Un hombre sin pasado, sin futuro, atrapado en la maquinaria de un mundo que jamás lo consideró. Mientras los demás siguen adelante, él se convierte en un fragmento roto, un cuerpo vacío que sigue existiendo sin saber por qué.
Aquí, donde los sueños se compran y la identidad se diluye en la multitud, algunos luchan por escapar, otros simplemente desaparecen.
Porque no todos los que caen pueden levantarse. No todos son recordados. Y algunos solo existen hasta que desaparecen, como el humo de un cigarro en la noche.
EL ARTE DE REÍR ENTRE LÁGRIMAS
-PROYECT ETERNITY-
El arte de reír entre lágrimas es un don cruel, una destreza que se perfecciona con el hambre y el cansancio, y con la certeza de que el mañana no será mejor que el hoy.
Jude lo sabía. Yacía en su cama, con los ojos entrecerrados, atrapado en esa frontera donde el cuerpo descansa pero la mente sigue despierta, repasando los mismos pensamientos marchitos de siempre. La habitación tenía lo justo: una cama con sábanas de un azul desvaído, un escritorio de metal oxidado por el uso, una silla que crujía al mínimo movimiento y un armario que olía a humedad.
Los Rayvties no estaban destinados a grandes cosas. Al menos, no los de su familia. Sus padres hacían lo posible para que él y sus hermanos sobrevivieran, pero sobrevivir era una palabra demasiado generosa para lo que hacían. La comida nunca alcanzaba para saciar el hambre, la calefacción apenas luchaba contra el frío del planeta Horevia, y cada día era una repetición de la misma rutina miserable. Y sin embargo, tenían un techo. Cada uno tenía su propia habitación, aunque parecieran celdas en una prisión de penurias.
Jude encajaba en ese lugar como una flor marchita en una grieta del pavimento. Sus pertenencias hablaban por él: un espejo pequeño y rajado sobre el escritorio, donde a veces repasaba con dedos cuidadosos la línea de su mandíbula; un frasco con un perfume barato, cuya fragancia dulce era su único lujo; y un par de ropas demasiado bien dobladas para lo poco que valían. Todo en su habitación sugería alguien que intentaba aferrarse a algo más allá de la decadencia, pero sin éxito.
Sonrió. No porque estuviera feliz, sino porque a veces la tristeza se volvía tan pesada que la única forma de sostenerla era con una mueca torcida. El arte de reír entre lágrimas… sí, él conocía bien ese arte. Y en su mundo, no había otra forma de sobrevivir.
¿Cómo se supone que alguien puede ser feliz en estas condiciones?
Se hacía esa pregunta más veces de las que podía contar. Se la había hecho el día que el médico suspiró con pesadez y pronunció la palabra Sternismo, como si estuviera dictando una sentencia. Se la había hecho cuando vio la cifra de los tratamientos, y cuando comprendió que no existía posibilidad alguna de pagarlos.
No era un destino nuevo en su familia. La enfermedad había estado allí antes, oculta en los árboles genealógicos. Pero entonces nació Jude, y con él, la maldición renació.
Los síntomas comenzaron temprano: la piel pálida, literalmente blanca como si su cuerpo hubiera olvidado fabricar color. El cabello rosado que hacía que la gente lo mirara dos veces, con curiosidad primero, con incomodidad después. Las pecas dispersas sobre su rostro y brazos, huellas de algo frágil, algo defectuoso. Luego vino la luz, demasiado intensa, demasiado cruel para unos ojos que no podían filtrarla. Sus iris, de un amarillo enfermizo, temblaban con movimientos involuntarios. Y, por supuesto, estaba la respiración. La eterna lucha por llenar sus pulmones, el ahogo repentino, los sonidos ásperos y sibilantes en su pecho cuando el aire se volvía un enemigo.
Y aun así él soñaba con ser cantante.
La enfermedad le había robado la posibilidad de una vida normal antes de que siquiera pudiera desearla. No podía correr sin sentir que el mundo se apagaba en sus pulmones. No podía caminar bajo el sol sin que sus ojos le suplicaran que se detuviera. No podía permitirse los tratamientos, porque cuatrocientos mil créditos eran más que la suma de todas las cosas que su familia había poseído en toda su existencia.
Entonces, ¿cómo podía ser feliz?
Jude no tenía una respuesta.
Se levantó de la cama. ¿Para qué? Ni él lo sabía. Quizás porque el sueño se le escurría como arena entre los dedos, quizás porque la noche tenía un peso distinto en su habitación, como si lo llamara a moverse, a existir de alguna forma más allá de la inmovilidad.
El aire estaba estancado, tibio con el aliento de un día que se había marchitado sin gloria. Afuera, Horevia existia bajo una de sus noches sin luna. Dentro de la habitación, la única luz provenía de la lámpara amarillenta de su escritorio, un ojo cansado que parpadeaba con la electricidad inconstante de aquel distrito. Emitía un zumbido tenue, un susurro que llenaba el silencio con su monotonía.
Se incorporó con lentitud, sintiendo el peso de su cuerpo, y la pesadez en su pecho que nunca desaparecía del todo. Apoyó las manos en el colchón, notando la textura áspera de las sábanas, gastadas por los años y el lavado constante con jabón barato. Se frotó los ojos, como si eso pudiera hacer que su visión fuera más nítida.
Su cola se deslizó sobre la cama cuando se puso de pie, y el roce de las plumas contra la tela fue un sonido suave, imperceptible, como el susurro de un ala al doblarse. Esa cola… No sabía si debía encontrarla hermosa o avergonzarse de ella. Las plumas rosadas brillaban tenuemente bajo la luz artificial, reflejando un color enfermizo, como carne viva expuesta al aire. No era el tipo de rosa delicado y armonioso que se veía en las flores o en los atardeceres de algún otro planeta que si fuese hermoso; era un rosa pálido, desvaído.
Se pasó los dedos por el antebrazo, sintiendo la suavidad de su piel, la fragilidad de alguien que nunca había sido fuerte. Sus manos eran delgadas, con dedos largos, de uñas pulcramente recortadas. Sus clavículas se marcaban bajo la tela del pijama holgado que vestía, un conjunto gris de algodón raído, con la tela estirada en los codos y el cuello ligeramente deformado por el uso.
Dio un paso, y el suelo crujió bajo sus pies descalzos. El metal tenía esa cualidad melancólica de los objetos viejos, la textura de algo que había resistido demasiado. Se acercó al escritorio sin pensar demasiado en qué haría allí. Tal vez porque era su único espacio real, su pequeño rincón en un mundo donde no tenía control sobre nada.
El escritorio olía a polvo. Sobre su superficie descansaban pocos objetos: un cuaderno de tapas gastadas, un bolígrafo de tinta negra casi agotado, un frasco de perfume barato con aroma dulzón, y una pila de hojas con garabatos que nunca terminaban en nada. Tocó el perfume y destapó el frasco, inhalando el aroma. Era demasiado dulce, empalagoso, pero había algo reconfortante en ello. Un pequeño lujo en una vida sin más colores que los que su cuerpo le imponía.
La lámpara parpadeó, lanzando un fuerte destello que hizo que Jude entrecerrara los ojos. Sus pupilas tardaron en ajustarse, la visión se le nubló por un segundo, y un escalofrío le recorrió la espalda.
Volvió a sentarse en la silla con un suspiro. Su reflejo en el pequeño espejo rajado sobre el escritorio le devolvió la mirada: la piel pálida, los ojos amarillos, el cabello rosado cayendo en mechones sobre su frente.
Se quedó así, mirando sin mirar, con los pensamientos flotando en la superficie de su mente sin que ninguno terminara de asentarse.
No sabía por qué se había levantado. Pero, de algún modo, sentía que esta noche, esta en particular, era diferente.
Y no sabía si eso era bueno o malo.
Jude cerró los ojos y suspiró, tratando de despejar su mente. No era raro que se levantara sin saber por qué. Desde que dejó la escuela, la sensación de perderse en sus propios pensamientos se volvió parte de su rutina. Se sentía como si su mente estuviera llena de agujeros, espacios en blanco donde los recuerdos recientes se deslizaban y desaparecían sin dejar rastro. Pero ahora, al sentarse en la silla de su escritorio, al ver la hoja de papel donde garabateaba ideas inconclusas, lo recordó.
Tenía que escribir una carta.
No sabía a quién iba dirigida, ni qué quería decir en ella, pero siempre había encontrado consuelo en las palabras, incluso cuando eran solo para sí mismo. Tomó el bolígrafo y deslizó la punta sobre el papel, pero la tinta apenas salía.
Frunció el ceño.
No era solo la tinta lo que se negaba a fluir, era todo. Su vida. Su verdad.
Desde que dejó la escuela, había sentido que su mundo se encogía. Antes, al menos tenía momentos de libertad, espacios donde podía existir sin la presión de aparentar. Pero en casa, era distinto.
Siempre había tenido que ser algo que no era.
Lo sabía desde hacía años. Lo supo antes de entender qué significaba. Lo supo cuando notó que miraba a otros chicos con el mismo anhelo con el que sus compañeros hablaban de las chicas. Lo supo cuando se dio cuenta de que nunca podría hablar de ello. No con su familia. No con su padre, no con su madre.
Porque sabía lo que pensaban.
No era que fueran crueles. Nunca lo habían golpeado, nunca le habían gritado. Pero conocía sus palabras, sus miradas, la forma en que hablaban de otros. “Qué desperdicio”, decía su madre cuando veía a un hombre afeminado en la calle. “No lo entiendo, ¿cómo pueden vivir así?”, murmuraba su padre con una expresión de desaprobación.
Cada comentario, cada pequeña frase lanzada al aire como si no tuviera peso, se había acumulado en su pecho como piedras, una sobre otra, hasta aplastarlo.
Y ahora se preguntaba… ¿por qué?
¿Por qué tenía que esconderse?
¿Por qué tenía que seguir pretendiendo?
Eran sus padres. Deberían aceptarlo. ¿No era ese su deber?
¿No se suponía que el amor de una familia era incondicional?
Pero si fuera así, ¿por qué el miedo nunca lo dejaba en paz?
Apretó la mandíbula. Sus dedos temblaban sobre el papel en blanco. Se sentía atrapado en una habitación sin puertas, en una vida que no le pertenecía.
No podía seguir así.
No podía seguir respirando con miedo.
No podía seguir sonriendo cuando quería llorar.
La decisión se formó en su mente con la claridad de una estrella en la noche oscura.
Mañana, en la cena, se confesaría.
Diría la verdad.
No importaba lo que pasara después.
Apagó la lámpara con un movimiento brusco, dejando que la oscuridad devorara la habitación. Regresó a su cama, sintiendo el peso de su cuerpo al hundirse en el colchón.
Cerró los ojos.
Y esperó a que el sueño lo alcanzara…
El frío metálico del suelo fue lo primero que sintió al bajar los pies de la cama. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras sus piernas delgadas y pálidas se tensaban para sostenerlo. No había alba todavía, solo la penumbra amarillenta que se filtraba desde su escritorio, donde la lámpara aún parpadeaba con debilidad. Faltaban quince horas para que el sol asomara en el horizonte, pero en Horevia eso no importaba. La noche duraba treinta horas, y el día apenas diez. La gente tenía que adaptarse a un horario diferente, dormir en momentos distintos, y trabajar cuando aún era oscuro.
Se estiró, sintiendo cómo las plumas de su larga cola rosada se erizaban con el movimiento. Nuevamente, no sabía si pensar que era hermosa o avergonzarse de esos colores. A él le hubiera gustado que fuera castaña, como la de su madre, o de un negro profundo, como la de algunas de sus compañeras de escuela. Pero no, el Sternismo le robaba hasta eso.
Se puso de pie con torpeza, con sus pies descalzos resonando suavemente contra el suelo de metal. Con el cuerpo aún pesado por el sueño, se cambió con movimientos lentos. Se quitó la camisa holgada que usaba para dormir y se puso una de manga larga, color ceniza, que le cubría hasta el cuello. Después se colocó unos pantalones oscuros. La ropa le quedaba grande en algunos lados y ajustada en otros, una herencia inevitable de usar prendas de segunda mano.
“¡Jude! Baja de una vez y ayúdame con los platos.”
La voz de su madre, Gior, retumbó por toda la casa.
A Jude le hubiera encantado responderle con el mismo volumen, gritarle que no tenía ganas, que no podía, pero su garganta no le daba para tanto. Su voz siempre salía baja, ahogada, con la respiración entrecortada. Inspiró profundamente y apenas pudo soltar un tenue:
“Ya voy…”
Salió de su habitación y recorrió el estrecho pasillo que conectaba los cuartos de su familia. Las paredes eran tan delgadas que cualquier conversación se filtraba con facilidad. Se sujetó del barandal de la escalera y empezó a bajar con pasos cuidadosos. El metal frío bajo sus pies descalzos le recordó lo barato que era ese material en comparación con la madera, que solo los ricos podían permitirse.
El comedor y la cocina estaban juntos en un solo espacio, iluminados por una lámpara suspendida del techo, cuya luz titilaba de vez en cuando. La casa tenía un olor a metal y detergente barato, con un leve aroma a comida recalentada de la noche anterior.
Gior estaba de pie junto al fregadero, frotando con energía una cacerola cubierta de grasa. Su piel color durazno brillaba bajo la luz tenue, y su cabello castaño, recogido en un moño blanco desordenado, tenía mechones sueltos que caían sobre su rostro. Llevaba una blusa marrón ajustada y una falda oscura que le llegaba hasta las pantorrillas. Sus ojos, de un marrón profundo, se giraron hacia Jude cuando lo vio entrar.
“Te tardaste,” dijo con ese tono neutro que siempre usaba con él, ni demasiado severo ni demasiado dulce.
Jude se encogió de hombros y caminó hasta el fregadero.
“Me… levanté… hace poco.”
Gior suspiró.
“No sé cómo puedes dormir tanto. Cuando yo tenía tu edad ya estaba despierta antes de que me llamaran.”
Jude no respondió. No tenía energías para discutir algo tan trivial. Se remangó la camisa y metió las manos en el agua tibia del fregadero. La grasa y los restos de comida flotaban en la superficie. Tomó el primer plato y empezó a frotarlo con la esponja, sintiendo cómo el agua jabonosa le resbalaba por los dedos.
“Hoy tienes que ir al Mart conmigo,” dijo su madre mientras enjuagaba la cacerola y la colocaba en el escurridor.
Jude asintió, observando cómo las burbujas del jabón se deslizaban por la porcelana del plato que lavaba.
“No hagas esa cara, Jude,” continuó su madre. “No te voy a pedir que cargues nada pesado. Solo quiero que vengas.”
Jude sabía lo que eso significaba. Gior siempre decía lo mismo cuando tenía miedo de dejarlo solo demasiado tiempo. Su enfermedad le preocupaba más de lo que le gustaba admitir.
“Está bien.”
“¿Sí?”
“Sí…”
El agua seguía corriendo. Gior se quedó un momento en silencio, observando a Jude con el ceño levemente fruncido.
Él siguió lavando en silencio, con las gotas de agua resbalando entre sus dedos, con la espuma disipándose en la corriente. El jabón olía a cítrico artificial, y el sonido del plastico chocando entre sí lo acompañó mientras su mente vagaba.
Pensando en lo que diría en la cena.
Pensando en cómo cambiaría su vida después de eso.
Pensando en si, al final, realmente valdría la pena.
Mientras tanto, su madre se secó las manos con un trapo y suspiró con satisfacción, como si por fin se permitiera relajarse.
“Ay, Jude, no sabes lo que me enteré hoy,” dijo con una sonrisa pícara mientras se dirigía a un pequeño estante donde guardaban hierbas.
Jude no levantó la mirada, pero sus orejas se inclinaron levemente hacia ella. Su madre tenía una manera de contar los chismes que los hacía sonar como eventos trascendentales, incluso cuando no lo eran.
Gior tomó un frasco de vidrio opaco y lo sacudió con suavidad antes de abrir la tapa. Un aroma seco y especiado emergió de su interior, inundando la cocina con notas dulces y amargas. Dentro del frasco, las hojas y flores secas de unas Zynherium Vulcaris estaban mezcladas en pequeños racimos quebradizos de tonos entre verde oscuro y marrón.
Colocó una pequeña olla de metal sobre la hornilla y vertió agua de una jarra. El líquido chisporroteó cuando encendió el fuego, y la llama azulada iluminó su rostro por un instante. Con la precisión de quien lo ha hecho cientos de veces, tomó un puñado de Zynherium y lo dejó caer en el agua caliente. Pronto, la infusión comenzó a teñirse de un ámbar oscuro, liberando su característico aroma reconfortante.
“Ah, sí, el chisme,” continuó mientras removía la infusión con una cuchara de metal. “Fui al CyberMart después de dejar a tus hermanos en la escuela, y adivina quién estaba ahí, con una sonrisa más falsa que un billete de treinta créditos.”
Jude suspiró, terminando con los últimos platos.
“No sé… ¿Tía Lira?”
Gior rió, divertida.
“¡Exacto! Y no estaba sola.”
Jude giró ligeramente la cabeza con curiosidad.
“¿Con quién?”
“Con el carnicero. Y no el viejo Vekhar, no, no. Con el hijo. Ese muchacho con brazos de Agrisus y la cara de pocos amigos.”
Jude frunció el ceño.
“¿Y qué tiene… eso de raro?”
Gior le dedicó una mirada de incredulidad.
“Hijo, tu tía lleva años jurando que los carniceros son unos aprovechados que nos venden pura grasa y huesos. Y ahora la veo coqueteando con el muchacho como si él fuera el último pedazo de pan caliente en la tienda.”
Jude no pudo evitar soltar una leve risa nasal. Gior sonrió satisfecha y apagó el fuego bajo la olla. Tomó un colador de metal y vertió la infusión en dos vasos metálicos, dejando atrás las hojas y flores marchitas en el filtro. El vapor ascendió con lentitud, liberando una fragancia que mezclaba lo herbal con un toque dulzón y especiado.
Jude terminó de lavar los platos y se secó las manos con el mismo trapo que su madre había usado antes. En la mesa ya había un vaso de Zyninfuso y un pan en cada lado, simple pero suficiente. Su madre se sentó primero, dejando escapar un largo suspiro de cansancio.
“Ven, siéntate. Antes de que se enfríe.”
Jude obedeció, sintiendo el calor del vaso metálico en sus dedos mientras lo levantaba. Dio un sorbo pequeño. El sabor era delicado, con un toque amargo que quedaba en la lengua, pero a la vez reconfortante.
Gior rompió un pedazo de pan y lo untó en el té, absorbiendo parte de la infusión antes de llevárselo a la boca.
“¿Cómo está?” Preguntó.
“Bueno. Como siempre.”
“Eso es porque lo hago con amor.”
Jude rodó los ojos, pero su boca esbozó una leve sonrisa.
El desayuno continuó en una calma tibia, con el murmullo de la ciudad despertando a lo lejos y el sonido de las tazas golpeando la mesa con cada sorbo.
En momentos como ese, Horevia no se sentía tan gris.
El tiempo pasó con una lentitud sofocante. Jude sentía el peso de cada minuto mientras sus ojos volvían, una y otra vez, al reloj holográfico flotando en la sala. Los números brillaban con un resplandor tenue y azul, marcando la cuenta regresiva hacia la cena. Hacia su confesión.
Para mantener la mente ocupada, se sumergió en los quehaceres del hogar. Limpió la mesa del desayuno, barrió el suelo de metal frío, acomodó la despensa con los víveres escasos que aún quedaban y ayudó a su madre a remendar unas prendas desgastadas. La casa no era grande, pero cada rincón demandaba un trabajo constante: las tuberías chirriaban, las paredes acumulaban humedad y el sistema de calefacción apenas mantenía el aire por encima del punto de congelación.
A pesar de sus esfuerzos, la ansiedad no se disipaba. Seguía ahí, latente, presionando contra su pecho con la misma intensidad con la que el aire gélido se filtraba por las rendijas de la casa.
Cuando Gior sugirió ir al CyberMart para comprar ingredientes y preparar algo especial para la temporada helada, Jude aceptó sin dudar.
Tal vez el frío del exterior le ayudaría a despejarse…
Las calles eran un mosaico de metal ennegrecido y concreto agrietado. A los lados, edificios de distintos tamaños se alzaban con estructuras austeras, sin más adorno que los tubos de calefacción externa y cables que colgaban entre ellos. En Horevia, el calor era un lujo desconocido, y la vida giraba en torno a la lucha constante contra el frío.
Jude y su madre caminaron en silencio al principio. El aliento de ambos se volvía vapor frente a sus rostros.
“Si mañana la tormenta se intensifica, tendremos que racionar el gas,” comentó Gior, frotándose los brazos bajo su abrigo.
Jude asintió sin decir nada. Aprendia mucho estando callado. Aunque tampoco es como si pudiera no estarlo.
“Al menos esta vez no hemos tenido cortes de energía. Recuerdo cuando eras más pequeño, tuvimos que dormir todos en la sala para mantener el calor.”
“Lo recuerdo. Sentí que me… iba a congelar esa noche.”
Gior rió con suavidad.
“Lo hiciste. Casi. Tuvimos que envolverte en todas las mantas que teníamos. Parecías un capullo rosado.”
Jude bufó, sin saber si reírse o gruñir por la mención de su color de piel y cabello.
Pocos metros adelante, el gran letrero rojo del CyberMart parpadeaba, proyectando su luz sobre la nieve sucia del suelo. Las puertas automáticas se abrieron con un sonido apenas detectable por encima del viento helado.
El lugar estaba vacío. Los estantes metálicos se alineaban en pasillos rectos, con etiquetas de precios flotando en pequeñas pantallas holográficas. Los productos estaban organizados de manera eficiente: víveres básicos, suplementos nutricionales, carne sintética, latas de conservas, y una sección más reducida con frutas y vegetales de invernadero, cuyos precios hacían que apenas alguien los mirara.
El recepcionista, un Omniroide de modelo comercial, alzó la cabeza al detectar su presencia. Su estructura era delgada, con un cuerpo revestido de metal pulido y tres ópticas de un blanco opaco.
“¡Bienvenidos al CyberMart! Ofertas especiales para clientes frecuentes. ¡Aprovechen los descuentos y maximicen sus créditos!” Recitó con una voz artificialmente animada.
Gior le dedicó un gesto vago de reconocimiento y tomó una cesta metálica.
“Vamos rápido. No quiero que la temperatura baje más.”
Jude asintió y la siguió entre los pasillos.
“¿Qué quieres comer?” Preguntó su madre, revisando la pantalla holográfica de precios.
“Algo… caliente.”
Gior asintió y comenzó a seleccionar ingredientes: una bolsa de concentrado proteico (8.599 créditos), una lata de vegetales mixtos (4.299 créditos), un paquete de especias estándar (3.199 créditos) y dos porciones de carne sintética de bajo grado (7.699 créditos).
Jude tomó un pequeño frasco de Zynherium Vulcaris, observando la etiqueta: 5.000 créditos.
Su madre notó su interés y sonrió.
“Podemos darnos ese lujo hoy.”
Jude la miró con duda, pero Gior ya lo había tomado y colocado en la cesta.
Al llegar a la caja de autopago, Gior revisó la pantalla.
“Total: 28.499 créditos.”
Suspiró y activó su interfaz neural. Un leve resplandor azul emergió de su nuca mientras realizaba la transferencia de pago. El Omniroide revisó la transacción y asintió.
“Pago recibido. ¡Gracias por comprar en CyberMart! Recuerden, más compras, más descuentos.”
Jude y Gior recogieron sus cosas y salieron del local.
El viento gélido los recibió sin piedad al salir del CyberMart. Jude sintió la quemazón en sus mejillas, esa punzada helada que siempre parecía filtrarse más allá de la piel, como si el frío de Horevia intentara meterse hasta sus huesos. Su madre ajustó su abrigo con un movimiento brusco y comenzó a caminar, haciendo que Jude la siguiera por inercia.
A su alrededor, Horevia respiraba con su monotonía interminable.
Edificios monolíticos se alzaban como titanes industriales, llenos de pantallas LED que parpadeaban con anuncios agresivos en un sinfín de colores artificiales. Hologramas flotaban sobre las calles, proyectando imágenes de productos, noticias y entretenimiento, cada uno acompañado de un tono de voz programado para captar la atención de los transeúntes.
“Vive mejor con las proteínas sintéticas de Powerful Alchemy. Nutrición completa al mejor precio.”
“¡Despierta con LeadCoda! Energía para los días más fríos. ¡Oferta especial esta semana!”
“¡El nuevo modelo CADI de asistencia doméstica ya está aquí!”
La última frase hizo que Jude desviara la mirada hacia su madre, quien le observaba con una ceja levantada.
“No sé por qué miras tan raro a los Omniroides, hijo.”
Jude tardó en responder.
“No sé. Simplemente… no sé.”
Gior soltó una carcajada breve, pero su tono tenía un dejo de reproche juguetón.
“¿Acaso crees que van a robarte el alma? ¡Por el Regente! No seas supersticioso.”
Jude apretó los labios. No era miedo. No exactamente. Pero desde que tenía memoria, había sentido algo extraño al mirarlos. No era odio, ni desprecio… solo incomodidad. Un malestar sutil, como si sus miradas fueran demasiado vacías para ser reales y demasiado reales para ser máquinas.
“Es solo que… no parecen vivos.”
Gior sonrió, encogiéndose de hombros.
“Eso es lo que llamas eficiencia. Trabajan mejor que nosotros y no se quejan. Quizá deberíamos aprender de ellos.”
Jude miró a su madre de reojo.
“Eso es deprimente.”
“Y Horevia no lo es, ¿eh?” Respondió Gior con una risa nasal. “¿Qué pasa, Jude? ¿No te gusta vivir en ‘la ciudad infinita’, el ‘mundo que nunca duerme’?”
Jude exhaló un suspiro pesado, dejando que el aire caliente de su aliento se evaporara en la noche interminable.
“Es irónico. Le ponen nombres bonitos a algo que es pura miseria.”
Su madre lo miró con una mezcla de cansancio y resignación.
“Sí, hijo. Pero si los llamaran por lo que realmente son, nadie querría quedarse.”
Las luces de la ciudad nunca se apagaban. En el cielo artificial de Horevia, los anuncios publicitarios flotaban como estrellas falsas, pintando el aire con reflejos de colores eléctricos. Cada edificio era una pantalla, y cada calle un río de neón. La iluminación incesante era casi suficiente para hacer olvidar la absoluta ausencia de un sol real.
La gente se movía en un flujo constante, figuras envueltas en abrigos gruesos, caminando con prisa entre el frío y la rutina. No había sonrisas en sus rostros, sólo el gesto endurecido de aquellos que llevaban demasiado tiempo viviendo en un mundo donde los días apenas existían y las noches nunca terminaban.
El sonido del tráfico aéreo rugía sobre sus cabezas. Transportes urbanos flotaban en los niveles superiores de la ciudad, surcando el cielo. A nivel de suelo, los transportes terrestres pasaban con zumbidos eléctricos, con sus faros recortando sombras en las fachadas gastadas de los edificios.
A pesar de toda la luz, Horevia era un lugar oscuro.
Caminaron las últimas cuadras en silencio. A medida que avanzaban, los rascacielos publicitarios dieron paso a estructuras más modestas, edificios de vivienda hechos de metal barato y concreto agrietado. Las calles estaban menos iluminadas aquí, con faroles débiles que titilaban como si estuvieran a punto de morir.
Finalmente, llegaron a casa.
La vivienda no era distinta a las demás: un bloque metálico de dos pisos con paredes opacas y una puerta reforzada con un panel de acceso digital. No había adornos ni señales de identidad, solo una serie de números grabados en la parte superior de la entrada. La única diferencia real entre esta casa y cualquier otra en Horevia era que aquí dentro, al menos, Jude podía pretender que había algo parecido a calidez.
Gior se adelantó, una proyección azul apareció en el aire y, tras unos segundos de interacción con su Interfaz Neural, la cerradura emitió un leve clic. La compuerta se deslizó hacia la derecha con un ruido pesado, revelando el interior tenuemente iluminado.
Dentro, la temperatura era apenas más alta que afuera, lo suficiente para hacer la diferencia entre el frío casi insoportable y el frío tolerable.
“Bien, pongámonos a cocinar,” dijo Gior, sacudiéndose la nieve acumulada en los hombros. “No quiero que la carne se quede dura como una piedra.”
Jude asintió, cerrando la puerta detrás de él con el boton a lado, aún era muy joven como para instalarse algún implante, o eso le decia su padre.
Gior dejó las bolsas de compras sobre la encimera metálica y se frotó las manos. Jude se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero junto a la puerta, sintiendo el aire más cálido del interior. Apenas entraron, su madre activó la IA Asistente de Cocina, con la esperanza de que, esta vez, funcionara.
“Iniciando sistemas…” Dijo la voz sintética.
Durante un segundo, las luces tenues del panel de control en la pared parpadearon en verde. Luego, el brillo se apagó de golpe.
“Fallo en el panel de control. Por favor, contacte con un técnico autorizado.”
Gior cerró los ojos y respiró hondo antes de mirar a su hijo con una expresión de pura exasperación.
“Maldita sea.”
Jude se encogió de hombros.
“Te dije que… hay que pagarle… a un Tecno.”
