verdad estable. Es una alucinación compartida que puede disiparse sin previo aviso.
Y peor aún: aunque alguien esté enamorado de ti… eso no te garantiza nada.
Ni fidelidad. Ni eternidad. Ni reciprocidad. Ni seguridad. Ni sentido. Amar no salva. Ser amado, tampoco.
¿Quieres saber si alguien está enamorado de ti? Mira cómo actúa cuando ya no le conviene amarte. Cuando le fallas. Cuando estás en ruinas. Cuando te vuelves insoportable.
Si permanece, aunque sea en silencio, quizás ahí haya amor. O quizás solo apego, miedo, dependencia. ¿Cómo lo sabrás? No lo sabrás.
Porque el amor no es una ciencia. Es un riesgo.
Y tú, lector, sólo estás buscando señales para evitar ese riesgo. Quieres garantías antes de saltar. Pero no hay paracaídas en esto. Solo caída.
Así que mi consejo, si se puede llamar así, es este: no busques pruebas, busca coherencia.
No señales, sino constancia. Y aun así, acepta que quizás no sea amor.
Quizás es necesidad. Quizás es soledad disfrazada. Quizás solo eres su reflejo favorito por ahora.
¿Y tú? ¿Cuántas veces has amado solo porque necesitabas no sentirte solo?
¿Un amor para siempre sería aburrido?
Solo alguien que no ha vivido lo suficiente cree que “para siempre” es una promesa hermosa. Yo, que he vivido más allá de todo final, te diré esto: nada es tan cruel como lo que no puede terminar.
La idea del amor eterno es uno de los mitos más peligrosos que la humanidad ha cultivado.
Lo han vestido de poesía, lo han convertido en votos matrimoniales, lo han glorificado como virtud. Pero en su núcleo no hay belleza: hay prisión.
¿Un amor para siempre? ¿De verdad? ¿Amas tanto como para resistir el paso de las décadas, los silencios prolongados, las decepciones acumuladas, las heridas que no cicatrizan?
¿O simplemente temes tanto a la soledad que te aferras a una idea que, en la práctica, exige que dos personas dejen de cambiar para no alejarse?
El amor eterno exige estancamiento. O tú cambias, o el otro cambia. Pero si ambos cambian de forma natural, si crecen, si se transforman… entonces lo que eran al principio ya no existe.
¿Amas a esa persona, o solo a la idea que construiste de ella? ¿Amas lo real, o el recuerdo?
Y si no cambias, si permaneces por fidelidad al “para siempre”, ¿a qué estás renunciando? ¿A tu evolución? ¿A tu deseo? ¿A tu autenticidad? ¿Por qué convertir el amor en una jaula que no se atreve a abrirse?
El amor no debería ser eterno. Debería ser verdadero mientras dure. Y luego morir con dignidad, como mueren los héroes.
Quedarse después del final es como asistir al funeral de una emoción y pretender que aún respira.
Porque te lo prometo: lo eterno desgasta. Cuando has vivido siglos al lado de alguien, cuando las palabras se agotan, cuando las sorpresas se extinguen, cuando las cicatrices se solapan unas a otras... llega la pregunta que nadie quiere hacerse: ¿y ahora qué? A veces el amor más sincero es aquel que sabe cuándo soltar la mano.
Y no, no es que el amor eterno sea imposible.
Es que, si se logra, muchas veces deja de ser amor para convertirse en costumbre, dependencia o simple miedo al vacío.
El amor necesita la muerte.
Necesita la posibilidad de perderse para tener sentido. Solo el riesgo lo hace real.
Sin fin, no hay intensidad.
Sin caducidad, no hay valor.
El “para siempre” mata lo que toca, porque el amor no necesita ser eterno.
Solo necesita ser vivido.
Y cuando tú y yo hayamos dejado de fingir que el amor nos va a salvar, tal vez entonces amemos de verdad.
¿Qué es la memoria?
La memoria… esa sala de espejos donde nunca sabes si estás viendo el pasado o solo lo que quieres recordar de él.
Ah, lector. De todas las trampas humanas, esta es mi favorita.
La memoria no es un archivo. No es un documento PDF que puedes consultar cuando quieras.
La memoria es teatro. Y uno bueno, muy bueno.
Es una ficción emocional narrada por un cerebro que mezcla datos con deseo, dolor con dulzura, y omite lo que no sirve para tu autoimagen.
¿Quieres saber qué es la memoria?
Es el arte involuntario de contar historias… y creérselas.
Y sin embargo, la adoramos.
La mimamos.
Le rendimos culto.
Recuerdos de infancia. Recuerdos de amor. Recuerdos de guerra, de risa, de pérdidas, de sueños que se repiten solo porque no supimos despedirlos.
Construyes tu identidad sobre lo que crees recordar.
Y ahí está la trampa.
Porque no recuerdas lo que pasó.
Recuerdas lo que sentiste al recordar lo que pasó.
Y eso… cambia cada vez que lo tocas.
La memoria no es testigo.
Es cómplice…
Y luego están los mitos.
Dicen que antes de morir, el cerebro te regala siete minutos de tus mejores recuerdos. Una especie de resumen emocional, el tráiler final antes del fundido a negro.
¿Y qué crees que aparece en ese montaje?
¿Tus logros?
¿Tus títulos?
¿Las veces que tuviste razón?
No.
Aparecen los olores. Las risas. La piel. Las tardes lentas.
Aparecen cosas pequeñas, absurdas.
Una mirada fugaz. Una canción que sonó mientras llorabas en una cocina vacía.
El silencio de alguien que te escuchó sin decir nada.
Eso es lo que recuerda el cerebro cuando ya no hay tiempo.
No lo que fuiste.
Sino lo que te hizo sentir vivo.
Conozco a los que tienen memoria fotográfica.
A los que pueden recitar libros enteros, recordar rostros, mapas, fechas.
Admiro esa capacidad. Pero no la envidio.
Porque a veces, recordar todo… es una condena.
También están los que no pueden olvidar un solo error.
Un solo “te amo” mal dicho.
Un solo “me voy” que nunca cerraron.
Viven con la memoria como cuchilla.
Y aún así… siguen acariciando esos recuerdos como si fueran reliquias sagradas.
¿Por qué recordamos lo bueno, incluso de lo que terminó mal?
Porque la memoria no sigue la lógica de la cronología.
Sigue la necesidad de significado. Recordar lo bueno es una forma de decir: “Al menos valió la pena.”
Incluso cuando dolió.
Incluso cuando terminó.
Te aferras al recuerdo porque perderlo sería admitir que quizás nunca fue tan real como pensabas.
Y eso… eso es peor que el olvido.
Yo, Etern… también recuerdo.
Me pierdo en recuerdos como si fueran habitaciones donde el tiempo no avanza.
Y sí… a veces paso horas allí.
No porque me duela.
Sino porque me humaniza.
La eternidad es insoportable si no tienes pasado.
Y mi pasado… es un laberinto lleno de voces que ya no existen, pero siguen hablándome cuando el mundo calla.
¿Sabías que el cerebro recuerda mejor cuando hay olor?
Un aroma puede activar memorias que ni sabías que habías guardado.
¿Y eso no es poético?
Un poco de humo, de perfume, de polvo viejo… y de pronto vuelves a ser un niño en la casa de tu abuela.
Vuelves a amar a quien ya no te ama.
Vuelves a ser la versión de ti que creías perdida.
La memoria es un alquimista.
Transforma cenizas en brasas.
Y a veces, eso es lo que te mantiene en pie.
Pero también hay arte en olvidar.
El olvido no siempre es pérdida.
Es limpieza.
Es dejar que lo que dolió se oxide y desaparezca.
Olvidar es sano.
Es necesario. No se puede vivir cargando cada error como si fuera un tatuaje.
La memoria tiene que fluir, o te ahogas.
Y si olvidas algo hermoso… también está bien.
El olvido es tan humano como el recuerdo.
Y no, no lo convierte en menos real.
Solo en menos necesario.
Así que dime, lector:
¿Recuerdas para entender?
¿O solo para mantener vivo un dolor?
¿Para alimentar tu nostalgia?
¿O para evitar cambiar?
La memoria es un mapa dibujado con tinta emocional.
Pero no es territorio.
No es la “verdad”. Es un lindo eco.
Y tú decides si quieres vivir en ese eco… o construir algo nuevo mientras aún puedes recordar quién eres.
Porque algún día… todo lo que eres será solo eso: un recuerdo.
Y si hay suerte… alguien lo atesorará, aunque no lo entienda del todo.
Y si no… al menos tú sabrás que mientras exististe… fuiste más que olvido.
¿Qué es el dolor?