“Sí, claro, porque me sobran los créditos,” respondió ella con sarcasmo mientras abría una gaveta y sacaba un cuchillo de filo opaco. “Bueno, lo haremos a la antigua.”
Jude se apoyó contra la mesa, observando los ingredientes que habían comprado. En una cocina moderna de Horevia, todo el proceso de preparación de alimentos podría reducirse a presionar un par de botones y dejar que los sistemas automatizados hicieran su trabajo. Pero en su hogar, eso significaba un esfuerzo manual, cortes precisos, mezclas cuidadosas y un conocimiento real de cocina.
Gior exhaló con resignación y comenzó a desplegar los ingredientes.
“Ve lavando las verduras, yo me encargo de la carne.”
Jude tomó la lata de vegetales mixtos y la abrió con un pequeño clic. La tapa se desprendió fácilmente, revelando el contenido sumergido en un líquido conservante con un aroma salado y artificial.
Vertió los vegetales en un colador y los enjuagó bajo el agua de la cocina, sintiendo la temperatura helada del chorro en sus dedos.
Mientras tanto, su madre sacó las dos porciones de carne sintética del empaque. La textura gelatinosa se deslizaba levemente bajo sus dedos mientras la colocaba sobre una tabla de corte.
“La clave para que esto no sepa a plástico es sazonarlo bien,” comentó Gior, espolvoreando un poco del paquete de especias estándar sobre la superficie.
Jude miró con escepticismo la mezcla de especias.
“¿Cuánto se supone que hay que poner?”
“Lo suficiente para que no sepa a papel.”
Jude arqueó una ceja.
“Eso no me ayuda mucho.”
“Aprenderás con la práctica. Ahora pásame el sartén.”
Jude sacó un sartén de los estantes superiores y lo colocó sobre la estufa. Gior giró la perilla y, tras un par de chasquidos, una llama azul parpadeó en la base del quemador. Vertió una pequeña cantidad de aceite sintético y esperó a que se calentara.
Cuando la carne tocó el sartén, un sonido de chisporroteo llenó la cocina. Un aroma especiado comenzó a expandirse, cubriendo el aire frío con una calidez inesperada. Jude observó cómo su madre presionaba la carne contra la superficie caliente con una espátula, asegurándose de que se dorara uniformemente.
“¿Cuánto tiempo hay que cocinarla?”
“Hasta que parezca comestible,” dijo ella con una sonrisa. “A diferencia de la carne real, esto no tiene bacterias, así que puedes comerla cruda si te da la gana… pero no lo recomiendo.”
Mientras la carne se cocinaba, Jude pasó a preparar los vegetales. Tomó un cuchillo y comenzó a picar los trozos más grandes, asegurándose de que quedaran en tamaños uniformes.
“Mamá, ¿crees que algún… día podamos comprar carne… de verdad?”
Gior soltó una breve carcajada.
“Claro. En otra vida.”
Jude suspiró, deslizando los vegetales ya cortados a un recipiente. Su madre lo miró de reojo y le dio un leve golpe en la cabeza con el mango de la espátula.
“No pongas esa cara, Jude. Agradece al Regente que al menos tenemos esto.”
Jude no respondió. En silencio, tomó una olla y vertió un poco de agua antes de colocarla en la estufa. Cuando comenzó a hervir, agregó los vegetales junto con más especias y un poco del concentrado proteico en polvo, removiendo con una cuchara.
“Ahora solo hay que esperar a que todo se mezcle,” dijo Gior, dándole la vuelta a la carne con habilidad.
El ambiente en la cocina era cálido, no solo por el fuego, sino por la sensación de compartir un momento de trabajo en conjunto. Aunque su madre solía quejarse de tener que hacer las cosas manualmente, en el fondo, Jude podía notar que no le desagradaba del todo. Había algo satisfactorio en preparar la comida con sus propias manos, en ver los ingredientes transformarse poco a poco en algo que podía considerarse un plato decente.
Cuando la carne estuvo lista, Gior la apartó del fuego y la dejó reposar. La sopa de vegetales hervía suavemente, desprendiendo un aroma que, aunque modesto, era reconfortante.
Se sentaron a la mesa en silencio, con la mirada fija en el reloj holográfico de la sala. El resplandor azul proyectaba los números con precisión: faltaban apenas unos minutos para que Kauno y los pequeños llegaran. Jude entrelazó los dedos sobre la mesa. Su madre, en cambio, tamborileaba los dedos contra la superficie, con una mezcla de impaciencia y alivio.
Entonces, el zumbido del sistema de acceso retumbó en la casa.
La compuerta de entrada se deslizó con un silbido, dejando entrar una ráfaga de aire helado del exterior. La silueta de su padre apareció primero, imponente y recta, con la mirada cansada pero firme. Detrás de él, los pequeños Zadeh y Qabil entraron dando pequeños saltos para sacudirse el frío de sus cuerpos.
Kauno era un hombre de porte austero, con una postura que reflejaba la disciplina de años de trabajo. Su piel durazno tenía un leve matiz apagado debido a la fatiga, y su cabello castaño, corto y ligeramente desordenado, parecía haber sido acomodado de prisa en algún momento del día. Llevaba puesto su traje de médico de emergencia, un uniforme negro con tonos verdosos oscuros, diseñado para repeler fluidos y aislar del frío sin sacrificar movilidad. El símbolo de la Asociación Médica de Horevia brillaba en su pecho, justo sobre su credencial de identificación.
Los niños, en contraste, parecían haber olvidado por completo el frío en cuanto entraron. Zadeh, el mayor de los dos, tenía el mismo tono de piel que su padre y madre, pero su cabello era más oscuro, casi negro, y desordenado por el viento. Qabil, el menor, tenía el cabello más claro y los ojos un poco más grandes, con una energía inagotable que siempre lo mantenía moviéndose de un lado a otro. Ambos llevaban los uniformes del colegio: gruesos abrigos azul oscuro con detalles plateados en los bordes y el logotipo de la institución en la manga izquierda.
Kauno suspiró y cerró la compuerta con un leve pensamiento en su Interfaz Neural.
“Hogar, dulce hogar.”
Gior se levantó de la mesa y se acercó a su esposo.
“¿Día difícil?”
Kauno se frotó la nuca con una mueca.
“Como siempre. Otra falla en la distribución de suministros. Dos pacientes en estado crítico tuvieron que esperar más de lo debido porque no llegaron los insumos de la DCIN.”
Gior chasqueó la lengua.
“Siempre lo mismo. ¿Qué excusa dieron esta vez?”
“Que los transportes estaban priorizando ‘rutas de mayor importancia’.”
La amargura en su voz era evidente. Gior suspiró y le palmeó el brazo antes de señalar la mesa.
“Bueno, al menos aquí no hay escasez. Vamos, siéntate, la comida ya está lista.”
Kauno asintió, aunque la tensión en sus hombros no desapareció del todo.
Mientras sus padres conversaban, Jude se acercó a sus hermanos, quienes ya se estaban quitando los abrigos y sacudiéndose el frío.
“Vamos, siéntense.”
Zadeh y Qabil lo miraron con una sonrisa antes de correr hacia la mesa y subirse a sus sillas con entusiasmo.
“¡Hoy tocó carne!” Exclamó Qabil con alegría.
Kauno y Gior tomaron asiento, y pronto, todos tenían sus platos frente a ellos.
“Bueno, buen provecho,” dijo Gior, tomando su cuchara.
Todos comenzaron a comer con energía, menos Jude, quien, como de costumbre, se mantenía en silencio, llevando la comida a su boca de forma mecánica.
“Mamá, hoy en la escuela nos mostraron cómo se ven los planetas más cálidos,” comentó Zadeh con emoción. “Hay uno donde la gente ni siquiera usa abrigos, ¡ni siquiera en la noche!”
Gior sonrió, aunque con una expresión nostálgica.
“Sí, hay muchos mundos donde el frío es solo algo de ciertas estaciones. Pero Horevia es nuestro hogar, y aquí siempre hay que estar preparados para el hielo.”
“Pero si fuéramos ricos podríamos irnos, ¿verdad?” Preguntó Qabil con inocencia.
Un silencio incómodo cayó sobre la mesa por unos segundos. Kauno dejó su cuchara en el plato y se frotó el rostro con una mano.
“No es tan simple, Qabil.”
“¿Por qué?”
Gior intervino antes de que la conversación se tornara demasiado sombría.
“Porque irse cuesta mucho, y además, aquí tenemos todo lo que necesitamos.”
Jude miró de reojo a su madre. No estaba seguro de si realmente lo creía o si simplemente decía eso para evitar una conversación difícil.
Kauno suspiró y cambió el tema.
“Por cierto, Jude, ¿cómo estuvo el día en casa?”
Jude se encogió de hombros y señaló con la cabeza a su madre, dejando que ella hablara por él. Gior sonrió con burla.
“Pues, la IA Asistente de Cocina decidió darnos otro hermoso error de sistema.”
Kauno rodó los ojos.
“Dime que no te pusiste a insultarla otra vez.”
“No te lo puedo prometer.”
Zadeh y Qabil rieron.
“Tienes que arreglarla, papá,” dijo Zadeh entre bocados.
“Lo sé, lo sé. Solo necesitamos pagarle a un Tecno.”
“O hacer que Jude la golpee hasta que funcione,” soltó Qabil, provocando otra ronda de risas.
Jude sonrió levemente, pero no dijo nada.
La cena continuó con la calidez de una rutina familiar. A pesar de la frialdad de Horevia, de la decadencia de la ciudad y de los problemas que los rodeaban, en esa mesa de metal, con comida y risas, había un refugio momentáneo.
Pero en el fondo, Jude no podía evitar pensar en lo irónico que era todo. Horevia, la ciudad infinita. El mundo que nunca duerme. La ciudad de las luces.
Todos nombres hermosos para un lugar donde la mayoría solo sobrevivía.
Miró el reloj holográfico en la pared. Era ahora o nunca.
Tomó aire. Su pulso martilleaba en su cuello.
“Tengo algo que quiero decirles.”
La mesa se quedó en silencio por un segundo. Kauno arqueó una ceja y sonrió levemente.
“¿Oh? ¿Te has conseguido una novia?” Bromeó con su tono grave, mientras cortaba la carne.
Jude apretó la mandíbula. Una novia. Si tan solo fuera así de simple.
“No, no es eso,” dijo, sintiendo la lengua pesada en su boca.
Gior, que había estado bebiendo su Zyninfuso, dejó el vaso sobre la mesa con suavidad. Su expresión se tornó más atenta.
“Entonces, ¿qué es, cariño?”
Las palabras se atascaban. Jude sintió un sudor frío en la nuca, su cola se erizó ligeramente. ¿Cómo lo digo? ¿Cómo lo hago sin que todo se derrumbe?
“Es solo que…” Empezó, con la voz temblorosa. “No soy lo que ustedes creen.”
Kauno soltó un resoplido divertido.
“¿Qué se supone que significa eso?” Dijo, aún con un tono despreocupado.
Zadeh y Qabil miraban a su hermano con confusión, aún masticando.
Jude apretó los puños bajo la mesa.
Respira.
“Soy…” Sus labios se sintieron como plomo. “Homosexual.”
Silencio.
“No es una broma,” añadió rápido, antes de que alguien pudiera dudarlo. “No es una fase. No es algo que acabo de decidir. Lo sé desde hace años.”
Su madre, Gior, parpadeó varias veces, como si estuviera procesando algo imposible de comprender. Su padre se quedó rígido, la mandíbula apretada, y los ojos clavados en él como si acabara de decir la cosa más absurda del universo.
Fue Kauno quien rompió el silencio.
“Tienes que estar bromeando.”
“No estoy bromeando.”
“No seas ridículo, Jude.” Su madre dejó el tenedor sobre el plato con fuerza. El metal resonó contra la mesa.
“No es ridículo. Es lo que soy.”
“¿Lo que eres?” Kauno resopló, inclinándose hacia adelante con incredulidad y rabia. “No me vengas con esas ideas, Jude. Eso no existe.”
“Claro que existe,” insistió Jude, sintiendo que su cuerpo temblaba. “No lo elegí. No es una decisión. No puedo cambiarlo.”
“Por supuesto que puedes cambiarlo,” Kauno chasqueó la lengua, con su expresión oscureciéndose. “¡Eso es solo una influencia enferma de esta ciudad decadente! ¡De toda esta porquería que nos rodea!”
“¡Kauno!” Intervino Gior, aunque no sonaba sorprendida, solo incómoda.
“¡No! ¡Míralo!” El padre extendió una mano hacia Jude como si fuera un objeto defectuoso. “¿Esto es lo que criamos? ¿Esto es lo que trajimos al mundo?”
Jude sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No esto. No ese tono de asco.
Su madre suspiró, frotándose la sien como si le hubiera dado jaqueca.
“Siempre supe que eras... sensible. Pero esto, Jude. Esto es… Esto es una maldita vergüenza,” sentenció su padre.
Vergüenza.
“Papá…” Su voz sonó más débil que nunca.
“No digas más. No quiero escucharlo. ¿Sabes qué? Esto es culpa de lo que vemos todos los días en esta maldita ciudad. Los Éndevol. ¡Ese montón de degenerados que han corrompido todo!”
Gior se cruzó de brazos.
“Todo es libertad para ellos. ‘Sé lo que quieras, haz lo que quieras’. Y míranos ahora. Nuestra propia casa no es distinta.”
Jude sintió su corazón acelerarse.
“No soy un Éndevol.”
“¡Pero piensas como uno! ¡Actúas como uno!” Espetó Kauno con un golpe sobre la mesa. “Esas malditas cosas han hecho que la gente pierda el norte. Hemos olvidado lo que está bien y lo que está mal.”
“¿‘Lo que está bien’?” Repitió Jude, con una risa amarga atrapada en su garganta. “¿Y qué es ‘lo que está bien’, papá? ¿Ser infeliz el resto de mi vida? ¿Mentirme a mí mismo?”
Su padre se puso de pie, arrastrando la silla con un sonido seco y duro.
“No vas a hablarme así. No bajo mi techo.”
Jude apretó los puños. Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas.
“No quiero pelear,” susurró.
“¡Pues hubieras pensado en eso antes de salir con esta estupidez!”
Su madre sacudió la cabeza y volvió a sentarse.
“Mañana hablaremos de esto. Ya pensaremos qué hacer contigo.”
“No hay nada que ‘hacer’,” Jude escupió las palabras, sintiendo que su voz flaqueaba. “No hay nada que ‘arreglar’.”
Kauno lo señaló con un dedo firme, como si estuviera dando un diagnóstico mortal.
“Ve a tu cuarto.”
“Papá…”
“¡SUBE!”
La voz sonó en toda la casa, tan fuerte que Qabil se encogió y Zadeh bajó la mirada a su plato, con el rostro pálido.
Jude se quedó quieto, con los labios apretados, con la garganta cerrada. No lloraría. No frente a ellos.
Dio un paso atrás, luego otro. Luego giró sobre sus talones y salió del comedor sin mirar atrás.
La casa se sentía más fría, más oscura. Subió las escaleras metálicas con los pies pesados. Cuando cerró la puerta de su habitación, su respiración se rompió en jadeos y lágrimas contenidas.
Desde abajo, alcanzó a escuchar a su padre decir algo, un susurro bajo pero cargado de desprecio.
“Yo no crié a un Éndevol.”
Silencio.
Luego la voz temblorosa de su madre:
“Esto... es solo una confusión. Mañana... Mañana hablaremos con él.”
Zadeh o Qabil susurraron algo, pero Jude ya no podía escuchar. Se dejó caer en la cama, con las manos cubriendo su rostro.
No tenía idea de cuánto tiempo pasó así, solo con el sonido de su propia respiración quebrada en la oscuridad de su cuarto…
El mundo no se desmorona de golpe. No se quiebra como el vidrio; no explota como una bomba. Se desangra. Gota a gota. Y Jude podía sentir cómo la suya se escurría lentamente en la oscuridad de su habitación, filtrándose entre las sábanas, hundiéndose en el colchón, empapando cada pensamiento, hasta volverlo insoportable.
Estaba acostado de lado, con las rodillas encogidas, y el pecho hundido en la tensión de una respiración que no terminaba de salir. No podía llorar. No porque no quisiera, sino porque ya lo había hecho demasiado. Sus ojos ardían, su garganta estaba rasgada y seca. Si dejaba salir otro sollozo, si emitía un solo sonido, temía que la casa se desplomara sobre él, que la puerta se abriera y las palabras de su padre y su madre volvieran a apuñalarlo.
Se llevó una mano al pecho. Le dolía. No físicamente, sino de una forma más íntima, más visceral. Se puede quebrar el alma sin que la piel lo revele. Y cuando el cuerpo se vuelve carne sin dueño, el alma ya no sabe si tiene un lugar donde regresar.
"Mañana no va a haber una conversación."
Era lo único que tenía claro.
No iba a esperar a que decidieran qué hacer con él.
No iba a quedarse para ver hasta dónde llegaría su decepción, su asco, su desprecio.
No iba a permitir que intentaran “corregirlo”, como si fuera un error, un mal funcionamiento.
Porque mañana, simplemente, ya no iba a estar allí.
Sus pensamientos se enredaban en espirales que no llevaban a ningún lado, repitiendo una y otra vez los mismos miedos. ¿Qué pasaría si se quedaba?
"Nosotros te educamos mejor que esto."
"Esto no es natural."
"No bajo nuestro techo."
"Eres igual que esos Éndevol."
Las palabras de sus padres aún sonaban, martilleando su cráneo.
"¿Y si deciden enviarme a un reformatorio?"
"¿Y si llaman a alguien para ‘arreglarme’?"
Tragó saliva.
"¿Y si me pegan?"
No era algo que su padre hiciera. No. Kauno no era de esos padres. Pero ¿acaso sabía realmente hasta dónde llegaba el límite de alguien cuando el asco y la ira lo cegaban?
"¿Y si me encierran en mi habitación hasta que me ‘cure’?"
"¿Y si me expulsan de la casa y me dejan en la calle?"
Esa última imagen se le clavó en la mente. Solo. Sin dinero. Sin nadie.
Lo había leído. Historias. Casos. Personas que terminaban durmiendo en la calle, vendiendo lo único que tenían: su cuerpo. Gente que, como él, había nacido en el lugar equivocado, en la familia equivocada, con padres que veían su existencia como un error.
El pánico lo ahogó de golpe. La ansiedad se expandió en su pecho, estrangulándole la garganta, empapándole la piel de sudor.
"No puedo quedarme. No puedo. No puedo. No puedo."
Rodó sobre el colchón, buscando aire, aferrándose la cabeza con ambas manos como si pudiera estrujarse los pensamientos hasta hacerlos desaparecer.
"¿A dónde voy?"
No tenía un plan. Solo sabía que no podía amanecer ahí.
Escuchó ruidos en la casa. La vajilla siendo recogida, el agua corriendo en el fregadero. Sus padres todavía estaban despiertos.
"No puedo irme ahora."
Si intentaba salir y lo escuchaban, sería el fin.
Así que esperaría. Aguantaría esa última noche. Se quedaría en su cama, con el cuerpo tenso, con el miedo consumiéndole el estómago, esperando a que todos se durmieran. Y entonces… se iría.
El tiempo avanzaba con la pesadez de un reloj sin aceite.
Yacía en la cama sin moverse demasiado, con la espalda pegada al colchón y el Etlife sujeto entre ambas manos, la fría carcasa negra absorbía el sudor de sus dedos. Se suponía que debía llevarlo en el brazo, pero así lo sentía más real, más suyo.
La pantalla digital brillaba débilmente, proyectando un resplandor morado sobre su rostro. Modo nocturno activado.
El mapa de Casniss, el distrito de Sparne que habitaba, ocupaba la mitad de la interfaz, una vista cuadriculada de calles estrechas y manzanas irregulares. Se desplazaba por el distrito con la yema del dedo, sin propósito, sin rumbo.
"¿A dónde voy?"
Era un pensamiento recurrente.
32:28.
No debía faltar mucho.
Las paredes de su habitación estaban demasiado calladas, un silencio artificial, el tipo de silencio que pesa sobre el pecho y hace que cada respiración suene demasiado fuerte.
Deslizó el dedo sobre la pantalla y la imagen del mapa se contrajo, mostrando el distrito entero.
Levantó una mano y activó la interfaz holográfica. Un destello de luz azulada brotó del Etlife, proyectando un menú flotante sobre su cama. Era un reflejo de él. Su personalización era minimalista, con iconos pequeños y etiquetas personalizadas. En la esquina inferior, había un widget con el clima de Sparne:
“Atmósfera actual: nevada ligera, -5°C.
Calidad del aire: medianamente tóxica.
Posibilidad de lluvia ácida: 2%.”
Nada nuevo.
Tocó un ícono en la pantalla y apareció una lista de contactos. No había muchos nombres. Su familia. Algunos compañeros de la academia con los que apenas hablaba. Endrik, resaltado en neón azul, con su alias parpadeando suavemente:
Endrik: En Línea
Se quedó mirándolo sin tocar nada. Era su mejor amigo.
No sabía qué escribir.
No quería escribir.
Apagó el holograma y volvió al mapa.
32:37.
Movió los dedos sobre la pantalla y abrió su reproductor de música. Playlist: Cancioncitas Bonitas. Era un nombre estúpido, pero era suyo. Sus listas eran caóticas, un collage de géneros y emociones que no tenían sentido juntos. Clásicos viejos. Electrónica melancólica. Canciones sin letra, o solo ruido ambiental que lo envolvía y lo alejaba del mundo.
Tocó un tema al azar.
La melodía comenzó a sonar en sus audífonos, baja, susurrante.
Un bajo pulsante, sintetizadores, un ritmo lento y monótono.
Se giró sobre su costado, con el Etlife aún entre sus manos.
32:42.
¿Se habrían dormido ya?
Se incorporó levemente y fijó la vista en la puerta. Oscura. Cerrada. No había señales de movimiento afuera, pero eso no significaba nada.
Necesitaba estar seguro.
Desactivó la música.
Tocó el icono y esperó.
Y…
Unos pasos en el pasillo.
Contuvo la respiración.
Paso firme. Pesado. Su padre.
“Mierda.”
32:45.
Se deslizó bajo las sábanas, apretando los dientes, y el corazón golpeándole las costillas.
Escuchó el crujido del suelo afuera. Su puerta no se abrió, pero su sombra bloqueó la rendija de luz por unos segundos.
Y luego…
Se fue.
Sus pasos se desvanecieron por el pasillo.
Jude no se movió hasta pasados varios minutos.
32:51.
Se pasó una mano por la cara. Ya casi.
Respiró hondo y volvió a mirar el mapa.
"Solo unos minutos más."
33:27.
El silencio ya no era una amenaza.
Jude se quedó quieto un par de minutos más, esperando cualquier señal de movimiento en la casa, pero no hubo nada. Ningún crujido de pasos en el pasillo, ninguna sombra bloqueando la rendija de la puerta. Todo estaba en calma.
Ahora o nunca.
Con los músculos tensos, se deslizó fuera de la cama y tocó el suelo con la punta de los pies, sintiendo la madera fría contra la piel. Su cuarto estaba sumido en una penumbra morada, apenas iluminado por la pantalla en reposo del Etlife y los destellos rojos de un cartel publicitario filtrándose por la ventana.
Caminó con cautela hasta su escritorio, donde una mochila roja descansaba arrugada en una esquina. La tomó sin hacer ruido y la dejó abierta sobre la cama.
¿Qué llevaría?
Lo primero fue la ropa. Abrió el cajón con lentitud, tratando de evitar cualquier sonido.
Una sudadera negra con capucha.
Un pantalón de tela gruesa, resistente.
Un par de calcetines, y unas botas negras.
Su tarjeta de Registro de Identidad Universal.
Se desvistió rápido, con el aire helado de la habitación haciéndole erizar la piel. Cuando se puso la sudadera y se subió la capucha, sintió una extraña seguridad, como si la tela pudiera volverlo invisible.
"No quiero que nadie me vea."
Alzó la vista y se miró en el reflejo oscuro de la ventana. Ojeras profundas. Labios resecos. Se veía aún más pálido bajo la tenue luz.
Siguió con la mochila.
Un encendedor que había encontrado en la calle hace meses.
Unos pocos créditos, apenas suficientes para un viaje de metro.
Un par de guantes, con los dedos gastados.
Y entonces, su mirada cayó sobre el Etlife.
Su mano vaciló antes de tocarlo.
"No. No puedo llevarlo."
Sabía cómo funcionaba. Sabía cómo funcionaba su padre. En cuanto descubrieran que no estaba, él llamaría a la persona correcta, y el rastreo comenzaría en segundos.
Su Etlife era su grillete.
Lo apagó completamente y lo dejó sobre la mesa. Por alguna razón, eso hizo que su pecho se sintiera más ligero.
"Ahora sí."
Tomó la mochila y caminó hasta la ventana.
La abrió con cuidado, sintiendo la ráfaga helada de la noche cortarle la cara. La ciudad respiraba con su monótona decadencia: faroles parpadeantes, calles sucias y el sonido lejano de un tren supersónico.
Miró hacia abajo.
El suelo estaba demasiado lejos.
Era un segundo piso, pero la caída seguía pareciendo desagradable. El pavimento estaba cubierto por una capa delgada de nieve pisoteada.
Respiró hondo.
"No hay opción."
Se sentó en el borde de la ventana, agarrándose del marco con las manos heladas. Sus piernas colgaban en el vacío, y su corazón latía con la fuerza de un tambor.
No contó hasta tres. No se dio tiempo para dudar.
Se soltó.
El impacto fue duro.
El golpe se sintió como un puñetazo en la espalda. Sus rodillas chocaron con el pavimento y la nieve se le metió en las mangas. Su codo raspó el suelo con un ardor punzante, pero no podía quedarse allí.
Tenía que moverse.
Apretó los dientes, se levantó con dificultad y empezó a correr.
Las calles eran un laberinto de estructuras decadentes. Faroles rotos. Vidrieras cerradas con paneles metálicos. Paredes llenas de anuncios desgastados y grafitis caóticos.
El frío le quemaba los pulmones.
Corría con la mochila pegada a la espalda, sus botas golpeaban el pavimento mojado. El viento le mordía las mejillas, pero era mejor que quedarse allí. Mejor que esperar a que su padre entrara a su cuarto y viera la cama vacía.
"MetroLínea."
Era su único plan.
El metro sería un refugio improvisado, el único sitio donde podía fingir que pertenecía allí. Se quedaría en los andenes, de pie o sentado en algún banco, pretendiendo esperar a alguien, pretendiendo que tenía un destino.
Nadie le haría preguntas. Nadie le miraría dos veces.
Siguió corriendo. Su respiración era una nube de vapor en la noche. El asfalto bajo sus pies se veía infinito, pero no importaba.
No se detendría.
Dejó atrás los suburbios con su silencio áspero y casas de fachadas olvidadas.
Pero adelante… adelante, la ciudad rugía.
La frontera era invisible pero absoluta.
Un solo paso y el mundo cambió.
El pavimento dejó de ser opaco y quebradizo; ahora reflejaba luces artificiales como un océano negro. Edificios ciclópeos se alzaban con arrogancia, cuyos ventanales oscuros eran perforados por los destellos de oficinas aún activas. Las calles estaban vivas, saturadas de gente que no se detenía.
Hologramas flotaban proyectando anuncios en capas superpuestas, vendiéndole a Jude un millón de razones para perderse en la red.
"¡Actualiza tu cerebro con el nuevo BioChip de Neurodina! Sin efectos secundarios garantizados."
"¿Problemas con la memoria? Regístrate en MemoVault y nunca olvides un solo detalle de tu vida."
"La élite viaja en AeroElite. ¡Despegue inmediato en cualquier calle de la ciudad!"
La cacofonía de la urbe era hipnótica. Drones de vigilancia flotaban entre los rascacielos, siguiendo patrones de patrullaje con luces rojas y escáneres térmicos, buscando anomalías entre los transeúntes. Pantallas gigantes en las fachadas emitían noticias con rostros de presentadores de miradas vacías.
Jude se encogió dentro de su chaqueta, manteniendo la cabeza baja. "Actúa normal." Sus propios pensamientos sonaban más fuertes que el tráfico, más fuertes que los murmullos de los peatones, y más fuertes que la vibración de los autos levitantes pasando junto a él.
Las avenidas estaban plagadas de siluetas humanas y más que humanas. Individuos con implantes visibles caminaban a su lado, sus ojos brillando con interfaces internas. Un grupo de hombres de rostros cubiertos por máscaras de datos conversaban en código binario, proyectando líneas de texto entre ellos a través de sus visores holográficos.
Jude sintió la mirada de una cámara sobre él.
Su pulso se aceleró.
El frío se intensificó cuando giró en una intersección y apoyó la espalda contra un muro de concreto. A su lado, un viejo quiosco de comida despedía el aroma quemado de fideos sintéticos cocinados en freidoras de segunda mano. Un niño con un brazo cibernético barato revolvía la basura buscando algo de valor, mientras un mendigo con implantes oculares dañados murmuraba incoherencias a su propia sombra.
El semáforo flotante cambió de color con un suave "bip".
Jude cruzó con pasos tensos, la estación de MetroLínea no estaba lejos. Seis cuadras. Diez minutos. Su mente había grabado la ruta. Pero ahora su plan había cambiado.
"No solo voy a quedarme en la estación. Me voy a ir de aquí."
Por costumbre, miró su muñeca… pero su Etlife ya no estaba ahí. El vacío en su piel le dejó un escalofrío en la columna. Estaba desconectado. Invisible. Nadie en esta ciudad era invisible.
Las pantallas parpadeaban con intensidad sobre su cabeza, interrumpidas por líneas de código encriptado de anuncios gubernamentales. Pequeños drones de seguridad flotaban en las esquinas, proyectando luces de escaneo sobre cualquiera que se quedara demasiado tiempo en un solo lugar. Sparne no era solo una ciudad, era una bestia que devoraba a quienes no se adaptaban.
Pero iba a escapar.
El acceso al metro estaba justo adelante, hundido en el vientre de la ciudad. Bajó los escalones, sintiendo la temperatura cambiar a medida que descendía. El bullicio del exterior se amortiguó, reemplazado por un murmullo cavernoso que vibraba entre los muros de metal y piedra.
Frente a él, el logo dorado de MetroLínea brillaba con opulencia, proyectado en la entrada de la estación como un emblema de autoridad. Una "M" estilizada reflejaba la luz mortecina de los paneles lumínicos del techo. Justo debajo, el eslogan corporativo titilaba con la misma intensidad.
"En el subsuelo, la supervivencia es la clave."
"Justo lo que necesito."
MetroLínea no tenía muy buena reputación. El mantenimiento era deficiente, la infraestructura anticuada, y la seguridad… inexistente. Las pandillas merodeaban por los vagones como depredadores en su territorio, y los viajeros experimentados sabían bien qué zonas evitar y cuándo era mejor no hablar con nadie.
Pero Jude no tenía opciones.
Cruzó la entrada de la estación. Un olor a metal quemado, ozono y sudor rancio se mezclaba con la humedad pegajosa que se acumulaba en las esquinas. Luces industriales colgaban del techo, emitiendo un resplandor pálido y parpadeante que solo servía para resaltar la mugre en las paredes. Grietas viejas recorrían los paneles de concreto reforzado, y los anuncios de seguridad, descoloridos y remendados con cinta adhesiva amarillenta, advertían sobre el peligro de robo de órganos en los pasillos menos transitados.
Un holograma publicitario parpadeaba en una esquina, proyectando la imagen de una mujer Humana de rostro artificialmente simétrico, con ojos demasiado grandes y una sonrisa diseñada por algoritmos de mercadeo. Su voz, distorsionada por el desgaste del proyector, repetía en bucle:
"MetroLínea: Comodidad y eficiencia a tu alcance. Llega rápido. Llega seguro."
Jude avanzó entre la multitud dispersa. Un grupo de trabajadores con exoesqueletos baratos se apoyaba contra una de las columnas, bebiendo botellas plásticas sin etiqueta. Un anciano sin piernas, sustituidas por dos prótesis rudimentarias con cables expuestos, miraba la nada desde un banco metálico. Dos niños sucios corrían entre los adultos, deslizándose entre las sombras, con la mirada de quienes han aprendido demasiado rápido a sobrevivir en la ciudad.
Llegó a la taquilla.
La recepcionista era una Éndevol.
Su piel, completamente blanca con reflejos nacarados, relucía bajo la luz. Cuatro ojos rojos brillaban en su rostro afilado, dos de ellos concentrados en la pantalla holográfica frente a ella, mientras los otros dos lo escaneaban con curiosidad. Cuatro brazos trabajaban con precisión: dos manipulaban la interfaz del sistema, deslizándose con fluidez sobre los controles digitales, mientras los otros dos se movían con un ritmo nervioso, como si gesticular fuera su única forma de liberar la tensión acumulada.
Era nueva.
La delataban los movimientos mecánicamente ensayados, la rapidez forzada de su saludo.
“Bienvenida a MetroLínea, estación central de Casniss.” Dijo con una voz programáticamente amable, pero demasiado apresurada, como si hubiera repetido la frase en su cabeza cientos de veces y aún temiera equivocarse.
“E-espera, ¿AAA?” Preguntó la Éndevol con nerviosismo.
“MML…” Respondió.
“Oh, lo lamento, asumí sin preguntar, quise decir bienvenido, ahora sí, ¿Qué requieres?”
Jude asintió, sacando su tarjeta RIU junto con unos billetes cianes arrugados.
“Un... boleto.”
La Éndevol extendió una de sus manos libres y tomó la tarjeta, deslizándola por el escáner. Sin embargo, cuando la pantalla desplegó la información, sus otros dos ojos se desviaron sutilmente hacia él.
“Jude Kaunoich de Horevia… Distrito Casniss… Nacionalidad: Horevita…” Su voz titubeó apenas un segundo antes de continuar con un tono más suave: “Edad: 19…”
Un escalofrío recorrió la espalda de Jude al escuchar su nombre completo en voz alta.
La Éndevol parpadeó en desfasada sincronía. Tal vez porque su rostro no coincidía con su edad. Tal vez porque estaba solo. O quizás porque no llevaba un implante de Interfaz Neural, como el 99% de la población en la ciudad.
“¿Método de pago?”
Jude deslizó tres Créditos sobre el mostrador. Billetes físicos.
La Éndevol los recogió con dedos largos y delgados, pero al girarlos entre sus manos, sus cejas se arquearon con una mezcla de asombro y recelo.
“Oh…” Dio vuelta los billetes, inspeccionándolos como si fueran reliquias de otro siglo. “No muchos usan efectivo hoy en día… ¿No tienes una Interfaz Neural?”
Jude negó con la cabeza, sintiendo que la conversación tomaba un rumbo incómodo.
“No…”
“¿Por qué?”
“Porque no…”
“Hay programas de instalación en casi todos los hospitales del gobierno. ¿Nunca te lo ofrecieron en la escuela?”
Jude entrecerró los ojos. Esto ya era demasiado.
“No me… interesa.”
La Éndevol parecía genuinamente desconcertada.
“¿En serio? Pero te facilitaría mucho las cosas. Pagos instantáneos, acceso a redes de información, protección biométrica, conexión a la red de monitoreo de la ciudad…”
“No quiero.”
“Bueno, está bien… Pero si planeas usar MetroLínea seguido, te recomiendo que lo reconsideres. Hay muchas estaciones donde solo aceptan pagos digitales”.
Jude no respondió. Solo esperó, con la mandíbula tensa, a que terminara el proceso.
La Éndevol presionó algunos comandos en su pantalla.
“Tres Créditos. Destino final… ¿O solo un boleto estándar?”
“Estándar.”
“Muy bien.” Dijo finalmente, entregándole el boleto de papel. “Buen viaje.”
Jude lo tomó sin decir una palabra y se alejó de la taquilla antes de que la Éndevol encontrara otra pregunta que hacer. Suspiró, deslizando el boleto en su bolsillo. Ahora solo tenía que bajar al andén y esperar su tren.
Los altavoces del subterráneo murmuraban un aviso automático, distorsionado por el eco en las paredes de concreto. Descendió las escaleras, sintiendo el leve temblor bajo sus pies a medida que se sumergía más en las entrañas de MetroLínea.
El tablero digital de trenes próximos parpadeaba con un resplandor amarillo neón, las líneas de texto iban desplazándose de izquierda a derecha en un desfile incesante de horarios y destinos.
Sus ojos recorrieron la pantalla hasta encontrar el número de su boleto:
TREN 47C - DESTINO: SUNAM - LLEGADA EN 00:19:46
"Veinte minutos."
El distrito Sunam no era un destino recomendable para nadie con un poco de sentido común. Había escuchado que era el distrito más violento de Sparne, un hervidero de pandillas, tráfico ilegal y violencia descontrolada. Perfecto. Si alguien llegaba a buscarlo, lo harían en los distritos más “seguros”. Nadie se molestaría en revolver la inmundicia de Sunam.
Con un leve suspiro, se alejó del tablero y se dirigió a una de las bancas metálicas. Colocó la mochila sobre sus piernas y la sostuvo con ambas manos, como si esperara que alguien intentara arrebatársela en cualquier momento.
El andén era un lugar sucio y monótono, construido con bloques de concreto gris, tuberías oxidadas y paneles metálicos cubiertos de grafitis. Pequeñas luces industriales colgaban del techo, proyectando un resplandor blanquecino. El suelo de acero estaba cubierto de manchas de humedad, y salpicado por charcos de líquido oscuro cuyo origen prefería no conocer.
El aire olía a aceite quemado, metal caliente y sudor.
Y el ambiente estaba lejos de ser desolado.
Había una buena cantidad de gente dispersa en pequeños grupos, todos ellos con una vibra de desesperación, urgencia o peligro.
A su izquierda, un trío de pandilleros se había apropiado de una de las bancas. Ropa oscura, chaquetas con parches de símbolos extraños, cabello teñido con luces neón. Uno tenía implantes en la cara, cables sobresaliendo de su mandíbula hasta conectarse con una placa de metal en su sien. Otro sostenía un cigarrillo, exhalando humo púrpura que se disolvía en el aire con un aroma penetrante.
No estaban allí para viajar. Solo estaban esperando a su próxima víctima.
Más lejos, una mujer con el cabello rapado y múltiples piercings en la cara revisaba su Etlife con un leve tic en los dedos. Un hombre con una chaqueta gris ajustada y gafas opacas miraba nervioso a su alrededor, con el perfil típico de alguien esperando un intercambio ilegal.
Las pantallas publicitarias en las paredes parpadeaban con anuncios de bebidas energéticas, armas compactas y servicios de implantes a bajo costo. Algunas estaban vandalizadas, cubiertas con pintura o mensajes anarquistas.
"Horevia: la utopía del progreso y la decadencia."
Jude se removió en su asiento, cambiando el peso de su mochila. El acero de la banca estaba helado, pero no tanto como el aire que descendía por los túneles del tren.
Su mirada captó un movimiento al otro lado del andén.
Un oficial de la PEACE patrullaba la estación.
La Patrulla Especial de Acción y Control Espacial, los perros de Horevia.
La armadura del agente era de un azul oscuro opaco, cubriendo su cuerpo de pies a cabeza, excepto por la parte de la boca, que estaba expuesta. Las botas y guantes eran negras, al igual que las placas de protección en los antebrazos. Sobre sus hombreras planas, en un blanco impecable, estaba inscrito en negro el logotipo de PEACE.
El oficial caminaba con una postura rígida y disciplinada, con sus ojos ocultos tras un visor azul marino robusto.
Por un momento, Jude sintió su pecho tensarse cuando el guardia le dedicó una mirada rápida.
No prolongada. Ni inquisitiva. Solo una mirada de reconocimiento antes de seguir avanzando.
Aún así, sintió un escalofrío treparle la espalda.
"Solo tengo que esperar." Pensó.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas, con la vista fija en el reloj del tablero digital al otro lado del andén.
Quedaban dos minutos.
El sueño se arrastraba sobre Jude como una marea lenta.
Parpadeaba con pesadez, con la cabeza inclinada hacia adelante, y la espalda curvada sobre la mochila que aún sujetaba entre sus brazos. Los sonidos del andén se habían convertido en un murmullo, una mezcla de voces apagadas, el silbido de los sistemas de ventilación y el zumbido de los anuncios.
Sus pensamientos flotaban, erráticos.
"Tal vez esto no es tan mala idea..."
"Tal vez..."
"TREN 47C - DESTINO: SUNAM - LLEGADA EN 00:00:14"
La voz sintética del sistema de altavoces retumbó en la estación, haciendo vibrar el metal de la banca. Jude abrió los ojos de golpe, con el corazón encogiéndosele en el pecho.
Por un instante, el aturdimiento del sueño le nubló la mente. Miró alrededor, confundido, mientras el rugido del tren acercándose llenaba el túnel con una presión sorda.
Las puertas dobles de acero negro se deslizaron, exhalando una bocanada de aire tibio y rancio desde el interior del vagón.
Jude permaneció sentado.
La multitud se levantó casi al unísono. Una oleada de cuerpos avanzó hacia la entrada, chocando unos contra otros en un empujón desordenado.
“Mierda, mierda, mierda…” Susurró para sí mismo, con los ojos bien abiertos.
Por poco lo dejaba ir.
Se levantó de golpe, tropezando ligeramente con sus propios pies mientras se acomodaba la mochila en la espalda. Empujó su cuerpo contra la marea de gente, intentando colarse entre los pasajeros que ya subían al tren.
Sin éxito.
No tenía la fuerza ni la presencia para abrirse paso entre el flujo caótico de individuos apresurados. Un codazo le golpeó el costado, una bolsa le rozó la cara, y alguien lo empujó sin mirarlo siquiera.
“Vamos, muévanse…” Murmuró con frustración, intentando avanzar sin ser aplastado.
Las puertas del vagón parpadearon con una luz roja intermitente, indicando que estaban por cerrarse.
Aún tenía que pasar su boleto.
Se apresuró hacia el marco de escaneo, sacando el pequeño pedazo de plástico de su bolsillo y deslizándolo sobre el lector de luz roja.
“ACCESO APROBADO.”
Se lanzó hacia el interior del tren justo cuando las puertas se cerraban detrás de él.
El vagón tenía un aire viciado, una mezcla de metal, sudor y el aroma sintético del sistema barato de purificación del aire.
Los asientos de plástico reforzado estaban distribuidos en filas paralelas, cada uno con respaldos ergonómicos pero incómodos, diseñados más para eficiencia que para comodidad. Sobre ellos, pantallas digitales incrustadas en la pared mostraban el destino, la hora estimada de llegada y un mapa del trayecto.
"LLEGADA A SUNAM EN 00:52:17."
Jude caminó por el pasillo, buscando un asiento libre.
Los anuncios en los paneles laterales desplegaban imágenes de productos farmacéuticos, implantes de mejora física y publicidad gubernamental con slogans optimistas y falsamente esperanzadores.
“Tienes derecho a una mejor vida: Implantes Neurodina, tu enlace con la eficiencia."
Una música ambiental monótona flotaba sobre el ruido del tren, era una mezcla de sintetizadores suaves y pulsos electrónicos diseñados para calmar la ansiedad de los pasajeros.
Jude pasó junto a una mujer con la cabeza cubierta por una capucha gris.
Más adelante, un hombre con implantes en los nudillos golpeaba rítmicamente el asiento con sus dedos metálicos.
Dos adolescentes con chaquetas magentas y fluorescentes hablaban en voz baja, intercambiando cápsulas llenas de algún químico desconocido.
Jude finalmente encontró un asiento vacío junto a una de las pantallas informativas. Se dejó caer pesadamente, soltando un suspiro largo mientras apoyaba la cabeza en el respaldo.
Sostuvo la mochila sobre su regazo, apretándola con ambas manos como si fuera un ancla.
El tren comenzó a moverse.
Las luces del túnel parpadearon en la ventana a su lado, reflejando el interior del vagón en destellos fragmentados.
"Solo tengo que aguantar hasta Sunam."
El cansancio volvió a arrastrarlo.
Parpadeó, los sonidos a su alrededor fueron difuminándose con lentitud.
"Solo un poco más..."
Y su mente se hundió en un sueño, mientras la ciudad lo dejaba atrás…
El tren vibraba con una cadencia hipnótica, un vaivén constante que se filtraba en los huesos y disolvía la tensión en un letargo profundo.
Jude dormía.
El peso del cansancio se había impuesto finalmente. No había sido un sueño reparador, ni tranquilo. Flotaba en un abismo espeso de imágenes desconectadas, fragmentos de pensamientos y sonidos distorsionados.
“Ha llegado a su destino: Distrito Sunam.”
La voz sintética del sistema de altavoces lo arrancó violentamente de su pesadilla.
Jude parpadeó, con la boca seca y la cabeza confusa.
Se incorporó de golpe, por un instante no supo dónde estaba, hasta que vio a la gente a su alrededor levantándose y dirigiéndose hacia las puertas del vagón.
“Mierda…”
Se apresuró a levantarse, ajustándose la mochila y mezclándose en el flujo de pasajeros que salían al andén.
La estación de Sunam era visiblemente más descuidada, más oscura, más hostil. Los paneles digitales parpadeaban con fallas ocasionales, proyectando información distorsionada sobre horarios y trayectos. La pintura de las paredes estaba desconchada y las luces del techo zumbaban con un parpadeo irregular.
El suelo de metal estaba sucio, con charcos de líquidos indefinidos esparcidos en las esquinas. Algunas bancas estaban ocupadas por personas que parecían haber estado allí por días. Pandilleros con chaquetas llenas de grafitis se agrupaban cerca de las escaleras, intercambiando miradas con los recién llegados, evaluándolos.
Jude se sentía vacío.
La adrenalina se había agotado. El miedo, el estrés, la ansiedad… todo había sido reemplazado por una fatiga cruel y aplastante.
No quedaba energía para seguir corriendo.
Se le ocurrió una idea simple, inocente.
"No hay nada de malo en dormir un rato en una de las bancas, ¿verdad? Solo un poco. Solo hasta que mi cuerpo deje de sentirse como si estuviera hecho de piedra."
Miró a su alrededor.
Había un banco de metal relativamente libre, algo sucio, pero eso no le importaba en lo más mínimo. Se dejó caer en él con pesadez, con torpeza, sintiendo cómo su cuerpo se desplomaba bajo su propio peso.
Se acomodó la mochila sobre el regazo y apoyó la cabeza sobre ella, cerrando los ojos con un suspiro largo.
No importaba el ruido de la estación.
No importaban los murmullos, las risas, ni las luces defectuosas.
No importaba nada.
Solo necesitaba dormir.
Y lo hizo.
Pasaron pocas horas.
Y entonces una voz lo atravesó como un puñal de plasma.
“¡Hey, tú! ¡Levántate ahora mismo!”
Jude despertó sobresaltado, y cuando levantó la mirada, el terror lo inundó.
Frente a él, con una postura agresiva y una expresión de desdén visible incluso con el casco puesto, había un oficial de la PEACE. La armadura azul oscuro de cuerpo completo con las hombreras blancas y el logotipo negro se veía imponente incluso bajo la luz defectuosa del andén.
“¿Crees que puedes dormir aquí como si fuera tu maldita casa?” Espetó el oficial con una voz áspera y cortante.
Jude abrió la boca, pero no encontró palabras.
“¿No sabes que esto cuenta como ocupación ilegal de propiedad pública?” Continuó el oficial, cruzándose de brazos.
“¿Qué…?” Jude apenas pudo articular la palabra.
“Sí, sí, sí, lo de siempre,” El oficial chasqueó la lengua, claramente disfrutando la situación. “Mira, o te largas ahora mismo, o te llevo por vagancia sospechosa. O mejor aún, por obstrucción de las operaciones del metro.”
Jude tragó saliva, sintiendo una punzada de pánico.
“No estaba obstruyendo, solo…”
“No me hagas perder el tiempo, niño.”
Jude asintió de inmediato, se levantó de golpe y ajustó la mochila en su espalda.
“Eso pensé.”
Mientras Jude se apresuraba a alejarse, escuchó la última burla del oficial a su espalda.
“Idiota.”
No miró atrás.
No se detuvo.
Simplemente corrió.
Subía las escaleras del metro a paso acelerado, con los latidos de su corazón aún erráticos por el maldito oficial de PEACE.
"Qué mierda… qué mierda… qué mierda…"
No podía quedarse en un solo lugar mucho tiempo. No en Sunam. No después de lo que había pasado.
"Solo necesito salir de aquí."
Apuró el paso, ignorando el cansancio y la confusión. Sus pensamientos eran un caos absoluto.
"Encuentra un refugio. Mantente en movimiento. No llames la atención."
Estaba tan atrapado en ese torbellino mental que no se dio cuenta de su error.
“Alto ahí.”
Jude se congeló.
Un oficial de PEACE se paró frente a él, la misma armadura azul oscura con detalles blancos y negros, la misma presencia intimidante.
“Boleto y RIU.”
Jude parpadeó. Mierda. Había olvidado verificar su boleto antes de salir del metro. Su mente se encendió con un pánico automático.
"Tranquilo. No hiciste nada malo. Solo sigue el procedimiento."
Se apresuró a sacar su boleto y la tarjeta de Registro de Identidad Universal de su chaqueta. Las manos le temblaban un poco. El oficial tomó ambas cosas y las escaneó con su dispositivo de muñeca.
Un pitido.
Jude contuvo la respiración.
El visor del oficial se iluminó con datos encriptados que sólo él podía leer. Comparó el boleto con el RIU, analizó la información en completo silencio. Luego, presionó un botón en la sien de su casco, activando su intercomunicador.
“Recepción, aquí unidad 12-07.”
"Adelante, unidad 12-07."
“Sospechoso identificado. Boleto y RIU concuerdan. ¿Confirmado?”
"Confirmado."
El oficial no se molestó en decirle nada más. Simplemente le devolvió sus cosas y le hizo un gesto para que siguiera adelante.
“Puedes continuar.”
Eso fue todo.
Sin más, el oficial se dio media vuelta y desapareció en la multitud.
Jude se quedó quieto un momento.
"Por el Regente… por poco y me da un infarto."
Se pasó una mano por la cara, sintiendo el sudor frío en la frente.
“¿Cómo pude… olvidarme de algo tan… básico?” Murmuró para sí mismo, sintiendo una ola de vergüenza. "Idiota… No puedes permitirte… estos errores."
Pero ya no importaba.
Había salido del metro.
Subió la última escalera y el viento helado lo abrazó de nuevo.
“Ah…”
No se había dado cuenta de lo agotador que era todo esto hasta que finalmente sintió el aire fresco en los pulmones.
Y entonces… se detuvo.
Se quedó en una esquina, justo a las afueras de la entrada del metro, sin saber qué hacer.
La ciudad lo rodeaba.
Sunam era un monstruo de metal y neón. Gigantescos rascacielos cubrían el cielo con luces parpadeantes, anuncios en hologramas rotaban cada segundo, vendiendo cualquier cosa desde implantes hasta armas de defensa personal.
Enormes puentes elevados serpenteaban entre los edificios, con tráfico de vehículos flotantes que se deslizaban sostenidos por campos magnéticos invisibles. Drones de vigilancia surcaban los cielos.
La gente se movía como una corriente interminable. Algunos con abrigos largos y visores cubriéndoles la cara, otros con implantes que reemplazaban ojos, brazos o incluso la mitad de sus cuerpos.
El mundo nunca dormía.
Jude sólo se quedó ahí, con la mirada perdida, sin un plan real.
"¿Y ahora qué?"
No tenía idea de dónde ir.
Ni tenía dinero suficiente para un hotel.
"Mierda."
Se quedó mirando el suelo, pateando un trozo de basura sin pensar en nada en particular. Un anuncio holográfico iluminó su rostro con un reflejo naranja intermitente.
No podía quedarse en la calle toda la noche.
Pero tampoco tenía otra opción.
Caminó sin rumbo.
A cada paso, sus botas golpeaban el pavimento sucio, cubierto de nieve pisoteada y hollín de escape.
El viento cortante se filtraba entre los edificios altos, canalizándose por las avenidas como un susurro que mordía la piel. Cada bocanada de aire que Jude exhalaba se condensaba en una bruma blanca y efímera.
"No puedo seguir caminando."
Pero tampoco tenía un lugar a dónde ir.
A su alrededor, la ciudad seguía en su incesante flujo de vida. Los autos iban deslizándose, las sirenas de la PEACE sonaban a la distancia y los anuncios holográficos proyectaban imágenes de productos que nunca podría comprar.
"AQUÍ EN LA FARMACIA OMEGA TENEMOS LOS MEJORES IMPLANTES CEREBRALES POR SOLO 199 CRÉDITOS."
"¡LA PRÓXIMA GENERACIÓN DE ARMAS DE LA DCIN YA ESTÁ DISPONIBLE EN LÍNEA!"
"TRABAJO DISPONIBLE: EN SEGURIDAD PRIVADA EN EL DISTRITO FINANCIERO. APLICA YA."
Las voces sintéticas eran monótonas, burlonas.
Pasó junto a un grupo de pandilleros.
Eran tres, con implantes ópticos de luz roja y tatuajes que brillaban como cicatrices lumínicas. Sus chaquetas largas estaban desgastadas, llenas de remiendos metálicos y alambres expuestos. Uno de ellos tenía un brazo completamente reemplazado por un exoesqueleto rudimentario, oxidado y remachado como si fuera un viejo juguete descompuesto.
Mantuvo la cabeza baja y apretó el paso.
No querían problemas con él.
Él no quería problemas con ellos.
Las calles eran un infierno de actividad sin propósito. Personas sin hogar sentadas contra los muros de los edificios, envueltas en mantas con parches de tela metálica. Mercaderes callejeros vendiendo piezas de tecnología reciclada desde carritos oxidados. Drones de la PEACE patrullando silenciosamente desde arriba, observando a todos sin intervenir.
Sabía de sobra que la ciudad nunca dormía.
Pero él tenía que hacerlo.
Y rápido…
Finalmente, se detuvo.
Un callejón.
Oscuro. Olvidado. Cubierto de montones de basura, cables rotos y bolsas plásticas congeladas.
"Aquí."
Aquí nadie se acercaría.
Aquí no importaba.
Entró, empujando con los pies un viejo contenedor de chatarra. Un bote de basura industrial, grande, negro y metálico, con la pintura descascarada y marcas de óxido cubriendo su superficie.
Se apoyó contra él y se dejó caer.
Su espalda golpeó el metal frío con un sonido sordo. El olor era asqueroso. Podredumbre sintética. Aceite quemado. Restos de comida plastificada.
Metió las manos bajo su chaqueta. Temblaba.
La nieve seguía cayendo en espirales desde el cielo, acumulándose en las esquinas del callejón, fundiéndose sobre su piel antes de darle siquiera un segundo de alivio.
Su estómago rugió.
Pero no de la forma usual.
No era esa sensación ligera de haber saltado una comida.
Era hambre real.
Un vacío punzante.
Un dolor persistente, sin promesa de alivio. Jude apretó los dientes y cerró los ojos.
Estaba solo.
Pero era libre.
¿No?
El olor a basura y óxido quemado ya no era tan ofensivo. Su nariz se había rendido.
El frío…
No era que hubiera desaparecido, solo que su cuerpo había aceptado su presencia.
El sonido del viento siseando entre los callejones, las voces lejanas de la ciudad en su eterna cacofonía, las vibraciones del tránsito ronroneando. Todo se fundió en un zumbido, en una melodía de fondo para su derrota.
Se acomodó como pudo.
El contenedor de basura era su respaldo; su chaqueta, su manta; y su mochila, su almohada.
Respiró hondo.
Sus costillas dolían con cada inhalación. Su aliento se hizo visible en la penumbra, disipándose en la noche helada.
No había elección.
Tenía que dormir.
Y lo hizo. Al fin pudo.
No bien, ni cómodamente. Pero lo hizo.
Sus pensamientos flotaban, pesados y lentos, como escombros en el agua.
"Libre... ¿eh?"
Un pensamiento débil.
Ni siquiera sabía si lo creía…
El mundo cambió.
Primero, fue la luz.
Un resplandor cruel que perforó sus párpados cerrados. La agresión de la mañana lo sacudió despierto.
Jude gruñó. Se cubrió los ojos con el brazo. El dolor en sus retinas hipersensibles fue como un cuchillo clavado directamente en su cráneo.
Se giró con torpeza, rodando hacia el lado más oscuro del callejón, arrastrándose hacia la sombra como un animal herido.
Todo se veía borroso.
Los contornos de la ciudad eran un revoltijo de formas y colores demasiado intensos, demasiado vibrantes para sus ojos destrozados por el sueño y la exposición súbita.
Se quedó ahí.
Apoyado contra la pared. Parpadeando lentamente. Su cuello dolía como si hubiera dormido sobre una piedra.
Su espalda era una planicie de nudos musculares y espasmos.
Y su estómago aún se quejaba con gruñidos sordos.
Y sin embargo, no se movió.
No aún.
Se limitó a mirar la pared frente a él.
La pintura descascarada, las marcas de humedad, los grafitis medio borrados.
Y más allá de eso, la nada.
Su mente estaba en blanco.
Solo quedó allí.
Mirando…
A pesar del hambre, a pesar del frío, la paz lo envolvía.
Cerró los ojos otra vez. El viento aullaba entre los edificios. Las sombras se alargaban a medida que el sol se elevaba. El olor a óxido y basura fermentada seguía ahí, pero su nariz ya no lo registraba.
Era curioso. Nada que hacer.
Nada que pensar.
Por primera vez en… ¿días? Sentía algo parecido a la calma.
Se recostó contra la pared, acomodó su mochila bajo su cabeza, ajustó su cola sobre su pierna, y descansó.
Por un momento,
solo existió el silencio.
Hasta que lo sintió.
Un peso ligero.
Un roce cálido.
Sus instintos reaccionaron antes que su mente. Su cola se contrajo de golpe, un espasmo involuntario de alarma.
Abrió los ojos.
Rylas.
Tres, no, cuatro.
Pequeñas sombras moviéndose entre la basura, con sus ojos grandes brillando en la penumbra. Sus hocicos húmedos olfateaban el aire. Una de ellas había enroscado su cola prensil alrededor de la suya.
Y entonces, el pánico.
Jude gritó. O al menos, lo intentó.
Su garganta solo dejó salir un ruido áspero y quebrado, como el viento chocando contra una grieta.
Se retorció, lanzando manotazos.