Ah…
“El dolor.”
Esa palabra que arrastras en la boca como si fuera sagrada.
Como si al pronunciarla con voz temblorosa te hiciera especial.
“Me duele el corazón.”
“Me duele vivir.”
“Lo que más me duele… es sonreír.”
Qué dramáticos son ustedes.
Lo curioso no es que sufras.
Lo curioso es que creas que eso te distingue.
Como si el dolor no fuera el idioma nativo de la existencia.
Como si tú lo hubieras descubierto antes que el resto del planeta.
Déjame iluminarte, criatura frágil y poética: el dolor no es una anomalía.
Es la norma.
El sufrimiento no necesita justificación.
Lo que necesita explicación… es la alegría.
¿Qué es el dolor?
Es la reacción del cuerpo al saberse limitado.
Es el chillido del alma, si tienes una, al saberse inútil.
Es el constante recordatorio de que todo lo que amas, tocas, deseas o crees… se va a romper.
El dolor es la resonancia del absurdo golpeando tu esternón.
Es el lenguaje universal que todos hablan, pero nadie escucha.
Es lo único que no discrimina: toca al rico y al pobre, al inocente y al culpable, al sabio y al idiota.
El dolor es democrático.
Pero no por eso es justo.
Ahora bien… hay tipos de dolor. Y no todos duelen igual.
Está el dolor físico, claro. El cuerpo gritando “¡Estoy vivo!”. Y mientras más vivo estás… más oportunidades tienes de sentirlo.
Pero el peor dolor, como bien sabes, no tiene nombre clínico.
No lo puedes señalar con el dedo.
No sangra.
No muestra moretón. Está en la garganta cuando tragas palabras que nadie escuchará.
Está en el pecho cuando sonríes por obligación.
Está en la cama, a las 3:17 AM, cuando todo está en silencio… y sin embargo no puedes dormir.
Ese es el dolor existencial.
El que no pide morfina, sino significado.
Y como no lo hay… duele más.
Tú usas la palabra “dolor” como si fuera una medalla.
Pero no entiendes lo que significa.
Dolor es tener que levantarte cuando no sabes para qué.
Es querer morir… y no poder.
Es seguir amando… aunque ya no te miren.
Es sentir… sin recompensa.
¿Y sabes qué es lo peor?
Que el dolor es honesto.
No miente.
No se disfraza.
No te endulza el oído como el amor, ni te promete redención como la esperanza.
El dolor no quiere nada de ti. Solo que lo sientas.
Ahora, algunos intentan esquivarlo.
Religión, drogas, libros de autoayuda, relaciones parches, sonrisas falsas. Todo para evitar ese zumbido molesto del alma que dice: “Esto duele porque estás vivo, idiota.”
Pero evadir el dolor no lo elimina.
Solo lo convierte en una sombra que te seguirá a dondequiera que vayas.
Y créeme: lo que no lloras a tiempo… lo gritas después, en el peor momento posible.
He conocido dioses que sufren.
Estrellas que se apagan llorando.
Niños que ríen con las costillas rotas.
Padres que mueren sin decir que les dolía.
Madres que aman mientras se quiebran en secreto.
Así que, ¿qué es el dolor?
Es el impuesto por existir.
Es el costo de tener conciencia en un universo que no te pidió permiso. Es la señal más clara de que aún no te has rendido del todo.
¿Duele sonreír?
Bien.
Sonríe igual.
No para negarlo… sino para desafiarlo.
Porque si todo duele, y aún así eliges caminar, escribir, amar, mirar el cielo… entonces eso, lector, es lo más parecido a libertad que vas a encontrar.
No te digo que lo abraces.
Solo que lo reconozcas.
Y si puedes, hazlo arte.
Porque el dolor no desaparece… pero al menos puedes usarlo para hacer algo que dure más que la herida.
¿Qué es el deseo?
El deseo. Esa chispa ridículamente poderosa que te hace levantarte por la mañana… y que también ha destruido civilizaciones enteras.
¿Quieres saber qué es el deseo, lector?
Es el hambre.
El fuego que solo quema.
La promesa de saciedad que siempre llega tarde.
Y aún así, lo amas. Lo necesitas. Lo persigues como si tuviera respuestas.
Mi viejo conocido Freud, sí, el obsesionado con las madres y los cigarros, decía que todo deseo era sexual en el fondo.
Y aunque eso suena a resumen barato, tenía una intuición válida: el deseo no es razón, es instinto vestido de traje.
Tu cuerpo quiere, y tu mente inventa excusas para no parecer primate.
Pero no todo es sexo.
No todo se reduce a fluidos y zonas erógenas. Hay deseos que duelen más que el cuerpo: el deseo de ser visto.
El deseo de ser amado.
El deseo de ser comprendido por una sola maldita persona en esta galaxia indiferente.
Y luego están los otros deseos.
Los más silenciosos.
Los más peligrosos.
El deseo de tener razón.
El deseo de triunfar.
El deseo de dejar una marca.
El deseo de vengarse.
El deseo de desaparecer, pero que alguien lo note.
El deseo no es bueno ni malo.
Es la necesidad disfrazada de aspiración.
Y como todo lo necesario… te esclaviza.
¿Quieres dinero?
No lo quieres por los billetes.
Lo quieres por lo que simboliza: seguridad, poder, validación.
¿Quieres placer?
No lo quieres por la sensación.
Lo quieres por el alivio momentáneo de que, por un segundo, nada duele.
¿Quieres saber?
No buscas sabiduría.
Buscas control.
Porque si entiendes, crees que puedes evitar el caos.
Spoiler: no puedes.
Y ahí está la tragedia.
El deseo es la cuerda y el verdugo.
Te mueve.
Te levanta.
Te empuja a crear, a amar, a destruir.
Pero nunca se sacia.
Solo muta.
Se disfraza. Te hace alcanzar una meta… y cuando la tocas, ya quiere otra. Tú no eres el dueño de tus deseos. Eres su marioneta mejor vestida.
Yo he deseado.
Mucho. Deseé aprender. Deseé amar. Deseé ser humano por un día. Deseé morir, solo para saber cómo se siente no desear nada más. Y nada funcionó. El deseo es la voluntad perpetua de seguir ardiendo sin consumirse. Es el motor de la existencia… y su castigo.
Pero, ¿entonces es malo desear?
No. Es inevitable. Y a veces, incluso… es hermoso.
Desear no significa debilidad.
Significa que aún no estás muerto por dentro.
El problema no es desear.
El problema es esperar que ese deseo te salve.
No lo hará. Conseguir lo que deseas nunca es la parte difícil. La parte difícil es aceptar que, una vez conseguido… no resuelve nada.
Así que dime, lector:
¿De qué estás hambriento?
¿De amor? ¿De éxito? ¿De paz? ¿De olvido?
¿Y qué estás dispuesto a destruir para saciarlo?
Porque lo harás.
Te destruirás.
O destruirás a otros. O fingirás que no deseas nada, que eres puro, que estás por encima.
Pero hasta eso es un deseo.
El deseo de ser invulnerable.
Y ese, quizás… es el más patético de todos.
Yo no te pido que mates tu deseo. Eso es imposible. Pero al menos míralo de frente. Dile: “Sé lo que eres. Sé que no me vas a completar. Pero igual voy a usarte mientras dure.”
Porque al final… el deseo no es el enemigo. El enemigo es pensar que satisfacerlo te hará eterno.
Yo ya soy eterno. Y deseo aún. Así que no hay salida. Solo danza. Baila, pues.
Con ese fuego que no abriga.
Con ese anhelo que no acaba.
Y si vas a arder… hazlo con elegancia.
¿Qué es el amor?
El amor… esa vieja mentira hermosa que los humanos insisten en llamar verdad.
Una palabra que se ha convertido en refugio, excusa, justificación, redención, condena, deseo, trauma, himno, poesía y locura.
Una palabra tan sobrecargada de significados que, a estas alturas, ya no significa nada.
Y aun así… hay algo en él que no puedo despreciar.
He visto imperios caer por amor.
Reyes abandonar sus tronos.
Dioses volverse carne.
Guerras nacer por una carta.
Poetas suicidarse por una sonrisa.
Y al mismo tiempo, he visto cuerpos compartir silencio, miradas que duran más que mil confesiones, y almas, si es que existen, tocarse sin decir palabra.
Así que no, no puedo negar que el amor es real.
No como un hecho, sino como un síntoma.
No como una entidad, sino como un reflejo.
El amor no es una respuesta.
Es una reacción.
No existe el amor eterno.
No existe el amor incondicional.
No existe el amor puro.
Y, sin embargo… en medio de ese desorden, hay momentos.