Las Rylas chillaron y saltaron, desapareciendo entre los escombros del callejón.
Pero el asco y la histeria ya lo habían sacudido.
Agarró su mochila con torpeza, sus manos aún temblaban.
Sus piernas, adormecidas y entumecidas por el frío, casi no respondían.
Se tambaleó al incorporarse, tropezando con una caja metálica oxidada.
"Mierda, mierda, mierda."
El sol lo golpeó como un puñetazo.
Un resplandor demasiado violento, demasiado blanco.
Sus ojos ardieron.
Se llevó un brazo a la cara, protegiéndose de la luz.
Avanzó a tientas.
No importaba adónde solo debía salir de allí.
El sonido del tráfico ronroneaba en la distancia.
Seguía adelante, jadeando, alejándose de la suciedad, de la oscuridad del callejón… Y de las malditas Rylas.
El día transcurrió lento y repetitivo.
Vagó por las calles del distrito, impulsado por el hambre, su instinto le decía que debía hacer algo, cualquier cosa, antes de que su cuerpo simplemente se apagara.
Primero probó en las tiendas.
Pequeños locales de tecnología de segunda mano, almacenes de chatarra donde se vendían piezas recicladas, minimercados con refrigeradores a medio funcionar. Entraba, preguntaba, y las respuestas eran todas iguales.
"No necesitamos a nadie."
"No contratamos vagos."
"¿Estás drogado?"
O peor: lo ignoraban por completo.
"Solo un trabajo, cualquier cosa," pensó, sintiendo el ardor en su estómago. "Solo para comer algo."
Pero nadie quería a alguien como él.
Lo intentó en los muelles industriales.
Había un puesto de trabajo descargando mercancías de camiones de carga. Físicamente podía hacerlo, pero el capataz lo miró una sola vez antes de negar con la cabeza.
“Puedo trabajar por poco. Lo que sea…”
El hombre se cruzó de brazos.
“¿Tienes RIU?”
Jude asintió rápidamente y sacó su tarjeta de identificación. El capataz ni la miró.
“Vete.”
Tardó un segundo en procesarlo.
No tenía sentido discutir. No tenía nada para negociar.
Se dio la vuelta y se marchó sin decir nada.
"Tal vez en construcción..."
Caminó hasta una obra. Un enorme esqueleto metálico de lo que algún día sería una Colmena, un masivo edificio de departamentos. Las grúas se alzaban como monstruos y decenas de obreros repletos de implantes de aumento físico trabajabam.
Se acercó al supervisor. Un hombre Phyleen robusto, de chaleco amarillo fluorescente y cara curtida.
“¿Necesitan más manos?”
El supervisor lo observó de arriba a abajo.
“¿Experiencia?”
Jude abrió la boca… y luego la cerró.
Negó con la cabeza.
El hombre resopló.
“Vete antes de que llame a la PEACE.”
"La put-," pensó, dando media vuelta. "No sirve de nada."
El hambre ya no era solo una molestia, era una presencia, un ardor profundo que le trepaba por las costillas y le hacía sentir vacío, hueco, como si sus órganos estuvieran marchitándose.
Siguió caminando.
Pasó por las zonas donde los vendedores ambulantes cocinaban carne sintética sobre parrillas humeantes. El olor era insoportable de lo bueno que era.
"Solo un bocado."
Se detuvo frente a un puesto. Un hombre humano con un implante ocular ciclópeo verde lo miró con aburrimiento.
“¿Qué quieres?”
“…Nada.”
Su garganta se cerró.
No podía pedir.
No podía robar.
"Muérete de hambre entonces."
Se alejó antes de que el hambre lo hiciera hacer algo estúpido.
Siguió probando.
Se acercó a fábricas, a garajes mecánicos, incluso a un pequeño taller de ensamblaje de drones baratos. Pero la respuesta siempre era la misma.
Sin papeles, sin experiencia, sin dinero para comprar falsificaciones, no existía.
Sunam lo escupía de vuelta a las calles.
Después de seis horas y media, se detuvo.
Se apoyó contra una pared de hormigón, sintiendo su propio corazón latir débilmente.
"No hay nada para mí aquí."
Él no pertenecía a ningún engranaje de su maquinaria. Nadie le advirtió que la dignidad no es algo que se pierde de un solo golpe. Se deshace lentamente, como la piel al sol, hasta que al final ya no queda nada de lo que alguna vez fue suyo.
Jude se resignó a lo más bajo.
Primero, observó. Vio a los mendigos sentados en las esquinas, envueltos en capas de ropa vieja, algunos con carteles escritos a mano, otros simplemente con la mirada perdida. Les iba mal. La gente pasaba sin detenerse, con la expresión vacía de compasión. Jude no era diferente a ellos.
Se sentó en un rincón, cerca de una intersección donde el tráfico peatonal era denso. Se encogió de hombros, sacó una de sus manos de los bolsillos y la extendió.
“Por favor…” Su voz apenas salió de su garganta, débil, quebrada.
Las primeras cincuenta personas lo ignoraron. Ni una sola mirada. Ni un solo gesto. Solo sombras pasando.
Después de un rato, algunos sí lo miraban.
Expresiones de asco.
Labios apretados en desaprobación.
Frentes fruncidas.
No lo veían a él.
Veían lo que era.
En Horevia su raza era muy común. No porque fueran bienvenidos, sino porque estaban atrapados. Horevia entera era un vertedero para los rechazados, y los Rayvties como él eran lo más bajo de lo bajo, y él lo era aún más. Su piel blanca como la cal, sus ojos de un amarillo enfermizo, su cabello rosado, su cola oculta bajo la chaqueta, y sus brazos con las plumas asomando apenas por los puños. Era obvio.
"Debería haberlo esperado."
Sternismo.
La enfermedad de los débiles.
Desde que nació, su metabolismo funcionaba mal. Su cuerpo no procesaba energía de manera eficiente. Siempre estaba débil, siempre tenía frío, siempre le costaba respirar.
La gente lo sabía.
Y por eso lo despreciaban aún más.
"Un parásito."
No era solo un Rayvtie. Era un Rayvtie enfermo.
La desesperación se hundió en su pecho como Imperialita al rojo vivo. Se obligó a seguir sentado, con la mano extendida, sintiendo la piel helada, los dedos entumecidos, y su estómago vacío pegándosele a la columna.
Y entonces, algunas buenas almas se apiadaron.
Un hombre de traje oscuro dejó caer un crédito sin mirarlo. Una anciana con un abrigo le pasó dos antes de seguir caminando. Un adolescente con ropa vieja le dejó otros dos, murmurando algo incomprensible. Todos eran Éndevol, se le hizo irónico.
"Cinco créditos."
Para muchos no era nada, pero para él, era todo.
Se levantó con dificultad. Sus piernas estaban rígidas, su cuello le dolía por haber estado mirando hacia abajo demasiado tiempo.
"Come algo. Lo que sea."
Localizó una pequeña tienda de Powerful Alchemy. Un local con vidrios empañados, luces verdes de neón parpadeando, y un hombre Éndevol con una Interfaz Neural plateada muy visible en sus sienes, sentado en la caja, mirando una pantalla con total indiferencia.
“¿Qué quieres?” Gruñó el hombre sin levantar la vista.
Jude se acercó al refrigerador. Filas de productos de alto rendimiento. Suplementos energéticos para ejecutivos sin tiempo para comer, barras proteicas para obreros, y paquetes de gel nutricional diseñados para mantener a alguien vivo sin necesidad de cocinar.
Buscó lo más barato.
Un "EnerGel", una cápsula de gel nutritivo con extractos sintéticos de proteínas y carbohidratos comprimidos. Prometía saciar el hambre durante horas. Costaba dos créditos.
Lo compró.
Lo abrió en la puerta de la tienda.
Lo exprimió directamente en su boca. El sabor era asqueroso. Pero en ese momento sabia a la mas pura gloria alguna vez experimentada por un ser sintiente.
Su lengua se entumeció.
Su estómago protestó.
Pero era comida. Se quedó ahí parado un momento, respirando hondo. Levantó la vista.
Sunam seguía igual. Un desastre de edificios en ruinas, con torres altísimas cubiertas de carteles luminosos, un cielo gris, nublado, atravesado por cables eléctricos..
Jude volvió a intentarlo.
Siguió mendigando.
Pero esta vez, no recibió nada.
Ni un billete.
Ni un crédito.
Ni una mirada de lástima.
Las siguientes horas fueron un vacío.
La nieve seguía cayendo.
La desesperanza lo abrazó lentamente.
La noche cayó como un manto de aceite negro. Sin luna, sin estrellas. No había cielo, solo un océano de sombras entretejidas con la luz sucia de las pantallas y los neones que latían en los rascacielos.
Los autos flotaban sobre la calzada, con sus faros proyectando haces de luz cortante entre la bruma de polución. Los peatones, seguían su camino sin mirar a nadie, como si el mundo estuviera programado para ignorar todo lo que no les beneficiara.
No iba a aguantar otra noche a la intemperie.
Entró a una tienda de conveniencia en un intento desesperado de buscar refugio, una de esas franquicias universales con estanterías alineadas en filas perfectas, vendiendo comida empaquetada, suplementos energéticos y piezas de tecnología. Un ligero zumbido flotaba en el aire, emanando de los drones de vigilancia incrustados en el techo. La calefacción artificial lo golpeó de inmediato.
Por un instante, su cuerpo dejó de sufrir.
Caminó lentamente entre los pasillos, fingiendo interés en productos que ni siquiera podía leer con claridad. Sus ojos ardían, su visión estaba borrosa por el cansancio. Levantó un paquete de barras energéticas, lo sostuvo un momento, lo miró sin procesar la información, luego lo dejó de nuevo en su lugar. Repitió el mismo gesto con una botella de refresco, y luego con un suplemento de cafeína.
El dependiente, un hombre Rayvtie con implantes ópticos azules brillantes y un rostro inexpresivo, lo miró con molesta atención. A través de las cámaras del local, las líneas de código de su sistema de seguridad ya estaban marcando el comportamiento de Jude como sospechoso.
“¿Vas a comprar algo?” Preguntó el dependiente con voz seca.
Jude parpadeó lento.
“Solo… estoy viendo.”
“Fuera.”
El tono fue tajante. Directo. El dependiente no lo veía como un cliente, ni siquiera como una persona. Lo veía como una amenaza menor, como un parásito callejero que debía ser expulsado antes de que pudiera infectar el ambiente con su miseria.
Un segundo después, un dron negro descendió del techo.
Jude sintió la punzada de adrenalina recorriéndole la espalda. No podía permitirse un problema. No podía permitir que lo registraran como sospechoso en la red de seguridad de Sunam. No tenía dinero, no tenía casa, no tenía dónde caer muerto.
Así que dio media vuelta y salió.
El frío lo golpeó de inmediato, como una bofetada de Imperialita. Su cuerpo entero se contrajo, su mandíbula se tensó hasta que sintió un espasmo en la sien. No podía estar afuera. No así.
Caminó hasta un parque, sus piernas débiles apenas lo sostenían. Un lugar marchito, con bancos y árboles artificiales con luces LED incrustadas en las ramas, diseñados más para embellecer el paisaje que para proporcionar vida. Había algunas personas deambulando por ahí, otros miserables como él, figuras envueltas en mantas sucias y abrigos remendados.
Una banca.
Era todo lo que necesitaba. Algo donde pudiera doblarse sobre sí mismo, cerrar los ojos y engañar a su cuerpo para que creyera que estaba seguro. Pero no estaba solo.
“Lárgate de aquí.”
La voz sonó como un gruñido cavernoso. Un hombre Éndevol, alto y encorvado, con la piel surcada de implantes viejos y oxidados, lo miraba con el ceño fruncido. A su lado, otros dos lo acompañaban, cubiertos de ropa raída, con los ojos hundidos y las manos escondidas en los bolsillos. Vagabundos.
No lo dijeron de nuevo. No fue necesario.
Jude retrocedió instintivamente. Sabía lo que pasaría si insistía. Sabía lo que pasaba con los que no entendían su lugar en la jerarquía de la calle.
"Hasta entre los miserables hay castas."
Se fue.
Las horas habían transcurrido como una condena a fuego lento. La temperatura descendía cada minuto, cada ráfaga de viento se volvía más hostil. Su cuerpo dolía. Sus músculos temblaban sin control. Ya no pensaba, solo se movía.
Terminó en otro callejón.
Este era más estrecho, más oscuro, más sucio. Bolsas de basura apiladas en un rincón, un bote metálico de gran tamaño cubierto de escarcha, y el hedor a residuos orgánicos congelados golpeando su nariz. Pero ya no le importaba.
Se dejó caer junto al contenedor. El metal estaba helado, pero al menos lo protegía del viento. Se acurrucó contra él, enterrando el rostro entre los brazos, sintiendo cómo su conciencia se iba desvaneciendo, sumido en una niebla de agotamiento, frío y hambre…
Las siguientes cien horas se diluyeron. Ya no era una persona; era una sombra arrastrándose entre las grietas de la ciudad, un espectro sin derecho a existir en las calles de Horevia.
Al tercer día, había aprendido a mendigar con estrategia. Sabía en qué zonas la gente era menos hostil, dónde los oficinistas apresurados dejaban caer créditos en un acto de caridad mecánica, sin siquiera mirarlo. También había descubierto que quedarse mucho tiempo en el mismo sitio atraía problemas. Los negocios lo echaban, y los demás indigentes lo marcaban como competencia.
Su cuerpo se debilitaba. El hambre era una bestia, un agujero creciente en su interior. Incluso cuando lograba comprar algo en los dispensadores automatizados de “comida” barata, su estómago ya no reaccionaba como antes. El frío se lo había comido desde dentro.
La tarde del cuarto día, intentó sentarse en un pasaje peatonal cubierto, buscando refugio de la nieve. Un grupo de jóvenes Tiaty pasaron junto a él, vestidos con chaquetas térmicas y máscaras de respiración de cloro, parloteando sobre alguna nueva actualización de sus implantes. Lo vieron. Lo miraron como si fuera una mancha en el suelo.
Jude bajó la cabeza.
Pero uno de ellos se detuvo.
“Miren esto. Un Rayvtie decrépito,” la voz tenía un tono burlón, pero afilado.
“¿No les da asco?” Dijo otro, más alto, con el cabello teñido de blanco.
“Parece un cadáver.”
Un pie impactó contra su costado. No con la suficiente fuerza como para romper algo, pero sí para doler. Jude se dobló, con los brazos alrededor de su torso, sin decir nada.
“¿No se supone que deberían estar en fábricas o en jaulas?”
Risas.
Alguien lo jaló de la chaqueta, tirándolo al suelo. Golpeó la mejilla contra el pavimento. La lluvia helada caía en su nuca. Su respiración era errática. Su cuerpo no reaccionaba.
"No te muevas." Pensó.
La policía de PEACE patrullaba esas zonas con drones. Si veían a alguien indefenso “causando problemas”, aunque fuera solo siendo golpeado en el suelo, lo culparían a él.
Finalmente, se aburrieron. No les resultaba divertido golpear a algo que no respondía. Se fueron.
Jude se quedó en el suelo un rato, con el rostro contra el concreto mojado. Luego, se levantó sin hacer ruido, sin hacer preguntas. Solo se fue.
El quinto día, fue acorralado.
Caminaba por una zona de almacenes, explorando si había alguna oportunidad de trabajo, cuando el sonido metálico de unas botas pesadas resonó tras él.
“Oye.”
Jude se congeló.
Un oficial de la PEACE se acercó lentamente. La armadura azulada, el casco con visor opaco y robusto, y el emblema negro en el hombro. No necesitaba un arma para intimidarlo; su simple presencia era una sentencia.
“Tienes cara de estar tramando algo, vagabundo.”
Jude levantó las manos lentamente, evitando contacto visual.
“Nada, solo… buscaba trabajo.”
El oficial resopló.
Jude no dijo nada. Aprendió que discutir con la PEACE era una condena automática.
El oficial lo observó un momento, evaluándolo.
Y luego se fue.
Jude se quedó ahí, sintiendo el frío correr por su espalda.
Cuando cayó la noche del sexto día, la desesperación ya no tenía forma. No era solo hambre. No era sólo frío.
Era la realización absoluta de que no podía ganar.
No había forma de sobrevivir en Sunam.
No había forma de vivir.
Los callejones eran su única opción. Se acurrucó otra vez contra un contenedor metálico, con la chaqueta pegada al cuerpo, sintiendo los músculos doloridos, sucios, frágiles.
Sus dedos temblaban, temblaban demasiado.
Las luces artificiales de la ciudad le parecieron crueles. No traían calidez. No traían esperanza. Solo parpadeaban con sus anuncios, con promesas de un mundo que nunca fue para él.
Y entonces, cerró los ojos.
Porque no quería ver más… El cuerpo no sabe cuándo dejar de luchar. Pero la mente, eventualmente, lo entiende.
Despertó de golpe por énesima vez.
El frío aún estaba allí, una película de hielo pegada a su piel, pero su mente ardía con un solo pensamiento.
"Endrik."
Su respiración se entrecortó en la oscuridad, no por el frío, sino por la rabia consigo mismo. Se habría disparado en la cabeza si hubiera tenido un arma. ¿Cómo no lo había pensado antes?
Endrik vivía en Sunam.
Endrik, su mejor amigo. O al menos, eso creía.
Lo conoció en un foro de juegos, hace cuatro años. Lo que comenzó como mensajes esporádicos sobre estrategias y builds, terminó en conversaciones de horas. Sobre la vida. Sobre sus problemas. Sobre lo jodida que estaba la sociedad. Sobre todo.
"Si alguna vez vienes a Sunam, dime, cabrón." Lo había dicho en broma, en algún momento del pasado.
Jude sonrió con amargura.
"Aquí estoy, Endrik."
Pero si quería llamarlo, necesitaba dinero.
Se incorporó con esfuerzo, sintiendo los músculos de su espalda llamear. Se frotó el rostro, espantando el entumecimiento.
Un crédito. Un puto crédito.
Su mirada recorrió el callejón en oscuridad. Nada. Se tambaleó hacia la acera, encogiéndose contra la ráfaga de viento.
No podía pedirlo. La gente ya no le daba nada.
No podía robarlo.
Pero había algo más…
Caminó hasta una intersección transitada y se inclinó, revisando entre las rejillas del drenaje, bajo los escombros, cerca de los muros donde la gente solía apoyarse.
Allí.
Un pequeño billete metálico, atascado en una rendija del pavimento. Jude lo sacó con las uñas. Su pulso se aceleró al sostenerlo entre los dedos. Un crédito.
Ahora venía el segundo problema: encontrar un teléfono.
Sabía que aún existían, pero la ciudad no los hacía fáciles de encontrar. Eran reliquias, instaladas en esquinas desgastadas, en calles que no importaban.
La ciudad de Sunam, como en todo Horevia, como siempre, era un animal de neón, con edificios que resplandecían con anuncios en hologramas vibrantes. Las aceras hervían de actividad, incluso a esas horas, siempre habia alguien, en Horevia, el mundo de trillones de vida, encontrar un lugar sin gente era al menos casi imposible.
Jude mantuvo la cabeza baja. Caminaba pegado a los muros, evitando miradas. Pasó junto a una estación de trenes de MetroLínea, que tenía sus puertas selladas. Pasó un mercado nocturno, donde la gente intercambiaba comida sintética y tecnología reciclada.
Pero nada.
No había teléfonos.
La desesperación lo mordió.
Cruzó una avenida, resbalando sobre la nieve convertida en hielo sucio. Sus pulmones protestaban. El aire cortaba como cristales en su garganta.
"No te detengas."
Finalmente, en una calle que olía a óxido y humedad, junto a un viejo local con ventanas empañadas, lo vio.
Un teléfono público.
Montado en la pared, desgastado, cubierto de polvo.
Pero funcional.
"Endrik."
Si alguien podía ayudarlo, aunque fuera un poco, era él.
Presionó las teclas con dedos entumecidos, sintiendo cómo cada yema endurecida por el frío se resistía a moverse, temblando apenas con cada contacto contra la superficie plástica y desgastada del viejo teléfono. Cada pulsación era un golpe seco, breve, un sonido que, por primera vez en días, traía consigo una mínima esperanza. Su otra mano, rígida y sin apenas fuerza, se aferraba al auricular con una necesidad casi desesperada, presionándolo contra su oreja como si, de algún modo, hacerlo con más fuerza pudiera acortar la distancia entre él y la única persona que todavía podría salvarlo de la absoluta ruina.
"Por favor, que funcione, por favor, por favor…" Su boca murmuraba palabras mudas, oraciones sin dueño, sin destinatario, súplicas arrojadas al vacío indiferente de la ciudad. La pantalla monótona del teléfono parpadeó con una luz amarilla sucia y titilante, sus circuitos viejos y corroídos aceptaron el comando con la pesadez de una máquina que ya había visto demasiados inviernos. Jude apenas pudo soltar un jadeo al ver que, milagrosamente, el dispositivo seguía operativo.
Sin esperar más, deslizó el billete con dedos torpes, la tela sucia de sus guantes raspó contra la ranura mientras la máquina absorbía el crédito con un clic que sonó demasiado fuerte.
Uno… Dos… Tres timbrazos…
Cada uno retumbó en su oído con una agonía insoportable, como si la espera durara siglos. Su respiración, agitada y desigual, se condensaba en nubes de vapor entrecortadas, su pecho subía y bajaba con dificultad, y su piel ardía de frío bajo las capas insuficientes de su chaqueta ya maltratada.
Y entonces, una voz al otro lado.
“¿Quién putas es ahora?”
El tono de Endrik era hostil, rasposo, hastiado, como el de alguien que ha recibido demasiadas llamadas de números desconocidos y ya ha aprendido a esperar lo peor de cada una. No había paciencia en su voz, solo el cansancio de alguien que ya no confía en nadie.
Jude se quedó mudo por un instante, sintiendo cómo su garganta se cerraba por la tensión, por el miedo irracional a que esta también fuera una puerta que se le cerrara en la cara. Tragó saliva con dificultad, y finalmente, su voz escapó, áspera y quebrada.
“Soy yo.”
Dos palabras. Pequeñas, insignificantes. Pero al mismo tiempo, tan cargadas de peso que sintió cómo su propio pecho se hundía.
Del otro lado de la línea hubo un silencio, corto pero tan profundo que Jude creyó que el teléfono había muerto. Luego, la voz de Endrik volvió, pero esta vez con un matiz distinto, con una certeza inquietante, como si no estuviera sorprendido en absoluto.
“¿Jude?”
El tono no era de incredulidad. No era de alegría. No era ni siquiera de alivio.
Era la voz de alguien que ya lo sabía.
“Sabía que ibas a terminar aquí.”
Jude sintió cómo un escalofrío le recorría la columna, pero no por el frío, sino por la certeza absoluta con la que su amigo lo había dicho. Como si esto no fuera una sorpresa. Como si fuera inevitable. Como si todo lo que le había pasado estos días hubiera sido un destino escrito desde el principio.
El nudo en su garganta ardió, su pecho dolía, sus pulmones protestaban por la falta de aire, pero aún así, las palabras escaparon, ásperas, destruidas.
“Lo arruiné.”
Un suspiro, largo y cansado, sonó al otro lado.
“Dímelo todo.”
Jude apoyó la frente contra el metal del teléfono, sintiendo el helado contacto contra su piel febril, y dejó que las palabras salieran, una a una, en fragmentos rotos, en frases entrecortadas por su propia debilidad. Le contó todo.
Le habló del momento en que lo dijo en voz alta, en que las palabras salieron de su boca y se sintieron como una sentencia de muerte, de la forma en que sus padres lo miraron con ese desprecio frío y absoluto, la manera en que la casa dejó de ser un hogar en un solo instante. Le dijo cómo había corrido sin pensar, cómo había llegado a Sunam sin un plan, sin dinero, sin nadie. Le contó de las noches sin comida, sin refugio, sin calor.
Le habló del hambre, del dolor en su estómago que ya ni siquiera era un reclamo, de cómo había tenido que dormir en la mierda porque era el único lugar donde nadie se acercaría a echarlo.
Le dijo todo.
Y Endrik no interrumpió.
No hubo un "lo siento". No hubo un "qué horrible". No hubo un "no puedo creerlo".
Solo un silencio. Un silencio pesado, inmenso, el tipo de silencio que solo existe cuando ambas partes saben que no hay nada más que decir. Hasta que finalmente, la voz de Endrik volvió, esta vez con una firmeza que no admitía discusión.
“¿Dónde estás?”
Jude se enderezó con dificultad, parpadeando varias veces para tratar de enfocar los carteles iluminados por el tenue resplandor de los anuncios y los faros de los vehículos que pasaban de largo, indiferentes a su miseria. Forzó la vista, buscando desesperadamente algo que le diera una ubicación concreta.
“Calle Dren 45. Hay un basurero… Una tienda con luces rojas… Un garaje cerrado…”
Endrik chasqueó la lengua.
“Voy para allá.”
La línea se cortó.
Esperó.
Y cada minuto que pasaba, cada segundo que se deslizaba con cruel lentitud en ese rincón de la ciudad, sentía cómo su cuerpo se hundía más en el frío, en la humedad, en la miseria que parecía adherirse a su piel como una segunda capa de suciedad. Se abrazó a sí mismo, metiendo las manos bajo los brazos, tratando de conservar algo de calor.
La calle estaba casi desierta, apenas transitada por uno que otro peatón que pasaba rápido, con los hombros encorvados y la cabeza gacha, como si el mismo ambiente de la zona los obligara a moverse sin llamar la atención. Cada vez que un auto pasaba, Jude levantaba la cabeza con la tenue esperanza de que fuera Endrik. Pero una y otra vez, la decepción se instalaba en su pecho cuando los vehículos pasaban de largo.
Treinta minutos.
Ya no sabía si estaba temblando por el frío o por los nervios.
Y entonces, un auto negro apareció. No era un simple vehículo, pero tampoco una ostentación de opulencia descarada. Lo reconoció de inmediato por la insignia en el capó: RapidRide.
No era un vehículo de lujo, pero tampoco una chatarra reciclada de las que dejaban manchas en la carretera. Era un modelo deportivo, bajo, con líneas aerodinámicas y un acabado mate que absorbía la luz de los hologramas en lugar de reflejarla. El motor no rugió al detenerse, pero su presencia se imponía en el silencio de la calle. La carrocería tenía algunas marcas de desgaste, como si el auto hubiera sobrevivido a más de una persecución o algún altercado en los barrios bajos.
El vidrio polarizado del piloto descendió con suavidad, y antes de que Jude pudiera siquiera ver su rostro, una bocanada de humo denso y azulado se deslizó hacia el exterior, disipándose en el aire helado.
Endrik estaba ahí.
Su piel pálida de raza humana contrastaba con el negro de su gabartina de cuero sintético, con el cuello levantado, con parches cosidos en los brazos con símbolos que Jude no reconocía. Su cabello largo, teñido de un azul profundo, caía sobre sus hombros en mechones ligeramente desordenados, como si llevara días sin preocuparse por peinarlo bien. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos.
Ambos eran biónicos, reemplazados por maquinaria.
Los iris eran de un amarillo brillante, con pequeños hexágonos interconectados que destellaban con microcircuitos internos. No eran implantes baratos. Eso le dijo mucho sobre Endrik de inmediato. No eran algo que cualquier vago de la ciudad pudiera permitirse.
Sonrió de lado, apenas moviendo los labios antes de hablar.
“¿Qué coño haces en este basurero, Jude?”
Su voz era rasposa, cansada pero con un tinte divertido, como si la situación le pareciera una ironía absurda en lugar de una tragedia.
Jude sintió que su cuerpo se tensaba, consciente de lo fuera de lugar que estaba en ese escenario, en ese momento. Como si el simple hecho de estar frente a alguien como Endrik lo hiciera aún más consciente de su miseria.
“Súbete.”
La puerta del copiloto se desbloqueó con un suave clic.
Jude tragó saliva, sus dedos dudaron por un instante en el mango de la puerta, como si temiera dañarla con su sola existencia. El auto era demasiado bueno para él. Pero el frío y el cansancio pesaban más que su miedo, así que se obligó a abrir la puerta y deslizarse al interior.
El aire dentro del auto era cálido, una burbuja de confort que casi le pareció irreal después de días sobreviviendo en la calle. El aroma era una mezcla de humo, cuero quemado y algo metálico, el olor de un espacio que había visto muchas madrugadas sin dormir.
El tablero brillaba con una luz tenue, sin excesos, sin decoraciones innecesarias. Los controles estaban modificados, con cables expuestos en la parte baja del sistema de navegación, y la guantera tenía un par de quemaduras de cigarro. En la consola central, un viejo encendedor estaba apoyado contra una botella de bebida energética a medio terminar. No había desorden, pero tampoco pulcritud.
Jude cerró la puerta con cuidado, hundiéndose en el asiento como si su cuerpo ya no tuviera la energía para mantenerlo erguido.
“Gracias por venir…” Su voz salió más débil de lo que quería.
Endrik bufó, metiendo el cambio y acelerando sin prisa.
“No es como si te pudiera dejar ahí para que un centrazo de la PEACE te levantara o unos tarugos te metieran en una bolsa.”
“No está tan mal como suena…”
Endrik giró la cabeza lentamente, su mirada biónica lo atravesó con una frialdad que hizo que Jude se hundiera aún más en su asiento.