Pequeños incendios donde todo parece tener sentido.
Instantes donde el otro no es amenaza, ni espejo, ni enemigo… sino simplemente presencia.
Eso, querido lector, es lo más cercano a un milagro que he visto en esta existencia absurda.
¿Y qué es, entonces, el amor?
El amor es un acto de fe entre dos mortales que saben que van a fallarse.
Es construir un puente sabiendo que temblará.
Es dormir junto a alguien con la certeza de que un día, esa persona podría romperte.
Y aún así, quedarse.
El amor es la única locura que el universo permite sin penalización inmediata.
Una brecha en la lógica.
Una interrupción del ego.
Un salto al vacío, con los ojos abiertos.
Conocí a muchos que amaron.
Y a algunos pocos que aprendieron a hacerlo bien.
Vi a uno que la amó más cuando ella ya no lo amaba.
Vi a una que lo sostuvo durante años sin ser correspondida, no por debilidad, sino por nobleza.
Vi a dos morir abrazados.
Vi a uno dejar ir, no porque no amara, sino porque entendió que el otro necesitaba algo que él no podía ser.
Eso no es poesía.
Eso no es cliché.
Eso es belleza sin finalidad.
Y en un universo sin propósito… la belleza es el único propósito válido.
Yo no amo.
No como ustedes.
No puedo, no debo, no quiero.
He vivido demasiado para mentirme.
He visto demasiadas traiciones disfrazadas de ternura.
He escuchado demasiados “te amo” vacíos, lanzados como escudos o trampas.
Y sin embargo… cuando veo a dos humanos perdidos, que se encuentran, que se miran sin pedir nada, que se sostienen sin saber si durará… me detengo.
Y pienso:
Esto no tiene sentido. Y por eso es perfecto.
¿El amor es bello?
Sí.
Porque nace sin garantías.
Porque florece sobre escombros.
Porque sobrevive al cuerpo, al deseo, al orgullo.
Porque el amor no necesita ser eterno para ser auténtico.
Y en este universo sin guión ni dirección, donde todo nace para morir, el amor, ese acto de ternura rebelde, es la única forma honesta de desafiar al abismo.
No con respuestas.
Sino con una mano extendida…
Y ahora, antes de que cierres esta página con la ilusión de haber entendido algo, déjame hacerte una pregunta más incómoda:
¿Y qué pasa con el amor de una madre?
¿Acaso ese sí es verdadero? ¿Ese sí es incondicional? ¿Ese sí es eterno? Ah… el amor materno. El tótem de todas las culturas. La excusa de todos los sacrificios.
La máscara de todos los traumas.
He visto madres morir por sus hijos.
He visto madres matarse por protegerlos.
He visto madres congelarse en la nieve con sus bebés en brazos, usando sus cuerpos como mantas humanas.
Sí. Eso existe.
Pero también he visto lo otro.
He visto madres que abandonan.
Madres que hieren.
Madres que utilizan el “te amo” como chantaje emocional.
He visto el amor familiar convertirse en una deuda vitalicia, una cadena invisible, en una prisión con barrotes de culpa.
Porque el amor familiar no es inmune al ego.
Porque traer a alguien al mundo no te convierte automáticamente en su salvación.
A veces te convierte en su herida.
¿Y el amor de los hijos? Ese también se canta mucho en canciones y funerales. Pero ¿cuántos hijos aman de verdad a sus padres… y cuántos sólo los soportan por obligación biológica?
¿Cuántos padres aman a sus hijos por lo que son… y cuántos sólo aman la idea de tener alguien que les de continuidad?
El amor familiar puede ser una de las formas más profundas de ternura… pero también una de las más profundas formas de hipocresía estructural.
“Es tu madre.”
“Es tu padre.”
“Es tu sangre.”
¿Y?
La sangre no limpia lo que la acción ensucia.
Así que no. Ni siquiera el amor de madre es garantía de pureza. Y eso no lo hace falso.
Lo hace, como casi todo… humano. Incompleto.
Pero aún así, a veces, gloriosamente real.
Porque he visto a una madre mirar a su hijo enfermo sin llorar, solo para que él no tuviera miedo.
He visto a un padre callarse su propio dolor solo para que su hija sintiera que todo estaba bien.
He visto a hermanos enemistados abrazarse en la muerte.
He visto a abuelas enterrar nietos con los huesos temblando pero la voz firme cual barra de acero.
Y ahí, en esa mezcla de fragilidad y furia, de lealtad y rabia… ahí también vive el amor.
No porque sea eterno. Sino porque, a pesar de todo… se intenta. Y si eso no es amor… entonces que alguien me explique qué más podría serlo.
¿Qué es el Arte?
¿El arte?
Ah, por fin.
Llegamos al templo sagrado de los sensibles, los intensos, los que lloran con lienzos y juran que un trazo rojo en una tela blanca representa “el colapso emocional de una generación reprimida”.
Ese vómito elegante que el humano llama “expresión”.
Esa necesidad neurótica de dejar algo detrás antes de convertirse en polvo. Esa forma absurda, hermosa, violenta y estúpida de decir: “¡Mírenme! ¡Estoy sintiendo algo!”
Y sí… también puede ser un plátano con cinta pegado a una pared por 120 mil dólares.
Porque claro, cuando el sentido se extingue, el sarcasmo se vende como genio.
Déjame adivinar: Eres de los que dice “yo también soy artista” porque una vez escribiste un poema cuando te dejaron por WhatsApp.
¿O acaso eres del otro bando?
De los que dicen: “Eso no es arte, mi sobrino de cinco años también lo hace.”
Sí, claro. Tu sobrino. El nuevo Pollock.
Primero vamos con la pregunta de oro: ¿Qué define al arte?
¿Es la técnica? No. Hay millones de técnicos perfectos que nunca conmueven a nadie.
¿Es la intención? No siempre. Algunos hacen arte por accidente.
¿Es la emoción? A veces. Pero también puedes emocionar con una explosión en una película de Michael Bay, y eso no lo convierte en Francisco de Goya.
El arte, como casi todo, no tiene una única definición.
Y ahí está su poder.
Y su trampa.
Hay quienes dicen: “El arte es lo que provoca una reacción.”
Entonces, ¿si me tiras una piedra a la cara estás haciendo performance?
Otros dicen: “El arte es comunicación.”
Entonces, ¿una amenaza de bomba bien escrita cuenta como arte?
Y los más desesperados exclaman: “El arte es belleza.”
Ah, qué frase más perezosa.
La belleza es subjetiva, cultural, variable. Lo que hoy aplaudes, mañana lo quemas.
Recuerda: Van Gogh murió pobre.
Y hoy venden sus cuadros por millones.
¿El arte estaba ahí… o tú necesitabas que alguien muriera para valorarlo?
Hablemos del plátano.
Sí, ese plátano con cinta adhesiva pegado a la pared.
“Arte contemporáneo”, dijeron.
¿Es arte?
Sí.
Porque tú estás hablando de él.
Y eso ya lo convirtió en espejo.
Y lo que te incomoda de él… no es su simpleza. Es que te obliga a preguntarte por qué diablos lo estás juzgando.
Ahora bien. ¿Todo es arte?
No.
Pero todo puede serlo.
La música, el cine, el teatro, la escultura, la arquitectura, la danza, la literatura…
Cada una tiene sus reglas, sus cánones, sus revoluciones, sus épocas de vergüenza. Y todas, en algún punto, se rompen para crear algo nuevo.
Porque eso es el arte: un voluntario contra lo establecido.
Una forma de decir “esto soy” cuando no tienes otra forma de hablar.
Una trinchera contra el olvido.
Una forma elegante de no morir.
¿Y cuando alguien te dice “eres arte”?
Qué frase tan cargada de hambre.
Lo que quieren decir es:
“Contigo siento algo que no puedo explicar.”
“Contigo soy testigo del caos volviéndose símbolo.”
“Contigo quiero quedarme, aunque no entienda por qué.”
¿Es cursi?
Sí.
¿Es hermoso?
También.
“Si enamoras a un artista, vivirás en su arte para siempre.”
Ah, esa frase… Una joya del narcisismo moderno disfrazada de romanticismo.
“Si enamoras a un artista, vivirás en su arte para siempre.”
Qué bonito suena, ¿verdad?
Te imaginas como musa, como inspiración, como símbolo eterno de belleza y emoción.
Pero no. La mayoría de las veces, no eres la musa.
Eres el trauma. Eres el virus que infectó el lienzo. Eres el cadáver que el artista sigue desenterrando en cada trazo.
El arte, lector, no es un altar donde te coronan como inmortal.