“Ah, ¿no? Dime, ¿cómo lo llamarías? ¿Unas vacaciones?”
Jude desvió la mirada, avergonzado.
El auto siguió avanzando, con las luces de la ciudad reflejándose en las ventanillas mientras Endrik maniobraba con una facilidad insultante. El tipo se movía como si la ciudad fuera suya, como si no existiera un solo rincón que no conociera.
“¿Entonces?” Endrik rompió el silencio, girando el volante con una sola mano. “¿Cómo fue que terminaste comiendo mierda en esta ciudad?”
Jude cerró los ojos un instante.
“Ya te lo dije… Me fui de casa.”
“Sí, pero ¿por qué Sunam?”
“Porque era lo más lejos que podía llegar sin que me atraparan.
Endrik soltó una carcajada baja. No era burlona, pero tampoco era compasiva.
“Joder, Jude.” Se pasó una mano por el cabello azul, despeinándolo aún más. “No sé si eres valiente o solo pendejo.”
Jude se removió en su asiento, sintiendo cómo el calor del auto comenzaba a relajar su cuerpo, pero su mente seguía tensa, atrapada en la incertidumbre.
Buscando algo de normalidad en la conversación, se aclaró la garganta y señaló el tablero con un movimiento de la barbilla.
"Eh… ¿Qué modelo es?"
Los ojos de Endrik se iluminaron con algo parecido al orgullo.
“Z-50 Onyx. Edición Hyper.”
Sus dedos se deslizaron con naturalidad por el volante, como si fuera una extensión de su propio cuerpo.
“Electro-turbina, 1,744 caballos de fuerza, 320 kilómetros por hora. Y eso es lo que viene de fábrica.”
Hizo una pausa, exhalando una risa.
“Pero este… este tiene un par de ajustes.”
Jude no necesitaba más detalles. El brillo en los ojos de Endrik decía suficiente.
Endrik llevó el vaporizador a sus labios, un cilindro metálico negro, sin marcas ni etiquetas, discreto pero con un ligero brillo verde en la boquilla. Le dio una larga calada, con la paciencia de quien lo ha hecho mil veces, y cuando exhaló, una densa nube azulada se expandió por el interior del auto, difuminando la luz de los hologramas exteriores.
Jude parpadeó, con su nariz arrugándose apenas al sentir el aroma espeso, una mezcla entre algo afrutado, químico y vagamente metálico.
“¿Qué es eso?” Preguntó por inercia.
Endrik lo miró de reojo y sonrió de lado, agitando el vaporizador entre los dedos con una soltura arrogante.
“Se llama Klyd. Mezcla de relajantes sintéticos con un toque de estimulantes neuronales, es como si el Neurosvius, el Energest y la Dopacilina tuvieran un bebé.” Le dio otra calada breve. “No pega fuerte si sabes controlarlo, pero si te pasas, te deja en un estado entre lúcido y perdido.”
Jude lo observó con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
“¿Y por qué lo fumas?”
Endrik soltó una risa seca, baja, y su exhalación fue una bruma perezosa que flotó antes de disiparse en el aire cálido del auto.
“Porque esta ciudad es pura lyka y mi cerebro necesita un respiro.”
Jude no supo qué responder, así que dejó que el silencio se asentara de nuevo entre ambos mientras el auto seguía deslizándose por las calles.
El viaje continuó entre conversaciones dispersas, comentarios casuales sobre el tráfico, sobre cómo la zona en la que habían estado era un basurero sin ley, sobre cómo Endrik llevaba días sin hablar con Jude y, sin embargo, no le sorprendía en lo absoluto que hubiera terminado aquí, en este caos.
“Siempre fuiste un cabrón raro, Jude.” Endrik sonrió mientras giraba el volante, tomando una avenida más ancha donde los edificios crecían.
“Gracias, supongo.”
“No era un insulto.”
Y entonces, lo vio.
Una Colmena.
Una arcología monstruosa, un edificio que parecía devorar el cielo con su masa de concreto y metal, con luces frías parpadeando en distintas secciones como si la estructura respirara con su propia cadencia. Miles de ventanas, cientos de balcones improvisados con barandillas oxidadas, ropa tendida, luces de neón intermitentes, y antenas sobresaliendo como espinas.
El auto se deslizó hasta una entrada lateral, un acceso más discreto, donde un par de oficiales de la PEACE patrullaban sin mucho interés. Endrik les lanzó una mirada, pero ellos apenas reaccionaron. No era alguien que quisieran molestar.
Subieron por un pasillo estrecho, escaleras de metal desgastado que crujieron bajo sus pasos. El aire dentro de la Colmena tenía el sudor de cientos de personas conviviendo en un espacio reducido.
Finalmente, llegaron al apartamento de Endrik.
No era un palacio, pero tampoco un agujero inmundo.
Un lugar amplio para lo que se esperaba en una Colmena, pisos de metal pulido, paredes con aislamiento acústico suficiente para no escuchar cada gemido o grito de los vecinos. La sala tenía un sofá grande, una mesa baja con botellas de licor medio vacías y latas de comida rápida. Holo-pantallas flotaban en el aire, mostrando transmisiones de la ciudad, noticias, música, y propaganda del CIRU.
No era lujoso. Pero era suficiente.
Jude miró a su alrededor, tratando de no parecer demasiado impresionado. Endrik se dejó caer en el sofá, sacándose la chaqueta y lanzándola a un lado.
“No quiero ser grosero, pero hueles a mierda de Ryla.”
Jude se congeló un segundo, sintiendo la vergüenza trepar por su espalda. Endrik señaló una puerta al fondo.
“El baño está ahí. Hay agua caliente. Usa lo que necesites.”
Jude asintió rápido, murmurando un "gracias" mientras se dirigía a la puerta, sintiendo cómo su propia piel le pesaba con la suciedad de los días sin un respiro.
“De nada.”
El baño era más grande de lo que Jude esperaba.
Azulejos oscuros, una ducha con puertas translúcidas, un espejo con una pantalla de diagnóstico integrada. Las luces eran de un tono azul frío, creando un ambiente que rozaba lo clínico.
Jude se miró en el reflejo.
Y por primera vez en días, vio lo jodido que estaba.
Ojeras profundas, piel cubierta de polvo y mugre, cabello apelmazado, su ropa aún conservando el hedor de la ciudad, con el sudor y la desesperación impregnados en la tela.
Cerró los ojos un momento.
Se desvistió con lentitud, dejando cada prenda caer al suelo con un peso simbólico, despojándose del asco, del miedo, de la suciedad que había acumulado.
Su piel, blanca como porcelana, quedó expuesta a la luz del baño. Marcas de rombos dorados adornaban sus mejillas, hombros, muñecas, cuello, y muslos. Naturales de su especie. Su cola, larga y cubierta de plumas rosas, se desenrolló con un ligero temblor. Sus brazos también tenían esas plumas, suaves, sucias, pero aún conservando parte de su “brillo natural”.
Cruzó los brazos sobre su pecho por instinto.
Era un cuerpo frágil, diferente a lo que la ciudad devoraba y escupía todos los días.
Abrió la puerta de la ducha.
El agua cayó en un chorro tibio, envolviéndolo como un abrazo que había necesitado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Cerró los ojos.
Y por primera vez en días, sonrió.
El agua caía con un ritmo constante, golpeando su piel y resbalando en finas corrientes sobre las marcas doradas que adornaban su cuerpo. La calidez del chorro aliviaba la tensión en sus músculos, limpiando la suciedad acumulada en cada pliegue de su piel, y cada pluma empapada que se pegaba a sus brazos y su larga cola.
Cerró los ojos, inclinando la cabeza hacia atrás, dejando que el agua corriera por su cabello, deshaciendo los nudos formados por el polvo. Respiró hondo, llenando sus pulmones con vapor húmedo, sintiendo, por primera vez en días, que estaba en un lugar seguro.
Pero entonces, la puerta se abrió.
Jude dio un respingo, girándose abruptamente, cubriendo su pecho con un brazo y su entrepierna con la otra mano.
“¡Jod-!” Exclamó a medias, pues le dolió el pulmón, quebrándose entre la sorpresa y la vergüenza.
Endrik se quedó en el umbral, apoyado con toda la confianza del mundo, sosteniendo un bulto de ropa en una mano.
“Relájate, byte.” Endrik soltó una carcajada breve. “De todas las cosas raras que puedes ver en Sunam, un tipo desnudo no está ni en el top diez.”
Jude apretó la mandíbula, sus plumas se erizaban ligeramente por el frío del aire que entraba por la puerta abierta.
Endrik avanzó un paso más, dejando el bulto de ropa sobre el lavamanos con una despreocupación que solo alguien que ha vivido en esta ciudad toda su vida podía permitirse.
“Te traje ropa.” Endrik se encogió de hombros, aún con esa sonrisa ladina en los labios. “No es de tu talla, pero menos pareces un vagabundo así.”
Antes de que Jude pudiera responder, Endrik ya había girado sobre sus talones, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco.
Jude soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo, exhalando un suspiro tembloroso mientras volvía a enfocarse en el agua corriendo sobre su piel. Su corazón aún latía rápido, no sabía si por la sorpresa o la vergüenza. Se obligó a ignorar la sensación punzante en su pecho y retomó lo que estaba haciendo.
Se frotó los brazos con fuerza, lavando cada rastro de la calle, cada vestigio de su desesperación.
Cuando finalmente cerró la llave, el silencio en la habitación le pareció ensordecedor.
La ropa, como Endrik había dicho, le quedaba grande.
Los pantalones de tela oscura, de un material algo pesado, se aferraban torpemente a su cintura, obligándolo a doblarlos varias veces. La camiseta gris le llegaba hasta los muslos, con un logo desvanecido de alguna banda de la que nunca había escuchado hablar. El suéter negro que Endrik había incluido le caía enorme, con las mangas cubriendo sus manos por completo. Olía a veytarina, a metal, a la ciudad misma.
Jude se observó en el espejo del baño, la ropa dándole una apariencia aún más frágil de lo que ya era.
Se encogió de hombros. Peor sería estar desnudo.
Cuando salió, Endrik estaba en el sofá, con las piernas abiertas en una postura relajada, una mano sobre el respaldo y con la otra llevando el vaporizador de nuevo a sus labios.
Jude se sentó en el sofá con cautela, sintiendo el peso del cansancio caer sobre él. El aire dentro del departamento era cálido, acogedor en comparación al frío de las calles.
Endrik le miró de reojo, luego le tendió el vaporizador con la facilidad de alguien que lo hacía sin pensarlo.
“¿Quieres?”
Jude negó con la cabeza, levantando una mano con educación.
“No, gracias.”
Endrik soltó un resoplido, exhalando más humo azul que se dispersó en el aire. Pero entonces, lo vio.
La forma en que Jude apretaba los labios, la forma en que sus ojos se desviaban hacia el suelo, la tensión en sus hombros, la manera en que su estómago vacío casi hacía ruido en el silencio del departamento.
Endrik chasqueó la lengua, moviéndose con la agilidad de alguien que tenía el control absoluto de su propio espacio. Su brazo se extendió perezosamente hacia la cocina, señalando el refrigerador con un movimiento de su mano.
“Tienes hambre.”
“¿Eh?”
“Ve y agarra algo.” Endrik giró la muñeca con indiferencia. “Lo que quieras. Excepto los fideos con salsa roja.” Jude parpadeó, luego asintió, levantándose rápidamente del sofá.
La cocina era pequeña, electrodomésticos de segunda mano, una cafetera con manchas de años, una mesa de metal con dos sillas mal emparejadas.
Abrió el refrigerador.
Y quedó maravillado.
Había comida. Mucha comida.
Nada de lo que Jude estaba acostumbrado a ver cuando vivía solo en las calles. Envases con comida de verdad, carne sintética, fideos, envueltos en recipientes de plástico transparente. Bebidas frías. Sobras de restaurantes que no eran los peores de la ciudad.
Jude tomó dos cosas al azar. Un pan relleno de algo que olía bien, y una bebida energética.
Cerró el refrigerador con cuidado y volvió al sofá, sentándose con más comodidad ahora que tenía algo en las manos. Le dio el primer mordisco con cautela.
El sabor le explotó en la boca. No recordaba la última vez que había comido algo caliente, algo con sabor, algo que no le supiera a desesperación y miseria.
Endrik lo observó por un momento, luego sonrió de lado, llevándose el vaporizador a la boca de nuevo antes de hablar.
“Joder, Jude.” Su tono era burlón, arrastrado. “No me mires así cuando comes. Podría malinterpretarse.”
Jude se atragantó. Tosió, atragantándose con un pedazo del pan relleno, mientras su rostro se tornaba de un rojo intenso. Se inclinó ligeramente hacia adelante, golpeándose el pecho con una mano, tratando de recomponerse, mientras Endrik lo observaba con la expresión satisfecha de alguien que acababa de decir una estupidez y estaba disfrutando las consecuencias.
“Maldita sea,” Jude consiguió decir entre toses, sujetando la bebida energética con más fuerza de la necesaria.
Endrik soltó una carcajada seca, su risa era rugosa y desvergonzada, como si estuviera acostumbrado a hacer sentir incómodas a las personas y disfrutara cada segundo de ello.
“No es mi culpa que comas con cara de estrella de porno.”
Jude lo fulminó con la mirada, pero no pudo evitar que una sonrisa ladina se colara en sus labios. Endrik era un cabrón, sí, pero había algo en su actitud que resultaba, de alguna forma, casi tranquilizador.
“No seas baboso.”
“Oh, ¿me estás rechazando?” Endrik se llevó una mano al pecho con dramatismo fingido, luego exhaló otro denso vapor azulado, observándolo con una sonrisa torcida. “Eso duele, Jude. Realmente duele.”
“Sí, sí, seguro que estás destrozado,” Jude rodó los ojos, volviendo a morder su pan con menos cautela esta vez.
Endrik se acomodó mejor en el sofá, con una postura desgarbada y relajada. Era alguien que había visto demasiado, alguien que entendía las reglas del juego, alguien que no se sorprendía por nada.
“Te lo advierto, mocoso, si sigues jugando conmigo, un día podrías terminar despertando en mi cama.”
Jude casi escupe la bebida energética.
“Cállate.”
El mayor solo rió, disfrutando su incomodidad.
La conversación se deslizó entonces a temas más ligeros, a la vida en la ciudad, a los barrios peligrosos que Jude debía evitar. Jude lo escuchaba con atención, asintiendo de vez en cuando, absorbiendo cada palabra como si fuera un manual de supervivencia.
Pero entonces, Endrik se estiró en el sofá, dejando escapar un largo suspiro.
“Bue, ha sido un día de mierda.”
Jude levantó la vista. Por primera vez desde que lo conoció, Endrik sonaba realmente cansado.
El hombre pasó una mano por su cabello azul, peinándolo hacia atrás antes de soltar otro suspiro, como si con cada exhalación intentara sacarse de encima el peso del día.
“Uno de esos en los que casi me vuelan la cabeza.”
Jude parpadeó, sorprendido.
“¿Qué?”
“Lo que oíste.” Endrik se encogió de hombros con la indiferencia de alguien que ya había esquivado demasiadas balas. “Pero no pasó, así que, técnicamente, es un buen día.”
Jude se mordió el interior de la mejilla, sin saber muy bien qué responder a eso.
“De todas formas,” continuó Endrik, poniéndose de pie y estirando los brazos por encima de su cabeza, “voy a dormir.”
El hombre caminó hacia su habitación, pero antes de cerrar la puerta, giró la cabeza con una sonrisa burlona.
“Y antes de que preguntes, no, no puedes dormir conmigo.”
Jude frunció el ceño.
“No iba a preguntar eso.”
“Ja, sí, claro.” Endrik le guiñó un ojo, luego bostezó y desapareció en la habitación.
Jude soltó una risa entre dientes, sacudiendo la cabeza.
El sofá era viejo, algo hundido en algunas partes, pero era blando, cálido.
Se recostó, hundiendo la cabeza en el cojín, sintiendo el aroma a veytarina y tela gastada.
Era la primera vez en días que dormía en algo que no fuera frío y duro.
Cerró los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, el sueño lo envolvió sin esfuerzo…
Un ruido lo despertó de golpe, un sonido metálico, un tintineo de algo pesado chocando con otro metal. Jude se movió en el sofá, parpadeando varias veces mientras la somnolencia se aferraba a él. Algo pesaba sobre su cuerpo, una sensación cálida y suave. Bajó la vista y notó una vieja manta gris, áspera pero reconfortante. Endrik lo había cubierto.
Se incorporó lentamente, frotándose los ojos hasta que su visión se aclaró por completo. Y allí, de pie, con la espalda ligeramente encorvada mientras ajustaba un cinturón bajo una gruesa gabardina negra, estaba Endrik.
Los hebillas de las fundas metálicas resonaban con un tintineo sordo mientras el hombre aseguraba las correas de su arsenal. Jude entrecerró los ojos, observando cada movimiento con creciente curiosidad. La tela de la gabardina se sacudió cuando Endrik deslizó un cuchillo térmico en un compartimento lateral, su hoja negra apenas visible antes de desaparecer bajo el abrigo.
Entonces, Endrik alzó la mirada, sus ojos biónicos brillando con un resplandor dorado que reflejaba la poca luz del apartamento.
“Despertaste.2
Jude sintió que su cuerpo aún estaba entumecido, pero forzó una respuesta, su voz áspera por el sueño.
“¿A dónde vas?”
Endrik esbozó una sonrisa torcida, la clase de sonrisa que nunca revelaba demasiado.
“Negocios.”
El término flotó como un aviso implícito de que no debía hacer más preguntas.
Endrik se acomodó la gabardina, el tintineo de metal cesó. Jude se fijó mejor en él, en los detalles que antes le habían pasado desapercibidos. Bajo la luz pálida, los implantes en su cuello, en la base de su cráneo, en sus muñecas y hasta en las puntas de sus dedos se volvían más evidentes. Pequeños nodos cibernéticos incrustados en la piel, líneas de circuito oscuro entrelazándose.
Jude sintió un escalofrío involuntario. No era común ver a alguien tan modificado sin que mostrara signos evidentes de Centropatía. Demasiados implantes solían envenenar el cuerpo, provocar fallas neurológicas, pérdida de motricidad, incluso alucinaciones. Pero Endrik estaba allí, firme, lúcido, como si su cuerpo hubiera aceptado el metal sin resistencias.
El hombre notó su mirada y soltó una breve risa gutural.
“No te preocupes, no estoy alucinando ni nada.” Endrik hizo un gesto despreocupado, luego se acercó a la puerta. “Regreso en un rato. No me quemes la casa, ¿sí?”
Jude quiso responder, pero Endrik ya había abierto la puerta. La luz del pasillo filtró un resplandor amarillo sucio en la entrada antes de que la puerta se cerrara tras él.
El apartamento quedó en un silencio denso, interrumpido solo por el zumbido distante de las máquinas de ventilación en los niveles superiores de la colmena.
Dejó escapar un suspiro, pasándose una mano por el rostro.
Se sentía extraño estar solo en un lugar así.
Se levantó, haciendo crujir sus articulaciones, y dobló la manta con cuidado, dejándola sobre el respaldo del sofá. Luego intentó acomodar los cojines, alisando las arrugas de la tela, como si el orden del lugar pudiera darle una sensación de control sobre su situación.
Por ahora, solo quedaba esperar.
El apartamento no era un desastre, pero tenía esa pátina de abandono, el desorden de alguien que vivía en el caos sin que este llegara a consumirlo del todo. Jude miró a su alrededor, cruzado de brazos, sintiendo el peso incómodo de la inactividad en su pecho. No podía simplemente quedarse ahí, esperando a que Endrik lo viera como un maldito parásito.
No, algo tenía que hacer.
Su mirada se posó en la mesa baja junto al sofá, abarrotada de latas de bebida, colillas aplastadas en un cenicero desbordado y papeles arrugados. El aire tenía ese aroma denso a veytarina vieja y un leve rastro metálico de alcohol barato.
“No puedo dejar esto así.” Murmuró, pasando una mano por la superficie pegajosa de la mesa.
Se puso en marcha.
Lo primero fue buscar bolsas de basura. Se dirigió a la cocina, abrió cajones, revisó armarios, hasta que finalmente encontró un rollo de bolsas negras, medio usado, arrumbado junto a lo que parecían utensilios que nadie había tocado en meses. Tomó una, la sacudió y comenzó su labor.
Las latas vacías cayeron dentro de la bolsa, una tras otra, algunas aún con residuos de líquidos que chorrearon en el plástico. Jude frunció el ceño, asegurándose de que todo estuviera bien sellado antes de pasar a los restos de cigarro. Las colillas, amarillentas y torcidas, parecían pequeñas lápidas dentro del cenicero sobrecargado.
No entendía cómo Endrik podía fumar tanto. Aunque lo más lógico era que tuviese los pulmones reemplazados, no le sorprendería eso, con lo sobrecargado que se veía…
Limpió la mesa con la palma de la mano, retirando cualquier residuo pegajoso antes de dirigirse a la cocina.
El fregadero estaba lleno de platos sucios, algunos con costras secas de comida, otros con restos de salsas ya endurecidas por el tiempo. Jude tomó un vaso y deslizó un dedo por dentro; la sensación grasosa le revolvió el estómago.
“Asqueroso.”
Pero eso no lo detendría.
Abrió las puertas del gabinete en busca de productos de limpieza. Lo que encontró fue... casi nada. Un jabón líquido a medias, una esponja mordisqueada por el tiempo y un trapo que alguna vez fue blanco pero ahora tenía el color indefinido de la mugre vieja.
Suspiró. Tendría que hacer milagros.
Abrió el grifo y dejó que el agua corriera hasta que se tornó tibia. El vapor comenzó a elevarse, empañando el plástico sucio mientras Jude restregaba con fuerza. Frotó platos, vasos y cubiertos, apretando la mandíbula mientras los residuos de comida se resistían a salir.
“Por el Regente, ¿Qué demonios come este tipo?” Pensó.
Se sentía como una ama de casa, pero eso no le molestaba.
Si algo sabía hacer, era limpiar.
Pasó de la cocina a la mesa, de la mesa al suelo, y del suelo a las ventanas. Con el trapo húmedo, recorrió las superficies, arrastrando el polvo y la suciedad con paciencia. Cada trazo era como borrar una capa de abandono, una prueba de que, por una vez en su vida, tenía algo de control sobre el entorno.
Cuando terminó, el departamento no brillaba, pero al menos ya no parecía el nido de un adicto sin remedio.
Se dejó caer en el sofá, sintiendo el cansancio en los músculos, las manos aún húmedas y con el vago aroma a jabón barato.
Por primera vez en días, sintió que había hecho algo útil.
Jude se recostó en el sofá, sintiendo el alivio momentáneo de haber hecho algo útil, aunque el cansancio aún pesaba en su cuerpo. Sin embargo, su descanso duró poco.
El baño.
Lo había olvidado.
Suspiró, pasando una mano por su rostro antes de levantarse. Caminó hasta la puerta del baño y la abrió, preparándose para lo peor. El vapor de su ducha anterior todavía impregnaba el entorno, pero no era suficiente para cubrir la hediondez acumulada en los rincones.
El lavabo tenía manchas de pasta de dientes seca y vellos sueltos; el inodoro, aunque no estaba en un estado catastrófico, claramente no había sido limpiado en semanas. En la ducha, el piso tenía una película oscura en los bordes, el tipo de mugre que se acumula cuando nadie se preocupa por restregarla.
Con lo poco que había encontrado en la cocina, se puso manos a la obra.
Restregó con fuerza, arrancando la suciedad a base de pura determinación. El lavabo dejó de parecer un nido de bacterias, la ducha recuperó su color original, y el inodoro dejó de dar miedo. Cuando terminó, apoyó las manos en los muslos, respirando hondo.
Listo.
Se giró y miró la puerta de la habitación de Endrik.
No tenía por qué entrar.
No tenía por qué mirar.
Pero la curiosidad lo carcomía.
Tal vez solo un vistazo. Solo para conocer mejor al hombre que lo había acogido, entender con quién estaba tratando. Apoyó la mano en el picaporte y giró con cuidado, abriendo la puerta lo justo para deslizarse dentro.
Lo primero que sintió fue el olor denso a cigarro, alcohol y un rastro químico que no supo identificar.
La habitación era un desastre.
Un escritorio contra la pared estaba cubierto de botellas vacías, algunas todavía con restos de licor, vasos con marcas de labios y, entre ellos, pequeños paquetes de plástico arrugados, algunos con restos de polvo blanco.
Encima del escritorio, un monitor brillaba con una luz azul parpadeante, reflejándose en la superficie pegajosa de la mesa. Al lado, un montón de cables enredados, herramientas desperdigadas, y una pistola balística descansando entre todo como si fuera sólo otro objeto cotidiano.
Pero lo más perturbador estaba en la pared.
Un estante con fusiles alineados de forma irregular, algunos apoyados contra la pared, otros colgando de ganchos improvisados. Junto a ellos, cuchillos de distintos tamaños, desde simples navajas hasta hojas largas.
Había algo inquietante en todo aquello.
No porque Jude no hubiera visto armas antes, sino porque todo estaba ahí sin orden, sin ningún intento de ocultarlo, como si Endrik viviera en un estado constante de preparación para la guerra.
El caos de un hombre que ya no se preocupaba por ocultar quién era.
Jude tragó saliva.
No debía estar ahí.
Cerró la puerta con el mismo cuidado con el que la había abierto y salió al pasillo, tratando de sacudirse la sensación de que acababa de ver algo que no debía.
Pero aún tenía algo más que hacer.
La basura.
Tomó la bolsa y salió del apartamento.
El interior de la Colmena era un laberinto de concreto, metal y luces parpadeantes en una mezcla de colores opacos. Los pasillos eran angostos, con puertas alineadas a ambos lados, algunas cerradas con cerraduras electrónicas, otras abiertas lo justo para dejar escapar el sonido de televisores, conversaciones o música distorsionada.
Las paredes estaban cubiertas de grafitis, algunos eran mensajes, otros simplemente eran insultos o garabatos sin sentido. En algunos rincones, las luces fallaban, dejando tramos enteros en oscuridad.
Jude caminó con la bolsa en la mano, mirando a su alrededor en busca de un basurero.
Nada.
Solo más pasillos, más puertas cerradas, y más sombras.
Entonces lo vio.
Una esquina donde se amontonaban bolsas de basura, apiladas sin orden, algunas rotas, dejando escapar olores rancios y líquidos oscuros que se filtraban en el suelo.
Miró a ambos lados.
Nadie.
Tal vez ahí era.
Con rapidez, dejó caer la bolsa entre las otras y se alejó sin mirar atrás. Regresó al apartamento, cerrando la puerta tras de sí con un suspiro de alivio.
Había limpiado lo que podía.
Ahora solo quedaba esperar a que Endrik volviera.
Se recostó en el sofá, sintiendo el alivio en sus músculos después de toda la limpieza. Su estómago gruñó, recordándole que, a pesar de todo, seguía siendo un ser órganico.
Se levantó y se dirigió a la cocina.
No había muchas opciones, pero encontró una lata de algo vagamente comestible, la abrió con un viejo abridor manual, y se la comió con una cuchara mientras miraba por la ventana sucia.
Las horas pasaron.
Los ruidos de la Colmena eran constantes. Voces tras las paredes, música distante, pasos apresurados en los pasillos.
Entonces, la puerta del apartamento se abrió de golpe.
Endrik entró, sacudiéndose polvo de la gabardina. Su ropa estaba arrugada, con algunas manchas oscuras que Jude no quiso analizar demasiado.
“¿Qué pasa, byte?” Endrik sonrió de lado, luego se detuvo en seco al ver el lugar. Sus ópticas recorrieron la habitación como si estuviera en el lugar equivocado. “¿Qué carajo...?”
Miró a Jude.
“Mira nada más... Una luminaria con vocación de ama de casa.” Se rió, tirando una bolsa pesada sobre la mesa con un sonido metálico que hizo que Jude diera un respingo. “¿Quieres un delantal, data? O mejor, ¿te consigo un uniforme de mucama? Seguro te quedaría pulse.”
Jude suspiró, pero no pudo evitar una ligera sonrisa.
“Cállate, baboso.”
“¿Baboso?” Endrik se llevó una mano al pecho, fingiendo indignación. “No te burles de mis sentimientos, data. Me vas a hacer llorar.”
Jude negó con la cabeza.
“¿Qué tal te fue?”
Endrik se dejó caer en el sofá, exhalando pesadamente. Se sacó la gabardina con un movimiento perezoso y la dejó caer en el respaldo.
“Ah, lo de siempre. Un neg rápido con un glitcher que resultó ser un tarugo, y una corrida con unos finados que querían volarme la cabeza.” Chasqueó la lengua. “Tercera vez esta semana. Estoy perdiendo el toque.”
Jude miró la bolsa sobre la mesa.
“¿Y eso qué es?”
“Lumos.”
Jude arqueó una ceja.
“¿Lumos?”
“Lumos en bruto.”
Endrik abrió la bolsa, revelando un puñado de lingotes oscuros. No eran billetes ni tarjetas, sino pura materia prima lista para ser procesada.
Jude sintió un escalofrío.
Eso no era algo que se viera todos los días.
“¿De dónde sacaste esto?”
Endrik le guiñó un ojo.