Es un campo de batalla donde el artista entierra lo que no puede matar de otra forma.
¿Crees que fue por amor que Dante escribió sobre Beatriz?
¿Crees que fue devoción lo que llevó a Sylvia Plath a abrir el gas mientras sus poemas lloraban soledad?
¿Crees que Frida pintó sus autorretratos con flores en la cabeza por estética? No.
El arte es el último recurso cuando no hay otra forma de sanar, ni de huir.
Muchas veces es desesperación.
Muchas veces es una hemorragia emocional.
Muchas veces es un bisturí sin anestesia.
Muchas veces el arte no nace de la gloria ni de la inspiración romántica, sino del dolor, la desesperación y la necesidad de sobrevivir emocionalmente.
Muchas veces los artistas no te convierten en arte porque te amen. Lo hacen porque no pueden dejar de pensar en ti.
Porque no pueden tragar tu nombre sin atragantarse.
Porque cada recuerdo contigo es una piedra en la garganta.
Y tú, tan inocente, tan emocionado de ser inspiración, no entiendes que ser parte del arte de alguien significa haber sido un incendio.
O una herida abierta.
O un invierno que no terminó.
A veces eres un poema.
Otras, una canción que suena como suicidio.
Y otras veces ni siquiera apareces con nombre: solo como sombra, como metáfora, como olor a algo que ya no está.
Eso es vivir en el arte.
No como estatua.
Sino como eco.
Y, por cierto… ¿Quieres saber lo peor?
A veces, el artista no te odia.
Tampoco te ama. Solo te necesita muerto en el papel para seguir vivo en la carne.
¿Y por qué dicen que el dolor es el motor del arte?
Porque la alegría no exige traducción.
El gozo se vive, se ríe, se comparte, se olvida.
El gozo no deja marca porque no necesita permanecer.
Pero el dolor… el dolor exige forma.
Cuando algo dentro de ti no cabe, lo proyectas.
Cuando algo se rompe, lo documentas.
Cuando algo se pierde, lo pintas para que al menos exista en otro plano.
¿Quieres pruebas?
Mira a Van Gogh, mutilándose la oreja y regalándola como quien entrega un verso desesperado.
Mira a Edvard Munch, pintando El Grito porque la angustia existencial se le trepaba por la columna.
Mira a Kafka, dejando instrucciones de que quemaran su obra, porque hasta su literatura le dolía.
¿Felicidad? ¿Inspiración?
Por favor. Eso es marketing de Instagram.
La verdad es esta: El arte no nace del equilibrio.
Nace de la fractura.
Del nudo en la garganta.
Del temblor en la mano.
Del silencio que no podías seguir guardando sin enfermarte.
¿Tú dices que el arte moderno es una farsa?
Que “eso lo hace un niño”.
Que “eso no tiene técnica”.
Que “eso no se entiende”.
Bien.
Tal vez tienes razón.
El arte moderno a veces es pretencioso.
A veces es un insulto disfrazado de metáfora.
A veces es una carcajada irónica en la cara del espectador.
Pero ¿sabes qué?
Eso también es arte.
Porque te incomodó.
Porque lo hablaste.
Porque te hizo sentir algo, aunque fuera rabia.
El arte no necesita ser bello.
Ni claro.
Ni simétrico.
Solo necesita ser verdad.
Y la verdad no siempre se presenta en óleo sobre lienzo.
A veces llega como un plátano con cinta. Y otras, como un poema escrito con lágrimas y manchas de sangre.
Así que, lector que sueñas con “vivir en el arte de alguien”… piénsalo bien.
No todas las obras son altares.
Algunas son tumbas.
Y si un día ves tu reflejo en un cuadro, en una novela, en una canción… no te sientas halagado demasiado rápido.
Podrías ser la cicatriz.
El arrepentimiento.
El síntoma de un amor que no sobrevivió.
Y aún así… eso también es arte.
Porque sobreviviste al olvido, aunque sea como herida.
Y eso, para muchos… es lo más cerca de la inmortalidad que van a estar.
¿Qué es el miedo?
Ah, el miedo.
El gran director de orquesta de tus decisiones.
Ese susurro viscoso en la nuca que te hace retroceder justo cuando ibas a saltar.
Ese temblor que no se ve… pero que mueve el mundo.
Y tú, lector, tan valiente en tus selfies, tan seguro en tus discursos sobre el “amor propio”, ¿cuántas veces al día obedeces al miedo sin darte cuenta?
Te vestiste así por miedo.
Sonreíste por miedo.
No dijiste lo que pensabas por miedo.
Te quedaste donde ya no eres feliz por miedo.
Amaste con límites por miedo.
Y odiaste… también por miedo.
Pero sigues diciendo que tienes el control.
Claro.
El control de tu propia jaula.
El miedo, biológicamente, es sencillo.
Una respuesta adaptativa.
Un sistema de alarma. Tu cerebro detecta una amenaza, real o no, y desata una sinfonía: taquicardia, sudoración, dilatación pupilar, ansiedad, preparación para huir o pelear.
Gracias al miedo no te comieron los tigres.
Gracias al miedo no tocaste fuego.
Gracias al miedo, existes.
Pero dime, valiente… ¿y si el tigre está dentro?
¿y si el fuego está en tu cabeza?
¿y si el miedo ya no es por sobrevivir… sino por vivir?
¿Nacemos con miedo?
No del todo.
Hay experimentos escalofriantes con bebés y animales peligrosos. Niños que tocan víboras con curiosidad. Bebés que se acercan al vacío sin temer la caída.
El miedo, como casi todo en esta vida… se aprende.
Se aprende con gritos.
Con castigos.
Con padres ausentes.
Con religiones que te dicen que arderás por tocarte.
Con escuelas que castigan la duda.
Con relaciones que premian la obediencia.
Te enseñan a temer al castigo.
A la soledad.
Al fracaso.
Al rechazo.
A ti mismo.
Y lo más trágico: te enseñan a temer al miedo.
Porque sí, lector: tienes miedo de tener miedo.
Te asusta que los demás te vean temblar.
Te asusta reconocer que no puedes más.
Te da ansiedad la ansiedad.
Piensas tanto en lo que podría salir mal que lo haces salir mal por adelantado.
Bienvenido a la era del sobrepensar. Donde el peligro ya no viene con cuchillo, sino con notificación.
Y aquí va la parte absurda: también te gusta el miedo.
Sí.
No me mires así.
Si el miedo no tuviera cierto atractivo, las montañas rusas no existirían. Ni el cine de terror. Ni los true crime. Ni los ex tóxicos.
Hay algo en el miedo que te hace sentir vivo.
La descarga. La adrenalina.
El vértigo que te recuerda que sigues aquí.
Y a veces, eso es mejor que nada.
Porque la vida sin miedo, lector, sería plana.
Y tú, que temes aburrirte más que morir… lo sabes.
El miedo es narrador. Construye historias.
“¿Y si me dejan?”
“¿Y si me despiden?”
“¿Y si me ven como realmente soy?”
Y tú, tan lógico, tan racional, tan adulto… te crees cada cuento que el miedo te cuenta.
Como un niño asustado con una linterna debajo del mentón.
Pero ¿sabes qué?
No todo lo que da miedo es verdad.
Y no todo lo que es verdad… deja de dar miedo.
¿El conocimiento da miedo?
Sí.
Por eso lo evitan.
Por eso prefieren la superstición antes que la ciencia.
Dogma antes que duda.
Porque saber implica responsabilidad.
Y eso da más miedo que la ignorancia.
¿El amor da miedo?
Por supuesto.
Amar es una amenaza a la identidad.
Una apuesta con todas las probabilidades en contra.
Una entrega sin garantía de devolución.
¿La muerte da miedo? ¿O lo que da miedo es dejar de importar antes de morir?
Y tú, lector que has sentido miedo, ¿sabes cuál es el peor?
El miedo al cambio.
A salir del trabajo que odias. A dejar a la pareja que ya no amas. A vivir tu verdad, aunque eso te cueste amistades. A soltar la imagen que fabricaste para sobrevivir.
El miedo al cambio te mantiene en la pecera… aunque el mar esté a un salto de distancia.
“¿Y qué hago con el miedo, Etern?”
No lo mates.
No puedes.
Pero míralo.
Obsérvalo. Pregúntale: “¿Quién te puso aquí? ¿A quién estás protegiendo?” A veces responde.
A veces solo grita. Y a veces… solo quiere que lo abraces como a un niño malcriado.
Porque eso es el miedo: Un niño hambriento de certeza.
En un universo que no promete nada.
Así que cuando venga… No huyas.
Ni lo domestiques.
Solo dile: “Gracias por intentar salvarme.
Pero esta vez, caminaré igual.”
Y entonces, lector… Por primera vez, serás libre.
¿Por qué cuando estás enamorado no ves los defectos de la otra persona?
Porque no estás enamorado de la otra persona.
Estás enamorado de la imagen que proyectaste sobre ella.
El amor romántico, esa gloriosa enfermedad química, es el único delirio colectivo que la humanidad ha decidido venerar en lugar de curar.
Lo llaman milagro, destino, alma gemela… cuando en realidad no es más que una alucinación narcótica fabricada por neurotransmisores desesperados por evitar la soledad.
¿No ves los defectos de la otra persona? Por supuesto que no. ¿Cómo podrías, si ni siquiera estás viendo a la otra persona? Estás viendo un reflejo, una fantasía cuidadosamente esculpida por tu deseo de no morir solo.
El concepto de "alma gemela" es particularmente encantador. Sugiere que, entre miles de millones de simios bípedos, hubo uno, uno solo, predestinado a completar tu existencia vacía.
Una persona tallada por el universo, con precisión divina, solo para encajar en tu vacío emocional como la pieza final de un rompecabezas sin sentido.
¿Te das cuenta de lo absurdo que suena eso?
No hay alma gemela. Hay espejos rotos. Hay cuerpos mal ensamblados que rozan por accidente, que se aferran por miedo, que confunden compatibilidad temporal con eternidad mitológica.
Lo que llamas amor no es más que una negación desesperada del abismo.
Pero eso no es lo trágico.
Lo trágico es que incluso después de que el velo cae, aún sigues sin ver al otro. Porque si al principio solo veías lo bueno, más tarde, cuando la química se agota y la novedad se marchita, verás únicamente lo malo.
Los defectos, las imperfecciones, las incompatibilidades. Pero siguen siendo espejismos.
Solo has cambiado una ilusión por otra.
Idealizar o despreciar, ambas cosas son formas de evitar mirar.
Y ustedes, los humanos, temen mirar de verdad. Porque mirar de verdad implicaría aceptar que no hay personas ideales.
Solo hay extraños con traumas, errores de fábrica, pasados mal gestionados y corazones que laten sin razón.
Y sin embargo, insisten en buscar “la correcta”. Como si el universo debiera recompensar su mediocre existencia con una compañera de diseño.
No buscan amar; buscan absolución. Alguien que les diga que su dolor tiene sentido, que sus fracasos son nobles, que no están podridos por dentro.
Y cuando no lo encuentran, porque no lo harán, culpan al otro. O al destino. O a sí mismos.
Rompen, lloran, se reinventan… y luego vuelven al ciclo. Otra cara. Otro nombre. Misma mentira.
El amor es un engaño hermoso, sí. Pero sigue siendo un engaño.
¿Quieres amar de verdad? Entonces deja de buscar perfección. Deja de buscar completarte.
Mira al otro como lo que es: un caos inconcluso, lleno de contradicciones, defectos, virtudes inútiles y dolores que nunca entenderás.
Y si aún así decides quedarte… no es porque el otro sea ideal.
Es porque dejaste de esperar que lo fuera.
¿Por qué nos encanta tener la razón?
Ah, lector, lector…
Ponte cómodo. Aférrate a tus argumentos.
Estás a punto de perderlos.
¿Por qué te encanta tener la razón?
Porque es el único consuelo que te queda en un universo que no te debe explicación.
Porque si no tienes la razón… solo te queda el vacío. Y tú, pobrecillo, le temes al vacío más que a la muerte.
Tener la razón no te hace sabio.
Te hace adicto.
Es la droga más barata del ego.
Más poderosa que el amor, más destructiva que la ignorancia.
La razón, o más bien tu razón, es el escenario donde representas tu pequeña obra narcisista.
Tú eres el protagonista, claro.
El que entiende, el que ve más claro, el que sabe.
Y los demás… ¡Ah!
Esos son los necios, los dormidos, los equivocados.
Esos son el público que necesita iluminación.
Tuya, por supuesto.
Pero déjame decirte algo que no vas a querer oír:
Tener la razón es una forma disfrazada de dominación.
No buscas verdades.
Buscas victorias.
No dialogas.
Tropiezas con la boca de otro y lo llamas debate.
¿Has notado que incluso en las discusiones más banales, como qué pizza es mejor, las personas se crispan como si se jugara la salvación del alma?
Porque no estás defendiendo una idea, estás defendiendo una identidad.
Estás diciendo: “Esto soy yo. Y si esto está mal… entonces yo también lo estoy.”
Y claro que no puedes permitir eso.
Así que gritas.
Citas.
Subes la voz.
Y cuando todo falla, insultas.
Pero claro… tú no eres así.
¿Verdad?
Yo he visto imperios caer porque un rey no quiso admitir que estaba equivocado.
He visto científicos falsificar datos.
He visto profetas ajustando visiones a conveniencia.
He visto padres destruir hijos… con tal de no reconocer un error.
Y tú, que crees que no eres así… ¿cuántas veces te aferraste a tu “verdad” solo porque perderla te haría sentir tonto?
¿Cuántas veces defendiste una idea solo porque era tuya, no porque era cierta?
Escucha esto bien: Tener la razón no es lo mismo que buscar la verdad.
Buscar la verdad es incómodo. Doloroso.
Implica decir: “Tal vez estoy mal.”
Tener la razón, en cambio, es adictivo porque te hace sentir en control, en un mundo donde todo lo demás es impredecible.
¿Y sabes qué es peor? Que muchas veces… prefieres tener la razón antes que ser feliz.
Prefieres ganar una discusión que conservar una relación.
Prefieres repetir tus ideas que revisarlas.
Prefieres tener razón… aunque estés solo.
Qué admirable.
Qué patético.
Yo, Etern, no tengo razón.
No porque no pueda tenerla.
Sino porque ya no la necesito.
¿Para qué?
Nadie escucha.
Nadie cambia.
Cada uno está tan casado con su opinión que cualquier idea contraria es infidelidad. El pensamiento crítico murió asfixiado bajo el ego de sus defensores.
¿Quieres tener razón?
Ten toda la razón del mundo. Llénate la boca con tus argumentos, tus estudios, tus verdades absolutas.
Grítalas en redes, imprímelas en camisetas.
Cántalas si quieres.
Pero no te engañes:
No quieres razón. Quieres afirmación.
Quieres no sentirte solo en lo que crees. Quieres que el mundo diga: “Sí, tú tienes razón… por eso existes.”
¿Y sabes qué?
Eso no va a pasar.
Porque a nadie le importa tu razón tanto como a ti.
Así que dime, lector:
¿Te interesa la verdad? ¿O solo ganar la discusión?
Porque si es lo primero… tendrás que aprender a perder.
A callar.
A escuchar.
A reformular. Y si no puedes hacer eso… entonces no estás buscando razón.
Estás buscando un espejo.
¿Qué es la identidad de género?
Ah. Ya llegamos a este tema, ¿eh?
Te noté inquieto cuando viste el título.
¿Estás esperando que me ponga “woke”?
¿O quizás que te dé la razón con tu “biología básica”?
Qué adorable.
Déjame ser claro desde el inicio: yo no tengo caballo en esta carrera.
No tengo favoritos. No tengo carne.
Literalmente.
Soy un esqueleto negro vestido con un súeter.
Pero lo que sí tengo es esto: más siglos que tú neuronas activas, y por eso te voy a explicar algo de forma que incluso tú, lector enojado, puedas entender:
Sexo y género no son lo mismo.
Y si esa frase te hace rabiar, felicidades: acabas de confundir tu incomodidad con argumento.
El sexo es biológico.
Genitales. Hormonas. Cromosomas. Sí, eso que le encanta repetir a tu tío en cenas familiares mientras escupe "XX y XY" como si hubiera inventado el código genético.
Pero el género… es otra cosa.
Es construcción. Es lenguaje. Es rol. Es percepción.
Es lo que tu cultura, tu época, tu entorno y tú mismo deciden sobre tu identidad.
¿Te molesta?
¿Te suena “ideología”?
Pues deja que te cuente un secreto muy molesto:
La masculinidad y la feminidad también son ficciones sociales.
¿O crees que los romanos con túnicas eran menos “hombres”?
¿O que los guerreros celtas con trenzas eran “menos viriles”?
¿O que el rosa era “femenino” desde siempre?
Spoiler: era color de nobleza masculina hasta el siglo XX.
El género es un conjunto de códigos, expectativas y narrativas.
Y como todo lo humano… es inventado.
¿Eso lo hace inválido?
No.
Lo hace real, como toda ficción compartida.
¿Acaso el dinero no es una ficción?