“Detalles, data. Detalles.”
Sin más, tomó un vaporizador de su bolsillo y se lo llevó a la boca, inhalando profundamente antes de exhalar una nube azulada.
Jude observó el humo disiparse.
“¿Y tú?” Preguntó Endrik, mirándolo con una media sonrisa. “¿Cómo estuvo tu día de ama de casa?”
Jude bufó.
“Creo que me intoxiqué con tu baño.”
Endrik soltó una carcajada.
“Te creo, data. Te creo…”
El primer día después transcurrió con una extraña normalidad. Endrik lo llevó a una de las zonas comerciales del distrito, un mercado improvisado entre callejones angostos y estructuras oxidadas, donde los mercaderes vendían de todo: desde implantes robados hasta comida de dudosa procedencia. Jude no tenía lumos, pero Endrik pagó sin quejarse. Un par de pantalones, algunas camisetas que no olieran a muerte, una chaqueta decente. Nada del otro mundo, pero al menos ya no parecía un vagabundo sacado de la basura.
“Ahora pareces menos un finado y más un data funcional.”
Jude solo se rió.
Pasaron la tarde recorriendo el distrito. Endrik le mostró los lugares importantes: los mejores bares de mala muerte, los sitios donde podías conseguir trabajo sin preguntas, los callejones donde era mejor no meter la nariz. Jude no se dio cuenta en qué momento empezó a relajarse. Se sintió seguro a su lado, incluso cuando Endrik lo guiaba por los pasillos más oscuros.
Sintió que tenía algo parecido a un hogar.
El segundo día, decidió que debía hacer algo por Endrik. La idea de ser un parásito le repugnaba. Así que, además de limpiar de nuevo el departamento, le cocinó algo con lo poco que tenían.
“Mira nada más, además de ama de casa, eres chef.”
Jude lo ignoró y siguió sirviendo.
Endrik se lo comió sin quejas.
Después, pasaron el rato en el sofá. Endrik arreglaba una vieja pistola balística, desmontándola pieza por pieza. Jude observaba, curioso.
“Podría enseñarte si quieres.”
Jude lo miró sorprendido.
“¿En serio?”
“Zap. Saber armar un tronco puede salvarte el culo algún día.”
Y así lo hizo. Pasaron horas mientras Endrik le explicaba cada pieza, cada función. Jude se sintió útil por primera vez en años.
Antes de irse a dormir, Endrik dejó escapar un comentario casual: “Sabes que no puedes vivir aquí sin hacer nada.”
Jude parpadeó, pero no dijo nada.
El tercer día, Endrik se ausentó la mayor parte del tiempo. Jude se quedó solo en el departamento, preguntándose si debía salir a buscar algo que hacer.
Al final, terminó explorando el distrito por su cuenta. No se alejó mucho, pero comenzó a familiarizarse con el entorno. Un bar donde los mercenarios se reunían. O un taller de reparaciones donde los glitchers trabajaban con implantes ilegales.
Al volver, Endrik estaba en el sofá, vapeando.
“El mundo no da nada gratis, Jude.”
Jude frunció el ceño.
“Lo sé.”
Endrik no dijo nada más.
El cuarto día, Endrik lo llevó con uno de sus contactos. Un tipo con el cuerpo casi completamente reemplazado, ojos rojos como lámparas y dedos de acero.
Este byte necesita trabajo.
Jude abrió la boca, sorprendido.
“¿Trabajo?”
“Zap.”
El glitcher lo miró de arriba abajo.
“¿Qué sabes hacer?”
Jude tragó saliva.
“No mucho. Pero aprendo rápido.”
El tipo se rió.
“Entonces aprenderás a hacer recs de información.”
Jude no sabía qué pensar. Pero Endrik le dio una palmada en la espalda.
“No te preocupes, data. Esto te va a venir bien.”
El quinto día, Jude trabajó por primera vez. Nada ilegal… al menos, no del todo. Solo tenía que revisar grabaciones de seguridad, analizar patrones, marcar cosas sospechosas. Era tedioso, pero no difícil.
Cuando regresó al departamento, Endrik lo estaba esperando.
“¿Y bien?”
Jude suspiró y se dejó caer en el sofá.
“Me duele la cabeza.”
Endrik se rió.
“Bienvenido al mundo, data.”
Jude miró el techo. Algo dentro de él se removió.
Seis días atrás, habría dado cualquier cosa por un techo, comida caliente y seguridad. Ahora tenía todo eso. Pero entonces, ¿por qué sentía una ligera opresión en el pecho?
El sexto día amaneció como cualquier otro. Jude despertó tarde, escuchando los ruidos familiares del departamento: el zumbido del vaporizador de Endrik, el tintineo metálico de los implantes cuando se movía, y el chisporroteo de la sartén mientras cocinaba algo improvisado.
Cuando levantó la cabeza, Endrik lo miró de reojo
“Buenos días, princesa. Dormiste como si hubieras trabajado de verdad.”
Jude gruñó algo ininteligible, pero no pudo evitar notar la ligera sonrisa de Endrik.
El día, o mejor dicho, noche, pasó sin nada relevante. Sin trabajo, sin responsabilidades, Jude se encontraba atrapado en un limbo incómodo. No podía simplemente holgazanear todo el tiempo, pero tampoco tenía nada que hacer. Terminó matando las horas ayudando a Endrik a desmontar más armas, haciendo preguntas aquí y allá, sintiéndose útil aunque fuera solo un poco.
Sin embargo, esa sensación de tranquilidad fue aplastada cuando Endrik, con voz casual, soltó la frase que había estado repitiendo cada vez más seguido:
“Sabes que no puedes vivir aquí sin hacer nada.”
Jude tragó saliva y miró al suelo. No discutió.
Día Siete. Fue uno de los días más incómodos de su vida.
Todo comenzó cuando Jude salió de la ducha, con solo una toalla roja envuelta alrededor de su cintura. Aún con el cabello húmedo, caminó hasta la sala, pensando que Endrik no estaría en casa.
Estaba equivocado.
“Bueno, bueno, mira nada más.”
Jude sintió el calor subiéndole al rostro. Endrik estaba recostado en el sofá, con una pierna sobre el brazo del mueble, mirándolo con una ceja arqueada y una sonrisa. El vaporizador colgaba de sus labios, exhalando una nube de humo.
“¿Vas a un desfile, byte? Porque con ese look, seguro ganas.”
Jude soltó un insulto ahogado y prácticamente corrió denuevo al baño. Escuchó la carcajada de Endrik detrás de él.
Más tarde, cuando se armó de valor para salir, Endrik aún tenía esa expresión en la cara.
“No es para tanto, data. No te ves mal.”
Jude se sonrojó otra vez y se hundió en el sofá, cubriéndose el rostro con una mano.
“Cállate.”
Endrik solo rió.
Sin embargo, antes de irse a dormir, volvió a dejar caer otra frase como quien no dice nada: “El mundo no da nada gratis, Jude.”
Jude se quedó mirando el techo, con una sensación desagradable en el pecho.
Día Ocho. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz mortecina del único holograma activo: un noticiero pasaba imágenes de un accidente en una autopista, pero ninguno de los dos estaba prestando atención. Jude estaba hundido en el sofá, con los hombros caídos y las manos entrelazadas entre sus piernas, como si tratara de hacerse pequeño. Endrik, a su lado, tenía un cigarrillo a medio consumir entre los dedos y una expresión de indiferencia.
El silencio pesaba. Jude lo rompió primero, con voz apagada.
“¿Por qué ya no me llamaron del trabajo?”
Endrik dejó escapar una pequeña risa por la nariz, sacudiendo la cabeza como si estuviera lidiando con un niño que no entendía lo obvio.
“¿De verdad no lo sabes?”
Jude bajó la mirada. Había estado evitándolo. El gerente de la tienda de cámaras le había dicho que ya no necesitaban sus servicios, sin más explicaciones. Un simple “no vengas mañana” que lo había dejado frío.
“¿Qué hice mal?” Preguntó, casi en un susurro.
Endrik se giró levemente hacia él, apoyando un codo en el respaldo del sofá y estudiándolo con una paciencia condescendiente.
“Mira, Jude. No quiero que te lo tomes a mal, pero… en este mundo hay dos tipos de personas: los que saben jugar el juego y los que no. Y tú, amigo, no tienes idea de cómo se juega.”
Jude frunció el ceño, sin entender.
“¿De qué hablas?”
“Vamos, ¿crees que la vida es justa?” Endrik tomó una calada de su cigarro y exhaló el humo lentamente, como si saboreara cada palabra. “Creí que ya habías aprendido algo después de todo lo que te ha pasado. No te despidieron porque hicieras algo malo. Te despidieron porque eras el eslabón más débil.”
Jude sintió un escalofrío.
“Pero yo hacía mi trabajo…”
“¿Y crees que eso importa?” Endrik se rió suavemente. “No eras indispensable. Y cuando no eres indispensable, eres prescindible. ¿Entiendes ahora?”
Jude tragó saliva. Sabía que Endrik tenía razón.
“Entonces… ¿qué se supone que haga?”
Endrik apagó el cigarro en el cenicero con lentitud. Su voz bajó, volviéndose amable, como si estuviera aconsejando a un hermano menor.
“Debes aprender a ser útil.”
Jude lo miró, expectante, con esperanza en los ojos.
“¿Cómo?”
Endrik sonrió. Una sonrisa pequeña, medida.
“Conozco a alguien que necesita personal para su club. Pagan bien, no necesitas experiencia, y solo tienes que tratar bien a los clientes.”
Jude parpadeó.
“¿Un club?”
“Sí. Es un lugar bastante elegante, buen ambiente, buena paga. Solo necesitas ser amable con la gente correcta.”
Jude sintió que algo se removía en su estómago, una leve inquietud que no supo explicar.
“¿Y qué tendría que hacer exactamente?”
Endrik encogió los hombros con total naturalidad.
“Depende. Puedes servir tragos, llevar cuentas, hacer presencia. No es gran cosa.”
Jude mordió su labio inferior.
“No sé… Nunca he trabajado en un lugar así.”
Endrik apoyó una mano en su rodilla, en un gesto casi fraternal. “Por eso es perfecto para ti. No necesitas experiencia. Solo tienes que sonreír, moverte por el lugar, asegurarte de que los clientes pasen un buen rato.”
Jude bajó la mirada.
“No sé si eso es para mí…”
El tono de Endrik cambió ligeramente, apenas un matiz, pero suficiente para dejar claro que la paciencia tenía un límite.
“Sabes que no puedes vivir aquí sin hacer nada.”
Jude se estremeció.
“Lo sé…”
El chico sintió un nudo en la garganta.
“Yo… yo solo quiero encontrar algo normal.”
Endrik soltó una risa baja.
“¿Normal? ¿Y qué es normal para ti?”
Jude se quedó en silencio. No tenía una respuesta.
“Escucha. No hay nada normal para gente como tú. Para gente que no tiene contactos, que no tiene experiencia, que no tiene a dónde ir. Nadie te va a contratar en una oficina. Nadie te va a dar un trabajo cómodo solo porque eres buena persona. Pero esto… esto es fácil.”
Jude sintió que su estómago se hundía.
“No sé…”
“No tienes que responder ahora. Piénsalo.” Endrik se levantó y estiró los brazos, como si la conversación no hubiera sido nada importante. “Pero no dejes pasar demasiado tiempo. La oportunidad no va a estar ahí para siempre.”
Jude se quedó sentado, viendo cómo Endrik se alejaba hacia la cocina.
"No hay nada normal para gente como tú."
La frase de Endrik se repetía en su cabeza, una y otra vez, hasta que dejó de sonar como una advertencia y se convirtió en un hecho innegable.
El chico se abrazó las piernas, mirando el holograma del noticiero sin verlo realmente. La noticia del accidente ya había pasado, y ahora un comercial ruidoso llenaba el aire.
Jude no lo escuchaba.
"No tienes experiencia. Nadie te va a contratar."
Era cierto. Lo había intentado.
No lo querían ni para limpiar pasillos.
"Para gente que no tiene contactos, que no tiene a dónde ir."
También era cierto. No tenía a nadie.
El frío de la realidad le recorrió la piel. Miró a su alrededor. El sofá en el que estaba sentado, la mesa de centro con las colillas de cigarro en un cenicero desbordado, el refrigerador viejo que zumbaba en la esquina. Nada de esto era suyo.
Endrik no tenía ninguna obligación de dejarlo quedarse.
Jude cerró los ojos y respiró hondo. No tenía opciones.
Se puso de pie, con las piernas temblorosas, y caminó hacia la cocina, donde Endrik estaba apoyado contra el mesón, sirviéndose un vaso de licor.
“Está bien. Lo haré.”
Endrik ni siquiera lo miró al principio. Se limitó a dar un trago y a dejar el vaso sobre la mesa. Luego, lo miró de reojo y sonrió, casi con desinterés.
“¿Qué harás?”
Jude tragó saliva.
“El trabajo. Lo aceptaré.”
Endrik sonrió un poco más, como si ya supiera que esto pasaría.
“Bien. Sabía que no eras un idiota.”
Jude sintió que su rostro ardía de vergüenza, pero no respondió.
“Cámbiate.” Ordenó Endrik, empujando el vaso a un lado y enderezándose.
Jude frunció el ceño.
“¿Por qué?”
Endrik se giró hacia él por completo, cruzándose de brazos.
“¿De verdad piensas ir con esa ropa?”
Jude miró hacia abajo. Llevaba suéter beige, unos jeans algo ajustados y zapatillas blancas. Lo mismo de siempre.
“¿Qué tiene de malo mi ropa?”
Endrik chasqueó la lengua con fastidio, como si Jude le estuviera haciendo perder el tiempo con preguntas estúpidas.
“No queda con el lugar.”
Jude frunció los labios, sintiendo que algo no cuadraba.
“¿Qué tipo de lugar es?”
Endrik se apoyó contra la mesa otra vez, relajado, y lo miró como si estuviera explicándole algo obvio.
“¿Has oído hablar de las Zonas de Luz Roja?”
Jude negó con la cabeza.
“Son… clubes clandestinos. Lugares exclusivos, donde la gente va a buscar lo que no puede encontrar en la superficie.”
Jude sintió un escalofrío.
“¿Es ilegal?”
Endrik se rió entre dientes.
“Nada es ilegal si sabes con quién hablar.” Se apartó de la mesa y pasó junto a Jude, dándole una palmada en el hombro mientras se dirigía al armario de su habitación. “Escucha, es solo un club. No es gran cosa. Pero si quieres trabajar ahí, no puedes ir vestido como un niño que sale con su mamá a comprar dulces.”
Jude sintió la vergüenza arderle en la cara.
“No quiero ir impresentable…” Murmuró.
Endrik sacó algunas prendas y se las lanzó sin mucha ceremonia.
“Ponte esto.”
Jude atrapó la ropa en el aire. Las telas eran gruesas, pesadas, con cierres metálicos y cortes angulados.
“Pero esto es tuyo…”
“Y te queda grande,” Endrik sonrió, sin molestarse en disimular su burla, “pero al menos te hará parecer alguien con un poco de carácter.”
Jude suspiró y se metió en el baño para cambiarse.
Cuando se miró en el espejo, casi no se reconoció.
La chaqueta de cuero negro con detalles metálicos le quedaba holgada, los hombros caídos y las mangas largas. La camiseta gris oscura con un diseño abstracto y el cuello desgastado le daba un aire más rudo. Los pantalones eran negros y sueltos, con varios bolsillos y un cinturón grueso. Las botas pesadas le hacían sentir los pies más firmes en el suelo.
Nada de esto se parecía a su ropa usual.
"No parezco yo."
Pero tal vez eso era lo que necesitaba.
Cuando salió, Endrik ya estaba listo. Llevaba una chaqueta de cuero marrón, pero la de él estaba llena de detalles: costuras reforzadas con cables expuestos, un cuello alto con pequeñas luces LED apagadas y una serie de botones en la manga que probablemente activaban alguna función tecnológica. Sus pantalones eran oscuros, reforzados en las rodillas, y las botas tenían placas metálicas en los costados.
Era el tipo de persona que uno no querría encontrar en un callejón oscuro.
Endrik lo miró de arriba abajo y sonrió con suficiencia.
“Mejor.”
Jude no respondió.
Bajaron por la Colmena en silencio, descendiendo los pisos con el viejo ascensor que rechinaba con cada movimiento. El metal oxidado de las paredes vibraba mientras el aparato se sacudía al detenerse en la planta baja.
Las luces de neón parpadeaban en la entrada del complejo, iluminando la calle sucia donde varios nómadas urbanos se refugiaban en las sombras.
Endrik caminó con seguridad hasta su auto.
“Sube.”
Jude obedeció sin decir nada.
Cuando Endrik pisó el pedal y el auto se deslizó entre el tráfico caótico, Jude sintió un nudo en el estómago.
No podía deshacerse de la sensación de que estaba cruzando una puerta invisible.
Una puerta que no tenía vuelta atrás…
En un mundo donde las promesas ya no importan, el alma se compra y se vende en pedazos. Lo peor no es perderte; sino que, cuando vuelvas, ya no reconocerás tu reflejo. El auto se deslizó por las calles decadentes, descendiendo más y más hacia los sectores más bajos de la ciudad. Jude miraba por la ventana, viendo cómo las luces de neón se volvían más escasas y la suciedad más evidente.
Tras un rato, Endrik giró en una calle oscura y se detuvo frente a un edificio en ruinas.
Jude frunció el ceño.
“¿Aquí es?”
Endrik apagó el motor y se inclinó sobre él con una sonrisa.
“¿Qué esperabas? ¿Un letrero de bienvenida?”
Jude no respondió. Algo en su estómago se apretó con fuerza. Salió del auto con las manos dentro de aquella chaqueta demasiado grande y miró hacia arriba. El edificio tenía los ventanales rotos, paredes llenas de grafitis y tuberías oxidadas que goteaban un líquido rojizo.
No parecía un club.
“Vamos.” Ordenó Endrik, caminando hacia la entrada.
Jude lo siguió, tragando saliva.
La puerta era de metal y tenía una cerradura electrónica vieja. Endrik golpeó dos veces y esperó. Un sonido mecánico se activó, y la puerta se deslizó con un chirrido.
El pasillo dentro era estrecho, oscuro, con luces intermitentes que parpadeaban sobre sus cabezas.
Se detuvieron al final del pasillo.
Un hombre humano estaba ahí, de brazos cruzados.
Pero "hombre" no era suficiente para describirlo.
Era un muro de carne y músculo, con un cuello tan grueso que su cabeza parecía incrustada en su torso. Su piel estaba llena de cicatrices y su ojo izquierdo era completamente blanco, muerto. Llevaba un chaleco de kevlar sobre una camiseta ajustada, dejando ver brazos más gruesos que el torso de Jude.
Cuando habló, su voz retumbó en el pasillo como el motor de una nave de asedio.
“Código…”
Endrik ni siquiera titubeó.
“Traigo algo para la Jefa.”
El guardia lo miró, luego a Jude.
Jude sintió la mirada como una presión física en su cuerpo.
El guardia no dijo nada. Se giró hacia un panel en la pared y presionó un botón. Un mecanismo se activó y una compuerta oculta se deslizó hacia arriba, revelando una escalera que descendía a las entrañas del edificio.
Endrik sonrió y palmeó la espalda de Jude.
“Vamos, byte. Bienvenido a una Zona de Luz Roja.”
Jude bajó detrás de él, sintiendo cómo el aire se volvía más denso, más caliente. Cada escalón que descendía era un paso más lejos de la superficie.
El sonido llegó primero.
Música pesada, de graves profundos que vibraban en las paredes. Voces, risas, murmullos ahogados por el bullicio.
Y el olor.
Un golpe de perfume barato, sudor, licor derramado y algo más… algo penetrante, agrio, que se filtraba en la piel.
Cuando llegaron al final de la escalera, Jude vio el club.
Al principio, parecía un bar elegante.
Luces rojas brillaban sobre una barra de vidrio negro, donde clientes bien vestidos bebían tragos en vasos opacos. El suelo reflectante multiplicaba las luces, creando un efecto hipnótico. Camareras con atuendos ajustados llevaban bandejas, moviéndose entre mesas con sofás de cuero rojo donde hombres y mujeres conversaban en tonos bajos.
Pero no todo encajaba.
Jude vio a un hombre con la mirada perdida, tambaleándose hacia una puerta trasera. A otro con un brazo mecánico que no dejaba de temblar mientras acariciaba la pierna de una de las chicas.
Y luego estaban los pasillos.
Endrik no se detuvo en la barra. Lo guió más adentro, cruzando una puerta de seguridad donde la música se amortiguó y el ambiente cambió.
Los pasillos traseros eran estrechos y oscuros. Aquí el glamour desaparecía. Las luces eran mínimas, lo justo para iluminar las puertas numeradas que se extendían a lo largo del corredor. Algunas estaban entreabiertas.
Jude no quería mirar dentro, pero lo hizo.
Vio sombras.
Un cuerpo encorvado sobre otro.
Un rostro sin expresión, ojos vacíos, mirando a la nada mientras un cliente lo sostenía por el cuello.
Jude sintió el estómago retorcerse.
“Endrik…”
“Aquí es.”
Una puerta doble al final del pasillo se abrió antes de que Jude pudiera reaccionar.
Y la vio.
Era una Phyleen de proporciones colosales, aunque normales para las mujeres Phyleen, fácilmente superando los dos metros de altura. Su cuerpo era un monumento de carne y metal. Su piel era oscura, de un rojo profundo
Vestía un traje de dos piezas, negro, con bordes dorados, cortado a la perfección para ajustarse a su musculatura densa. El saco ceñido resaltaba su pecho amplio y la curvatura de sus caderas, mientras que los pantalones caían con elegancia. Pequeñas líneas de circuitos dorados serpenteaban sutilmente por las mangas y el cuello del traje
Cuatro brazos, como toda Phyleen, dos cruzados sobre su pecho y los otros dos apoyados sobre la mesa en una postura relajada, pero lista para moverse en cualquier instante. Sus manos, de dedos largos y afilados, estaban adornadas con anillos incrustados en el metal de sus nudillos. Cada uña, dorada y cuidadosamente limada en punta, parecía más un arma que un adorno.
Sus cuatro ojos ambarinos, profundamente hundidos en un rostro severo de pómulos marcados, lo escrutaban con la frialdad de una cazadora. Uno de ellos, el izquierdo superior, brillaba: un implante óptico.
Su cabello, lacio y negro, estaba recogido en una larga trenza que caía por su espalda. Sobre su sien derecha, un pequeño módulo estaba incrustado en la piel.
Endrik sonrió con naturalidad.
Ella no.
“Jefa, te traigo nuevo material.”
Jude sintió que el mundo se detenía.
“Dijiste que necesitabas más carne joven para el mercado premium. Este está limpio, es blando e inocente. Vas a sacarle un buen rendimiento.”
Jude sintió un frío inhumano treparle por la espalda.
“Espera… no… no entiendo…”
La Jefa lo ignoró.
Uno de sus brazos extendió una mano de dedos largos y afilados, tocando la mandíbula de Jude con la suavidad de un médico.
Jude se estremeció.
“Hermoso,” murmuró ella. “Piel sana. Estructura delgada. Expresión vulnerable. Será un éxito.”
Jude dio un paso atrás, sintiendo cómo el pánico se desataba en su pecho. “Dijiste que sería mesero. Dijiste que…”
La Jefa se rió. Un sonido bajo, ronco, sin alegría.
“¿Mesero?”
Endrik suspiró, como si estuviera tratando con un niño necio.
“¿En serio pensaste que te pagarían solo por llevar tragos?”
Jude sintió la garganta cerrarse.
“No…”
“Nadie regala nada, byte.”
Las palabras de Endrik fueron suaves, compasivas.
“No tienes dinero. No tienes trabajo. No tienes a dónde ir.”
Jude respiró con dificultad.
“No…”
“Pero aquí, sí tienes un propósito.”
El golpe seco llegó.
El momento exacto en que la mentira se desmoronó.
El aire se volvió insoportable. El ruido del club, las luces rojas, el olor penetrante… todo lo atacó a la vez.
"Me vendieron." Pensó.
Los cuatro ojos de la Jefa se estrecharon.
“¿Problemas?”
Endrik negó con la cabeza.
“Se acostumbrará. Todos lo hacen.”
Jude giró sobre sus talones, sus piernas reaccionaron antes que su cerebro.
"Corre. Sal de aquí. Ahora."
No pensó en estrategia, en dirección, ni siquiera en qué haría una vez fuera. Solo sabía que tenía que salir de ese lugar.
Su bota apenas tocó el suelo antes de que un dolor explosivo le arrancara un grito ahogado. Endrik lo había agarrado del cabello.
Con una fuerza brutal, tiró de él hacia atrás. Jude perdió el equilibrio, su cuerpo giró con el impulso hasta chocar de espaldas contra el pecho de Endrik. El aire escapó de sus pulmones.
“Ah, byte…” Endrik suspiró como si estuviera decepcionado, no molesto. Con una facilidad humillante, lo sostuvo contra su cuerpo, con los dedos enredados en su cabello como garras de hierro.
“¿De verdad creíste que ibas a correr?”
Jude tembló.
La Jefa seguía sentada en su escritorio, observando en silencio. Su expresión no había cambiado. No parecía sorprendida ni molesta. Solo evaluaba.
“Déjame ir, Endrik,” jadeó Jude, sus manos arañando los dedos metálicos de Endrik en un intento inútil por soltarse. “Esto es un error, ¿vale? Dijiste que sería mesero. Dijiste que…”
“¿Que te pagarían solo por servir tragos?” Endrik se rió suavemente, sacudiendo la cabeza. “Oh, Jude…”
Lo empujó hacia adelante, pero no lo soltó del cabello. Jude tropezó, inclinándose mientras Endrik bajaba la cabeza hasta su oído.
“¿Eres realmente tan idiota?”
La pregunta lo golpeó más fuerte que la acción.
Endrik aflojó un poco el agarre, lo suficiente para girarlo y mirarlo a los ojos. Jude estaba respirando con dificultad, sus labios temblaban, su cuerpo estaba rígido de terror.
“¿De verdad creíste que conseguirías un trabajo normal en tu situación?”
Su tono no tenía rabia ni burla, solo certeza.
“Eres un don nadie, Jude. Nadie te va a contratar. Ni siquiera como barrendero.”
Jude apretó los dientes, con su orgullo queriendo responder, pero su miedo fue manteniéndolo en silencio.
“Pero esto…” Endrik extendió un brazo, señalando el lugar. “Esto es fácil. Solo tienes que ser amable con la gente correcta. Sonreír. Hacerles sentir especiales.”
“No…” susurró Jude.
“Sí…” Endrik inclinó la cabeza, como si hablara con un niño necio. “Es esto o la calle, byte.”
Jude sintió el golpe de esa afirmación.
Endrik lo vio dudar.
“¿A dónde vas a ir si te largas?” Preguntó, y su tono fue más bajo, más íntimo. “¿Al frío? ¿A la calle, con las Rylas?”
Jude tragó saliva.
Las Rylas.
Los callejones infestados de adictos, ladrones y cosas peores.
“Si sales por esa puerta, no vuelvas,” Endrik continuó, “no quiero mendigos en mi casa. No hay otro lugar para ti. Esto o la nada.”
Jude tembló, con sus uñas clavándose en sus propias palmas.
"No. No. No."
Tenía que haber otra opción. Tenía que haber algo más.
“Puedo… puedo encontrar… algo más…” murmuró, sin convicción.
Endrik suspiró pesadamente.
“Jude…” Su voz fue casi suave. “No lo entiendes, ¿verdad?”
Su otra mano se deslizó a la nuca de Jude, sosteniéndolo con una firmeza que no era violenta, pero tampoco era amable.
“Sabes, hay otra forma de sacar dinero de ti.”
Un escalofrío recorrió a Jude.
“Más rápida.”
Jude levantó la vista lentamente.
Endrik sonrió, pero sus ojos estaban muertos.
“¿Sabes cuánto valen los órganos en el mercado negro?”
Endrik lo soltó con suavidad.
Y luego, sin previo aviso, sacó un cuchillo.
Jude retrocedió con un jadeo, chocando contra el escritorio de la Jefa.
Endrik lo giró entre los dedos.
“Podrás tener Sternismo, pero sigues estando sano dentro de lo que cabe,” Endrik continuó, como si hablara del clima. “Y eso es bueno. Porque eres joven. Sin implantes.”
Jude estaba respirando muy rápido.
“Tienes un hígado sano. Tal vez un riñón.”
La Jefa apoyó un codo en su escritorio y descansó la barbilla sobre una de sus manos.
No dijo nada.
No tenía que hacerlo.
“Imagínalo, Jude,” Endrik inclinó la cabeza, “un solo riñón, y podrías pagar tu deuda de inmediato. No tendrías que trabajar aquí.”
Jude sintió la sangre abandonar su rostro.
Endrik se inclinó más cerca, con el filo de la hoja reflejando la tenue luz roja de la habitación.
“Si no me sirves de una forma…”
El cuchillo giró una vez más entre sus dedos.
“…me servirás de otra.”
Jude sintió su cuerpo aflojarse. El terror era tan grande que su mente se apagó por un instante.
No había elección.
No había salida.
Si corría, moriría.
Si se quedaba…
“Bien,” susurró.