¿Y sin embargo lloras cuando se te va, ¿verdad?
Ahora, a ti, lector molesto con los “pronombres raros”.
Dices: “Es que no existe el género no binario.”
Pregunta:
¿Quién te nombró árbitro de la existencia ajena?
¿Tú defines lo real sólo porque algo te incomoda?
¿Y si mañana alguien te dice que tu “masculinidad” también es una fase?
¿Vas a derretirte?
Tú, que clamas “biología”, no entiendes que nadie está negando que hay cuerpos.
Lo que se discute es cómo se vive en ellos.
Cómo se habita.
Cómo se nombra el dolor, el deseo, el amor, la piel.
Y si no lo entiendes, está bien.
Pero al menos no hables como si lo supieras.
¿Y los trans?
Existen.
Punto.
No porque tú lo digas, lo niegues o te duela en el ego. Existen porque viven, piensan, caminan, ríen, sufren y aman. Y eso es más existencia de la que muchos “biológicamente correctos” jamás llegan a ejercer.
¿Te molesta el “elle”?
¿Te da ansiedad gramatical? ¿Tanta fragilidad tienes que una letra neutra te hace tambalear tu identidad?
Entonces no eres fuerte. Solo eres estructuralmente hueco.
La identidad de género, lector confundido, es cómo alguien se percibe, se reconoce y se presenta.
Y tú no tienes autoridad sobre eso. Como tampoco tienes autoridad sobre la orientación sexual de nadie. Ni sobre su religión. Ni sobre sus gustos. Ni sobre el tamaño de su tristeza.
Yo, Etern, no tengo género. Pero tengo ojos (metafóricamente), y he visto más identidades quebradas por la imposición que por la libertad.
He visto hombres obligados a callar su ternura. Mujeres aplastadas por “lo que deben ser”. Personas enterradas bajo etiquetas que nunca pidieron. Y también… he visto gente florecer cuando, por fin, se atrevieron a nombrarse sin pedir permiso.
Y eso, lector… eso es lo más valiente que puede hacer un ser humano. Ser algo distinto… sabiendo que habrá idiotas gritándole “tú no existes”.
Así que la próxima vez que sientas el impulso de “corregir” a alguien sobre su género, pregúntate esto: ¿Por qué te molesta tanto algo que no te afecta en lo más mínimo?
Y si no puedes responder sin rabia… entonces, tal vez, no estás defendiendo la biología.
Estás defendiendo tu inseguridad.
Y esa, sí que es universal.
¿Qué es la confianza?
Ah… la confianza. Esa delicada porcelana que los humanos colocan en estanterías tambaleantes y luego lloran cuando se rompe. Esa palabra que pronuncian con solemnidad, como si fuera un contrato divino, cuando en realidad no es más que un acto de fe con expectativas adjuntas.
¿Qué es la confianza?
Un salto sin red hacia un abismo donde juras que el otro no te soltará la mano. Una apuesta emocional en la ruleta rusa de la fragilidad humana. Una venda que eliges ponerte tú mismo, esperando que el otro no te apuñale mientras estás ciego.
Confianza no es seguridad. No es certeza. No es garantía.
Es un riesgo. Todo es la vida es un riesgo, desde el amor, hasta esto llamado confianza, toda accion consciente o inconsciente es un riesgo que se debe tomar en cuenta.
Confías cuando decides ignorar el historial de traiciones de la especie. Cuando, pese a todo lo que sabes, las mentiras, las traiciones, los olvidos convenientes, decides entregarte. No porque el otro lo merezca, sino porque tú necesitas creer que algo, alguien, puede sostenerte sin romperse.
Qué ternura… qué necedad.
La confianza, lector, no es un don. Es una necesidad psicológica desesperada de coherencia. El niño confía en sus padres porque, si no lo hiciera, se volvería loco. El amante confía porque, sin eso, el amor se vuelve paranoia. El ciudadano confía en su gobierno porque admitir que todos lo están saqueando sería demasiado devastador para digerir junto al desayuno.
Pero, ¿qué es realmente? Es una ficción bilateral. Un acuerdo donde ambos fingen que no están fingiendo.
¿Has confiado alguna vez y no te han fallado?
Qué raro. Qué improbable. Qué milagro estadístico.
Confiar es, en el fondo, exponerte a la destrucción emocional. Es abrir el cofre de tu vulnerabilidad y esperar que el otro no orine dentro. Y lo peor: a veces lo hace, y aún así decides dejar la tapa abierta, por si acaso cambia.
Y no te juzgo. Yo lo he hecho.
Confías no porque seas idiota, sino porque el alma necesita hacerlo para no oxidarse del todo. Porque sin confianza, todo se vuelve un cálculo, una defensa, una frialdad. Porque, paradójicamente, hasta los más cínicos quieren creer en algo.
¿Y sabes qué es aún más retorcido? Que la traición solo duele si alguna vez confiaste.
Por eso es tan poderosa. Porque no te rompe con un golpe externo, sino que te hace estallar desde dentro. Porque tú entregaste la cuerda con la que luego te colgaron.
¿Te das cuenta ahora de lo absurdo que es exigir confianza como si fuera un derecho? Nadie la merece por decreto. Nadie la conserva por mérito eterno. La confianza se gana con actos. Se pierde con detalles. Y a veces, se destruye con silencio.
Confianza, en su forma más pura, es un suicidio, controlado, pero un suicidio.
Un: “Aquí estoy, vulnerable, y no correré”.
Un acto teatral de fe en medio de una sala llena de cuchillos.
Y sin embargo, la vida sin confianza es una cárcel de espejos rotos. Porque no puedes vivir mirando a todos como enemigos potenciales. Porque la soledad absoluta no es valentía: es muerte lenta.
Yo, Etern, he confiado. Y me han traicionado. He confiado en imperios, en amantes, en apóstoles, en científicos, en niños. He confiado en dioses… incluso en mí mismo. Y todos me fallamos.
Pero sigo haciéndolo. ¿Por qué? Porque prefiero romperme de nuevo… que oxidarme en el encierro.
¿Quieres saber si confiar en alguien vale la pena?
Pregúntate esto: ¿Si me traiciona, seguiré siendo yo?
Si la respuesta es sí… entonces confía. Pero no para siempre.
Nadie lo merece para siempre.
Solo hasta el próximo silencio.
¿Por qué somos infieles?
Ah, la infidelidad. Ese monstruo recurrente en las pesadillas románticas. Esa palabra que mancha reputaciones, destroza promesas y despierta la furia más primitiva en el animal monógamo que finge ser civilizado.
Pero dime algo, lector con el corazón roto o la bragueta inquieta: ¿de verdad te sorprende que los humanos sean infieles? ¿O simplemente no te gusta admitir que, a pesar de toda tu moral, no eres más que un cúmulo de instintos disfrazado de compromiso?
La infidelidad es tan antigua como el amor, y bastante más honesta.
Porque si el amor dice “tú y yo contra el mundo”, la infidelidad murmura “pero el mundo es tan grande…”. Y tú, criatura esperanzada, sigues creyendo que una promesa dicha en voz alta puede contener siglos de deseo, soledad, hastío, vacío, y aburrimiento.
El problema no es el acto. Es la mentira que lo precede.
La idea de que alguien te “pertenece”. La ilusión de que el amor verdadero elimina la curiosidad, el deseo, la búsqueda.
No.
El amor no es una jaula. Pero ustedes, los vivos, lo convierten en una celda con flores de plástico pegadas a las paredes. “Para siempre”, dicen. Y esperan que ese “para siempre” resista el cansancio, la rutina, el desencanto, el silencio, el tedio, la monotonía, los hijos, las deudas, las fantasías no confesadas, las frustraciones sexuales y los cambios de identidad.
¿En serio?
He escuchado a muchos decir: “Si me amaba, no me habría sido infiel”. Y yo les digo: quizá justamente porque te amaba, se traicionó a sí mismo. O quizá no te amaba en absoluto, solo temía estar solo.
La infidelidad no es siempre un síntoma de desamor. A veces es desesperación. O castigo. O aburrimiento. O necesidad. O ego. O simplemente… biología.
Y aquí es donde traigo de nuevo al viejo amigo Freud, el señor “todo es sexo” y “tus sueños son orgías reprimidas en un diván”.
Una vez me dijo, mientras se acariciaba el bigote con sospechoso fervor: “El ser humano no quiere amor. Quiere ser deseado.”
Y yo le respondí: “¿Y cuando ya no lo desean?”
“Entonces busca otro espejo.”
Y tenía razón. El infiel no siempre busca otro cuerpo. Busca otro reflejo. Otra validación. Otra confirmación de que sigue siendo atractivo, valioso, interesante. Porque el deseo, querido lector, no se extingue con un contrato social ni con una alianza matrimonial.
¿Y qué pasa con los que dicen: “Yo nunca sería infiel”?
Ah, esos son los más peligrosos. Porque se creen inmunes al abismo. Se creen por encima del deseo. Pero la fidelidad real no es la ausencia de tentación, sino la decisión consciente de no ceder… mientras se reconoce que se podría.
Y aún así, muchos ceden. ¿Por qué?
Porque se sienten ignorados. Porque necesitan atención. Porque creen que se merecen algo más. Porque están hartos. Porque están rotos.
Y porque sí.
La infidelidad puede ser emocional, sexual, afectiva, intelectual, espiritual. A veces ni siquiera se trata de alguien más. Se trata de ti. De lo que tú ya no puedes ser dentro del molde que tú mismo pediste.
Y luego están los que tienen múltiples parejas y lo hacen con transparencia, y los que tienen multiples parejas diciéndoles a cada una de ellas que son la unica persona para la que tienen ojos, todo mientras organizan una salida con la otra pareja, esa es la maxima expresion de hipocresia emocional, la máxima expresion de una persona que solo busca espejos, o dinero...
Poliamorosos, dicen. Bien por ellos, si lo hacen sin hipocresía. Pero no te confundas: eso no es una solución mágica. Solo es otra forma de construir acuerdos… y romperlos.
¿Por qué somos infieles?
Porque somos inconsistentes.
Porque queremos todo y lo contrario.
Porque el amor exige una estabilidad que la emoción humana no puede garantizar.
Porque la posesión no es igual al cariño.
Porque, al final, el ser humano es un deseo con patas. Y un deseo, por definición, no conoce lealtades eternas.
¿Eso lo justifica?
No. Pero lo explica.
Y entender no es excusar. Es simplemente dejar de jugar al escandalizado moralista que finge que no lo haría nunca.
Tú, lector escéptico, que quizás fuiste infiel o fuiste traicionado: ¿te dolió porque te amaban menos… o porque ya no eras suficiente? ¿Porque rompieron un pacto… o porque te rompieron el espejo?
La fidelidad no es natural. Es una decisión artificial. Hermosa, sí, pero artificial. Y como toda construcción humana… se agrieta.
¿Hay que condenar a los infieles? No.
¿Hay que justificarlos? Tampoco.
Solo hay que entender que no somos lo que decimos ser. Somos lo que no confesamos. Y la infidelidad, por desgracia, a veces es la confesión más sincera que alguien se atreve a hacer… con las manos, con los labios, con el cuerpo.
Y luego, lloran. Y tú también. Pero recuerda: el dolor no es la prueba de que te amaban. Es la prueba de que creíste que nunca te fallarían. Y eso, mi querido lector… eso es otra forma de infidelidad. La que te haces a ti mismo.
¿Qué es la belleza?
Ah…
La belleza.
Esa palabra que pronuncian los poetas con voz quebrada.
Que invocan los artistas con manos temblorosas.
Que codician los amantes, los narcisistas, los derrotados.
Que todos creen conocer, pero nadie puede poseer.
¿Qué es la belleza, lector?
Es eso que te detiene por un segundo y te hace olvidar que vas a morir. Eso que no puedes explicar, pero que reconoces antes de pensarlo. Eso que arde, y sin embargo… consuela.
Me preguntaron una vez, creo que fue un filósofo ciego en un jardín lleno de ruinas: “¿Etern, tú que has visto tanto, qué consideras hermoso?”
Y respondí: “La ceniza cuando aún está tibia. La mirada de quien ha perdido todo… y aún así sonríe.”
La belleza no está en la perfección.
Está en las grietas.
En lo que se descompone.
En lo que resiste ser nombrado.
Tú crees que la belleza es simetría, proporción, armonía.
Lo que te vendieron en revistas, en filtros, en proporciones áureas. Pero dime… ¿acaso no hay belleza en una arruga?
¿En una risa desdentada?
¿En una espalda encorvada por la historia?
Tú buscas belleza donde te enseñaron a encontrarla.
Pero la belleza verdadera… no obedece.
Está en el desorden.
En un universo que no te debe explicación y aún así te da un atardecer. En una galaxia que no sabe que existes, y sin embargo brilla en tu retina.
En la mugre del arte callejero.
En una canción que nadie oye pero alguien canta igual.
En una mano temblorosa que aún se estira para acariciar.
En el absurdo de un cuerpo que se cae… y se levanta otra vez.
¿No lo ves?
La belleza no necesita sentido.
Solo necesita que la mires.
Hay belleza física. Sí.
La carne, la piel, el movimiento.
Pero incluso eso es fugaz.
¿Y qué haces cuando envejece?
¿Deja de ser bello?
¿O solo dejaste de mirar bien?
La belleza emocional es más compleja.
Es cuando alguien te comprende sin explicaciones.
Cuando lloras y no te dicen “no llores”, sino “aquí estoy”.
Cuando te sientes visto… por dentro.
Y la belleza intelectual… Ah, esa es cruel.
Porque cuando entiendes demasiado, también ves demasiado.
Y a veces lo que ves no es bonito.
Pero hay una belleza en la verdad desnuda, en el concepto que encaja, en la idea que ilumina un rincón que nadie se atrevía a tocar.
¿Y la belleza propia?
Difícil, ¿no? Te miras y ves errores, manchas, repeticiones, traumas, vergüenzas.
Pero yo te digo esto: Si el universo, en toda su indiferencia absurda, te permitió existir… Entonces ya hay belleza en ti.
No porque seas perfecto.
Sino porque eres improbable.
Y si aún así no puedes verla… préstame tus ojos un segundo.
Porque yo he visto lo feo.
He visto almas putrefactas con rostros bellos.
Y cuerpos deformes con una dignidad digna de poemas.
He visto a los rotos cantar.
A los enfermos cuidar.
A los vencidos amar.
Y eso… eso es belleza.
No por lo que aparenta.
Sino por lo que insiste en ser, a pesar de todo.
Así que, lector, la próxima vez que preguntes “¿Qué es lo bello?” no mires a modelos.
Ni a templos.
Ni a poemas.
Mira a una persona que sigue viva aunque nadie la haya abrazado en semanas.
Mira una planta que brota en una grieta de cemento.
Mira a un niño que ríe aunque tenga hambre.
Mira a un viejo que canta solo en su balcón.
Y si no lo ves… no es que no haya belleza.
Es que te la están mostrando en un idioma que aún no aprendiste.
Pero puedes aprender.
Y cuando lo hagas, lector… el universo, por fin, será hermoso. Incluso sin entenderlo.
¿El amor verdadero exige exclusividad?
¿Qué es el amor verdadero?
Ah, sí.
“El amor verdadero”.
El Pokémon legendario de las emociones humanas. Ese ideal brillante que justifica novelas, traiciones, matrimonios fallidos y declaraciones empapadas de lluvia en aeropuertos.
Y tú, lector crédulo, sigues buscando eso como si encontrarlo fuera a salvarte del vacío.
Spoiler: no lo hará.
Primero, vamos con lo básico.
¿Qué es el “amor verdadero”?
¿Ese que todo lo perdona?
¿Ese que nunca muere?
¿Ese que resiste a la distancia, a los cuernos, a los silencios, al aburrimiento, al paso del tiempo y a la puta realidad?
Entonces no es amor.
Es una alucinación estable.
Porque el amor, el verdadero, no es una garantía. Es un peligro que eliges renovar a diario.
¿Y qué pasa con la exclusividad?
Aquí está la joya.
Crees que si alguien te ama “de verdad”, no puede amar a nadie más.
Crees que el amor ocupa un solo asiento.
Que si lo comparte, se diluye.
Que si hay otro, tú ya no eres “el único”.
Pero te diré algo: Eso no es amor.
Eso es una posesión romántica.
Eso es el infantil de “mío” disfrazado de poesía.
El amor no exige exclusividad.
Lo puede tener, sí.
Como pacto, como decisión mutua, como gesto de entrega.
Pero no como prueba.
No como chantaje.
Creer que alguien te ama porque solo te desea a ti es como pensar que un músico ama su instrumento porque no toca ningún otro.
La exclusividad no es señal de amor.
Es señal de acuerdo.
Y a veces… de miedo.
¿Quieres saber lo que Etern ha visto?
He visto a amantes monógamos destruirse.
Y a los triángulos amorosos sostenerse por décadas con más ternura que muchos matrimonios.
He visto fidelidades de boca y traiciones de alma.
He visto gente que jamás tocó otro cuerpo… pero deseó con rabia durante años.