Endrik parpadeó.
“¿Qué?”
Jude cerró los ojos con fuerza.
“Bien,” repitió, y su voz se quebró. “Me… quedo.”
Silencio.
Entonces, la Jefa sonrió.
Endrik chasqueó la lengua.
“Sabes, byte, podrías haberlo hecho más fácil para los dos.”
Guardó el cuchillo en su bota y se enderezó.
“Bienvenido al negocio.”
Jude no se movió hasta que Endrik salió por la puerta, hasta que el sonido de sus pasos desapareció por el pasillo y la compuerta se cerró. Sólo entonces exhaló, sin darse cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
“Bueno,” la voz de la Jefa rompió el silencio, “qué grosería la mía.”
Jude alzó la vista, con los músculos rígidos.
La Jefa se enderezó en su silla, cruzando una de sus piernas largas y musculosas sobre la otra. La luz roja del cuarto hacía que su piel oscura tuviera un brillo aceitoso, como si su cuerpo entero estuviera cubierto de una película de sudor o carmín.
Sus cuatro ojos se fijaron en él con interés.
“Hablarte así sin presentarme primero… qué descuido.”
La sonrisa que le dedicó no tenía calidez.
“Me llamo Hadiya. Puedes decirme Hadi. O Jefa. Me da igual.”
Jude tragó saliva.
Hadiya no se movió de inmediato, pero había algo en su mirada que lo hacía sentir atrapado.
Entonces se inclinó hacia adelante.
“Quítate la chaqueta.”
Jude tardó un segundo en reaccionar.
“¿Qué?”
“No me hagas repetirlo.”
Su voz no era amenazante. No necesitaba serlo.
Con dedos torpes, se quitó la chaqueta. El material áspero cayó por sus brazos, dejando su torso cubierto solo por la delgada camiseta que llevaba debajo.
Hadiya extendió uno de sus cuatro brazos y tomó la prenda con un gesto lento, perezoso.
“Mmm.” Pasó los dedos por la tela con desinterés. “Te queda grande. No te hace ver bien.”
Se puso de pie.
Jude no se movió cuando ella se acercó.
No porque no quisiera.
Sino porque sus piernas no respondían.
Hadiya se inclinó y pasó una de sus manos por su brazo, subiendo lentamente hasta su hombro, su cuello, su mandíbula.
“Delgado…” susurró, evaluando en voz alta. “Piel suave.2
Otra de sus manos se deslizó hasta su cadera.
“Cuerpo pequeño. Curvas sutiles.”
Sus dedos presionaron un poco.
Jude se estremeció.
Hadiya sonrió.
“No te preocupes, no eres el primero con esta complexión. Hay clientes que pagan extra por eso.”
Jude sintió la náusea trepando por su garganta.
Hadiya dio un paso atrás y se dirigió de nuevo a su escritorio.
Los reflejos de luz en el cristal negro del escritorio parecían sudorosos, brillando bajo los neones carmesí. Sobre la superficie había una estatua erótica de oro ennegrecido, mostrando una silueta andrógina en una pose de sumisión, rodeada por lo que parecían tentáculos. Una colección de objetos de cristal y metal, con formas grotescas, estaban apilados al lado de una botella de licor color sangre, con dos copas a medio llenar.
El aire estaba cargado de perfume empalagoso y el rastro penetrante de cuerpos en calor. Hadiya apoyó los codos superiores en la mesa, juntando las manos bajo su barbilla.
“Las reglas aquí son simples, Jude. Tu Sternismo no es excusa para nada. No me interesa qué tan frágil eres, qué tanto te duele o qué tan cansado estés. Si no puedes soportarlo, mueres. Si puedes… muy bien.”
Jude apretó los puños.
“No tienes que preocuparte por hospedaje,” continuó ella, con un tono amable, “hace unos días una de mis Luminarias murió.”
Su estómago se hundió.
“Así que hay un cuarto libre.”
Hadiya se inclinó un poco más hacia él.
“Está en el pasillo de la izquierda, tercera puerta. No hagas ruido cuando entres. Algunos ya están descansando para su siguiente turno.”
Jude sintió una oleada de mareo.
“Más tarde iré a verte personalmente.”
Hadiya lo estudió con una mirada curiosa.
“Por cierto. ¿Eres él, Nob, o ella?”
Jude parpadeó.
“¿Qué?”
“Endrik suele equivocarse con los géneros…”
Jude apretó la mandíbula.
“Soy él.”
Hadiya inclinó la cabeza, su sonrisa ampliándose.
“Hmmm.”
No dijo nada más. Simplemente le hizo un gesto con la mano, indicándole que se largara.
Jude no lo dudó.
Salió del cuarto con pasos lentos, sintiendo la mirada de la Jefa en su espalda hasta que la puerta se cerró tras él.
Cuando llegó a la habitación, cerró la puerta tras de sí, sintiendo su corazón martillear en sus oídos. La habitación estaba oscura, apenas iluminada por una franja de luz roja que se filtraba desde la rendija superior de la puerta.
Era pequeña, más de lo que había esperado.
Había una cama contra la pared, un viejo escritorio con marcas de quemaduras y una silla de metal con el respaldo doblado. El colchón tenía la forma hundida de alguien que había dormido ahí muchas veces antes que él.
Y lo peor…
Nada había sido limpiado.
Había ropa desperdigada por el suelo, algunos objetos personales en el escritorio, como si la persona anterior hubiera salido con prisa y nunca regresado.
Un frasco de perfume con el líquido a medias.
Unas botas altas en la esquina.
Jude se acercó al escritorio y pasó los dedos por la superficie polvorienta.
Había una vieja tableta desconectada, con la pantalla agrietada.
Un anillo de metal.
Y en la esquina, un paquete de cigarrillos a medio usar.
Ella había estado aquí antes que él.
Y ahora estaba muerta.
Ni siquiera se molestaron en limpiar.
Jude tragó saliva y comenzó a moverse. Empujó la ropa sucia a un lado, despejó el colchón de cualquier resto de pertenencias ajenas. Dobló las sábanas arrugadas y las dejó en la esquina, pero el olor impregnado en la tela seguía allí.
Un olor dulce y agrio a sudor.
Se sentó en la cama, hundiendo el rostro entre las manos.
No había escapatoria.
No la había nunca.
¿Cómo pasó esto?
Endrik lo había metido en esto, sí. Pero él… él aceptó.
Tal vez no sabía la verdad, pero aceptó.
Tarugo. Imbécil. Ingenuo.
Se apretó el cabello con los dedos, los ojos ardiendo, pero no iba a llorar. El llanto no servía de nada aquí.
Pasaron cuarenta minutos. Cincuenta, quizás.
Jude había limpiado lo suficiente para que al menos el cuarto pareciera habitable. Había encontrado una manta arrugada en un rincón y se la echó sobre los hombros, sintiendo un frío repentino en los huesos.
Y entonces, la puerta se abrió.
Hadiya entró sin golpear, dejando que la puerta se cerrara detrás de ella.
Jude se enderezó de golpe.
El aroma del humo llegó primero.
La Jefa tenía un cigarro entre los labios, exhalando lentamente. El olor era fuerte, especiado, no como la veytarina barata que Jude había olido antes en la calle o de Endrik.
Ella se sentó en la cama sin prisa, cruzando una pierna sobre la otra.
“Veo que te acomodaste.”
Jude no respondió.
Hadiya sonrió con un dejo de burla.
“Vamos a lo importante.”
Sacó el cigarro de su boca y lo sostuvo entre los dedos, moviéndolo en el aire mientras hablaba.
“Vas a trabajar aquí. Pero no como mesero, evidentemente,” Sus cuatro ojos lo escrutaron, evaluándolo de nuevo, “te diré exactamente lo que harás. Las Luminarias no son sólo entretenimiento visual. Aquí vendemos experiencias. Y los clientes que pagan lo suficiente esperan que esas experiencias sean memorables.”
Hizo una pausa, disfrutando el momento.
“Algunos sólo quieren compañía. Que los toques, los mimes, les susurres cosas dulces al oído,” soltó una risita, “otros… bueno, otros quieren más.”
Jude se tensó.
“Cuando digo ‘más’, me refiero a lo que sea.”
Le sostuvo la mirada.
“Cualquier cosa.”
El aire se volvió más denso
“Hay clientes que pagan por lo clásico.” Hadiya hizo un gesto con la mano. “Pero hay otros que quieren juegos, cosas más exóticas. Un poco de dolor, un poco de miedo…”
Se inclinó un poco más hacia él, su aliento tenía un dejo de licor. “Algunos quieren marcarte. Poseerte. Dejar su huella en ti. Y te guste o no, es tu trabajo complacerlos.”
Jude sintió el mareo volver.
“Si intentas negarte, la seguridad del lugar te forzará a aceptar.” Hadiya sonrió levemente. “No se rechaza a los clientes aquí.”
Jude sintió que la realidad a su alrededor se torcía, como si el mundo se desmoronara en fragmentos.
“Si intentas escapar, hay consecuencias. Consecuencias graves.” El cigarro en sus dedos se consumía lentamente, dejando caer una brasa incandescente sobre el suelo. “Y si un cliente te rompe demasiado, bueno… hay formas de aprovechar los restos.”
Ella se quedó en silencio, observando cómo Jude absorbía cada palabra, cada sentencia, cada condena.
El golpe seco de la verdad llegó con un impacto brutal.
No había más Jude.
Sólo quedaba un cuerpo.
Un producto.
Una cosa.
Jude apenas había procesado el infierno que Hadiya le describió cuando notó la bolsa que traía en la mano. Era negra, grande, de esas que se usan para transportar paquetes de dudoso origen.
La Jefa la dejó caer sobre la cama, y, sin ceremonia alguna, la abrió y revolvió su contenido.
“Vamos a ver qué te queda bien.” Su tono era frío, práctico, como si estuviera eligiendo el uniforme de un empleado de tienda y no la indumentaria de un juguete humano.
Jude miró dentro.
Las telas brillaban con un satinado sucio bajo la luz roja de la habitación. Plásticos, encajes, cuero sintético. Nada lindo, nada cómodo.
Hadiya sacó la primera prenda y se la tendió.
“Póntelo.”
Era una camisa corta de cuero negro, sin mangas, con el cuello abierto hasta el pecho y hebillas en los costados.
Jude la tomó con manos temblorosas.
“Voy al baño.”
Hadiya lo detuvo al instante, con una rapidez tan seca y precisa que Jude sintió un escalofrío en la espalda.
“¿Para qué?”
Jude tragó saliva.
“Para cambiarme.”
El rostro de la Jefa era una máscara de incredulidad y burla.
“¿Eres estúpido?”
Su tono era burlón, pero con amenaza.
Jude sintió su piel arder, pero no replicó. No quería problemas.
Así que, con los ojos bajos, se quitó la camiseta, sintiendo el aire frío de la habitación contra su piel.
Hadiya lo observaba sin ninguna vergüenza.
“Piel limpia, bien. No tienes cicatrices feas. Eso gusta.”
Jude se estremeció mientras se ponía la camisa de cuero. Le quedaba ajustada en el torso, demasiado reveladora.
“Levanta los brazos.”
Lo hizo.
Hadiya ladeó la cabeza.
“Mmm. No está mal, pero no es lo mejor.”
Sacó otra prenda.
“Prueba esta.”
Era una camisa de red semitransparente y unos pantalones de vinilo ajustados. Jude se quitó la camisa de cuero y se puso la red, sintiendo la tela rasposa contra su piel.
Hadiya sonrió.
“Mucho mejor.”
Pero la Jefa no había terminado.
Una tras otra, le hizo probar distintas combinaciones. Algunas más reveladoras, otras que lo hacían ver más sumiso o más rebelde. Ninguna le daba dignidad.
Al final, Hadiya separó tres conjuntos y guardó el resto.
“Estos te quedan bien.”
Se levantó y se ajustó la chaqueta.
Antes de irse, se inclinó levemente hacia él.
“No me hagas perder dinero, Jude. Porque si lo haces, no me temblará la mano.”
La Jefa salió, cerrando la puerta tras ella.
Y Jude se quedó allí, en medio de la habitación, vestido con la ropa de una Luminaria, sin saber si debía seguir respirando…
La comida llegó antes que la Jefa.
Un plato de carne sintética desmenuzada, flotando en una salsa grasienta. Junto al plato, un vaso de agua reciclada.
Lo comió en silencio, sentado en el borde de su cama, sintiendo la pesadez de su propio cuerpo. Cada bocado era difícil de tragar. No porque la comida fuera mala, aunque lo era, sino porque sabía que después de comer vendría algo peor.
Y así fue.
La puerta se abrió sin que nadie llamara. Hadiya se apoyó en el marco con su cigarro aún encendido.
“Te lo pondré fácil, niño. No quiero que te rompas en tu primera noche. Así que elegí algo suave para ti. Un cliente tranquilo. No es un sádico, no le gustan los gritos. Solo quiere pasar un buen rato con alguien bonito.” Dio una calada profunda y sonrió con el humo escapando de su boca. “Y tú eres bonito.”
Jude sintió su garganta cerrarse.
“Yo…” Las palabras se ahogaron en su boca.
No tenía qué decir.
“No me mires así.,” La Jefa se irguió y sacudió la ceniza, “agradece que me tomé la molestia de darte una entrada digna. Podría haberte lanzado con cualquier bestia sin pensarlo dos veces. No me hagas arrepentirme.”
No esperó respuesta. Caminó hacia él, y dejó caer un pequeño conjunto de ropa sobre la cama y lo miró.
“Vístete.”
La ropa era ligera. Demasiado.
Jude se miró en el reflejo opaco del espejo de la habitación. La camisa era de tela delgada y semi-transparente, con un corte que dejaba expuesta parte de su clavícula y sus brazos. Los pantalones, ceñidos acentuaban su figura. No eran ropa para trabajar. Eran ropa para exhibirse.
El aire se sentía más frío contra su piel ahora.
La Jefa lo llevó por los pasillos sin decir nada más. Se escuchaban murmullos, risas ahogadas, gemidos detrás de las paredes acolchonadas. La luz roja lo bañaba todo, lanzando sombras alargadas sobre las puertas cerradas. Este no era un club.
Era un matadero de almas.
Cuando llegaron a la habitación, Hadiya se detuvo, giró la manija y empujó la puerta.
“Adelante. Sé buen chico.”
Jude entró.
La habitación era más lujosa de lo que esperaba. Pero no en el sentido real de la palabra.
Las paredes estaban cubiertas con un papel tapiz oscuro, y las luces, suaves y cálidas, creaban un ambiente íntimo. Había un gran sillón de cuero frente a una mesa baja con una botella de licor y dos vasos servidos. Todo diseñado para dar la ilusión de comodidad. Pero no había ventanas. Solo una puerta.
Y en el sillón estaba él.
El cliente.
Un hombre Éndevol de mediana edad, vestido con un traje gris que contrastaba con la decadencia del lugar. Se veía limpio, aseado. Su reloj caro brillaba bajo la luz tenue. Sonreía, pero no con calidez. Era una sonrisa de alguien que ya había pagado por su mercancía.
Jude se quedó inmóvil.
“Siéntate.” Dijo el hombre, señalando el lugar junto a él.
Jude dudó, pero caminó lentamente hasta el sillón y se sentó al borde, sin atreverse a apoyar la espalda.
“Estás tenso,” El hombre tomó su vaso y lo giró entre sus dedos, “no hay razón para estar nervioso. Quiero que estés cómodo.”
Jude no respondió.
“¿Cómo te llamas?”
“Jude.”
El hombre sonrió de nuevo.
“Yo soy Calev.”
Extendió su mano. Jude dudó, pero finalmente la estrechó. La piel del hombre era tibia y firme. Un contacto real.
Calev soltó su mano con lentitud y tomó un sorbo de su licor.
“¿Es tu primera vez aquí?”
Jude asintió con la cabeza.
“Lo imaginé,” Calev dejó su vaso sobre la mesa y lo miró con más atención, “¿Cuántos años tienes?”
“Diecinueve.”
“Joven,” El hombre sonrió, pero su mirada era insondable. “¿Sabes lo que tienes que hacer?”
Jude tragó saliva.
Calev no insistió de inmediato. No era un monstruo obvio. No era alguien que gritaba o exigía. Era peor. Porque su voz era paciente, como si estuviera esperando a que Jude aceptara su papel por voluntad propia.
Y en algún punto, lo hizo.
No porque quisiera. No porque estuviera bien. Sino porque no había opción. La escena no fue una explosión de violencia ni un asalto inmediato. Fue un colapso.
Un proceso de desconexión.
No supo cuánto tiempo había pasado.
Pudo haber sido una hora. Tal vez dos.
La única medida de tiempo era su propio cuerpo, que ahora se sentía ajeno, pesado y vacío de verdad.
Estaba tendido en la cama, de lado, mirando el techo, sin verlo realmente. La luz tenue de la habitación hacía que las sombras bailaran sobre las paredes. La música amortiguada del bar seguía sonando más allá de las puertas cerradas, recordándole que, allá afuera, el mundo no se había detenido.
Pero él sí.
La sábana estaba arrugada bajo su espalda, y el aire en la habitación viciado, con restos de perfume y algo más espeso, pegajoso. Nada de eso le pertenecía.
Su garganta se sentía seca.
No llores.
No llores. No servirá de nada.
La puerta se abrió de golpe.
No reaccionó de inmediato. Solo giró los ojos lentamente para ver la silueta recortada en el umbral.
La Jefa.
Seguía con su cigarro entre los dedos. Entró sin prisa, la escena frente a ella no era nada nuevo. Lo miró con la misma expresión indiferente con la que miraría una botella vacía después de haber bebido su contenido.
“¿Terminaste de hacer tu numerito de primerizo?”
Jude cerró los ojos.
“No me vengas con eso.” Hadiya avanzó unos pasos y se apoyó en la pared, exhalando humo. “Podría fingir que me importa cómo te sientes, pero no me pagan por eso.”
Silencio.
Ella chasqueó la lengua.
“¿Te duele?”
Jude no respondió.
“Supongo que eso significa que sí.” La Jefa sacudió la ceniza de su cigarro en el suelo. “No te preocupes, te acostumbrarás. El cuerpo se adapta. La mente también… con el tiempo.”
Jude tragó saliva con dificultad.
“¿Cómo estuvo?”
No era una pregunta. Era una evaluación.
Jude desvió la mirada.
“Bien.”
La Jefa se rió.
“No me mientas. La primera vez nunca es ‘bien’. Pero lo hiciste, y eso es lo que importa,” Se inclinó un poco, observándolo con más detenimiento, “Calev no se quejó, así que supongo que no la cagaste. Eso es lo único que me interesa.”
Jude sintió un nudo en la garganta.
“¿Por qué…?”
Su propia voz sonó débil, quebrada.
“¿Por qué qué?”
“¿Por qué esto?”
La Jefa lo miró como si acabara de decir algo estúpido.
“Porque da dinero, niño. ¿O de verdad pensaste que el mundo te debía una vida mejor?”
Jude apretó los labios.
La Jefa dio otra calada lenta antes de encogerse de hombros.
“Podría decirte que aquí tienes comida, techo, y no tienes que dormir en la calle como los otros imbéciles allá afuera. Podría decirte que esto es una oportunidad para ti. Pero no voy a mentirte, Jude. No eres especial. No me importa lo que sientas al respecto. Solo importas mientras generes lumos.”
Dejó el cigarro a un lado y se cruzó de brazos.
“Voy a ser clara. No quiero verte aquí cuando la habitación vuelva a ser requerida. Así que en cuanto puedas mover ese lindo culo tuyo, regresa a tu cuarto.”
Jude asintió lentamente.
La Jefa sonrió de lado.
“Vas a sobrevivir, niño. Todos lo hacen.”
No esperó respuesta.
Se giró y salió, cerrando la puerta tras ella.
Jude siguió mirando el techo.
No tenía energía para moverse. Ni para pensar.
Solo existía. Y eso era lo peor de todo. El cuerpo es la última prisión, la que no puedes escapar ni en tus pensamientos. Porque incluso cuando cierras los ojos, sigue siendo tuyo, aún cuando ya no lo sientas como tal…
El tiempo perdió su forma. No había días ni noches, solo lapsos entre clientes, entre órdenes que debía seguir. Se despertaba en una cama que no era suya, con olores que no pertenecían a su cuerpo, con la piel pegajosa de sudores ajenos, sintiendo en su carne el peso de manos que ya no intentaba recordar.
No importaba lo que dijera o hiciera, porque no era una persona. Era una cosa. Un código en las cuentas de la Jefa.
Ese día, le tocó un cliente que ni siquiera se molestó en mirarlo al entrar. Solo lanzó su chaqueta en una silla y se sentó en la cama, palmeando el espacio a su lado. Jude obedeció sin pensar.
“Ponte de pie.” La voz era seca, acostumbrada a mandar.
Jude se levantó.
El hombre le hizo un gesto con la mano y él entendió que debía girar. Se movió como un maniquí en un escaparate, sin prisa ni resistencia. Cuando el cliente se levantó y se puso detrás de él, algo dentro de su estómago se tensó, pero su rostro permaneció impasible.
Un tirón en su cabello.
Lo obligaron a mirar el espejo frente a la cama.
“Mírate bien.”
Jude lo hizo.
El reflejo era un cadáver en vida. Ojos hundidos, labios secos, cuello y muñecas marcadas por dedos que se habían apretado demasiado.
El hombre pasó una mano por su espalda, deslizándola con lentitud.
“Sonríe.”
Jude tragó saliva. Intentó tensar los músculos de su cara en algo que se pareciera a una sonrisa, pero lo único que consiguió fue un gesto torcido y vacío.
Otro tirón en el cabello.
“Sonríe de verdad.”
Le dolía la mandíbula al forzar la mueca. Su reflejo en el espejo parecía un muñeco al que habían manipulado demasiadas veces. Su boca se curvó en un intento patético de felicidad, pero sus ojos lo delataron. Estaban muertos.
El hombre rió.
“Ahí está. La sonrisa de una buena puta.”
Quiso vomitar. Pero sabía que no debía hacerlo.
Las reglas eran claras.
No arruines la experiencia del cliente.
No hagas algo que te haga perder valor.
No olvides quién eres aquí.
Y lo más importante: no llores…
Las primeras semanas intentó resistirse. No físicamente, aprendió pronto que la violencia era un lenguaje que no podía permitirse provocar, pero sí de otras maneras. Evitaba el contacto visual, se encogía ante las órdenes, tardaba en reaccionar. Se daba cuenta de que su respiración se volvía errática cuando alguien entraba en la habitación. Intentaba fingir que no estaba allí.
Pero los clientes odiaban eso.
La Jefa lo dejó claro después del tercer incidente.
“Si no les das lo que quieren, te van a romper. Y si te rompen, me haces perder dinero.” Su voz era firme, sin emociones. “Y no me gusta perder dinero, Jude.”
Otro día había sido un hombre mayor, con los dedos gruesos y llenos de anillos. Quería que Jude hablara. No solo eso, quería que lo hiciera con cierto tono de voz, con palabras específicas.
Jude no pudo hacerlo. Se le trababan las palabras en la garganta, como si su propia voz se negara a ser parte de todo esto.
El hombre se molestó.
Primero fue un bofetón. Luego, un tirón de cabello.
Y cuando Jude se encogió, cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, el hombre sonrió.
“¿Ves?” Dijo, inclinándose sobre él. “Así es más divertido.”
Esa fue la primera vez que entendió lo que la Jefa quiso decir con "te van a romper".
Esa noche, cuando finalmente pudo regresar a su habitación, su cuerpo temblaba sin control. Se cubrió con la delgada manta que le habían dado y cerró los ojos.
No durmió…
Los días avanzaban.
Algunos clientes eran más fáciles que otros. Algunos entraban, hacían lo suyo y se iban sin decir una palabra. Otros hablaban demasiado, querían saber cosas que Jude no quería responder. Otros, en cambio, querían que él hablara de ellos, que los alabara, que les dijera mentiras bonitas mientras lo tocaban.
Había aprendido a moverse de la manera correcta. A no reaccionar cuando lo agarraban con demasiada fuerza, a hacer lo que le pedían sin titubear.
Había aprendido a no llorar.
Pero su cuerpo contaba una historia distinta.
Las marcas en su piel se acumulaban. Moretones en las caderas por los agarres demasiado fuertes. Rasguños en la espalda de clientes que querían "algo más real". La mordida en su clavícula que había tardado una semana en sanar.
Un día, después de que uno de los hombres se fuera, Jude se miró en el espejo.
No reconoció a la persona que veía.
Su piel parecía ajena. Su rostro era un lienzo de fatiga y vacío. Sus ojos ya no parecían suyos…
No todos eran crueles. Algunos simplemente no se preocupaban.
Este en particular era un hombre alto, con el rostro cubierto por un velo negro. No habló en ningún momento. Solo le indicó con la mano lo que debía hacer.
Jude lo obedeció sin palabras.
Cuando todo terminó, el hombre se quedó un momento en la habitación, observándolo.
Jude sintió un escalofrío.
Pero el hombre no hizo nada. Simplemente se levantó, dejó un pago extra sobre la mesa y se fue sin mirar atrás.
Jude supo que jamás volvería a verlo.
Y no sabía si eso era bueno o malo…
Una noche, después de otro cliente, Jude se quedó en la cama mirando el techo.
Se sentía sucio.
Se levantó y caminó al pequeño lavabo de la habitación. Abrió el grifo, dejó que el agua corriera y se miró en el espejo.
No reconoció a la persona al otro lado.
Se pasó una mano por el rostro.
Cuando el agua helada tocó su piel, sintió un escalofrío.
Algo dentro de él se había roto.
Pero ya no importaba.
Jude ya no era Jude…
Ya no contaba las horas ni los días. Su mente había aprendido a disociarse. A veces ni siquiera recordaba el rostro de los clientes, solo los momentos en los que su cuerpo era empujado, sujetado, usado.
Pero esa noche fue diferente.
Cinco hombres. No uno, no dos. Cinco.
La Jefa lo miró con algo entre advertencia y burla antes de empujarlo suavemente hacia la habitación.
No hubo instrucciones. No había necesidad. Para este punto, Jude ya entendía cómo funcionaba todo.
El lugar era distinto a las habitaciones habituales. Más grande. Luces reguladas para dar un tono cálido. Sábanas rojas, paredes con espejos, un suelo alfombrado que amortiguaba cualquier sonido. Un espacio para que nada pareciera tan malo como realmente era.
El primer hombre se acercó sin decir una palabra.
Lo agarró del mentón, girándole el rostro de un lado a otro.
“Se ve mejor de cerca.” Ddijo, con una sonrisa torcida.
Los demás se rieron.
Jude no dijo nada.
Ni cuando el hombre lo jaló hacia la cama.
Ni cuando otro le quitó la ropa con una facilidad que solo venía con la práctica.
Ni cuando las manos comenzaron a recorrer su cuerpo con una familiaridad invasiva.
No importaba cuántas veces lo hicieran, nunca dejaba de sentirse como si le arrancaran algo.
Le hablaron, claro. Pero nunca con su nombre.
“Chico.”
“Putito.”
“La muñeca.”
Los apodos iban cambiando, pero todos significaban lo mismo: nada.
En algún punto, Jude dejó de contar los turnos.
Su espalda quedó pegada contra las sábanas húmedas.
Sus piernas temblaban.
Había una mezcla de fluidos en su piel que le daba náuseas.
Los rastros se acumulaban en su vientre, en su pecho, en su rostro, en su boca. Sentía el sabor pegajoso en su lengua, impregnado en su garganta.
Los hombres se vestían, riéndose entre ellos. Alguien le dio una palmada en la mejilla.
—Buen chico.
Y luego se fueron.
Solo cuando la puerta se cerró, Jude intentó moverse.
Su cuerpo no respondió.
Cada músculo le dolía. Cada articulación protestaba.
El olor era insoportable.
Todo estaba impregnado de un hedor denso y penetrante, mezcla de perfume, alcohol y el asqueroso residuo de la noche.
Se forzó a sentarse, las manos temblorosas apoyándose en la cama, y vio su reflejo en uno de los espejos de la pared.
No se reconoció.
Cabello pegajoso, piel marcada por dedos y mordidas.
Labios hinchados, ojos rojos, una expresión perdida.
Algo dentro de él se rompió en ese momento.
No podía seguir así.
No podía sentir esto cada noche.
Necesitaba algo.
Algo para apagarlo.
“Mamá… Papá…” Fue lo último que penso antes de dormirse en “su cama”.
Jude ya no sabía qué día era.
El tiempo dejó de tener sentido después de la primera semana. El ciclo era el mismo: despertarse con el cuerpo pesado, las piernas adoloridas, la piel pegajosa con el residuo de alguien más. Ducharse, intentar comer algo que no le supiera a asco, y vestirse con lo que la Jefa dejara en su cama.
Sonreír cuando se lo pedían.
Callar cuando no.
Hacía semanas que su propia voz le sonaba extraña. No porque hablara poco, que lo hacía, sino porque cuando lo hacía, era con un tono que no le pertenecía. No hablaba como Jude, hablaba como la versión de sí mismo que la Jefa vendía.
Cada noche era un borrón de olores y tactos. No importaba cuántas veces se duchara, el hedor se impregnaba en su piel, en su cabello, en sus uñas. No se iba, ni siquiera con agua hirviendo. A veces, en la madrugada, se despertaba con el aroma aún en la nariz, sintiendo fantasmas de manos sobre su cuerpo. Se rascaba hasta que la piel le ardía, pero el asco no desaparecía.