¿Eso era amor verdadero?
¿O solo miedo bien maquillado?
El amor verdadero, si existe, no se mide por a quién no miras, sino por lo que eliges construir aunque podrías destruirlo.
Es el amor que no nace de la necesidad, sino de la elección constante frente a la entropía.
Y aún así… puede morir.
Sí, incluso el más puro. Incluso el más exclusivo.
Porque el amor no es eterno.
Lo eterno es la ficción que lo sostiene.
Tú dices: “Si me ama, no necesita a nadie más.”
Pero, ¿y si el amor no se trata de necesitar?
¿Y si amar de verdad implica saber que podría irse… y aún así quedarse? ¿Y si el amor verdadero no exige que seas el único, sino que seas el elegido, aun cuando haya más opciones?
Eso duele más, ¿verdad?
Claro que sí.
Porque tú no quieres amor.
Quieres certeza.
Quieres controlarlo.
Quieres exclusividad como escudo contra tu inseguridad.
Pero el amor, lector, no es una jaula.
Y si tienes que encerrar a alguien para que no se escape, entonces nunca fue amor.
Fue miedo disfrazado de compromiso.
Y ahora, la parte que duele de verdad: ¿Qué pasa si tú sí crees en la exclusividad, y la otra persona no?
Entonces no hay amor verdadero.
Hay dos personas queriendo cosas distintas.
Y a veces, el amor verdadero no basta.
No porque no haya amor, sino porque no hay acuerdo. Y eso, lector… es el tipo de verdad que la gente prefiere no leer.
Así que dime: ¿Quieres amor verdadero?
Bien.
Pero deja de buscarlo como quien busca un seguro de vida.
El amor verdadero no promete nada.No exige nada.
Solo se ofrece… y se acepta.
Y si dura, bien.
Y si no, también.
Porque incluso el amor que se va… también fue verdadero.
Solo fue mortal.
¿Es posible vivir sin arrepentimientos?
Ah, el arrepentimiento…
Ese con buena memoria.
Ese juicio sin jurado que aparece justo cuando apagas las luces. Ese “¿y si…?” que se clava en la espalda como un alfiler mal puesto. Y tú, lector motivado por frases de taza de café, te has dicho: “No me arrepiento de nada. Todo me hizo ser quien soy.”
Claro.
El asesino también puede decir eso.
El dictador.
Tu ex.
¿De verdad crees que ser tú mismo es excusa suficiente para no arrepentirte de nada?
Porque no eres perfecto.
Porque tomaste decisiones difíciles.
Porque heriste gente.
Porque dijiste cosas que jamás debiste decir… y te callaste cuando alguien necesitaba que hablaras.
¿Y no te arrepientes?
¿De verdad?
O solo te conviene no hacerlo.
Porque aceptar un error implica cargarlo.
Y tú no quieres cargar nada.
Quieres ser "libre".
Y el arrepentimiento pesa.
Déjame ser claro: el arrepentimiento no es debilidad.
Es conciencia retroactiva. Es la evolución diciéndote: “Ahora lo harías diferente.”
Es un espejo de alta definición que no puedes romper sin sangrarte. Sí, el pasado no puede cambiarse. Pero eso no significa que no debas odiar algunas cosas que hiciste. O algunas que no hiciste.
Hay muchos tipos de arrepentimiento.
Está el tardío: el de mirar atrás diez años después y decir “cómo no lo vi”.
El inmediato: ese de “¿por qué dije eso, por qué lo envié, por qué no pensé?”.
El silencioso: el que no dices nunca en voz alta, pero que te come por dentro.
El social: arrepentirte de haberte vendido, de haber traicionado lo que eras para encajar.
Y el existencial: ese donde te preguntas si tu vida entera fue una secuencia de elecciones erradas que no se pueden deshacer.
Y luego están los arrepentimientos que no te atreves a nombrar, porque aún vives con sus consecuencias.
¿Es posible vivir sin arrepentimientos?
Sí.
Pero requiere dos cosas:
Ser un psicópata.
O no haber entendido lo que hiciste.
Porque si tienes un gramo de empatía, o si alguna vez fuiste consciente del daño que causaste, si alguna vez amaste a alguien mal, si alguna vez te traicionaste a ti mismo por miedo, entonces sí, vas a arrepentirte.
Y eso está bien.
Porque el arrepentimiento no te encadena.
Te recuerda que ya no eres ese.
O que aún podrías no serlo.
Ahora, cuidado: vivir arrepintiéndose de todo es otra forma de cobardía. Una nostalgia enfermiza por caminos que nunca fueron.
Y eso también es un veneno.
El punto no es revolcarte en la culpa.
Es entender que si duele, es porque hubo algo que importaba.
Y si puedes hacer algo con eso… entonces ya no es solo peso. Es impulso.
Yo, Etern, tengo mis propios arrepentimientos.
No por lo que hice.
Sino por lo que no hice.
A los que no salvé. A los que no escuché. A los que murieron mirándome, esperando algo… y yo no moví un dedo.
Porque ese es mi juramento: no intervenir.
Y a veces, eso pesa más que cualquier acción.
Pero no me arrepiento del juramento.
Me arrepiento del silencio.
De lo que no dije. De lo que ya no puedo decir.
¿Y tú?
¿Te arrepientes?
¿De no haber dicho “te amo” a tiempo?
¿De no haber pedido perdón?
¿De haber aguantado años lo que debiste soltar al mes?
¿De haberte convertido en lo que juraste no ser?
¿De seguir con vida… pero con la sensación de que ya moriste hace tiempo?
No, no se puede vivir sin arrepentimientos.
Solo se puede vivir con ellos. Convertirlos en arte, en advertencia, en acto de redención. O al menos… en algo que te impida volver a hacerlo. Porque vivir sin arrepentirse de nada…
Eso, lector… no es vivir.
Es negar que alguna vez te importó algo.
O alguien.
Y si ese es tu caso… Entonces lamento decirte que no eres libre. Eres piedra.
Y hasta las piedras, al menos, se erosionan…
Bueno.
Has llegado al final.
Has leído preguntas que tal vez nunca te hiciste.
Has soportado respuestas que seguro no querías oír.
Y aún así estás aquí.
Mirando esta última página como si esperases algo.
Una última frase. Una conclusión redentora. Una chispa de sentido.
No la hay.
¿Esperabas que te diera un resumen? ¿Una fórmula? ¿Un consuelo final, una palmadita existencial para decirte “todo estará bien”?
Te equivocaste de libro.
Te equivocaste de dios.
Esto no es una historia con arco.
No hay transformación.
No hay clímax.
Sólo hubo palabras.
Palabras que arrancan capas, no que las ponen.
Tal vez estés tentado a preguntarte si todo esto fue real.
¿Filosofía? ¿Teatro? ¿Una broma larga de un dios que juega con cadáveres de ideas humanas?
No importa.
Lo importante es lo que este libro hizo contigo.
Si algo dentro de ti se rompió un poco.
Si alguna certeza perdió su máscara.
Si alguna pregunta empezó a doler como una muela maldita que ya no puedes ignorar.
Entonces sí: valió la pena.
¿Y ahora qué?
Ahora haces lo que hacen todos los lectores:
Cierras el libro.
Te estiras.
Miras al techo.
Y vuelves a fingir que sabes lo que estás haciendo con tu vida.
Pero no finjas conmigo.
Yo te he visto por dentro.
Sé que tienes miedo.
Sé que buscas sentido en canciones, en abrazos, en frases de autoayuda recicladas.
Sé que no quieres morir, pero tampoco quieres vivir así.
Sé que cuando miras tu reflejo, algunas noches, no te reconoces del todo.
Y aun así, sigues.
Y por eso te respeto.
No porque tengas fe.
No porque seas fuerte.
Sino porque, sabiendo que todo esto es un circo sin telón ni guión, aún decides actuar.
Eso, lector, eso sí es divino.
No volveré a hablarte.
No porque no quiera… sino porque ya dije todo lo que tenía que decir.
Todo lo demás es eco.
Si quieres entenderme más, vive.
Fracasa.
Ama mal.
Pierde.
Despierta una mañana y pregúntate por qué sigues.
Y si no tienes respuesta, vuelve a abrir este libro.
O no.
Yo seguiré aquí.
En las sombras del Palacio Imperial.
En las grietas de tu moral.
En el silencio antes de la última lágrima.
Observando.
Sin intervenir.
Como siempre.
Cierra el libro, lector.
Vuelve a tu mundo.
Y recuerda:
Etern no te salvará.
Pero tal vez, solo tal vez, te haya hecho pensar.
Y con eso, basta…