El dolor, el asco, la pérdida de sí mismo. Sobrio, recordaba quién era antes de estar allí, y recordar dolía más que cualquier cosa que le hicieran en la cama. La mente sobria se convertía en su peor enemiga, reviviendo cada encuentro, cada gesto de disgusto en los clientes cuando no lograba complacerlos lo suficiente. Sobrio, el tiempo se volvía insoportable, y él solo quería que pasara rápido.
Pero no había forma de detenerlo.
Hasta que alguien le ofreció una salida…
El cliente era distinto a los demás.
No se apresuró como los otros. No lo empujó directo a la cama, ni le arrancó la ropa con la impaciencia de quien solo ve un objeto de uso. En su lugar, aquel Phyleen se sentó en el borde del colchón y sacó una botella de licor oscuro.
“¿Quieres?” Preguntó, alzando la botella con una leve sonrisa.
Jude dudó. No debía aceptar cosas de los clientes. La Jefa lo había dejado claro. Pero en ese momento, con la cabeza latiéndole de cansancio y el cuerpo aún sensible por la última sesión, el ardor en la garganta le pareció una mejor alternativa que la consciencia.
Tomó la botella con los dedos temblorosos y bebió.
El líquido quemó en el descenso, le rascó la garganta y le hizo toser. Era fuerte, mucho más de lo que esperaba. El sabor amargo le hizo fruncir el ceño, pero el calor que le dejó en el pecho fue… agradable.
El cliente rió.
“No estás acostumbrada, ¿eh?”
Jude no respondió. Solo le devolvió la botella.
El hombre bebió también y luego la dejó a un lado, inclinándose hacia él con las manos ya en su cintura.
“Relájate. Menea esa linda cola emplumada que tienes, anda.”
No era una orden, pero tampoco una sugerencia.
Jude asintió, aunque sabía que nunca lo haría.
Pero cuando la sesión terminó, cuando su cuerpo quedó hundido en la cama con las piernas entumecidas y el asco en la garganta, algo fue distinto.
Por primera vez, los sonidos no fueron tan agudos.
Los olores no fueron tan fuertes.
El peso de los recuerdos no fue tan insoportable.
La sensación se quedó con él incluso después de ducharse.
Y cuando volvió a su habitación, con la piel todavía ardiendo por los rastros de la noche, entendió algo.
La bebida no le hizo olvidar, pero lo hizo sentir menos.
Y eso era suficiente…
No fue inmediato.
No pidió alcohol al siguiente cliente. Ni al siguiente.
Pero la idea estaba ahí, sembrada en su mente, esperando germinar. Las noches seguían siendo las mismas: una sucesión de cuerpos, olores y voces que se desdibujaban en su cabeza como una pesadilla interminable. Pero ahora, cada vez que se encontraba con uno de los hombres que le ofrecían un trago antes de empezar, lo aceptaba sin dudar.
El ardor en la garganta se volvió un consuelo.
El calor en el pecho, un refugio.
A veces, cuando los clientes no traían alcohol, Jude sentía una punzada de ansiedad antes de empezar.
Bebía lo suficiente para sentir ese ligero mareo, ese entumecimiento que hacía todo más fácil de soportar.
Cuando tomaba lo suficiente, podía fingir que nada era real…
La neblina era un alivio.
Apenas sentía el peso de su propio cuerpo mientras se inclinaba contra la pared de la ducha, era un milagro tener el agua tibia corriendo por su piel. Se veía a sí mismo a través del reflejo borroso del espejo agrietado: pálido, con las ojeras marcadas y el cabello mojado pegándose a su frente. Pero no estaba más delgado. No tenía el aspecto famélico de alguien que se estaba muriendo.
La Jefa lo mantenía así a propósito.
Los clientes no querrían algo marchito, no querrían carne con huesos sobresaliendo ni piel reseca. Querían suavidad, querían resistencia. La comida era decente, enlatados y carne sintética, con barras de suplementos para mantener la forma. A veces, la Jefa incluso les daba frutas frescas, un lujo que sólo obtenían cuando el negocio iba bien.
El alcohol estaba ahí cuando lo necesitaba. Siempre había alguien con una botella, dispuesto a compartir antes de hacer lo suyo. Jude ya no tosía con los tragos fuertes; su garganta ya se había acostumbrado. Sabía qué licores le adormecían más rápido y cuáles sólo le dejaban la mente confusa sin apagar del todo los pensamientos.
Ya no preguntaba qué hora era. No importaba.
El único escape era la botella.
Cuando la Jefa le dio permiso para salir al bar, Jude no reaccionó de inmediato.
Se quedó mirándola, sentado en el colchón, con la camisa abierta y el cuello marcado por rastros de la última noche. Ella se inclinó, apoyando una mano en su rodilla.
“No vas a irte, ¿verdad?”
No era una pregunta.
Jude negó con la cabeza.
“Entonces, ¿para qué mantenerte encerrado? Te has portado bien. Disfrútalo.”
"Disfrútalo."
“Esa era su recompensa por sobrevivir un año: Alcohol…”
El bar de la Zona de Luz Roja era un hervidero de piel sintética y humo espeso, de luces pulsantes y música amortiguada por el sonido de las voces mezclándose. Implantes brillaban en las muñecas de los clientes, moduladores de voz distorsionaban risas, y los camareros de ojos cibernéticos servían tragos en vasos de polímero traslúcido.
Jude se sentó en la barra y pidió algo fuerte.
“Un Ruina Roja…”
El primer sorbo le quemó, pero el segundo ya no.
“¿Nuevo por aquí?”
La voz venía de un hombre humano a su lado, un tipo con media cara cubierta de placas metálicas y un implante en la sien que parpadeaba con líneas de datos en movimiento. Jude no respondió. Solo siguió bebiendo.
“Eres uno de los de abajo, ¿cierto?” Continuó el hombre, sin esperar respuesta. “Lo noto. Te queda bien el cabello rosa.”
Jude bajó la mirada al vaso.
No necesitaba que se lo recordaran…
El humo le raspó la garganta como papel de lija.
Jude se inclinó sobre la barandilla del pasillo, sintiendo el metal frío contra su abdomen desnudo mientras el cigarrillo colgaba torpemente entre sus dedos. Tosió, con la boca amarga y los pulmones protestando, mientras el resplandor pálido de los hologramas reflejaba su figura en la ventana sucia.
Era su primer cigarro. Se lo había dado un cliente.
“Esto te ayuda,” dijo el hombre, arrojándole la cajetilla a la cama mientras se subía los pantalones, “saca el sabor de la boca.”
Jude no entendió hasta que lo probó.
Al principio, solo fue un intento torpe, una calada mal tomada que le llenó el pecho de una sensación áspera y desagradable. No entendía cómo alguien podía disfrutar eso. Pero luego vino la segunda, y la tercera, y poco a poco el humo dejó de ser una intrusión. Se convirtió en un velo, un borrador.
Un fuego que quemaba el rastro de los otros en su piel.
Se hizo un hábito.
Después de cada cliente, encendía uno. No importaba si estaba cansado, si tenía sueño, o si la habitación apestaba a sudor y desesperación. Sacaba el cigarro, lo encendía con las manos temblorosas y aspiraba, reteniendo el humo en los pulmones antes de soltarlo lentamente, como si pudiera exhalar con él todo lo que le habían hecho.
El humo llenaba la habitación, cubría el hedor, cubría el asco.
Con el tiempo, ya no esperaba a que se fueran.
Algunos clientes se reían cuando lo veían fumar en la cama después de terminar.
“Te ves bien así. Como una verdadera zorra cansada.”
Jude no respondía. Solo fumaba, dejando que la ceniza cayera en su propia piel si era necesario. Era mejor el ardor de la veytarina caliente que el vacío en su pecho.
Los ceniceros eran un lujo.
A la Jefa no le importaba que fumaran, pero no les daba dónde apagar los cigarros. Así que Jude improvisaba. Usaba vasos rotos, platos con restos de comida, el borde metálico de la cama. A veces, cuando no tenía nada más, simplemente lo dejaba caer al suelo y lo pisaba.
Su habitación empezó a apestar a veytarina rancia.
Pero prefería eso al otro olor.
Prefería eso a la mezcla de sudor y perfume barato, al hedor del alcohol regado sobre su piel, al rastro de saliva ajena en su cuello.
El cigarro mataba el sabor en su lengua.
No importaba cuántas veces se enjuagara la boca, cuántos tragos tomara, siempre quedaba un residuo de algo que no era suyo. Pero la veytarina lo quemaba, lo sepultaba bajo una capa de alquitrán y ceniza.
Así que fumaba.
Fumaba hasta que la lengua se le dormía, hasta que los dedos se le amarilleaban, hasta que su aliento apestaba tanto a veytarina que nadie podía notar lo demás.
Si su vida era un incendio, al menos podía ser él quien encendiera la llama…
“Esto te ayuda a sentir menos…”
La frase quedó suspendida, arrastrada por el humo azulado del vaporizador.
Jude miró a Nea, su compañera de turno esa noche, una Raytra, con grandes ojos hundidos y vacíos. Tenía el cabello desordenado, pegado al rostro por el sudor ajeno, y la camisa holgada le caía sobre un hombro, exponiendo moretones frescos que ya ni se molestaba en cubrir. Ella le tendió el vaporizador con un gesto perezoso, recostada contra la pared como si estuviera hecha de plomo y el simple acto de moverse fuera un esfuerzo titánico.
Jude dudó. Nunca había probado nada más fuerte que el alcohol o los cigarrillos. Pero entonces recordó las últimas horas: los olores pegajosos, las manos ásperas, el peso de cuerpos extraños sobre él, la sensación de ser tragado por una oscuridad que nunca terminaba.
Tomó el vaporizador.
Aspiró.
Y la realidad se desmoronó.
Una ola cálida lo cubrió de pies a cabeza. Era como hundirse en agua tibia, como envolverse en una manta después de haber estado temblando de frío durante días. La ansiedad en su pecho se evaporó, el asco en su lengua se desvaneció, la sensación de ser un prisionero en su propio cuerpo simplemente desapareció.
Rió.
No porque algo fuera gracioso, sino porque por primera vez en meses, su mente no lo estaba torturando.
Nea sonrió con los ojos entrecerrados.
“Ya verás, Byte. Pronto no podrás vivir sin esto.”
La Neuriosvus funcionaba.
No era como el alcohol, que entorpecía los pensamientos pero dejaba espacio para la culpa. No era como el cigarro, que solo cubría el asco con un velo. La Neuriosvus apagaba todo.
No era nadie.
Los cuerpos que lo tocaban se volvían aún más irreales, más borrosos, más lejanos. Las palabras resbalaban sobre él como si estuviera cubierto de vidrio. No había dolor, no había miedo, no había nada más que una sensación cálida, ligera, como flotar en un espacio sin gravedad.
El problema era cuando los efectos pasaban.
El mundo volvía de golpe, una bofetada en plena cara. La realidad siempre reclamaba su lugar. Y cada vez que regresaba, se sentía peor. Ya había pasado un año, y con el Jude aprendió a dosificarse. A tomar justo lo suficiente para seguir funcionando sin desmoronarse. Lo hacía pocas veces, solo cuando no soportaba más el peso de sus propios pensamientos, no quería agregar otra adicción a su lista de adicciones.
Una noche, se pasó de la dosis.
Todo estaba difuso, como si el cuarto estuviera cubierto de neblina. La música del bar retumbaba en la distancia, mezclándose con risas, gritos y el zumbido de los hologramas publicitarios que parpadeaban en las paredes.
El hombre que lo tenía contra la cama hablaba, pero no entendía las palabras. No le importaban.
Lo único que sentía era el calor en su cuerpo, la presión en su mandíbula, el peso de las manos sobre él.
Un golpe.
Otro.
Algo caliente se deslizó por su labio, probablemente era sangre, pero no dolió.
No sintió nada.
Solo rió.
El hombre se detuvo.
“¿De qué carajo te ríes?” Gruñó, apretándole la muñeca.
No supo qué responder. Ni siquiera sabía por qué se estaba riendo. Pero la risa continuó, involuntaria, quebrada, ahogada entre jadeos.
El cliente lo miró como si estuviera viendo algo roto.
Se levantó de la cama con el ceño fruncido, murmurando insultos entre dientes antes de recoger su ropa y largarse sin siquiera terminar.
Jude se quedó ahí, boca arriba, con la mirada perdida en el techo sucio, con el labio partido, y marcas rojas en la piel.
Todavía riendo.
No porque estuviera feliz.
No porque algo tuviera gracia.
Si reía, no lloraba.
Y si no lloraba, entonces tal vez… solo tal vez… no estaba tan jodido como realmente estaba.
El horror se había convertido en algo tan familiar para Jude que ya no lo sentía como algo real. Cada cliente era un rostro borroso, una silueta sin identidad, y ni su cuerpo ni su alma pertenecían a él. El tacto de las manos ajenas sobre su piel ya no despertaba repulsión, no ya. Se había acostumbrado a la invasión, a ser tocado, olido, poseído. Y en medio de todo, la única reacción humana que quedaba era la risa.
Una risa rota, vacía, pero risa al fin.
"Puedes llamarme como quieras", le decía a los clientes, y lo decía en serio. Porque ya no era Jude. No era nadie. No importaba quién le tocara, qué le dijeran, qué le hicieran. Había dejado de ser un ser sintiente en su propio derecho hacía tiempo, se había convertido en una carcasa vacía. Y los que pagaban por él tampoco parecían pensar que valiera la pena recordarlo.
Para ellos, era simplemente un "putito". Nada más.
El cliente de esa noche lo miró de arriba abajo con una mueca de desprecio. Lo miró como si fuera un objeto barato. Jude no lo observó de vuelta, no había nada que ver más allá de la humillación que siempre lo acompañaba. Pero el hombre parecía disfrutar de eso. Se acercó con aire arrogante, como si tuviera el poder absoluto sobre la situación.
“Te pareces a un perro sucio.” dijo, burlándose de su rostro marcado, de sus ojos hinchados y su boca reseca. Su tono era asqueroso, lleno de desdén.
Jude no dijo nada. La risa le brotó del fondo del estómago, como si hubiera estado esperando que alguien lo provocara. Una risa amarga, cargada de rabia y dolor.
“¿Qué pasa?” El hombre preguntó, divertido, viendo cómo su desprecio había provocado algo en Jude. “¿No tienes nada que decir? ¿Solo te vas a reír como una puta loca?”
Jude, sin pensar, contestó:
“Sí, porque… a mí también me… da risa. Pero no por lo… que dices, sino por… lo patético que eres.”
La sonrisa de Jude fue grotesca, como si su rostro estuviera a punto de partirse en dos. Pero no le importaba. El cliente frunció el ceño, era una mezcla de sorpresa y furia, y le dio un golpe en la mejilla que resonó en todo el cuarto.
El dolor viajó hasta el cráneo de Jude, haciendo que su visión se nublara por un momento, pero no lloró. No tenía lágrimas para derramar. Solo sintió la vibración del golpe, un choque momentáneo, y luego la risa volvió.
Porque si no se reía, se rompería.
Se dejó caer de nuevo sobre la cama con la misma sonrisa distorsionada. El cliente lo miraba como si hubiera visto a un monstruo, una cosa incomprensible. Pero Jude, con el labio sangrante y el cuerpo dolorido, simplemente se reía, como si su risa pudiera reconstruir lo que la violencia destruía.
“¿Qué pasa?” Repitió el hombre, con el asco en su voz convirtiéndose en algo más cercano a la impotencia. “¿Te ríes de mí ahora?”
Jude asintió con la cabeza, dejando su risa volverse en un retorcijón de nervios. Se sentó en la cama, mirando al cliente a los ojos con una farsa de confianza.
“Sí…” Respondió, con los dientes apretados. “Te estás cagando de… miedo. Pero no te preocupes, lo voy… a olvidar en cinco minutos. Tú también serás olvidado… Todos lo somos...”
La ira del cliente se transformó en algo aún peor: la confusión. No entendía. No entendía cómo alguien podía estar tan roto y aún seguir sonriendo.
“Eres una puta loca.” Masculló el hombre, apartándose y tomando su ropa sin más miramientos.
Jude se quedó allí, en la cama, aún riendo mientras él se vestía. Y no era una risa de felicidad, no. Era la risa de un ser que se aferraba a lo único que le quedaba: la memoria de un tiempo en que era algo más que una máquina de placer, un trozo de carne. La risa era todo lo que le quedaba para no hundirse.
Porque en ese momento, eso era todo lo que podía hacer.
El tiempo se había convertido en una sustancia líquida, viscosa, que se deslizaba entre sus dedos sin que pudiera aferrarse a ella. No importaba cuántos pasaban por su cama, por su vida, cada uno era tan efímero como el último. Ya no recordaba ni el color del cielo soleado, ni la sensación de la brisa natural en su rostro, ni siquiera el sabor de la comida. Solo existía en ese lugar, entre esas paredes sucias, entre las sombras de los que lo poseían.
Habían pasado más de dieciocho meses desde que se convirtió en una Luminaria. Ya no tenía la capacidad de recordar los días antes, las noches de insomnio en la que se sumía en sus pensamientos.
El sueño de escapar había sido aplastado por la rutina, y el sueño de cantar, de ser alguien más, parecía tan lejano como una vida vivida por otro.
Esa noche, estaba de rodillas frente a otro cliente. La habitación olía a perfume barato y a sudor rancio, las luces de neón, como siempre, parpadeaban débilmente sobre ellos, dibujando las mismas sombras de siempre en las paredes. El cliente, un hombre humano con una barba sucia y mirada vacía, lo miraba fijamente, esperando una respuesta.
“¿Te gusta lo que haces?” Preguntó con una sonrisa, como si estuviera esperando una respuesta que él mismo ya conocía.
Jude levantó la vista hacia él, y por un momento, en ese rostro ajeno, se reflejó su propia expresión vacía, despojada de cualquier emoción. Ya no sabía qué era real, qué era él y qué era el dolor. El hombre lo miraba expectante, como si las palabras que pronunciara pudieran cambiar algo en él, en su vida. Pero Jude ya no creía en esas promesas vacías.
No creía en nada.
La sonrisa que dibujó en su rostro no era genuina, pero lo había practicado tanto que ya se sentía natural. Era una sonrisa que ya no reflejaba nada. Simplemente, la respuesta que se esperaba.
“Me encanta. Vivo para esto.”
El hombre asintió, complacido con la respuesta. Creyó las palabras de Jude. Las palabras vacías de un ser vacío. Creyó que esa era la verdad, que el joven frente a él disfrutaba de ser una pieza de carne, de ser una Luminaria en su noche solitaria.
Jude lo odiaba en ese momento. Odió esa sonrisa que le salió tan fácil, esa mentira que tan perfectamente construyó. ¿Cómo podía decir esas palabras con tanta certeza, con tanto desdén hacia sí mismo? Pero en ese lugar, rodeado de oscuridad, rodeado de cuerpos ajenos, ya no quedaba espacio para la vergüenza.
El hombre se inclinó hacia atrás, satisfecho con lo que había oído. Jude lo miró sin ver, sin sentir. Solo esperando el momento en que se marchara. Cuando el hombre finalmente terminó y se alejó, se quedó allí, de rodillas, mirando al vacío, con la expresión aún congelada en su rostro. Ya no había lugar para lágrimas, ya no había lugar para el dolor. Solo quedaba la risa vacía.
Jude ya no era Jude.
Ya lo sabia, todos lo sabían. Solo era un número, una mancha, una máquina de placer. Un producto que iba de cliente en cliente, día tras día, sin que nadie se detuviera a mirar más allá de su carne, de su sonrisa.
No quedaba nada de él en ese lugar. Solo la mentira que había aprendido a vivir.
Él también lo había creído alguna vez. Que podía escapar, que podía cambiar. Pero ese sueño estaba tan roto como su alma. Y en ese mismo instante, mientras el cliente se iba, Jude comprendió que ya no quedaba nada de él que valiera la pena salvar…
Se recostó sobre la cama, con los brazos extendidos hacia un techo que nunca ha visto limpio. No hay calor, no hay vida, solo el eco de los pensamientos que rebotan en su cabeza como un tambor sin fin.
"¿Cómo llegué aquí?" se preguntó, una pregunta que ya no tiene respuesta. Los recuerdos se desvanecen como neblina. La voz de su madre, cálida, pidiendo que fuera quien el mundo esperaba que fuera. La mirada de su padre, implacable, como si no hubiese espacio para alguien como él en su mundo. Recuerda, vagamente, cómo el amor se fue convirtiendo en rechazo, como un simple susurro sobre su identidad había sido suficiente para que los pilares de su hogar se desmoronaran.
"Nunca seré suficiente," pensó, mientras las lágrimas se asomaban a sus ojos, pero no salen.
Ya no hay lágrimas que derramar.
"Todo por ser yo." Lo perdió todo por ser quien era, por abrir su corazón. El rechazo. La humillación. La furia disfrazada de preocupación. Los silencios después de la confesión, cuando sus padres lo miraron como si fuera un extraño, como si el hijo que tenían nunca hubiera existido. Todo por decir la verdad, la verdad que ahora es nada más que una cicatriz profunda en su alma.
"Si tan solo hubiera mentido..." se dijo, pero esa voz interna que se ha ido desdibujando con el tiempo sabe que nunca habría sido capaz.
Tal vez la mentira habría sido más fácil, pero él nunca fue bueno en eso. Y es que en algún rincón de su corazón, la pequeña chispa de ese niño ingenuo sigue siendo algo de lo que no puede escapar.
Recuerda los días antes de todo esto, cuando vivía con la esperanza de que algo cambiaría. Se imagina su casa. La casa que ya no tiene. Se imagina a su madre sirviendo la cena en una mesa que ya no existe, a su padre leyendo el periódico, como si nada pudiera hacerle daño a su familia.
Pero esa imagen es solo una fantasía ahora. La realidad es otra. La realidad está en este cuarto vacío, en los ecos de los clientes que lo llaman por nombres que no le pertenecen.
"¿Qué harías ahora si pudieras volver atrás?" se preguntó. La respuesta era nula, porque no puede regresar.
No hay camino de vuelta.
"Pero, ¿por qué me acuerdo de ellos ahora?" La voz de su madre. La de su padre. Cada vez que cierra los ojos, pueden verse en el fondo de su mente, tan claros como antes. Y sin embargo, sabe que están más lejos de él que nunca. Sus padres, los que lo rechazaron por ser lo que no comprendían. Los que lo miraron como si fuera un error.
Pero ya no hay espacio para el perdón. Ya no hay forma de volver a ser el que soñaba con un futuro sin miedo. Ahora está aquí, siendo un reflejo distorsionado de lo que alguna vez fue.
"¿Cómo se llegó a esto?" preguntó, pero las respuestas son tan vacías como el cuarto que lo rodea. La vida ha pasado, y no hay nada que quede de ella, excepto un cuerpo que sirve para lo que otros necesitan. Los días se convierten en semanas, las semanas en meses. Y mientras se pierde en su propia reflexión, la vida que podría haber tenido se desvanece.
"Nunca volveré a ser quien era. Y nunca tendré un hogar al que regresar." Son las palabras con las que se despierta cada mañana.
De alguna manera, esa aceptación es lo que más le duele.
Esa noche, cuando el ruido del prostíbulo se disipó y el pesado silencio envolvió la habitación, se encontró en el suelo. La luz tenue de un faro lejano parpadeaba a través de la ventana rota.
Horevia, la ciudad infinita, la urbe que nunca duerme, lo observaba desde más allá de sus paredes, una máquina voraz que devora sueños y cuerpos sin compasión.
El cielo artificial sobre la ciudad nunca se apaga, ni de día ni de noche. Las luces brillan con una promesa de grandeza, pero Jude sabe que esa promesa nunca fue para él. No para alguien como él.
Su cuerpo está en ruinas, pero sus pensamientos son más pesados que su cuerpo. Está borracho, sus manos tiemblan, y el calor del alcohol lo envuelve en un abrazo cálido y vacío. Sus sentidos están amortiguados por las drogas que corren por su sangre, pero aún conserva algo dentro, un hilo apenas visible de lo que alguna vez fue.
El agotamiento lo aplasta, pero no puede dejar de pensar, de cuestionar. ¿Por qué odia este mundo? ¿Por qué esta ciudad llena de luces le repugna tanto?
Sabe que la respuesta está en cada rincón, en cada sonrisa vacía de los clientes, en cada palabra hiriente que le lanzan. Sabe que Horevia no es su ciudad, nunca lo fue. Es solo un sitio que lo usó y lo desechó, un lugar donde nunca encajó. Y aún así, la rabia que siente no sabe de dónde proviene, solo arde, alimentada por la impotencia, la traición y el abandono.
Con un sollozo ahogado, Jude se sienta, con las piernas extendidas y los pies descalzos sobre el frío suelo. De repente, la oscuridad lo envuelve, pero en su mente, la imagen de su madre vuelve, tan lejana, tan ausente, aparece, una chispa débil en medio de la nada. La ve en su memoria, con el cabello desordenado, cantándole suavemente mientras lo acunaba. Una canción que nunca olvidó, una melodía que todavía le pertenece, que todavía queda en su ser, a pesar de todo lo que ha perdido.
Con una tos débil, comienza a cantar, su voz estaba rasgada por el abuso y el dolor. Al principio, el sonido es bajo, un murmullo. Las palabras se arrastran entre sus labios, como si cada sílaba fuera un pedazo de sí mismo, desmoronándose. La melodía es frágil, quebrada, pero sigue ahí. Una pequeña chispa, de algo que alguna vez significó amor, significado y pertenencia. Canta algo que su madre le cantaba cuando era niño.
"Todo lo que quería era ser feliz..." Susurra entre dientes, con la canción desvaneciéndose en la neblina del recuerdo.
Sus ojos se cierran por un momento, y por primera vez en mucho tiempo, siente una pequeña pausa en el desgarro de su alma. La voz, aunque quebrada, es suya. Es lo único que aún no le han quitado. Canta porque, en ese susurro, siente que aún queda algo, una parte de él que se resiste a sucumbir. Algo que persiste, que se niega a desaparecer, que le recuerda que, por un breve momento, fue alguien más, alguien que podía soñar con un futuro.
Y aunque no tiene certeza de nada, aunque el futuro se desdibuja en Horevia, en esa habitación vacía, sabe que sigue siendo él. No importa lo que le hayan hecho. No importa lo que haya perdido. Por un momento, se siente entero, aunque sea solo por un suspiro. Un ser perdido en el abismo de su propia existencia.
La luz de la ciudad sigue brillando fuera de la ventana, indiferente, implacable. Horevia no duerme, no sabe lo que es descansar. Jude se queda ahí, inmóvil, mirando el vacío de la habitación, su cuerpo aún tembloroso, sus pensamientos arrastrados por la niebla del alcohol y las drogas…
Pero la canción termina, como todo lo bueno. Y el eco de su voz se disuelve en el aire viciado de la habitación, dejando solo el peso de la soledad y el silencio. Y en ese silencio, lo único que queda de él es la certeza de que ni siquiera sus sueños pueden salvarlo.
Y mientras el mundo sigue su curso, Jude se convierte en uno más entre los miles que llenan las calles de luces artificiales y humo, un fragmento roto en la maquinaria de un sistema que jamás lo consideró. En Horevia, hay personas que nunca podrán alzar la voz. Personas como Jude, que ya no pueden recordar lo que era ser alguien. Hay personas que no encuentran su lugar, porque nunca hubo un lugar para ellas. Y entonces, en lugar de vivir, simplemente existen, hasta que todo se desvaneció, hasta que la ciudad las engulle por completo.
No todos los que caen pueden levantarse. Algunos lo intentan, pero la gravedad del mundo es demasiado fuerte. El precio de sobrevivir es demasiado alto.
Hay noches, muchas noches, donde la única salida es dejar de sentir, dejar que el dolor se disuelva en algo, dejando que la indiferencia se convierta en el único refugio. En este lugar, donde los sueños son mercancía y la esperanza, un lujo, lo único que queda es sobrevivir hasta que no quede nada que sobrevivir.
Algunos se quedan allí, atrapados, olvidados, esperando que el mundo los devore de una vez. La única forma de seguir adelante es dejar de sentir, porque el dolor ya no tiene sentido. Porque cuando el mundo te ha despojado de todo lo que eras, ¿qué más queda? Solo un cuerpo vacío, que sigue existiendo sin importar cuán profundo se hunda.
La risa ya no viene. Las lágrimas ya no lo alcanzan. Y en la vasta Horevia, lo único que queda es la certeza de que el mundo ganó.
El mundo sigue adelante. Siempre sigue. Y en su paso, arrastra a los que ya no pueden caminar, a los que ya no pueden gritar, y a los que se olvidan. Porque en Horevia, como en todas partes, las luces siguen brillando, y los cuerpos se siguen desvaneciendo.
No todos pueden encontrar un propósito. No todos pueden escapar. No todos son recordados. Algunos solo existen hasta que desaparecen, como el humo de un cigarro en la noche.
La vida es solo un parpadeo.
Y la muerte, un suspiro.
Jude ya no lo recuerda.
El Arte de Reír entre Lágrimas.